El Chamuco 194

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Al pueblo de Chile, en estos difíciles momentos. ba montada en un autobús con destino a Puerto Iguazú cuando sucedió el sismo en Chile. Horas antes, los Chamucos celebraban un aniversario más en el Museo de Culturas Populares, ante un público –estoy segura– numerosísimo y entusiasta. Mientras tanto, las cosas ocurrían de una forma extraña dentro del bus: había un azafato de cabello cano y ojos verdes que no dejaba de coquetear con la paraguaya que estaba sentada junto a mí y, en un momento dado, ambas nos reímos al mismo tiempo ante sus intentos de seducción. Nos dieron de comer empanadas duras y un vaso de Coca-Cola, y pasaron Avatar con subtítulos en ruso y risas pregrabadas. La selva argentina se abría paso en medio de la noche. Las dos semanas anteriores había estado visitando Buenos Aires y Uruguay, pero sobre todo Buenos Aires. En la ciudad de la furia conocí a un chileno que, sin exagerar, es la persona más acatarrante que he tenido ocasión de tratar. Acatarrar viene de la voz bárbara “hostigar, molestar”, que curiosamente sólo se usa en México y Chile, y describe a la persona con la que recorrí innumerables calles mientras me enteraba de su vida como luchador en jaulas de metal, de hipnotista, de botánico amateur, de creador de perfumes para dama, de viajero, de psicólogo, de poeta-cantor y de alpinista. Mientras lo escuchaba, viajando por el subte, un individuo argentino tuvo a bien hacerme el favor de robarse mi cartera. El chileno, paciente, me acompañó en una travesía dentro de un locutorio “Claro” para cancelar mis tarjetas y pedir unas nuevas, cosa que los eficientes bancos mexicanos hicieron de la manera más inepta posible. Gracias, muchachos.

Diarios

A mi gratitud inicial surgió un estado de cansancio que me obligó a huir desesperadamente sin dejar rastro, pero luego de meditarlo, volví con el rabo entre las patas. El chileno, sonriente, no se dio por aludido, y continuó hablándome, con cara de circunstancias, de cantidad de aventuras en las que se probaba su heroísmo y buena fortuna. Una vez que regresó a Santiago, recorrí Buenos Aires en soledad. Sobra decir que luego de una semana ya lo extrañaba. En cada calle veía su cara y escuchaba su voz, y sus “¿cachai?” y sus “hueón” y “al tiro” y “carretear” y “fome” y “guata” y “pololear”, con ese acento más bien sensual de los chilenos. Me decía que había sido una intolerante y una impaciente, y contaba los días para llegar a Santiago y hacer una competencia de ingesta de “ají”, ya que el chileno se proclamaba el número uno en tan bello deporte (yo, gran comedora de chile desde la tierna infancia –sin albur– le contestaba con una voz ausente que sí, esperando el momento en que nuestros paladares lucharan ante un buen habanero con semillas). La mañana del día en que escribo estas líneas me enteré del sismo en Chile, y algo dentro de mí quedó helado. Pensé en muchas cosas, en esa nación que admiro tanto por su historia reciente, y en todas las personas de ahí que he conocido durante mi viaje. Pensé en Pelao, por supuesto. Cuando por fin pude comunicarme con él, me dijo que había estado vacacionando en unas cabañas muy al sur de Santiago.Y agregó enseguida, como para no salirse demasiado del marco de su propio personaje: “Me preocupan sólo tres cosas: mi televisión, mi microondas y toda la producción de perfumería que dejé lista”. Aliviada, pensé en la frase de abuelita para el caso: “genio y figura…”

sin motocicleta:

Anecdotario en el hemisferio sur

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