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SINOPSIS
Cuando el COVID-19 arrasa con la ciudad de Nueva York, Jamie Gray se ve obligado a trabajar como repartidor de comida a domicilio, hasta el día en que hace una entrega a un viejo conocido, Tom, que trabaja en lo que él define como una «organización para los derechos de los animales». El equipo de Tom necesita un integrante de última hora para su próximo trabajo de campo. Jamie, que está ansioso por hacer cualquier otra cosa, se apunta de inmediato.
Lo que Tom no le cuenta es que los animales que cuidan no están en la Tierra. No en la nuestra, al menos. En una dimensión alternativa, unas criaturas inmensas, parecidas a los dinosaurios, llamadas kaiju, vagan por un mundo libre de humanos. Son los pandas más grandes y peligrosos del universo y tienen problemas.
Los miembros de la Sociedad para la Preservación de los Kaiju no son los únicos que han hallado la manera de cruzar a un mundo paralelo. Otros también lo han hecho, y su descuido podría provocar millones de muertes de vuelta en nuestra Tierra.
La Sociedad para la Preservación de los Kaiju es la primera aventura autoconclusiva de John Scalzi desde el cierre de la trilogía best seller del New York Times El fin del imperio
Para Alexis Saarla, mi publicista favorito, y para Matthew Ryan, que escribe las canciones
CAPÍTULO 1
—¡Jamie Gray! —Rob Sanders asomó la cabeza por la puerta de su despacho y me saludó con una sonrisa—. Baja. Acabemos con esto.
También con una sonrisa, me levanté de mi cubículo y tomé la tableta en la que había tomado notas. Miré a Qanisha Williams, que me dio un rápido choque de puños.
—Déjalo atónito —dijo.
—Patidifuso —respondí, y me adentré en la oficina del director general. Era el día de mi evaluación de rendimiento y, no voy a mentir, iba a bordarla.
Rob Sanders me dio la bienvenida y me hizo un gesto para que avanzara hasta su «rincón de conversar», como le gustaba llamarlo, que consistía en cuatro pufs enormes de colores primarios colocados alrededor de una mesa baja de esas que tienen una cuenta magnética que arrastra arena de un color blanco cegador bajo el cristal al tiempo que traza patrones geométricos. En ese momento, dibujaba un patrón de remolinos. Escogí el puf rojo y me hundí en él de una forma algo extraña. La tableta se me resbaló de la mano y la atrapé antes de que se escurriera hacia el suelo. Miré a Sanders, que seguía de pie, y sonreí. Me devolvió el gesto, le dio la vuelta a una silla de escritorio y se reclinó en ella con los brazos cruzados a la espalda antes de mirarme.
«Oh, ya veo. Un movimiento de poder de director general. Muy bonito», pensé. Entendía cómo funcionaba el ego de los CEO y estaba preparado para superar a este. Había ido a que Rob evaluara mi rendimiento de los últimos seis meses y, como he dicho antes, me disponía a dejarlo atónito.
—¿Estás cómodo? —me preguntó.
—Muchísimo —dije. De la forma más discreta posible, ajusté mi centro de gravedad para no quedarme al borde del asiento.
—Bien. ¿Cuánto tiempo llevas en füdmüd, Jamie?
—Seis meses.
—¿Y qué opinas de tu estancia aquí?
—Me alegro de que lo preguntes, Rob. Ha sido fantástica. Y, de hecho… —Le mostré la tableta—, me gustaría aprovechar parte de la sesión para hablar de cómo creo que podríamos mejorar, no solo la aplicación de füdmüd, sino también la relación con los restaurantes, el personal de reparto y los usuarios. Ya estamos en el 2020, y el sector de las aplicaciones de comida para llevar ha madurado mucho. De verdad pienso que debemos darlo todo y diferenciarnos de la competencia si queremos rivalizar con Grubhub, Uber Eats y todas las demás aplicaciones tanto en la ciudad de Nueva York como fuera de ella.
—¿Así que opinas que podemos mejorar?
—Por supuesto. —Traté de inclinarme hacia delante en el puf, pero solo conseguí hundir más el trasero en el hueco. Me resigné y me limité a señalar la tableta—. Bueno, supongo que habrás oído hablar de la covid-19.
—Sí —admitió Rob.
