Mi Destino en tus manos
El duque de Sutherland, que acaba de enviudar y debe volver a casarse rápidamente, ya que no tiene un heredero. Con ese propósito asiste a varios bailes, para encontrar a su nueva esposa y no aspira que la unión sea por amor.
Alice Middleton, hija de un vizconde y desde que fue presentada en sociedad, un montón de caballeros han intentado cortejarla en vano, ya que a todos los ha rechazado. Esto cambiará cuando William de Sutherland la saque a bailar, y ella sienta que ha encontrado al amor de su vida.
1: El entierro
Mientras el cortejo fúnebre se dirigía lentamente al cementerio del pueblo de Sutherland, un joven vestido de negro miraba fijamente al suelo, siguiendo al coche fúnebre el cual era tirado por dos caballos negros.
La persona enterrada en ese día lluvioso no era otra que su joven esposa, que había muerto trágicamente mientras montaba a caballo.
A los veinticinco años, se encontró viudo y sin heredero. Como único hijo del duque de Sutherland, William tenía que encontrar otra esposa para que un día un hijo pudiera heredar el ducado.
William de Sutherland había conquistado el corazón de muchas damiselas, pero su padre había elegido para que desposara a la hija de un duque. Solo dos meses después de su primer encuentro, se celebró el matrimonio.
Sophia era una jovencita de gran belleza, por lo que era cortejada por todos los hombres de los alrededores. Por eso, cuando se enteró de que tendría que casarse con el heredero del duque de Sutherland y renunciar así a su libertad, huyó a su habitación y se quedó allí dos días, llorando a mares.
Poco después de su noche de bodas, tomaron caminos distintos.
Ella había organizado bailes y diversas recepciones para distraerse, mientras él trabajaba incansablemente para conservar e incluso ampliar sus tierras.
Todas las noches, antes de irse a dormir, bebía una o dos copas de brandy a escondidas y su piel se volvía rápidamente opaca.
Su marido había intentado varias veces hacerla pasar un buen rato, ofreciéndole paseos y diversas actividades. Pero por la noche, cuando ella estaba demasiado borracha para cumplir con sus deberes maritales, William la llevaba a la cama, la arropaba y luego se iba a su propia habitación.
Un día de marzo, Sophia decidió salir a dar un paseo bajo una ligera lluvia. Según los testigos, principalmente campesinos que se encontraban
allí, el caballo de la joven duquesa se encabritó y galopó directamente hacia el río. Su ama gritó y cayó de cabeza al agua helada.
Todos los presentes acudieron de inmediato a rescatarla, pero desafortunadamente la mujer de veinticuatro años ya había muerto.
William se miró los pies mientras su capa estaba empapada por la lluvia. La carroza había llegado al cementerio.
Todos los asistentes habían ido a refugiarse en el mausoleo del ducado para evitar mojarse. Solo quedaban William, los enterradores y los portadores del féretro. Cuando el féretro fue colocado en el panteón familiar, William se situó en frente con un ramo de rosas blancas en la mano derecha. Se quitó el sombrero de copa, hizo la señal de la cruz y se acercó un paso para colocar las flores.
—Lamento que no haya funcionado entre nosotros —murmuró, tratando de retener el nudo de lágrimas en su garganta.
Luego asintió con la cabeza a los sepultureros, para que retomaran sus funciones, ellos empujaron lápida y la sellaron.
William volvió a ponerse el sombrero y decidió que era hora de volver, ya nada podía hacer ahí, no la traería de vuelta y no tenía caso seguir frente a una lápida fría y triste.
Caminó lentamente de vuelta a su casa, siendo seguido por los asistentes al funeral, varios se acercaron para darles sus condolencias y él les agradecía con escuetas palabras.
Sus altas botas de cuero dejaban sus huellas en la tierra húmeda. Esperaba no volver nunca a estar frente a ese lapida. O al menos no durante mucho tiempo.
Nunca llegó a enamorarse de Sophia, pero tenía que admitir que había sido una joven elegante y muy bonita.
Ella había conseguido atraer a varios nobles al ducado, la unión de ambos títulos favoreció en sus tierras y negocios. Gracias a ella, su casa seguía allí. Eso era innegable. Sophia tenía un don para encantar a hombres y mujeres.
—Hijo mío —anunció su padre una vez que todos los invitados se habían marchado—, sé que tienes que guardar luto durante todo un año. Pero también hay que pensar en el futuro de Sutherland. Tienes que encontrar ...
—Una esposa para tener un heredero y así asegurar la prosperidad de esta casa. Padre, me lo dijiste una vez antes de casarme. Todavía lo recuerdo.
—Es cierto que tu matrimonio duró poco tiempo. Me sorprende que no hayan procreado ni un solo hijo desde su noche de bodas.
William estaba agotado tanto física como mentalmente, no tenía ánimos de hablar de la intimidad de su matrimonio para el beneplácito de su padre.
—Buenas noches, padre —suspiró William, cambiando de tema, mientras se desanudaba la corbata y se dirigió a las escaleras—. Nos vemos mañana.
Su padre murmuró algo que el joven no entendió, pero no le importó. Solo quería una cosa: dormir.
Cuando llegó a su habitación tiró el abrigo en una silla, se quitó rápidamente las botas y se pasó una mano por la nuca para relajar los músculos.
Miró a la mesa junto al escritorio y vio la botella de whisky con un vaso al lado. Mientras se desabrochaba los gemelos, el joven se acercó a la botella. Cambió los dos pequeños objetos preciosos por un vaso lleno. Los sorbos iban y venían.
