El niño de la calle del rastro

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PUROS CUENTOS Compendio cuentos, historias y leyendas... Unas ciertas y otras; ¡tampoco!

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: y monos s o t x e T s Grasso o l r a C Juan ular

Pop Cuento o por: adaptad z Lomelí Gonzále l e u ig M


“El Niño de la calle del Rastro” es un cuento popular de Jala, Nayarit. Su origen se pierde en el tiempo, sin embargo por su narrativa, se deduce que pudo haber “sucedido” allá por los años 30´s o 40´s. Yo lo leí en un libro escrito por el maestro Miguel González Lomelí, me gustó y me propuse hacerle algunas adaptaciones que le dieran un cierto contexto a la narrativa, luego de consultarlo con mi amigo Miguel y después de pitorrearse respetuosamente de mi propuesta de cambios me dijo: - Oye Grasso tu de escritor tienes lo mismo que yo de astronauta, pero bueno allá tu - refunfuñando aceptó y agregó: - mira, ponle esto y aquello... Ya con semejante aval, dispuse hacerle dichas adaptaciones al cuento original que según yo le sentido a la historia; el nombre del niño protagonista, su entorno familiar, su incapacidad física, etc... ¡Ah! y para el desenlace final: el pozo seco, tremendo error de logística de mi parte, según Miguel que tiene toda su vida en ese pueblo, ¡en Jala no hay ninguna casa que tenga un pozo de agua! la estructura de su suelo no lo hace posible, el vital líquido proviene escurrimientos de arroyos y manantiales... Bueno pero tope en eso, yo le puse un pozo no más pa hacer la mosca chillar... Aparte de su dedito pa´rriba, agradeceré su aportación con lo que sea su voluntá... les dejo una cuenta de Banco Azteca.

Tepic, Nayarit / Abril de 2021

Si les fuese más fácil por Oxxo, favor de poner lo siguiente: Juan Carlos Grasso Espinosa y mi número: 311 268 14 65 para luego enviarme vía Whatts foto del código.


- ¡Niño vete para allá, aléjate de ese pozo y no fastidies a ese pobre animalito! Le grita enfadada doña Chole al pequeño Simón que juegueteaba con un gato “solovino” que tuvo la desgracia de pasar por ahí. -¡Ah! este niño tan travieso, cualquier día Dios no lo quiera, se va a caer al pozo y de ahí ni quien lo saque vivo, animas benditas. - Decía la angustiada mujer volteando al cielo y besando una medallita con la imagen de la virgencita de Jala. - Ay virgencita, protéjelo...- oraba en silencio.


A Simón le había pegado la polio cuando era muy pequeño, sin embargo dicha incapacidad no le impedía andar de un lugar a otro haciendo y deshaciendo. Era un niño comedido; hacía mandados, llevaba y traía recados, por lo que los vecinos compadecidos le graticaban con algún quinto o como doña Esther recompensaba los mandados con un puño de canicas. - ¡Ah que buen muchachito es este Simón...! comentaba doña Esther, la dueña del abarrote y agregaba: - írelo seño Leonor, ái va re contento con su canicas, bien ganadas por sus mandaditos que me hace... Diocito lo bendiga... y la virgencita, doña Esther y la virgencita... - respondía la señora Leonor.


Doña Chole, la madre de Simón, se ganaba la vida vendiendo hortalizas, frutas, lavando ajeno y los domingos a un costado de la Basílica, tenía un puesto de gorditas de harina horneadas donde también vendía unas golosinas que les llamaban “gallitos” que eran las preferidas de los chiquillos del pueblo.

Así la doña sacaba el día a día; no había de otra, ya que su segundo marido y padrastro de Simón, una mañana salió de su casa, dizque a comprar un puro y jamás regresó. Luego se supo que lo habían tarrajeado en un pleito de cantina y días después apareció su cuerpo por allá por El Amialco. Al poco tiempo, un pariente lejano; un mentado Fidelio Canuto, les permitió vivir en una de sus propiedades con el cuento de que se la cuidaran mientras arreglaba un exhorto que tenía pendiente con la justicia. Nunca jamás lo volvieron a ver, unos dicen que lo “encuerdaron” para la Islas Marías; sabrá Dios, el asunto es, que doña Chole y su hijo se quedaron a vivir allí en ese solar.


