La familia animal

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LA FAMILIA ANIMAL RANDALL JARRELL ILUSTRACIONES DE

MAURICE SENDAK





La familia animal



La familia animal Randall Jarrell

ILUSTRACIONES DE

Maurice Sendak Traducción de Elena Iribarren EDICIONES EKARÉ


Traducción: Elena Iribarren Corrección: Sara Nicolás Primera edición, 2023 © 1965 Random House, Inc. renovado en 1993 por Mary Jarrell, texto © 1965 Maurice Sendak, renovado en 1993 por Maurice Sendak, ilustraciones © 2023 Ediciones Ekaré Todos los derechos reservados Av. Luis Roche, Edif. Banco del Libro, Altamira Sur. Caracas 1060, Venezuela C/ Sant Agustí, 6, bajos. 08012 Barcelona. España www.ekare.com Publicado originalmente en inglés por Michael di Capua Books / HarperCollins Publishers, NY Edición publicada bajo acuerdo con HarperCollins Children’s Books Título original: The Animal Family ISBN 978-84-127536-5-3 · Depósito legal B.16741.2023 Impreso en Barcelona por Novoprint Este producto está hecho de materiales reciclados y de otras fuentes controladas


Para Elfi De Mary y Randall



Digas lo que digas, tales cosas suceden; tal vez no a menudo, pero sí suceden.



Índice I II III IV V VI VII

El cazador La sirena El cazador trae a casa un bebé El oso El lince El lince y el oso traen a casa un niño El niño

5 33 57 69 97 127 145



·I·

EL

CAZADOR



H

ace mucho mucho tiempo, allá donde el bosque baja hasta el océano, un caza­dor vivía solo en una casa hecha de leños que él mismo había cortado y de tejas de madera que él había tallado. La casa tenía una habitación, y en el lado más cercano al océano había una chimenea de piedras lisas, rosadas, verdes y grises que el cazador había traído en sus brazos desde el acantilado al final del bosque. Sobre el suelo de fragmentos de conchas marinas había pieles de venado y de foca, y sobre la cama, la piel de un enorme oso negro. 5


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Los arcos y las flechas del cazador estaban colgados en la pared, detrás de la cama. El cazador era un hombre grande de cara curtida, cabello rubio y barba clara. Vestía pantalones, una camisa y zapatos de suave piel de ciervo. Su capa gris y plateada estaba hecha con la piel de un león de montaña, y el gorro que usaba cuando llovía o nevaba era la piel de una nutria. Encima de la chimenea estaba colgado un cuerno de caza de cobre que el cazador había encontrado entre los despojos de un naufragio, arrastrados a tierra por las olas. Había tallado algunos troncos de las paredes y algunas tablas de las sillas con figuras de zorros y de focas, un lince y un león de montaña. Por las noches, cuando se sentaba junto 6


a la chimenea, la mitad de la habitación brillaba con la luz dorada del fuego y la otra mitad se quedaba en la sombra. Los leños crujían y chisporroteaban con tanta fuerza que ahogaban el sonido de las olas que subía desde la playa. Pero en lo que los leños se convertían en brasas y las brasas en carbón, el hombre se acostaba en su cama, bajo la piel de oso, y escuchaba el sonido suave y poderoso que las olas hacían una y otra vez. Aquel sonido se le parecía al canto de su madre. Y antes de que pudiera recordar que su padre y su madre habían muerto y que él vivía allí solo, ya se había quedado dormido—y en sus sueños ella estaba sentada a su lado cantando, y su padre estaba junto a la chi7


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menea encerando la cuerda de su arco o reparando sus largas flechas blancas. En primavera, la pradera que bajaba desde el acantilado hasta la playa se ponía blanca como la espuma y azul como el mar, toda cubierta de flores. El cazador la contemplaba y le parecía hermosa. Pero cuando volvía a casa no había nadie a quien contarle lo que había visto—y si había recogido unas flores en el camino no había nadie a quien dárselas. Y cuando por la tarde, más allá de la silueta oscura y azulada de una isla a lo lejos, el sol se hundía bajo la línea del mar como un mundo rojo desvaneciéndose, el cazador veía todo aquello, pero no había nadie a quien contárselo. 8


Una noche de invierno, mientras miraba las estrellas que destellaban fríamente formando el cinturón y la espada del cazador Orión, un meteorito grande y verde atravesó el cielo lentamente. Al cazador le saltó el corazón y gritó: «¡Mira, mira!». Pero no había nadie que mirara. Otra noche estaba acostado en su cama. La suave brisa de verano entraba soplando por la puerta abierta y la luz de luna brillaba sobre el suelo junto a la ventana como si fuera la piel de un oso blanco. El cazador se puso a pensar. Al cabo de un rato, sus pensamientos se convirtieron en sueños: su madre le estaba cantando. Abrió los ojos y despertó de golpe, pero siguió escuchando a alguien cantar. Se levantó y 9