—Creo que es más que evidente que nos acercamos a un confinamiento. Aquí en la ciudad, significará que la gente pedirá comida para llevar más de lo habitual. Pero también indica que los restaurantes se verán afectados porque no podrán servir en mesa. Si füdmüd estuviera dispuesta a reducir nuestros honorarios a cambio de una lista de clientes exclusivos y un servicio de reparto, haríamos buenas migas con los dueños de los restaurantes y les sacaríamos ventaja a las otras aplicaciones.
—Quieres que reduzcamos nuestros honorarios.
—Sí.
—Reducir nuestros ingresos durante una posible pandemia.
—¡No! Ves, ahí está el tema. Si somos rápidos y cautivamos, si me permites la gracia, a los restaurantes más populares, nuestros ingresos aumentarán porque el tráfico de pedidos también lo hará. Y no solo ocurrirá con los ingresos. Nuestro personal de reparto…
—Entregadores.
Cambié de postura en el puf.
—¿Qué?
—Entregadores. Así es como los llamaremos a partir de ahora. Inteligente, ¿verdad? Se me ha ocurrido a mí solo.
—Creía que lo había inventado Neal Stephenson.
—¿Quién?
—Es un escritor. Escribió Snow Crash.
—Y eso qué es, ¿una secuela de Frozen?
—En realidad, es un libro.
Rob hizo un gesto despectivo con la mano.
—Mientras no pertenezca a Disney, no nos demandarán por utilizarlo. ¿Qué decías?
—Veremos un repunte en nuestros, eh, entregadores. Podríamos pagarles más por las entregas, aunque no demasiado. —Vi cómo Rob fruncía el ceño—. Lo suficiente para diferenciarnos de las demás aplicaciones. En una economía colaborativa, un pequeño empujoncito puede ser de gran ayuda. De verdad pienso que podemos crear un sistema basado en la lealtad que se verá positivamente reflejado en el servicio, lo que será otro modo de diferenciarnos.
—Quieres competir en calidad, básicamente.
—¡Sí! Estiré el brazo y me hundí más en el puf—. Quiero decir, ya somos mejores que las demás aplicaciones. Solo tenemos que asegurarnos el puesto.
—Lo que quieres decir es que nos costará un poco más de dinero, pero que valdrá la pena.
—Eso creo. Lo sé, increíble, ¿verdad? Pero esa es la clave. Estaremos donde el resto de los miembros del mundo de las aplicaciones de reparto no están. Y, para cuando se percaten de lo que estamos haciendo, seremos los dueños de la ciudad de Nueva York. Para empezar.
—Tienes muy buenas ideas, Jamie —dijo Rob—. No temes arriesgarte y llevar la voz cantante en la conversación.
Le dediqué una sonrisa radiante y bajé la tableta.
—Gracias, Rob. Creo que tienes razón. Corrí un riesgo al dejar el doctorado para venir a trabajar a füdmüd, ¿sabes? Mis amigos en la Universidad de Chicago creían que me había vuelto loco por hacer las maletas y mudarme a Nueva York para trabajar en una start-up. Pero me parecía una buena idea. Creo que estoy marcando la diferencia en la forma en que la gente pide comida a domicilio.
—Me alegra escucharte decir eso. Porque el motivo por el que estamos aquí es para hablar de tu futuro en füdmüd. Queremos ver dónde te colocamos para que puedas desarrollar tu pasión de la mejor forma posible.
—Bueno, me gusta oírte decir eso, Rob. —Intenté moverme hacia delante de nuevo, fallé y decidí arriesgarme a realizar una pequeña flexión. Estiré el puf, de forma que estuviera menos doblado sobre mí mismo, pero la tableta se resbaló en el hueco que mi cuerpo había creado y me acabé sentando sobre ella, aunque decidí ignorarlo—. Dime, ¿cómo puedo servir a la empresa?
—Entregadorando.
Parpadeé.
—¿Cómo?
—Entregadorando —repitió Rob—. Eso es lo que hacen nuestros entregadores. Entregan, así que entregadorando.
—¿Es distinto a «repartir»?
—No, pero no podemos patentar «repartir».
Cambié de tema.
—Así que quieres que dirija las estrategias de reparto de füdmüd?
Rob negó con la cabeza.
—Creo que eso sería limitarte demasiado, ¿no lo crees?
—No lo entiendo.