Ese solar estaba ubicado en lo alto de un lomillo, ya casi en los linderos donde terminaba el caserío. Ahí había sembrados árboles de guayabas, duraznos y nanchis con los que doña Chole aprovechaba para hacer mer meladas y encurtidos. También tenían una chiva, que cuando no se le agriaba la leche por las corretizas que le pegaba el pequeño Simón, la doña la ordeñaba para luego hacer quesos y panelas.


Calle abajo de la casa de Simón, donde hace esquina con la calle Guerrero, en esa esquina había una gran piedra bola que parecía puesta ahí a propósito para que cuando pardeaba la tarde, algunos viejos se reunieran a platicar y también era el punto donde después de la escuela, se juntaba una ronda de chiquillos vagos que se la pasaban inventando a ver que diablura se les ocurría. Simón los alcanzaba a ver desde los alto del lomillo y en cuanto su mamá noestaba en casa, bajaba y se sentaba en la mentada piedra solo para ver jugar a los niños con la ilusión de integrarse al juego; - ¿Puedo jugar con ustedes? - preguntaba a los niños que jugaban a las pichas. -¡No! tú no puedes jugar con nosotros porque estás chueco de tus piernas. - le respondían los chicos en tono burlón. -¡A que sí puedo! - les respondía resuelto Simón, - Miren las pichas que mandó mi tío Fidelio - y sacaba de su morralito las canicas que le daba la abarrotera por los mandados que le hacía. Eran unas canicas de vidrio muy vistosas por su color y tamaño, cosa que despertaba la malicia entre chiquillos que le respondían; - Ta´ bien pues, pero tendrás que darnos a cada uno de nosotros, de esas de las más grandes. Simón no dudaba en aceptar la ventajosa propuesta sabiendo que sólo así lograría participar en el juego y no le preocupaba el intercambio ya que seguro las volvería a recuperar ganandoles a los niños en la “choya” o en todo caso, doña Esther le haría algún encargo con la consabida recompensa.


Pero “pueblo chico, chisme grande” pronto llegó el día que doña Chole, se enteró por las vecinas del triste papel de su pequeño hijo; - Viera que lástima da su hijito doña Chole, ái nomás sentadito en la piedra rogando a los demás chiquillos que lo dejen jugar... - le comentaban las mujeres a la madre del pequeño. Y como tenía que ser, el tremendo regaño no se hizo esperar -¡Pero como te has atrevido a desobedecerme de que no salgas de la casa! ya me contaron que todos los días te sales hasta la esquina a estar ahí como tonto viendo a esos niños jugar, ¡niño desobediente! - y exclamaba furiosa: - ¡Ora de castigo ya no sales ni al corral, aquí te quedas encerrado a ayudarme a embasar los nanchis curtidos! - ¿Ni a las clases con doña Flor puedo ir? - sollozando el niño preguntaba a lo que la enojada madre respondía; - Ya veremos, ya veremos. -


Debido a su enfermedad, a Simón no lo habían admitido en la escuelita del pueblo, pero doña Flor, que vivía justo en la esquina donde se encontraba la enorme piedra el sitio predilecto de los demás chamacos de ese barrio, todas las tardes esta señora recibía al pequeño lisiado que le ensañaba a leer y a escribir. Allí el niño pasaba horas encantado leyendo las increíbles aventuras que se narraban en los libros como las “20,000 Leguas de Viaje Submarino” o las “Fábulas de Esopo”, pero lo que más le atraía de esas tertulias didácticas, eran las exquisitas viandas que le obsequiaba la doña: gorditas de harina de maíz, atole, marquesote y sus favoritos; ¡los tamales de elote! - Mira Simón, te hice tamales de elote que tanto te gustan - le decía la doña y en tono de broma agregaba; - pero no te los acabes todos, recuerda llevarle a tu mamá. - inútil recomendación de la señora ya que sólo unos cuantos alcanzaban a llegar a su casa.