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bajó por la pradera hacia el mar. La marea estaba baja. Caminó hasta la arena tibia y húmeda. Las suaves olas alcanzaban sus pies y desaparecían con un susurro, dejando atrás burbujitas espumosas parecidas a las escamas de un pez. Algo cantaba a lo lejos, escondido entre los peñascos de las focas. Era una voz suave como la de una mujer. Había palabras en la canción, pero el cazador nunca había oído palabras como aquellas, y el canto no se parecía a ninguno que él hubiera escuchado. Se quedó allí un largo rato, atento. La canción terminó con una última nota larga y baja, y luego todo se quedó en silencio, excepto el mar, cuyas olas llanas y plateadas susurraban suave10


mente, callaban por un instante y volvían a hacer shhhh. El cazador llamó a la voz. Desde las sombras alrededor de los peñascos escuchó un ruido breve y escurridizo, y luego el sonido de algo que se zambullía en el agua: era el sonido que hacían siempre las focas. Llevándose las manos a los ojos, el cazador miró fijamente el claro de luna que brillaba a lo lejos en las sombras. Pero no había nada que ver y, ahora, nada que escuchar. Al cabo de un rato, se fue a su casa. La noche siguiente, cuando oyó que la voz cantaba, bajó hasta la orilla del mar y allí se quedó hasta que aquel nuevo canto terminó; luego llamó suavemente. Una figura se zambulló en el agua, igual que 11


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antes; aunque esta vez, cuando el cazador miraba la luz de luna que rodeaba las piedras, una cabeza lisa y mojada salió del agua, lo miró con ojos brillantes, luego volvió a hundirse y desapareció. Él nunca había visto nada semejante. Aquel cabello largo y reluciente y aquella piel mojada eran color verdiazul plateado, como la luz de luna sobre el agua. Al caminar sobre la arena de la playa y atravesar las altas hierbas de la pradera hasta su casa, el cazador no dejó de cantar en voz baja, una y otra vez, las últimas notas del canto de la sirena. Todo el día siguiente las canturreó mientras hacía esto y lo otro. A veces, dura­nte un instante, no recordaba las notas y temía haberlas olvidado, pero siempre 12


volvían a él. Aquella noche, cuando salió la luna, el cazador bajó a la playa, se sentó a la orilla del agua y se puso a cantar. Cantó todas las canciones que conocía y, entre una y otra, las notas del canto de la sirena. No dejó de mirar hacia los peñascos de las focas, pero no había nada. Hasta que, por fin, más allá de la primera fila de olas blancas, vio una cabeza mojada. Lentamente, para no asustarla, miró hacia otro lado sin dejar de cantar. Cuando estuvo a punto de terminar la canción, giró un poco la cabeza, y luego otro poco más, hasta que vio, con el rabillo del ojo, que ella se había acercado—la luna brillaba sobre su cabello y sobre las curvas mojadas de sus hombros. Mirándola de reojo, el 13


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cazador comenzó a cantar el canto de ella. Antes de terminar, se detuvo en medio de una nota. Por un momento, hubo silencio; luego el cazador oyó una risa suave y la sirena le cantó las últimas notas de la canción. Antes de que él pudiera moverse o hablarle, ella ya se había ido. Su cabeza y sus hombros se habían deslizado bajo el agua tan suavemente que en un instante estaba allí y al siguiente había desaparecido; sin siquiera un murmullo, apenas una onda en el mar. El cazador había vivido tanto tiempo con los animales que era igual de paciente que ellos. Esperó un largo rato antes de regresar a casa. No se sintió triste con la huida de la sirena porque sabía que regresaría. 14


Seguía recordando el sonido de su risa y las últimas notas de su canto. Luego, cuando estuvo a punto de quedarse dormido y ya no sabía si estaba recordando u oyendo el canto, tuvo la certeza de que ella volvería—y mientras dormía profundamente y no pensaba ni soñaba, seguía sonriendo. La sirena volvió la noche siguiente, y la siguiente, y la siguiente. Incluso se acercó. Sentada en lo llano, con las olas que le llegaban bajo la cintura, le hablaba al cazador con una voz que sonaba como el agua. Con una voz que no tenía más sentido para él que el sonido del agua: ninguna palabra de ella era como ninguna palabra de él. Comenzaron a enseñarse palabras el uno al otro. La sirena se tocaba la cabeza 15


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y hacía el mismo sonido, una y otra vez, hasta que el cazador lo aprendía de memoria. Luego él se daba golpecitos en una de sus piernas y decía «¡Pierna, pierna!», y la sirena, dejando ver que le parecía muy extraño eso de tener una pierna y además una palabra para nombrarla, la repetía con su voz líquida. Pero la sirena lograba decir los sonidos del cazador mucho mejor de lo que él decía los de ella, y recordaba las palabras de él mucho mejor que él las de ella. Pronto todo el aprendizaje fue en un solo sentido. El cazador decía las palabras de ella torpemente, lastimosamente, como algo que se aprende demasiado tarde; en cambio, ella decía las palabras de él como una 16





«Comenzaron a enseñarse palabras el uno al otro. Ella se tocaba la cabeza y hacía el mismo sonido, una y otra vez, hasta que el cazador lo aprendía de memoria…».

«Un cuento incisivamente hermoso para jóvenes o mayores, seguramente destinado a la inmortalidad». New York Herald Tribune Book Week

«Sin lugar a dudas, el mejor en muchos años, una historia atemporal y universal». The New York Times Book Review


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