Desplomado en su silla, William de Sutherland ya no parecía un caballero que enamoraba a las chicas.
Como recordaba los bailes de las debutantes donde intentaba, en vano, hacer bailar a todas las jóvenes que habían entrado en el mundo. Las madres conocían su título y su riqueza, y cada una deseaba una gran boda. Pero pronto su padre le presentó a Sophia y la secuencia le trajo a este fatídico día.
Se había enamorado del encanto y la belleza de Sophia, pero las primeras noches su mujer había llorado, algo que él definitivamente no soportaba por lo que habían dejado de dormir en la misma cama.
William se enteró más tarde de que su mujer estaba enamorada de otro caballero, un simple barón, que no estaba a la altura de las ambiciones del padre de Sophia, razón por la cual no pudo casarse con él.
El joven dio otro sorbo y dejó el vaso vacío en la mesa, luego se levantó y de caminó a la cama se quitó el chaleco y la camisa, sin perder tiempo se metió bajo las sábanas.
Antes de quedarse dormido, se prometió a sí mismo que, en cuanto terminara el periodo de luto, empezaría a buscar una nueva esposa para asegurar el futuro de Sutherland y cumplir los deseos de su padre.
2: Lady Alice
—Lady Alice, ¿desea algo de beber? —preguntó un joven de cabello rojizo y ojos marrones con un innegable talante elegante.
—No olvide que el próximo baile es para mí, Lady Alice —intervino otro con una sonrisa coqueta, que dejaba en evidencia que era todo un seductor.
Lady Alice sonrió un tanto sonrojada por los desbordados ánimos de los caballeros y tomó el vaso de limonada que le entregaba el hijo de un marqués.
Respondió positivamente al hombre al que había prometido la cuadrilla.
Todos los caballeros guapos del baile estaban a los pies de Alice Middleton, hija del vizconde Middleton, poseedora de una belleza deslumbrante que había seducido a muchos hombres desde que llegó al mundo.
Con su pelo rubio y su rostro angelical, su primera tarjeta de baile se llenó en pocos minutos por muchos hijos de importantes nobles.
Su madre estaba encantada, pues estaba planeando una boda majestuosa con uno de los pretendientes presentes. No esperaba menos para su hija, que un hombre que pudiera darle protección, un buen nombre y también riquezas.
La música de la cuadrilla ya se elevaba en el ambiente y Lord Andrew Cartney se enderezó para extender su mano a la chica. Esta última se disculpó con todos los caballeros y puso su mano en la de él. Juntos se dirigieron al centro de la pista de baile con todos los demás bailarines. Se pusieron frente a frente, hicieron una reverencia y luego los pasos se sucedieron, y el tiempo pasó rápidamente.
—¿Le gusta bailar Lady Middleton?
—Infinitamente. Me parece que las mujeres se liberan bailando. Especialmente la cuadrilla en la que ejecuta sus pasos sola sin ser apoyada por su pareja.
—Es una de esas mujeres que quieren más libertad.
—Absolutamente Lord Andrew, nunca entenderé que las mujeres sean inferiores a los hombres. Al fin y al cabo, somos las encargadas de traer niños al mundo que asegurarán el futuro de sus tierras.
—Entiendo su reclamo, pero creo que la esposa del hombre debe saber su lugar.
—¿Qué quiere decir? —preguntó Alice, con las cejas fruncidas.
—Debe saber mostrar su rango, representa el título de su marido y, por tanto, debe callar. O al menos esperar a que su marido le dé permiso para hablar.
Esa opinión tan clara por parte del caballero fue demasiado para Alice, lo que hizo que su mandíbula se tensara, le miró directamente a los ojos con rabia contenida. Estuvo segura de que no podía seguir respirando el mismo aire que ese hombre, mucho menos seguir compartiendo esa pieza de baile, por lo que se inclinó haciendo una leve reverencia, le dio las gracias por el baile y abandonó la pista en medio de la música.
Alice se negó a que un hombre insultara a las mujeres de esa manera. Caminó haciendo espacio entre las parejas y se reunió con sus padres, se colocó entre ellos, con los brazos cruzados, tratando de disimular la agitación en su pecho a causa de la molestia.
Lord Cartney, desconcertado al encontrarse solo, también abandonó la pista de baile, bajo la mirada burlona de sus amigos. Se unió a ellos y les explicó la situación, señalando descaradamente a Alice.
Alice no pensó en las habladurías que podrían correr sobre ella debido al claro desplante que le había hecho al joven.
Su madre, al ver que el hijo del marqués de Cartney charlaba con sus amigos mientras los miraban, se dirigió a su hija, la miró de soslayo con la ceja izquierda ligeramente alzada.
—Alice, ¿podrías decirme qué le hiciste a ese joven para que todos estén riendo en un descarado gesto de burlas?
—Piensa que su futura mujer tendrá que permanecer a su lado, pensando y diciendo exactamente lo que él dice. Como un loro.
—Y supongo que le habrás dicho que estás en descuerdo con esa opinión —suspiró la vizcondesa, conocía las actitudes rebeldes de su heredera. Al parecer no importaban sus innumerables intentos por hacerla una jovencita obediente.
—No madre, no podría hacer algo como eso. —Se llevó la mano al pecho con dramatismo—. Preferí ignorarlo y dejarlo plantado en la pista, recuerdo haber leído, que lo mejor que puede hacer una persona razonable es no discutir con necios. —Levantó con orgullo la cabeza.