Cierta mañana, una algarabía de niños en el corral de su casa le llamó la atención y para gran sorpresa de Simón eran los chamacos que estaban ahí, ¡en su corral! - ¡Venimos a visitarte Simocito! - coreaban los chiquillos visitantes que andaban atareados correteando a la chiva y haciendo tremendo desorden en el corral. Lejos de molestarse, el pequeño Simón salió gustoso a unirseles a darle lata a la pobre chiva, pero se cansaron antes que el animal y temiendo que los inesperados visitantes optaran por retirarse, a Simón se le ocurre otra atracción: - Vengan, vengan amiguitos tengo más canicas bonitas que les puedo regalar - pero los chiquillos hacen caso omiso y Simón les insiste: - !Allá en fondo del corral las guayabas ya están maduritas y los nanchis igual, pueden cortar los que quieran!- No dudan ni un segundo y como enjambre, se van sobre las guayabas y las demás frutas, Poco más tarde, llegó su mamá de la vendimia que sorprendida al ver a los niños visitantes, en vez de arremeter con regaños los invita a pasar a la casa para tomar un refrescante tarro de agua de jamaica. A partir de ese día, Simón sintió que su vida había cambiado y todas las mañanas durante esa temporada de vacaciones, desde que se levantaba se parapetaba en el falsete de la entraba del solar esperando a que llegaran sus nuevas amistades y efectivamente más temprano que tarde, ahí llegaban y no sólo ellos, ahora venían un montón de chiquillos de otros barrios gustosos de ir a aquel corral repleto de árboles cayéndose de toda clase de frutas, jugar con los preciados juguetes de Simón y casi seguro, disfrutar de las ricas aguas frescas que les ofrecía doña Chole.


Cuando llegaron las aguas que por cierto esa temporada cayeron aguaceros tan fuertes que el cielo parecía desfondarse, provocaron la avenida de varios arroyos aledaños, las calles del pueblo y los caminos estaban anegados lo que impedía que Simón bajara al pueblo a hacer mandados, ir a sus clases con doña Flor y lo peor: sus vecinitos ya no iban a jugar a su corral. Las torrenciales lluvias y los vendavales habían acabado con todos los frutales, el corral era un completo lodazal y por consiguiente, los adobes que circundaban el pozo se desmoronaban aún más...

El viejo pozo se había llenado de agua debido a los incesantes aguaceros, no obstante las repetidas recomendaciones de su mamá de no acercarse demasiado al pozo y más en ese temporal, en cuanto la doña se iba a su vendimia y la lluvia amainaba un poco, Simoncito veía ahí una fuente de entretención que le aseguraban largos ratos de innita diversión.


Ese pozo que para su imaginación era el gran océano, el balde el submarino como el de aquella fabulosa historia que había leído con doña Flor, así que lo sumergía y lo sacaba, lo sumergía y lo sacaba, hasta que en una de esas, el balde-submarino se desató de su amarras y se hundió en el pozo.

Al tratar de recuperar el balde y sin medir el peligro, Simón se recargó en un abobe carcomido que no tardó en desmoronarse, trató de asirse de un mecate que colgaba del travesaño pero este se partió en dos e irremediablemente el pequeño desvalido cayó al fondo del pozo. Un niño que vivía cerca a la casa, casualmente llegó al lugar y al percatarse de la desgracia, corrió al barrio gritando como loco; - ¡Simón cayó en el pozo de su casa! ¡corran, vayan a salvarlo! Muchos vecinos corrieron al lugar sólo para comprobar que ya nada se podía hacer, el viejo pozo seco por tantos años, ahora lleno de agua debido a los torrenciales aguaceros, se había tragado al pequeño Simón para siempre...


Años después, en Jala se empezó a correr el mitote que por ahí, por esa esquina del callejón que le llaman “El Baratillo” y la calle Guerrero, se veía por las madrugadas a un niño como de unos nueve o diez años, que llorando caminaba por la acera del viejo rastro y que al llegar a la mentada esquina donde estaba la piedra bola, ahí se quedaba sentadito “llori y llori”... Los matanceros que a esas horas salían de sus labores del rastro y las mujeres que iban al mercado, contaban espantados que muchas veces quisieron preguntarle al niño llorón ese, qué andaba haciendo a esas horas fuera de su casa y cuál era la causa de su amargo llanto, pero cuando se le acercaban, el niño ¡pum! de repente nomás desaparecía.

Al cabo de un tiempo las apariciones del misterioso “Niño de la calle del rastro”, como la gente lo empezó a llamar, ya no se volvieron a dar. Dice el maestro Miguel, quien precisamente vive en esa cuadra, que quizás sea porque la piedra bola donde el niño solía sentarse fue removida, entonces el pequeño Simón, optó por quedarse en el más allá. Vaya usted a saber...

Fin


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