—Lo que estoy diciendo, Jamie, es que füdmüd necesita a alguien como tú sobre el terreno. En las trincheras. Que nos proporcione información de la calle. —Hizo un gesto desde la ventana—. Real. Crudo. Llano. Como solo tú puedes hacerlo.
Me llevó un minuto asimilar sus palabras.
—Quieres que forme parte del personal de reparto de füdmüd.
—Quiero que seas un entregador
—Eso ni siquiera es un puesto en la empresa.
—No significa que no sea importante, Jamie.
Traté de reajustar mi postura y volví a fallar.
—Espera, ¿qué está pasando aquí, Rob?
—¿A qué te refieres?
—Creía que esto iba a ser mi evaluación de rendimiento de los últimos seis meses.
Rob asintió.
—En cierto modo, lo es.
—Pero me estás diciendo que quieres que sea una persona de re…
—Entregador.
—… Lo que coño quieras llamarlo. No es ni un puesto en la empresa. Me estás despidiendo.
—No te estoy echando —me aseguró.
—Entonces, ¿qué estás haciendo?
—Te estoy ofreciendo la emocionante oportunidad de enriquecer la experiencia del trabajador de füdmüd de una forma totalmente distinta.
—Una forma que no me aporta beneficios ni me proporciona un seguro sanitario ni un salario.
Rob chasqueó la lengua ante mi respuesta.
—Sabes que eso no es cierto. Füdmüd tiene un acuerdo de reciprocidad con Duane Reade, que ofrece a nuestros entregadores hasta un diez por ciento de descuentos en productos sanitarios seleccionados.
—Sí, vale, hemos terminado —sentencié. Me levanté del puf, me resbalé, caí sobre la tableta y rompí la pantalla en el proceso—. Genial.
—No te preocupes por eso —dijo Rob, que señaló el aparato mientras me arrastraba fuera del asiento—. Es propiedad de la empresa. Déjala por ahí cuando te marches.
Le lancé la tableta y la atrapó.
—Eres un auténtico capullo —añadí—. Solo para que lo sepas.
—Te echaremos de menos en la familia de füdmüd, Jamie —dijo—. Pero recuerda que siempre habrá un hueco para ti como entregador. Lo prometo.
—No lo creo.
—Lo dejo a tu elección. —Señaló la puerta—. Qanisha ya tiene todo el papeleo listo para tu indemnización. Si sigues aquí en quince minutos, el equipo de seguridad del edificio te
ayudará a encontrar la puerta. Se levantó de la silla, caminó hacia el escritorio, depositó la tableta en una papelera y sacó el teléfono para hacer una llamada.
—Lo sabías —acusé a Qanisha mientras me acercaba a ella—. Lo sabías y me has deseado suerte de todas formas.
—Lo siento —dijo ella.
—Levanta el puño.
Lo hizo, confusa, y le di un ligero golpe.
—Ya está —comenté—. Retiro el choque de puños solidario de antes.
—Me parece justo. —Me tendió el papeleo para la indemnización—. Me han pedido que te informe de que te han abierto un perfil de entregador. —Pronunció «entregador» como si le doliera decirlo—. Ya sabes, por si acaso.
—Creo que preferiría morir
—No vayas tan rápido, Jamie —me advirtió Qanisha—. El confinamiento se acerca, y nuestro descuento con Duane Reade ha subido al quince por ciento.
* * *
—Así que ese ha sido mi día —le conté a Brent, mi compañero de piso. Vivía en un cuarto piso sin ascensor patéticamente pequeño en Henry Street, que compartía con Brent, su novio Laertes y una extraña muy oportuna llamada Reba, a quien casi nunca veíamos. Si no hubiera sido porque dejaba largos pelos en la pared de la ducha a diario, habríamos pensado que no existía.
—Es duro —respondió Brent.
—Bombardea el sitio —dijo Laertes desde la habitación que compartía con Brent mientras jugaba a un videojuego.
—Nadie va a bombardear nada —exclamó Brent.
—Aún —replicó Laertes.
—No puedes responder a todos tus problemas con un bombardeo —dijo Brent.
—Tú no puedes —contestó Laertes.
—No vueles el sitio por los aires —susurró Brent para que Laertes no lo escuchara.
—No lo haré —le prometí—. Pero es tentador.
—Así que, ¿estás buscando otro empleo?
