El diablillo de la botella

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A m o r y

S u s t o

El diablillo de la botella

Robert Louis Stevenson Ilustrado por

Giovanna Ranaldi



El diablillo de la botella Robert Louis Stevenson Ilustrado por

Giovanna Ranaldi

Ediciones EkarĂŠ


Robert Louis Stevenson


El diablillo de la botella

H

ubo una vez un hombre de la isla de Hawái, a quien llamaré Keawe; su verdadero nombre debe mantenerse en secreto, porque la verdad es que todavía vive, pero el lugar donde nació no esta­ ba muy lejos de Hononau, donde los huesos de Keawe el Grande yacen escondidos en una cueva. Este hom­ bre, Keawe, era pobre, valiente y activo: sabía leer y escribir como un maestro de escuela; era además un marinero de primera, que había navegado por un tiempo en los vapores de las islas, y pilotado un barco ballenero en la costa de Kamakua. Con el tiempo, Keawe quiso conocer el gran mundo y las ciudades extranjeras, y se embarcó rumbo a San Francisco. Esta es una hermosa ciudad, con un gran puer­to y mu­­chísimas personas ricas y, en particular, con una coli­na cubierta de palacios. Por esta colina precisa­ 5


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mente paseaba Keawe, con mucho dinero en el bolsi­ llo, mirando con placer las mansiones de ambos lados de la calle. «¡Cuántas casas hermosas!», pensaba, «¡y qué feliz debe de ser la gente que vive en ellas, que no necesita preocuparse del mañana!». Este pensamiento rondaba su mente cuando pasó junto a una casa más pequeña que las otras, pero adornada como un ju­ guete; los escalones de la entrada brillaban como la plata, los bordes del jardín florecían como guirnaldas, las ventanas eran luminosas como diamantes y Keawe se detuvo ma­ravillado ante la excelencia de todo lo que veía. Al detenerse se dio cuenta de que un hom­ bre lo observaba desde una ventana tan transparente que podía verlo como se ve un pez en un arrecife. El hombre era anciano, calvo y de barba negra; su rostro era sombrío y suspiraba amargamente. Y la verdad es que, mientras Keawe miraba al hombre allí adentro, y el hombre miraba a Keawe allá afuera, se envidiaban el uno al otro. De repente, el hombre sonrió, asintió con la ca­ beza, le hizo señas a Keawe para que entrara en la casa y lo recibió en la puerta. 6


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—Esta hermosa casa es mía —dijo el hombre, y suspiró amargamente—. ¿No le gustaría ver las habi­ taciones? Y así, lo paseó por toda ella, del sótano al des­ ván, y todo lo que había allí era perfecto, tanto que Keawe estaba asombrado. —Verdaderamente —dijo Keawe—, es una casa hermosa; si yo viviera en una parecida, me pasaría el día riendo. ¿Cómo es entonces que usted está sus­ pirando? —No hay ninguna razón —dijo el hombre— para que usted no posea una casa igual a esta, y mejor aún si así lo desea. ¿Tiene usted algún dinero, supongo? —Tengo cincuenta dólares —dijo Keawe—, pero una casa como esta costará más de cincuenta dólares. El hombre hizo unos cálculos y le dijo: —Lamento que no tenga más porque puede traerle problemas en el futuro; pero será suya por cin­ cuenta dólares. —¿La casa? —preguntó Keawe. —La casa no —replicó el hombre—, la botella. Porque debo decirle que, aunque yo le parezca a usted 8


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tan rico y afortunado, toda mi fortuna y esta misma casa y su jardín vinieron de una botella no más grande que una pinta. Aquí la tiene. Abrió un mueble sellado, y sacó una botella de barriga redonda y cuello largo; su vidrio era blanco como la leche y de colores cambiantes como los del arco iris. Adentro algo se movía oscuramente, como sombra y fuego. —Esta es la botella —dijo el hombre, y cuando Keawe se rió, añadió—: ¿No me cree? Compruebe en­ tonces usted mismo. Trate de romperla. Así que Keawe levantó la botella y la lanzó al suelo hasta cansarse; pero saltaba como la pelota de un niño y no se dañaba. —Es una cosa extraña —dijo Keawe—, porque al tacto y a la vista la botella parece ser de cristal. —Es de cristal —dijo el hombre suspirando más amar­gamente que antes—, pero de un cristal tem­ pla­do en las llamas del infierno. Un diablillo vive en ella y esa es la sombra que vemos allí moviéndose, o así me lo supongo. El hombre que compre esta bo­ tella tiene al diablillo bajo sus órdenes; todo lo que 9