No importaba que todos hablaran a sus espaldas. Estaba orgullosa de que su padre le hubiera enseñado a pensar por sí misma. Sabía cómo sonreír y encantar a muchos hombres. Sabía cómo aparentar la ignorancia y la inocencia que buscaban los jóvenes nobles. Pero si uno de ellos se atrevía a criticar el papel de la esposa, menospreciándola, entonces no dudaba en ser muy hiriente.
Sin embargo, Alice tenía otra preocupación: el marqués de Cartney tenía mucha influencia. Y todos los jóvenes que le habían pedido un baile ya no se acercaban. Así que durante una buena media hora Alice sintió lo que muchas otras chicas habían sentido también: que era común.
Así que se alejó de las miradas indiscretas, hacia una de las terrazas que con vistas a los esplendorosos jardines. Segura de que ya nadie la sacaría para un baile. Por eso, cuando un joven alto y moreno con un traje azul oscuro se acercó a ella y se inclinó, abrió la boca ligeramente, sin saber qué decir.
—Miladi, ¿me haría el honor de bailar conmigo? —susurró con una voz tan profunda que ella se estremeció.
Alice miró fijamente la mano extendida frente a ella, y solo gracias a un acto reflejo, su mano llegó a posarse sobre la del hombre.
Los largos y delgados dedos de la mano masculina atraparon los de Alice, que le sonrió presa de los repentinos nervios, en respuesta, él le otorgó una profunda mirada y un asentimiento.
Juntos se dirigieron a la pista de baile con muchos otros bailarines. Se había anunciado un vals. Entonces, el apuesto castaño colocó su mano en su zona lumbar y la acercó más a él.
Le puso la mano en el hombro mientras con la otra se agarraba las faldas para evitar que se le engancharan en los pies. Alice levantó la cara para mirarle directamente a los ojos. No podía concentrarse en sus pasos porque estaba tan hipnotizada por los ojos azul eléctrico que la miraban.
El rostro del hombre era impasible, con la barbilla recta y un hoyuelo en el centro. Su barba apenas se oscurecía un poco, lo que le hizo pensar a
Alice, que seguramente esa mañana se había dedicado a la rutina de un riguroso afeitado.
Alice siguió admirándolo mientras la guiaba con facilidad al ritmo de las notas que salían de los instrumentos. Su rostro no mostraba ninguna emoción, incluso mirándole a los ojos, ella no podía ver si estaba contento de hacerla bailar o si lo estaba haciendo bien.
«Uno, dos, tres... Uno, dos, tres...» Era lo que Alice repetía en su cabeza, sin saber qué decir. Y cuando la música se detuvo, se inclinó hacia ella, tomó su mano y la besó.
—Por favor, miladi, discúlpeme, no me he presentado. Mi nombre es William Wembley.
—Encantada de conocerle milord, soy...
—Lady Alice Middleton —intervino prendando de la mirada de la joven—. He oído hablar de usted y de sus... Talentos —admitió con una media sonrisa.
—Sin duda, cuenta con ventaja milord, los rumores se esparcen rápidamente —comentó alzando la barbilla, sabía que esos “talentos” de los que hablaba, no eran más que los cotilleos repartidos por Lord Andrew Cartney—. ¿Debería preocuparme?
—En absoluto, miladi. —Hizo una reverencia y le regaló una caída de párpados—. Ha sido un verdadero placer compartir esta pieza con usted, gracias por la consideración que tuvo de aceptarme aun cuando no me había anotado en su tarjeta. —Le hizo otra reverencia de despedida, luego abandonó el salón, se fue directo a recoger su abrigo para marcharse de la fiesta.
El marqués de Cartney se había equivocado definitivamente. Lady Midleton no tenía nada de especial, era como todas las demás, una joven en busca de un marido. Y él no sería uno de esos, estaba seguro.
3: Cambios
Al día siguiente, Alice despertó en su cama con dosel, rodó entre las sábanas y se estiró, preparándose para un nuevo día.
La campana de la iglesia había sonado a las nueve y su criada no tardaría en aparecer para ayudarle a lavarle, vestirle y peinarle antes de bajar.
Antes de que la llegada de su dama compañía la interrumpiera, le fue imposible a Alice no pensar en el misterioso lord William Wembley.
Era la primera vez que lo veía. Nunca había escuchado su nombre, decidió guardar el secreto de ese baile a sus padres, que quizá estaban en alguna otra parte del castillo cuando regresó de la mano de lord William Wembley.
En el viaje en carruaje de regreso a casa, solo miraba por la ventana del carruaje sin saber qué pensar. Ni siquiera habían sido capaces de discutir un tema banal. Se había presentado y luego se había marchado sin ningún motivo.
—Despierte, señorita Alice. Es hora de prepararse para el desayuno.
—¿Mis padres me están esperando abajo? —preguntó incorporándose, mientras la criada abría las pesadas cortinas.
—Salieron a pasear con sus caballos. Decidieron recorrer la finca y visitar a los agricultores. Dijeron que no regresaran hasta la hora del té.
—¿Sin mí? ¿De verdad? No puedo creer que hayan decidido dejarme —resopló un mechón que se le había escapado de su cabello trenzado.
—Al menos tiene la casa para usted, miladi. Bueno, usted y los criados —añadió Benedetta, riendo. Al tiempo que le apartaba las sábanas.
Alice salió con su camisón que le llegaba a los tobillos y caminó al baño.
Cuando estuvo lista, Alice bajó las escaleras y desayunó una buena ración, aprovechando que no estaba su madre para supervisar las porciones que comía. Según ella, era primordial que una dama mantuviera una figura esbelta, porque a los hombres el amor o el interés le entraba por los ojos.