—Sí, pero no tiene buena pinta —dije—. Toda Nueva York está en estado de emergencia. Todo está cerrando. Nadie está contratando y los trabajos que he encontrado no me ayudarán a pagar esto. —Hice un gesto hacia el cutre cuarto piso sin ascensor—. La buena noticia, si se le puede llamar así, es que mi indemnización por despido de füdmüd cubrirá mi parte del alquiler durante unos meses. Quizá me muera de hambre, pero no seré un sintecho, al menos, hasta agosto.
Brent parecía incómodo con mi respuesta.
—¿Qué? —dije.
Alcanzó el montón de correo de la mesa de la cocina a la que estábamos sentados y sacó un sobre en blanco.
—Supongo que no has visto esto.
Lo tomé y lo abrí. Dentro había diez billetes de cien dólares y una nota que decía: «A la mierda esta ciudad en pandemia. Me marcho. R.».
Miré hacia la habitación de Reba.
—¿Se ha marchado?
—Si consideramos que alguna vez estuvo aquí, sí.
—Es un fantasma con una tarjeta de crédito —exclamó Laertes desde la otra habitación.
—Bueno, genial —dije—. Al menos nos ha dado el dinero del alquiler del último mes. —Dejé el sobre, la nota y el dinero en la mesa y coloqué la cabeza entre las manos—. Esto
es lo que pasa por no haberos incluido a ninguno de vosotros en el contrato. No os vayáis vosotros también, ¿vale?
—Bueno —dijo Brent—, sobre eso…
Lo miré a través de los dedos.
—No.
—Mira, Jai…
—No.
Brent alzó las manos en el aire.
—Mira, lo que ocurre es que…
—Nooooooo —gimoteé, y dejé caer la cabeza sobre la mesa, contra la que me golpeé con fuerza.
—Montar un numerito no te ayudará —dijo Laertes desde el dormitorio.
—Tú quieres volarlo todo por los aires —le grité.
—Eso no es dramático, es una revolución —respondió.
Miré a Brent por encima del hombro.
—Por favor, dime que no vais a abandonarme —rogué.
—Trabajamos en el teatro —contestó Brent—. Y, como has dicho, van a cerrarlo todo. No tengo ahorros, y sabes que Laertes tampoco.
—Estoy totalmente arruinado —confirmó Laertes.
Brent puso una mueca de dolor y continuó.
—Si las cosas empeoran, y va a pasar, no podremos permitirnos quedarnos.
—¿Dónde iréis? —pregunté. Por lo que sabía, Brent no tenía familia.
—Nos quedaremos con los padres de Laertes en Boulder.
—Mi antigua habitación está como la dejé —dijo Laertes
—. Hasta que la bombardee.
—Nada de bombardear —replicó Brent, aunque no del todo en serio. Los padres de Laertes son de esos que aparentan ser amables conservadores, pero que no desaprovecharían la oportunidad de insultar a Laertes, y eso desgastaría a cualquiera.
—Os quedáis —dije.
—De momento, nos quedamos —aceptó Brent—. Pero, si nos quedamos sin…
—Os quedáis —repetí con firmeza.
—Jamie, no te puedo pedir que lo hagas —añadió Brent.
—Yo puedo —dijo Laertes desde el dormitorio—. Que le den a Boulder.
—Jamie…
—Haremos que funcione. —Le sonreí a Brent y me encaminé a mi habitación, que tenía el tamaño de un sello postal, pero por lo menos estaba ventilada y el suelo chirriaba.
Me senté en mi horrible cama doble, suspiré, me acosté y miré al techo durante una hora larga. Entonces, suspiré de nuevo, me erguí y saqué el teléfono. Lo encendí.
La aplicación de füdmüd me esperaba en la pantalla.
Solté un suspiro por tercera vez y la abrí.
Como me habían prometido, mi perfil de entregador estaba listo para usarlo.
CAPÍTULO 2
—Hola y gracias por pedir en füdmüd —le dije al chico que abrió la puerta del absurdamente elegante apartamento de un edificio recién construido al que el portero me permitió entrar porque sabía que era un repartidor al que esperaban y no un ladrón—. Soy su entregador, Jamie. Es mi pasión traerle su…
—Aquí revisé el teléfono—… pollo a las siete especias y los rollitos de huevo veganos—. Le tendí la bolsa para que la cogiera.