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él desee —amor, fama, dinero, casas como esta o una ciudad como esta ciudad— será suyo con solo pedirlo. Napoleón tuvo esta botella, y por ella llegó a ser rey del mundo; pero la vendió al final y fracasó. El capi­ tán Cook también la tuvo, y por ella descubrió tantas islas; pero él también la vendió, y fue asesinado en Hawái. Porque al venderla, se van el poder y la pro­ tección; y, a menos que un hombre se quede contento con lo que tiene, algo malo le sucederá. —¿Y aun así usted habla de venderla? —dijo Keawe. —Tengo todo lo que quiero y me estoy haciendo viejo —respondió el hombre—. Hay una cosa que el diablillo no puede hacer: no puede prolongar la vida, y no sería justo ocultarle a usted que la botella tiene su inconveniente; porque si un hombre muere antes de venderla, arderá en el infierno eternamente. —¡Tiene su inconveniente, sin duda alguna! —ex­ cla­mó Keawe—. Prefiero no mezclarme con esa cosa. Puedo vivir sin una casa, gracias a Dios, pero hay algo con lo que no podría vivir en absoluto, y eso es estar maldito. 10


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—Caramba, no vaya tan deprisa —respondió el hombre—. Todo lo que tiene que hacer es usar el poder del diablillo con cautela, y luego vender la bo­ tella a otra persona, como yo lo hago con usted, y terminar su vida cómodamente. —Bueno, veo dos cosas —dijo Keawe—. Una, usted suspira todo el tiempo como una joven enamo­ rada, y, por otra parte, vende usted esta botella muy barata. —Ya le he dicho por qué suspiro —dijo el hom­ bre—. Temo que mi salud esté empeorando y, como usted mismo dijo, morir e irse al infierno es una lásti­ ma para cualquiera. En cuanto a por qué la vendo tan barata, debo explicarle que esta botella tiene una peculiaridad. Hace mucho tiempo, cuando el diablo la trajo por prime­ra vez a la tierra, era sumamente costosa y fue vendida primero al preste Juan por mu­ chos millones de dólares; pero no puede ser vendida a menos que se pierda dinero en la venta. Si la vende por lo mismo que la compró, le regresa de nuevo como una paloma mensajera. Por eso es que el precio ha disminuido a través de los siglos y la botella es 12


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ahora notablemente barata. Yo mismo la compré a un vecino mío de esta colina y el precio que pagué fue solo de noventa dólares. Y podría venderla hasta por ochenta y nueve dólares y noventa y nueve centavos, ni un céntimo más, o la cosa regresaría a mí. Ahora bien, esto trae dos molestias. Primero, cuando usted ofrece una botella tan singular por ochenta dólares, la gente supone que está bromeando. Y segundo, pero no hay ninguna prisa con eso, así que mejor no entrar en detalles… Solo recuerde que debe ser vendida por dine­ro en efectivo. —¿Cómo puedo saber si todo esto es cierto? —pre­ guntó Keawe. —Hay algo que puede probar enseguida —res­ pondió el hombre—. Deme sus cincuenta dólares, tome la botella y pídale que sus cincuentas dólares regresen a su bolsillo. Si eso no sucede, le juro por mi honor que retiro la oferta y le devuelvo su dinero. —¿No me está engañando? —preguntó Keawe. El hombre juró solemnemente. —Bueno, arriesgaré eso —dijo Keawe—, pues daño no pue­de hacerme. 13