Solo esperaba que ninguno de los criados le dijera que había pedido un par de tostadas más, luego completamente satisfecha se fue a la biblioteca donde se hizo del libro que había empezado el día anterior.
Se sentó en una butaca y pidió una taza de té, dispuesta a sumergirse en la historia de amor y drama.
No fue hasta el final de la tarde cuando un criado entró en la habitación y anunció la visita del doctor Morth.
—Hazlo pasar, Gerald, muchas gracias.
Gerald se inclinó en una reverencia, salió y un par de minutos después, volvió a abrir la puerta para darle paso al médico de cabecera. Era el que había ayudado a su madre para que ella llegara a este mundo y el mismo que la había tratado siempre que estaba enferma, había aprendido a tenerle un gran cariño, por lo que le saludó con una gran sonrisa mientras se levantaba, aunque le desconcertó ver que el doctor Morth estaba extrañamente serio.
—Lady Middleton —anunció con la mirada abatida—. Debo contarle una noticia desafortunada —el tono de su voz bajó, como si realmente no quisiera hablar.
Un mal presentimiento se abrió paso en el pecho de Alice, por lo que el libro se le cayó de las manos y sus rodillas se doblaron.
El médico se apresuró a acercarse a ella y la agarró para estrecharla contra su pecho. Las palabras de consuelo del anciano no llegaron a los oídos de la joven. Solo había oído una cosa: los caballos se habían desbocado.
Su día había empezado tan bien y ahora estaba terminando horriblemente. Sus padres habían muerto porque el caballo de su madre se había asustado y salió al galope, en vano intentó tirar de las riendas, pero al no poder controlarlo, su marido acudió a rescatarla.
Ambos cayeron, rompiéndose el cuello. No habían sentido nada y murieron al instante.
Alice no podía creerlo. Era hija única y apreciada por sus padres, pero ahora era repentinamente huérfana.
Los sirvientes se encargaron de llevar a la joven a su cama. Benedetta permaneció junto a su cama desde primera hora de la tarde hasta la mañana del funeral, que tuvo lugar unos días después. Hizo que su señora se
levantara para vestirse de negro y dar el último adiós a sus padres. Mientras su criada le ataba el corsé, Alice se aferraba al poste y miraba al espacio.
—¿Qué será de mí, Benedetta? Ya no tengo familia, ahora estoy sola.
—Señorita, me tiene a mí y a todos los sirvientes.
—Sabes muy bien que no estoy casada. No puedo quedarme aquí sola contigo. La ley exige que haya un tutor o una tutora que se ocupe de mi educación hasta que me case.
—El doctor Morth nos dijo ayer que tendríamos que cambiar de casa. Alice ya no escuchaba lo que decía su criada y volvía a estar sumida en sus tristes pensamientos.
El día pasó rápidamente. Todos los amigos de sus padres habían venido a presentar sus respetos. Les dio las gracias uno por uno y rezó para que esto fuera solo una terrible pesadilla. Fue interrumpida en sus oraciones por un anciano que le besó la mano.
—Mi querida Alice, comparto tu dolor.
—Gracias, mi señor. ¿Conoció bien a mis padres? —preguntó ella, interesándose por el hombre que la había llamado por su nombre.
—Sí, puede decirse que los conocía bien. Tuve el gran honor de ser elegido por tus padres para ser tu padrino.
—Mi... ¿Padrino? —preguntó, abriendo mucho los ojos. No sabía por qué hasta ahora tenía conocimiento de ese hombre. Sus padres nunca le hablaron de él.
—He hablado con el doctor Morth y me gustaría que vinieras a vivir conmigo. Tendrás muy buenos tutores y me comprometo a encontrarte un marido que te cuide. A partir de ahora soy tu tutor. Pero si te niegas, entonces lo entenderé.
—Ni siquiera sé su nombre, mi señor.
—Perdona mi descortesía. Soy Alfort Wembley, Duque de Sutherland. Vivo no muy lejos de Londres, a dos horas en carruaje.
Alice no quería acabar en un internado para niñas huérfanas, ni siquiera ir a un lugar oscuro y lúgubre como el convento. Este hombre no parecía despreciable y si sus padres lo habían elegido como su padrino, debía ser por una buena razón. Así que, con una media sonrisa, aceptó la propuesta del hombre.
—Prepara tus cosas. Mi cochero te recogerá en una semana y te llevará a mi casa. Vivo allí con mi hijo William. Le hará bien tener algo de
compañía.
Alice sonrió y se inclinó hacia él, agradeciéndole su acogida. Así que iba a tener un nuevo hogar.
Sus padres estarían lejos, pediría que le trajeran a visitar sus tumbas una vez al mes, aún era muy pronto para dejar todo lo que conocía, su hogar, sus muebles, incluso los criados que la habían visto crecer.
Tenía una segunda oportunidad para tener una vida respetable, no podía desaprovecharla.
Y cuando el cochero llegó a la semana siguiente, Alice se alegró de despedirse de la casa que tanto dolor le había causado. Comenzaría una nueva vida y estaba segura de que sus padres la cuidarían a donde sea que vaya.
Al final del viaje de dos horas, el carruaje entró por fin en la finca de Sutherland y Alice asomó la cabeza por la ventanilla para respirar el aire fresco del campo.
El carruaje se detuvo e inmediatamente un lacayo abrió la puerta y la ayudó a bajar el escalón. Todos los sirvientes se alinearon para recibirla, mientras el Duque y su hijo la esperaban. Uno tenía una gran sonrisa mientras que el otro tenía una mirada fría.