—¿Os hacen decir todo eso? —preguntó mientras aceptaba la bolsa.
—Sí —confirmé.
—Repartir comida a domicilio no es tu pasión, ¿verdad?
—La verdad es que no.
—Lo entiendo. Será nuestro pequeño secreto.
—Gracias. —Me di la vuelta para marcharme.
—Espero que encuentres tus espadas samurái.
Me detuve en seco.
—¿Cómo?
—Perdón, es una broma interna —dijo el tipo—. Ya sabes, «entregador» es de Snow Crash, ¿verdad? ¿El libro de Neal Stephenson? Bueno, da igual, la cuestión es que el protagonista del libro es un repartidor de comida a domicilio que lleva espadas samurái. Nunca recuerdo el nombre del héroe.
Me volví a dar la vuelta hacia él.
—Gracias —dije—. Llevo seis meses repartiendo comida y eres la primera persona que entiende la referencia. Al fin i al cabo, creo que es bastante evidente…
—Lo es, ¿verdad? Es un clásico moderno del género, pero nadie lo entiende. En primer lugar, a nadie le importa…
—Hice un gesto amplio con las manos para incluir a todos los ignorantes del Lower East Side y, posiblemente, los cinco distritos de la ciudad de Nueva York—… y, segundo, cada vez que alguien hace un comentario sobre la palabra cree que es un juego de palabras con Terminator.
—Para ser justos, es un juego de palabras con Terminator.
—Bueno, sí —respondí—, pero creo que ya es conocida de por sí.
—Creo que acabamos de encontrar tu pasión —añadió el chico.
De pronto, fui consciente de mi lenguaje corporal enfático, quizá exagerado por el hecho de que tanto el chico como yo llevábamos una mascarilla porque la ciudad de Nueva York estaba envuelta en una pandemia en un país envuelto en una pandemia y cualquier vacuna potencial todavía estaba sometida a estudios de doble ciego en algún lugar del mundo.
—Disculpe —dije—. En algún momento de mi vida, mi doctorado iba a tratar sobre las literaturas utópica y distópica.
Como sospechará, Snow Crash era una de las incluidas en la segunda. —Asentí y me giré para marcharme de nuevo.
—Espera… —exclamó el chico—. ¿Jamie… Gray?
«Oh, dios mío», dijo mi cerebro. «Vete. Aléjate y jamás admitas que alguien sabe la verdad sobre tu vergonzoso trabajo como entregador». Pero a medida que mi cerebro hablaba, mi cuerpo se giró de nuevo porque, como los cachorros, nos han adiestrado para que respondamos cuando alguien nos llama por nuestro nombre.
—El mismo. —Las palabras brotaron de mi boca, y la última sonó como si mi lengua estuviera desesperada por recordar la frase entera.
El chico sonrió, dejó la bolsa en el suelo, dio un paso atrás para alejarse de la zona donde nuestros alientos chocaban y se apartó la mascarilla un momento para que le viera el rostro antes de volver a colocársela.
—Soy Tom Stevens.
Mi cerebro rebuscó a toda prisa por la lista de LinkedIn de mi memoria en un intento por averiguar de qué conocía a este tipo. Él tampoco es que fuera de ayuda. Era evidente que esperaba ser tan memorable que me vendría a la mente enseguida. No lo era y, aun así…
—Tom Stevens, que salía con Iris Banks y era el mejor amigo de mi compañero de piso, Diego, cuando vivía en el apartamento de South Kimbark justo encima de la calle Cincuenta y tres y, a veces, venía a nuestras fiestas —dije.
—El mismo —respondió.
—Fuiste a la Escuela de Negocios.
—Así es. Espero que no te importe. No es demasiado intelectual.
—Bueno… —Hice un gesto hacia el apartamento en el edificio recién construido—, parece que te ha ido bastante bien.
El malnacido miró a su alrededor, como si viera su casa por primera vez.
—Supongo que sí. Bueno, recuerdo que en una de esas fiestas no dejabas de hablar de tu disertación.
—Lo siento —dije—. Lo hacía bastante por aquel entonces.
—No pasa nada —me aseguró—. Hizo que leyera Snow Crash, ¿no? Cambiabas vidas.
Sonreí.