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Le pagó al hombre su dinero y el hombre le en­ tregó la botella. —Diablillo de la botella —dijo Keawe—, quie­ro recobrar mis cincuenta dólares. Y ciertamente, ape­ nas haberlo dicho, su bolsillo estaba tan pesado como antes. —De verdad que es una botella maravillosa —dijo Keawe. —Y ahora, buenos días, querido amigo, y que el diablo vaya con usted por mí —dijo el hombre. —Un momento —dijo Keawe—. Yo no quiero más juegos de estos. Tome, le devuelvo su botella. —Usted la compró por menos de lo que yo pagué —respondió el hombre, frotándose las manos—. Es suya ahora y, por mi parte, solo me interesa ver cómo se aleja usted de aquí. Llamó al sirviente chino, y le hizo salir de la casa. Cuando estuvo en la calle con la botella bajo el brazo, empezó a pensar: «Si todo esto es cierto, pue­ de que haya hecho un mal negocio. Pero quizás el hombre solo estaba bromeando». Lo primero que hizo fue contar su dinero, y la suma era exacta: cuarenta y 14


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nueve dólares en dinero americano y una moneda de Chile. «Parece que es verdad», pensó Keawe. «Ahora probaré otra cosa». Las calles en esa parte de la ciudad estaban tan limpias como la cubierta de un barco, y aunque era me­dio­día, no había pasajeros. Keawe dejó la botella en la alcantarilla y se alejó. Dos veces se volvió a mi­ rarla y ahí estaba la botella de color lechoso y barriga redonda, exactamente donde la había dejado. Una tercera vez miró hacia atrás y dobló la esquina; pero, cuando apenas lo había hecho, algo lo golpeó en el codo. Era el cuello largo de la botella, que sobresalía del bolsillo de su saco de piloto, donde estaba metida la barriga redonda. «Y esto parece que también es verdad», pensó Keawe. Lo siguiente que hizo fue comprar un sacacor­ chos en una tienda y esconderse en un sitio secreto en el campo. Y ahí trató de sacarle el corcho, pero cuan­ tas veces metía el instrumento, este se salía de nuevo y el corcho permanecía intacto. «Este es un nuevo tipo de corcho», se dijo Keawe, 15


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y empezó a sudar y a temblar porque ya le tenía miedo a esa botella. De regreso al puerto vio una tienda donde un hombre vendía caracoles viejos y mazos de las islas, viejas imágenes de dioses paganos, monedas antiguas, cua­dros de China y de Japón y todo tipo de cosas que los marineros traen del mar en sus baúles. Entonces tuvo una idea. Entró y le ofreció la botella por cien dólares. El hombre de la tienda primero se rió de él, y le ofreció cinco; pero de verdad era una botella cu­ riosa, cristal como ese no lo había soplado boca hu­ mana, tan lindos brillaban los colores a través del ex­ terior lechoso y tan extrañamente se movía la sombra en su centro. Así que luego de discutir un rato, como lo hacen los de su oficio, el vendedor le dio a Keawe sesenta dólares de plata por la cosa y la puso en una repisa en medio de su vitrina. —Ahora —dijo Keawe—, he vendido por sesenta lo que he comprado por cincuenta o, a decir verdad, un poco menos, ya que una de mis monedas era de Chile. Ahora sabré la verdad sobre otro aspecto. Así que regresó a su barco y, cuando abrió su 16


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baúl, allí estaba la botella, que había llegado antes que él mismo. Keawe tenía un compañero a bordo llamado Lopaka. —¿Qué te pasa? —dijo Lopaka—, ¿por qué mi­ ras tu baúl de ese modo? Estaban solos en el castillo de proa. Keawe le pidió que jurara guardar el secreto y le contó todo. —Es un asunto bien extraño —dijo Lopaka—, y me temo que te encontrarás en problemas por esa botella. Pero hay una cosa muy clara. Los problemas los tendrás de todas maneras, así que mejor aprove­ cha también los beneficios de tu compra. Decide qué quieres pedirle, da la orden, y si se hace como tú de­ seas, yo mismo te compraré la botella después; pues me gustaría conseguirme una goleta y dedicarme a comerciar por las islas. —Eso no me interesa —dijo Keawe—. Quiero tener una bella casa con jardín en la costa de Kon, donde nací, con el sol brillando en la puerta, flores en el jardín, cristales en las ventanas, cuadros en las paredes y juguetes y finos tapetes en las mesas, como 17