—Alice, bienvenida de nuevo. Este es tu nuevo hogar —dijo el Duque, caminando hacia la joven. Permíteme presentarte a mi hijo, William.
Este último se adelantó y tomó la mano de Alice para besarla. Cuando sus labios hicieron contacto con el delgado guante, Alice sintió que todos los vellos de su espalda se erizaban.
Y cuando sus ojos entraron en contacto con los del hombre, los reconoció inmediatamente. Eran los mismos ojos azul eléctrico que la habían hipnotizado durante su último vals, no se había percatado antes, quizá por su ahora espesa barba.
4: Solo
—¿Es usted…?
El joven la interrumpió con un asentimiento y le tomó la mano.
—Lo soy. Me alegro de verla de nuevo, señorita Middleton —susurró mirándola a los ojos.
El padre los miró a ambos con los ojos muy abiertos y les preguntó si se conocían. Su hijo se dio la vuelta y, caminando con la joven hacia su padre.
—Lady Alice y yo bailamos el vals en el último baile de los Merrington. Nunca pensé que la volvería a ver después de esa noche.
El rostro de Alice se ensombreció y bajó la cabeza al pensar en la muerte de sus padres. A veces deseaba poder unirse a ellos para no estar sola con ese joven que la hacía temblar.
Y todos tuvieron que hablar de su dolor y del trágico accidente que había costado la vida al vizconde y a su esposa. Lord Sutherland se dio cuenta de la incomodidad y ordenó a su hijo que la llevara al salón para que le sirviera el té a su querida ahijada.
Una vez en la habitación, William sentó a la joven y se quedó mirándola por un largo rato, detallando cada rasgo en ella.
—El negro no te sienta bien, Lady Alice.
—Estoy de luto por mis padres, milord. En caso de que no esté al tanto. Además, no creo que seamos tan amigos como para tutearnos —dijo secamente, quizá estaba nerviosa y por eso actuaba de esa manera.
—¿Cómo podría no saberlo? Es lo único de lo que se habla. Y en cuanto a nuestros nombres, creo que, ya que vivimos bajo el mismo techo, deberíamos evitar las costumbres tradicionales. Si no, nos aburriremos hasta que te encontremos un marido.
—¿Aburrirnos? ¿Te refieres a nuestro baile? ¿En el cual solo intercambiamos unas pocas palabras?
—¿No estabas demasiado ocupada mirándome? —le preguntó mientras servía el té y le entregaba una taza de fina porcelana china.
—Usted estaba haciendo lo mismo, milord. ¿Y por qué te fuiste sin una razón? Podríamos haber hablado y conocernos mejor.
—No soy de los que se arrojan a sus pies para cantar sus alabanzas, Lady Middleton. He tenido la amabilidad de invitarte a bailar —dijo secamente—. Los rumores sobre usted no fueron los más elogiosos.
—No importa lo que digan de mí —replicó Alice, levantando la barbilla en una respuesta tajante—. Las habladurías jamás son objetivas.
—¡No si quieres casarte! Viniendo de la hija de un vizconde, que resulta estar en el nivel más bajo de la nobleza, me sorprendes.
—No importa si mi padre no era un duque o un marqués. Al menos era bueno y... Y... —intentó añadir—. Oh, eres odioso.
Con las lágrimas corriendo por sus mejillas, se tomó la cara entre las manos y giró la cabeza para que William no pudiera verla.
Él la miró, frunciendo el ceño, sin saber qué hacer. Y en ese momento entró el Duque de Sutherland con una gran sonrisa. Una sonrisa que perdió rápidamente al contemplar la escena que tenía ante sí.
—¿Qué ha pasado? William, ¿qué has hecho ahora?
Su hijo se encogió de hombros y se acercó a la chimenea, con su taza de té en la mano.
Su padre ya había sido demasiado generoso al acoger a esta chica en su casa. No había sido amable con él de pequeño y, sin embargo, lo fue con ella. ¿Por qué milagro había conseguido ablandarlo? Se giró y vio que el duque le tendía la mano a Alice para ayudarla a levantarse y la sacaba de la habitación con la promesa de que todo se solucionaría.
No sabía qué tenía esta chica, pero tenía los labios carnosos y sus ojos... Sus ojos harían caer a cualquier hombre, incluso si hubiera hecho votos de castidad.
Resopló rápidamente, diciéndose a sí mismo que esa no era la chica para él. Después de todo, tenía que encontrar una mujer digna de su rango para darle un heredero digno a su título. Y ciertamente no era Alice Middleton, la hija de un vizconde, quien lo satisfaría.
Rápidamente sustituyó su té por una copa de brandy, luego subió a su estudio para trabajar antes de que su padre le castigara por su conducta.
Alice estaba en su habitación mirando con tristeza los terrenos de la mansión. Pensar que iba a estar encerrada con William hasta que encontrara
un marido era casi insoportable
Ella había pensado que era un caballero, especialmente cuando la había sacado a bailar. Al final, solo era un duque pretencioso que la hacía sufrir cuando ya tenía bastante.
Sin embargo, en su interior, había sentido algo cuando él había puesto su mano en la parte baja de su espalda y la había acercado a su cuerpo. Su corazón se había acelerado y le había golpeado el pecho con tanta fuerza que pensó que se le saldría.
La chica agarró mecánicamente su collar con la punta de los dedos, el último regalo de su padre a su querida hija, que representaba un trébol, el emblema de Irlanda.