—Y ¿por qué dejaste el doctorado? —preguntó Tom la siguiente vez que le llevé comida: esta vez una mezcla etíope de carne con injera.1
—Sufrí la crisis del cuarto de vida —contesté—. O la crisis de los veintiocho años, que es lo mismo pero un poco más tarde.
—Lo entiendo.
—Vi a toda esa gente que conocía, gente como tú, sin ánimo de ofender…
Tom sonrió a través de la mascarilla; lo noté por las patas de gallo alrededor de los ojos.
—No me ofendo.
—… saliendo, teniendo una vida, carreras, tomándose vacaciones, conociendo a gente muy guay mientras yo me sentaba en Hyde Park con las mismas dieciséis personas, en un apartamento cutre, leía libros y discutía con estudiantes que no, bueno, espera, que tenían que entregar los trabajos a tiempo.
—Creía que te gustaba leer.
—Me gusta, pero cuando lo haces por obligación resulta menos divertido.
—Pero podrías haber sido profesor tras haber acabado el doctorado.
Resoplé.
—Tienes una visión mucho más optimista del panorama académico que yo. Aspiraba a convertirme en profesor adjunto para el resto de mi vida.
—¿Eso es malo?
Señalé su comida.
—Ganaría menos aún que al traerte la injera.
—Así que lo dejaste todo para convertirte en entregador —comentó Tom cuando le llevé su pollo frito coreano.
—No —respondí—. Tenía un trabajo en füdmüd. Uno de verdad, con beneficios y participaciones accionarias. Entonces, el soplapollas del director general me despidió cuando la pandemia empeoró.
—Vaya mierda.
—¿Sabes lo que es una verdadera mierda? —dije—. Después de echarme a la calle, se apropió de todas las ideas que le había propuesto de ofrecer nuestros servicios a los restaurantes que iban a cerrar y de subirles el salario a los entregadores. Bueno, a algunos. Solo te pagan más si te valoran con más de cuatro estrellas, así que recuerda ponerme cinco, por favor. Estoy en el límite. Cada estrella cuenta, mi querido entregado.
—¿Entregado?
Puse los ojos en blanco.
—No preguntes.
Tom sonrió de nuevo y volví a ver las arrugas alrededor de sus ojos.
—Entiendo que lo de «entregador» no se te ocurrió a ti.
—Por supuesto que no.
—Pues, si trabajabas allí, podrás responderme a una duda —continuó Tom cuando le entregué una pizza estilo Chicago, que me sorprendió que estuviera permitida dentro de los límites de la ciudad de Nueva York y mucho más al estar tan cerca de la Pequeña Italia—. ¿Qué es eso de las diéresis?
—¿Te refieres a por qué se llama füdmüd cuando lo más lógico sería FoodMood?
—Sí.
—Porque FoodMood ya era una empresa de reparto a domicilio en Bangladesh, y no quisieron vender el nombre expliqué—. Así que, si alguna vez vas por la zona de Mymensingh, asegúrate de utilizar la aplicación cuyo nombre tiene mucho más sentido.
—He estado en Bangladesh —dijo Tom—. Bueno, más o menos.
—¿Más o menos?
—Por trabajo. Es complicado.
—¿Eres un espía?
—No.
—¿Un mercenario? Eso explicaría este precioso apartamento en un edificio nuevo.
—Estoy bastante seguro de que los mercenarios viven en casas rodantes en mitad del bosque en Carolina del Norte añadió.
—Seguro que dirías eso —contesté—. Eso es lo que les piden que cuenten.
—En realidad, trabajo para una ONG.
—Definitivamente, eres un mercenario.
—No soy un mercenario.
—Recordaré que has dicho eso cuando te vea en la CNN durante un golpe de Estado en Bangladesh.
—Me temo que pasará un tiempo hasta que vuelvas a traerme comida —me dijo Tom cuando le llevé un plato de shawarma—. Me necesitan para hacer trabajo de campo durante unos meses.
—En realidad, es la última vez que te traeré comida comenté.
—¿Lo dejas?
Me reí.
—No exactamente.
—No lo entiendo.
—Oh, entonces no lo has oído —dije—. Uber ha comprado füdmüd por unos cuatro mil millones de dólares y lo ha incluido en Uber Eats. Por lo visto, tuvimos tanto éxito al hacernos con los mejores restaurantes y entregadores, que Uber ha decidido que era más fácil comprarnos y, con ello, todos nuestros contratos de exclusividad.