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la casa en la que estuve hoy, solo que un piso más alta y con balcones como el palacio del rey, y quisiera vivir ahí sin preocupaciones y divertirme con mis amigos y parientes. —Bueno —dijo Lopaka—, vamos a llevarla con nosotros a Hawái, si todo resulta cierto como supones, te compraré la botella y le pediré una goleta. Así lo acordaron y no pasó mucho tiempo an­ tes de que el barco regresara a Honolulú llevando a Keawe, Lopaka y la botella. Cuando apenas habían desembarcado, se encontraron con un amigo en la playa, quien empezó de inmediato a darle el pésame a Keawe. —No sé por qué me das el pésame —dijo Keawe. —¿Será posible que no te hayas enterado? —dijo el amigo—. Tu tío, ese viejo bueno, está muerto; y tu primo, ese muchacho tan buen mozo, se ahogó en el mar. Keawe lo sintió mucho y comenzó a llorar y a lamentarse y se olvidó de la botella. Pero Lopaka se quedó pensativo y pronto, cuando Keawe se había calmado un poco, dijo: 18


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—He estado pensando, ¿no tenía tu tío tierras en Hawái, en el distrito de Kau? —No —dijo Keawe—, no en Kau; están en la ladera de la montaña, un poquito al sur de Kookena. —¿Estas tierras ahora serán tuyas? —preguntó Lopaka. —Seguramente sí —dijo Keawe—, y comenzó de nuevo a lamentarse por sus parientes. —No —dijo Lopaka—. No te lamentes ahora. Se me ocurre una cosa. ¿Y si esto es producto de la botella? Pues ya tienes el lugar listo para tu casa. —Si es así —gritó Keawe—, es un modo muy malvado de servirme, matando a mis parientes. Pero de verdad puede ser así; pues era justamente en un sitio como ese donde yo veía la casa en mi imaginación. —La casa, sin embargo, no está todavía construi­ da —dijo Lopaka. —No, ni es probable que se construya —dijo Keawe—, pues, aunque mi tío tenía algo de café, habas y bananos, eso no alcanzará más que para mantenerme cómodamente. El resto de su tierra es de lava negra. 19


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—Vayamos al abogado —dijo Lopaka—. Yo to­ davía tengo esta idea en mi mente. Cuando llegaron a la casa del abogado, supieron que el tío de Keawe se había convertido en un hombre monstruosamente rico en los últimos días de su vida, y había mucho dinero. —¡Ahora ya tienes el dinero para la casa! —gritó Lopaka. —Si está usted pensando en una casa nueva —dijo el abogado— aquí está la tarjeta de un arquitecto nuevo del que me han hablado muy bien. —¡Cada vez mejor! —exclamó Lopaka—. Está todo muy claro. Sigamos obedeciendo órdenes. Así que fueron a casa del arquitecto y vieron que tenía diferentes proyectos de casas sobre su mesa. —Entiendo que usted quiere algo fuera de lo común —dijo el arquitecto—. ¿Qué le parece esto? —y le entregó un dibujo a Keawe. Cuando Keawe lo vio, dio un grito, pues era exac­tamente lo que había visto en su imaginación. «Estoy destinado para esta casa», pensó. «Aunque poco me gusta la forma en que la he reci­ 20