—Oh, Padre, cómo me gustaría que estuvieras aquí conmigo ahora mismo. Estoy segura de que todo sería más fácil.
Se limpió las lágrimas con un movimiento furioso y se recompuso. Por algo se llamaba Alice y no había heredado el carácter de su madre para que la menospreciara un hombre que no sabía nada de ella.
No importaban los rumores que circulaban en Londres en ese momento, no importaba lo que pensara William de Sutherland. Lo más importante era que ella, Alice Middleton, se recuperaría antes de encontrar un marido que la hiciera feliz.
Tenía que hacer el duelo y luego seguir adelante. Se quejó al pensar en vestirse de negro y luego de gris durante un año. Estos colores no le sentaban nada bien a su complexión, pero tenía que respetar la tradición.
5: Caminar
Había pasado una semana desde su llegada y Alice seguía teniendo problemas con William de Sutherland. Este último disfrutaba mucho sacándola del camino. Criticaba su vestimenta, su rango o incluso su gusto por los adornos, a veces hablándole de los rumores que circulaban sobre su carácter. Una vez, mientras estaban en la mesa, había sacado su periódico, sin quitarle los ojos de encima.
—Veo que los rumores son ciertos, ya que cada día te descubro más, mi querida Alice. Eres tan terca que me pregunto si a veces no estoy en presencia de un burro.
Esto había tenido el efecto que el hijo del duque esperaba y Alice se había puesto roja de ira al responder que era el peor hombre de la historia y que lo sentía por su futura esposa. Solo había provocado una sonrisa en el rostro de William cuando el padre lo miró, con las cejas fruncidas.
Una mañana Alice se levantó antes de lo habitual para ir a montar a caballo y evitar encontrarse con William. Tres golpes en la puerta la interrumpieron en sus preparativos. Después de dar permiso para entrar, apareció una persona conocida y Alice gritó de alegría. Era su antigua doncella, Benedetta, la que estaba ante ella. Le fue imposible no tomarla eufóricamente en sus brazos.
—Qué feliz soy de que estés aquí conmigo. Sin ti, la vida habría sido más difícil.
—El duque de Sutherland nos contrató. Todos los que trabajaron en la casa de tus padres.
—Ha sido tan considerado conmigo. He empezado a familiarizarme con los sirvientes de esta casa. Pero son tantos que me confundo con todos los nombres —admitió, riendo a carcajadas y sonrojada.
—No fue el padre quien fue a buscarnos. Fue su hijo, William, quien decidió ponernos a todos a su servicio.
—¿William? Pero... ¿Por qué haría algo así?
—Nos dijo que habíamos estado con usted prácticamente desde niña y que eso le ayudaría a acostumbrase a esta nueva vida.
—¿El hijo del duque que se compadece de mí? Eso sí que es extraño. En cualquier caso —dijo Alice con una gran sonrisa—, me alegro de que estés aquí. Podrás ayudarme. No puedo conseguir cerrar este conjunto, es tan difícil.
La criada se rio y la ayudó a vestirse y luego la peinó para que estuviera cómoda durante su paseo.
Una vez hecho esto, bajó a la cocina donde se cruzó con un gran número de cocineros y lacayos. Todos dejaron de trabajar cuando vieron llegar a la joven con una gran sonrisa.
—Buenos días a todos. Hola Peter, hola, señora Potty, Señor Bringman, señor… Perdone, ¿cómo se llama? —preguntó tímidamente.
—Señor O'Malley —dijo, haciendo una reverencia.
—O'Malley. Prometo no volver a olvidarle. Mi madre era irlandesa. Supongo que usted también lo es.
—Por supuesto —dijo el mayordomo, hinchando el pecho, orgulloso de sus orígenes.
—¿A qué debemos el honor de esta visita, miladi?
—Oh, por favor, no miladi. Solo soy la hija de un vizconde. Lady Alice será suficiente —dijo con una sonrisa—. He venido a buscar manzanas para los caballos, por favor.
—¿Los caballos? —dijo el cocinero—. Es que... Los caballos comen heno, no manzanas.
—Voy a dar un paseo y para recompensar a mi yegua necesito unas manzanas. Una será más que suficiente para mí.
La cocinera señaló a regañadientes la cesta de manzanas que había en un rincón de la gran cocina.
Alice se dirigió a la cesta y tomó una manzana. Pero le guiñó un ojo a O'Malley cuando la sorprendió escondiendo dos o tres más los pliegues de su vestido.
—Le doy las gracias y le deseo un buen día.
Salió por la puerta del servicio y se dirigió a los establos, donde se puso delante de su yegua.
Era una trotadora francesa, conocida por su amabilidad y tranquilidad. Sus padres se la habían regalado porque estaban seguros de que sería una
excelente compañera para su hija novata.
Alice se sobresaltó cuando escuchó un largo relincho y un roce de pezuñas en el establo de al lado. Caminó lentamente hacia la caseta y vio un gran purasangre inglés frente a ella. Su pelaje era gris y sabía que era un espécimen raro.
—Hola —saludó con voz suave—. Tu nombre es...
Miró lo que estaba marcado en la almohadilla de la silla de montar detrás de ella—. Tu nombre es Fuego. A tu amo le debe encantar el español. Y creo que tienes un carácter fuerte —añadió, tendiéndole una manzana que el caballo comió.
—No te has equivocado con el caballo ni con el dueño. Fuego tiene un carácter fuerte y su entrenador ama a España. No lo mimes demasiado, si no solo te hará caso a ti y me costará pararlo.