—Así que el director general que te robó las ideas…
—Rob Culodemono Sanders, sí.
—… va a ser multimillonario.
—El ochenta por ciento del trato se paga en metálico así que, sí, eso parece.
—Y no quieres repartir comida para Uber.
—Esa es la mejor parte —le conté—. Uber ya tiene su propio personal de reparto y no querían tener que lidiar con todos los entregadores, pues eso haría infelices a sus trabajadores. Así que solo se van a quedar con los que tienen una puntuación de cuatro estrellas o más. —Abrí la aplicación de füdmüd para enseñarle mis estadísticas—. 3,95 estrellas.
—Yo siempre te puntúo con cinco —afirmó Tom.
—Bueno, lo agradezco, Tom, aunque de poco me sirve ahora.
—¿Qué vas a hacer?
—¿A largo plazo? No tengo ni puñetera idea. Apenas salía del paso con mi posición actual. Soy el único de mis compañeros de piso que tenía lo más próximo a un trabajo estable, así que pagaba el alquiler, los servicios públicos y la mayor parte de la comida. Estamos en medio de una pandemia, así que nadie está contratando. No tengo ahorros ni ningún lugar al que ir. Así que, sí, a largo plazo no tengo ni
idea. Pero… —Alcé un dedo—. ¿A corto plazo? Voy a comprar una botella de vodka de mierda y me la voy a beber en la ducha. De ese modo, cuando me vomite encima, mis compañeros lo tendrán más fácil para limpiarme.
—Lo siento, Jamie.
—No es culpa tuya —dije—. Y, de todas formas, siento haberme desahogado contigo.
—No pasa nada. Quiero decir que somos amigos, vaya.
Me reí de nuevo.
—Es más como una práctica relación de servicios con una ligera historia personal. Pero gracias, Tom. Ha sido divertido traerte la comida. Disfruta del shawarma. —Empecé a marcharme.
—Espera —dijo él. Dejó el shawarma y desapareció entre los rincones del precioso apartamento. Un minuto más tarde, volvió y me tendió una mano—. Toma esto.
Le miré la mano en la que sostenía una tarjeta de visita. Puse una mueca involuntaria.
Tom se percató, aún tras la mascarilla.
—¿Qué ocurre?
—¿En serio?
—Sí.
—Creía que me ibas a dar una propina en efectivo.
—Esto es mejor. Es un empleo.
Parpadeé.
—¿Qué?
Tom suspiró.
—La ONG para la que trabajo es una organización para los derechos de los animales. Seres grandes. Hacemos mucho trabajo de campo. Formo parte de un equipo. Tenemos que
embarcar la semana que viene. Uno de los miembros tiene covid y está ingresado en el hospital de Houston, conectado a un respirador. —Tom vio cómo ponía otra mueca y alzó una mano—. Está fuera de peligro y se va a recuperar, o eso me han dicho. Pero no se curará antes de que el barco de mi equipo zarpe. Necesitamos que alguien lo sustituya. Tú podrías hacerlo. Esta tarjeta es para nuestro oficial de reclutamiento. Hazle una visita. Le diré que irás.
Mire la tarjeta un rato más.
—¿Qué ocurre ahora? —preguntó Tom.
—De verdad pensaba que eras un mercenario.
Era su turno para echarse a reír.
—No soy un mercenario. Lo que yo hago es mucho más divertido. Y más interesante.
—Yo, eh… no tengo conocimientos de lo que sea que tenga que hacer. Que involucre a animales grandes.
—Lo harás bien. Además, si no te importa que sea franco, ahora mismo lo que necesito es un cuerpo vivo que levante cosas. —Señaló el shawarma—. Sé que puedes levantar cosas.
—¿Y el pago? —pregunté y, enseguida me arrepentí, porque era como mirarle el diente a un caballo regalado.
Tom gesticuló hacia el apartamento como si dijera: «¿Ves?». Después, me volvió a ofrecer la tarjeta.
Esa vez, la acepté.
—Le diré a Gracia que irás —dijo y se miró el reloj—. Es la una de la madrugada. Podrías verla hoy. O pronto mañana por la mañana. Pero eso sería apurar demasiado.
—¿Necesitas que responda tan rápido?
Tom asintió.