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bido, estoy destinado a ella y mejor si acepto lo bueno con lo malo». Así que le dijo al arquitecto todo lo que deseaba y cómo quería amueblar la casa, le habló de los cuadros en la paredes, y de los adornos en las mesas, y le pre­ guntó sin rodeos por cuánto le haría el trabajo. El arquitecto hizo muchas preguntas, tomó una pluma e hizo un cálculo, y cuando lo hubo terminado, le dijo la cantidad exacta que Keawe había heredado. Lopaka y Keawe se miraron el uno al otro y asin­ tieron con la cabeza. «Está bien claro», pensó Keawe, «que he de tener esta casa de una manera u otra. Viene del diablo y temo que no conseguiré nada bueno por eso; y de una cosa estoy seguro: no pediré más deseos mientras ten­ ga la botella. Pero con la casa estoy ya embarcado, y mejor acepto lo bueno con lo malo». Así que llegó a un acuerdo con el arquitecto y fir­ maron un documento. Keawe y Lopaka se embarca­ ron de nuevo y navegaron hacia Australia, pues estaba decidido entre ellos que no intervendrían de ningún modo, sino que dejarían al arquitecto y al diablillo de 21


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la botella que construyeran y decoraran aquella casa a su propio gusto. El viaje fue bueno, solo que Keawe estuvo todo el tiempo conteniendo la respiración, pues había ju­ rado que no pediría más deseos, ni recibiría más fa­ vores del demonio. Cuando regresaron, el arquitecto les dijo que la casa estaba lista y Keawe y Lopaka tomaron pasaje en el Hall, camino de Kona, para ver la casa, y asegurarse de que todo había sido hecho exactamente de acuerdo a la idea que tenía Keawe en su cabeza.

* La casa se alzaba en la falda de la montaña y se podía ver desde los barcos. Por arriba, el bosque llegaba hasta las mismas nubes de lluvia; por abajo, la lava negra caía en acantilados donde los reyes de la antigüedad estaban enterrados. Un jardín florecía alrededor de la casa con flores de todos los tonos; había un huerto de papayas de un lado y fruta de pan del otro. Y en frente, hacia el mar, estaba colocado 22


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el mástil de un barco con una bandera. En cuanto a la casa, era de tres pisos, con grandes habitaciones y amplios balcones en cada una. Las ventanas eran de un cristal excelente, transparente como el agua y luminoso como el día. Toda clase de muebles adorna­ ban las habitaciones. Cuadros con marcos dorados colgaban en las paredes: pinturas de barcos, de hom­ bres luchando, de las mujeres más bellas y de lugares exóticos; no hay lugar en el mundo donde existan cua­ dros de colores tan brillantes como los que encontró Keawe colgando en su casa. En cuanto a los adornos, eran extraordinariamente finos: relojes de carillón y cajas de música, pequeños hombrecitos que movían sus cabezas, libros llenos de ilustraciones, armas muy valio­sas de todas partes del mundo y los rompecabezas más elegantes para divertir a un hombre solitario. Y como nadie querría vivir en esas habitaciones, sino solo pasear por ellas y contemplarlas, los balcones habían sido hechos tan amplios que todo el pueblo podría haber vivido en ellos alegremente; y Keawe no sabía qué elegir, si el corredor de atrás, donde sopla­ ba la brisa de las montañas y se veía el huerto y las 23


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flores, o el balcón delantero, donde se podía beber el viento del mar y contemplar, desde la empinada lade­ ra de la montaña, el Hall pasar una vez a la semana entre Hookena y las colinas de Pele, o a las goletas remontando la costa en busca de piñas y bananas. Cuando hubieron visto todo, Keawe y Lopaka se sentaron en el corredor. —Bien —preguntó Lopaka—, ¿está tal como tú la deseaste? —Mis palabras no pueden expresarlo —contestó Keawe—. Es mejor de lo que soñé y me siento en­ fermo de satisfacción. —Solo hay una cosa que debemos considerar —dijo Lopaka—. Todo esto puede haber sucedido de mane­ ra muy natural, sin que el diablillo de la botella nada haya tenido que ver con ello. Si yo compro la botella y no consigo la goleta después de todo, habría puesto mis manos en el fuego sin razón. Yo te di mi palabra, lo sé, pero no creo que me reproches una prueba más. —He jurado no pedir más favores —dijo Keawe—. Ya me he embrollado lo suficiente. —No estoy pensando en ningún favor —res­ 24


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