Alice, con la mano en el hocico del caballo, bajó la cabeza y suspiró. No había necesidad de volverse, habría reconocido la voz del hijo del duque en cualquier lugar. Poniéndose de puntillas.
—Te deseo valor para soportar a tu amo —le susurró al caballo.
Entonces se volvió para caminar hacia su yegua y se encontró con un torso musculoso. Levantó tímidamente la cabeza y se encontró con la mirada azul eléctrico de William de Sutherland.
Dio un paso atrás y golpeó un adoquín con el talón y casi se cayó de espaldas. Solo con las poderosas manos del William evitó caer al suelo. En cambio, estaba apretada contra el pecho de ese hombre. La chica le miró y murmuró un «gracias» sin quitarle los ojos de encima.
Al hijo del duque le faltaba el aire. Cuando entró en el establo, se detuvo inmediatamente al ver a la muchacha dándole una manzana a su corcel. Sonrió discretamente cuando ella habló del nombre elegido y de su carácter.
No pudo resistirse a detallarla con su traje de montar. A pesar de que la mujer llevaba un traje de amazona con un cuello que le llegaba hasta la nuca, William pudo admirar la esbeltez de su figura. La sonrisa que le dedicó a los animales le hizo sentir un malestar que nunca había sentido. Así que cuando se encontró contra su pecho después de casi caerse, no pudo evitar abrir ligeramente los labios y respirar un poco más rápido. Su corazón latía con fuerza solo con admirar la belleza de la joven.
—Mi Señor...
—William... Llámame, William —le pidió con voz ronca.
Se inclinó hacia adelante con la intención de besarla, pero la pequeña dama logró evadirlo en el último momento y fue a pararse junto a su yegua.
Llamó al mozo y le pidió que ensillara lo antes posible a su yegua para poder salir a pasear. Mientras el mozo hacía esto, Alice se quedó de espaldas al hijo del duque, sin saber qué decir. Rezó con todas sus fuerzas para que el mozo se apresurara y así ella poder salir cuanto antes.
Lejos de ofenderse, William sonrió un poco más al ver la vergüenza de la joven. Así que decidió llevar la petición un poco más lejos.
—¿Me permitirías acompañarte en tu paseo Alice?
—Oh, bueno... Es que estaba planeando... Pues sí. Es una buena idea —se recriminó internamente por no saber qué decir, tenía los pensamientos revueltos. Ese hombre la aturdía.
William soltó un grito interno de victoria y casi hizo un pequeño baile de felicidad antes de toser para mantener la cara frente a la chica. Una vez que su caballo estuvo listo, tomó las riendas y lo sacó del establo para reunirse con Alice en el exterior. La ayudó a subir a su yegua y luego el subió sobre su semental Fuego. Juntos cabalgaron en dirección al bosque.
6: Primer beso
—¿Te gusta pasear a caballo? —preguntó Lord Wembley, mirando al frente.
Hacía diez minutos que habían salido de los establos y estaban en el campo. Sin embargo, ninguno de ellos había iniciado una conversación.
Ella se sentía incómoda preguntándose por qué había aceptado su oferta de paseo, sabiendo que él le altera los nervios y le aceleraba los latidos.
Mientras que él, con una gran sonrisa, disfrutaba del momento y admiraba la llanura que tenían delante y también a la mujer a su lado, descubriendo que poseía un perfil bastante aceptable… En realidad, era hermosa, no podía negarlo.
—Me gusta mucho. Cuando estábamos en Londres, no hacía más que pedir que me llevaran a Hyde Park. Pero para eso tenía que ir temprano por la mañana y mis padres no estaban necesariamente de acuerdo. ¿Y tú? ¿Suele recorrer a menudo su palacio?
Al oír la palabra palacio, que la chica había elegido a propósito, William sonrió. Ella lo despreciaba. Él y su riqueza, su título y todo lo relacionado con él.
—Así es, me agrada recorrer la propiedad —respondió afirmativamente, pudo notar como la piel de sus mejillas se habían enrojecido—. ¿Por qué no te gusto, Lady Alice?
Alice no se esperaba en absoluto esta pregunta. Tuvo el descaro de preguntarle algo así cuando el hombre sabía perfectamente qué preguntas hacer y qué no hacer.
Incluso si se notaba que una persona no le gustaba mucho, era inconcebible averiguar el motivo preguntándole directamente. Ella resopló para mostrar su exasperación.
—Estas cosas no se preguntan, mi señor —respondió con frialdad.
—Sin embargo, eso es lo que estoy haciendo —dijo con una sonrisa cautivadora, acercando su montura a la chica.
—Por favor, aléjate —le pidió aferrándose con fuerza a las riendas.
Al contrario, solo se acercó aún más hasta que su bota rozó su vestido. Se inclinó hacia ella.
—Vamos, Lady Alice, ¿por qué no nos conocemos mejor? —le susurró, mirándole los labios, tuvo que hacer acopio de todo su autocontrol para dirigir su mirada a los ojos brillantes de la mujer.
Y con estas palabras, soltó las riendas del caballo, agarró rápidamente a la muchacha por la cintura, que iba de amazona, y la puso delante de él.
—Señor, está fuera de lugar. Esto es indecoroso. ¿Qué piensas...? Alice protestaba y sentía que el corazón le iba a estallar.
—No me importa lo que piensen los demás mientras te tenga en mis brazos. —William aseguró lanzó a su caballo al trote, sujetando las riendas con una mano mientras con la otra mantenía a la chica cerca.
Alice splo podía agarrarse al pomo de la silla o al pelo del caballo, estaba aterrada, sobre todo si pensaba que sus padres habían muerto al caerse de los caballos, todo estaba muy reciente y por eso se sentía al borde de un desmayo.
—Bájame inmediatamente William.
—¿Ahora me llamas por mi nombre de pila? Vamos, ¿eso acaso no es inapropiado? —dijo con la respiración agitada, mientras espoleaba al caballo a ir más rápido.
El animal se alejó al galope.
Alice gritó asustada y agarró el pelo del semental un poco más fuerte mientras se apoyaba en el jinete, con la espalda contra su pecho. Apoyó la cabeza en él y cerró los ojos con fuerza.
—Por favor, William... Tengo miedo —susurró ella contra él.
El jinete miró a la chica y vio dos lágrimas descender por sus mejillas.
¡Señor, ahora estaba haciendo llorar a las damas!
De ninguna manera había sido un caballero durante los últimos minutos. Tiró con fuerza de las riendas para detener a su caballo. Una vez hecho esto, las soltó y mantuvo a la joven cerca de él, murmurando palabras de consuelo.
—Disculpa, Alice. Perdona mi excitación, pensé que no tendrías miedo y que te sentirías segura conmigo.
Al decir esto, su respiración se hizo más errática y admiró el rostro que se alzó hacia él, con las mejillas encendidas.
Dios, qué guapa estaba con el moño ligeramente deshecho de tanto correr, los ojos enrojecidos por las lágrimas y las mejillas rosadas. Entreabrió la boca y bajó un poco para mirar sus labios. Con su tez de porcelana y su rostro angelical, no es de extrañar que seduzca a todos los hombres que la rodean. Y pensar que tenía que encontrar un marido.
De repente, solo tenía un deseo, mantenerla caliente entre sus brazos y no compartirla con nadie. Ella iba a ser suya y solo suya. Oh sí, ella le pertenecería.
Suavemente, se inclinó cerca de sus labios y los rozó con los suyos. Eran suaves y tenían un sabor ligeramente dulce.
Alice forcejeó un poco antes de ceder. Qué dulce fue en ese beso cuando ella siempre pensó que la odiaba. Con todas sus réplicas mordaces y sus placeres maliciosos para asustarla. Y ahora, de repente, la estaba besando. Y su razón había abandonado su cuerpo para dar paso a su corazón y sus pensamientos.
En el fondo, Alice amaba el beso que estaba intercambiando. Y qué beso fue. Sus pretendientes ya habían depositado un tímido beso en sus labios o en sus mejillas, pero eso no era nada comparado con lo que estaba experimentando ahora. Solo cuando él se apartó ligeramente y le besó la punta de la nariz, ella abrió los párpados, con los ojos llenos de deseo.
—Creía que besabas mal, pero me sorprende. Debería añadirlo a tu lista de cualidades. Y creo que es la única que he encontrado —dijo mirándola con una sonrisa socarrona.
—Oh, solo eres un... Un bastardo de la peor clase —gritó, dándole una palmada en el pecho—. William de Sutherland, no volveré a hablarte, nunca.
—Pero eso es lo que estás haciendo ahora —respondió, todavía sonriendo.
Alice luchó tanto por bajar que se cayó, sus nalgas amortiguaron el impacto, pero no pudo evitar que su vestido se ensuciara. El día anterior había llovido, lo que ablandó el suelo y creó charcos aquí y allá.
William, al ver la posición en la que se encontraba la chica, no pudo evitar reírse a carcajadas. Esta chica era la más torpe que había conocido. Pudo ver que ella se ponía roja de ira y humillación, pero aun así no pudo evitar reírse. Se inclinó hacia un lado y le tendió la mano para ayudarla a levantarse.
—Ven y déjame ayudarte Alice.
—Por favor, no me llames Alice, sino Lady Middleton. Y no necesito tu ayuda. Nada de esto habría ocurrido si no me hubieras subido en tu caballo.
—¿Subirte en mi caballo? Ten cuidado con lo que dices Alice, podría tener un significado totalmente nuevo si lo escuchasen. Personalmente, me resulta más satisfactorio en una cama que en algo estrecho. Más aún en un animal.
Alice, que acababa de entender todas sus insinuaciones, se sonrojó más de lo que ya lo hacía y lo miró con desprecio.
—Solo eres un...
—Un canalla y un cerdo, te repites, querida —dijo sonriendo, con la mano aún extendida.
Alice dio una palmada y se levantó sola, con su vestido negro lleno de barro. Se miró a sí misma y las lágrimas comenzaron a brotar de nuevo, sin saber por qué. Ahora estaba haciendo el ridículo frente a este hombre una vez más. Cómo le gustaría esconderse ahora mismo. Se dirigió hacia su caballo, que estaba pastando tranquilamente. Tomó las riendas y cabalgó hacia la casa del duque.
—Vamos, Alice, ¿qué estás haciendo?
—Me voy a casa, mi señor, buen día.
—¿No quieres que te acompañe a casa? —preguntó seriamente.
—Prefiero mil veces la compañía de la naturaleza. Me has humillado y nunca lo olvidaré. Adiós.
Y se fue con dignidad, o al menos con lo que le quedaba de ella, a los establos del duque de Sutherland.
William la vio partir, con las cejas fruncidas. En ningún caso la había humillado: ella sola se había puesto en esa situación. Y ahora iba a sufrir por ello. No es que le importara mucho lo que ella pensara de él, pero quería evitar a toda costa otra regañina de su padre.
—Vamos, Fuego, hagamos nuestro truco como estaba previsto murmuró, instando su caballo al galope.