—Sí, digamos que esa es la trampa. Mientras Gracia dé el visto bueno, el trabajo es tuyo, pero debes decidir ahora si lo aceptas o no. Sé que no está bien por mi parte, pero tengo las manos atadas y, si no lo aceptas, tendré que encontrar a otra persona, y rápido.
—Bueno, estoy libre —dije—. Literalmente, has sido mi último entregado.
—Vale, bien.
—Tom…
—¿Sí?
—¿Por qué? Quiero decir, gracias, y lo digo de verdad y de corazón. Muchas gracias. Me acabas de salvar la vida. Pero ¿por qué?
—Uno, porque necesitas un empleo y yo tengo uno que ofrecerte —me explicó—. Dos, porque desde un punto de vista totalmente desinteresado, me vas a salvar el culo, pues no podemos salir al campo con el equipo incompleto y no quiero que nos endosen a un desconocido. Tienes razón, no somos amigos. Aún. Pero te conozco. Y tres… —Tom sonrió de nuevo—. Digamos que el hecho de que me hicieras leer Snow Crash hace unos años, me puso en el camino en el que estoy ahora. Así que, de algún modo, te estoy devolviendo el favor. Ahora… —Señaló la tarjeta—. Esa dirección está en Midtown. Le diré a Gracia que te espere a las dos y media. Ponte en marcha.
CAPÍTULO 3
—Vamos a ello —me dijo Gracia Avella—. ¿Qué te ha contado Tom de la SPK?
Las oficinas de la SPK, el nombre de la organización que ponía en la tarjeta que Tom me dio, estaban en la Treinta y siete, en el quinto piso del mismo edificio en el que se encontraba el consulado costarricense. Al parecer, compartían sala de espera con una pequeña clínica médica privada. No había nadie más en la SPK. Supongo que, como muchos otros, trabajaban desde casa.
—Me ha contado que sois una organización que defiende los derechos de los animales —respondí—. Que hacéis trabajo de campo y que necesitáis gente para levantar objetos pesados.
—Lo somos y lo necesitamos —afirmó Avella—. ¿Te ha dicho qué tipo de animales tratamos?
—Eh, ¿animales grandes?
—¿Es una pregunta?
—No, quiero decir que solo dijo animales grandes, pero no especificó más.
Avella asintió.
—Cuando piensas en animales grandes, ¿qué te viene a la mente?
—Supongo que ¿un elefante? Hipopótamos. Jirafas. Rinocerontes quizá.
—¿Algo más?
—Ballenas —dije—. Pero no me dio la impresión de que Tom se refiriera a ellas. Dijo «de campo» no «en el mar».
—En teoría, «de campo» podría referirse a ambos —me corrigió Avella—. Pero, sí, la mayor parte de nuestro trabajo es en tierra.
—Me gusta la tierra —añadí—. No puedo ahogarme.
—Jamie… ¿Puedo llamarte por tu nombre?
—Por favor.
—Jamie. Aquí van las buenas noticias. Tom tiene razón: necesitamos un cuerpo más para nuestra siguiente misión en el terreno, y lo necesitamos ya. Tom te ha recomendado y, entre que me ha llamado y has llegado, he investigado tus antecedentes. Nunca te han arrestado, ni parece que trabajes para el FBI, la CIA o la Interpol. Tampoco tienes publicaciones polémicas en redes sociales y, hasta tu capacidad crediticia es buena. Al menos, todo lo buena que puede ser para alguien que tiene préstamos estudiantiles.
—Gracias. Estoy encantado de pagar de por vida un máster que jamás utilizaré.
—Sobre eso, tu tesis del máster es realmente buena.
Parpadeé.
—¿Has leído mi tesis?
—La he ojeado.
—¿Cómo te has hecho con ella?
—Tengo amigos en Chicago.
—¡Vale, vaya…!
—Lo que quiero decir es que no supondrás un peligro inminente ni un problema para tus compañeros. Y, ahora mismo, eso nos sirve. Así que, enhorabuena. El trabajo es tuyo si lo quieres.
—Eso es maravilloso —exclamé—. Vale.
La montaña de estrés que no sabía que había acumulado sobre los hombros desapareció de golpe. No me quedaría sin casa ni moriría de hambre en medio de una pandemia.
Avella alzó un dedo.
—No me lo agradezcas todavía —añadió—. El trabajo es tuyo, pero necesito asegurarme de que entiendes qué implica para que de verdad decidas si lo aceptas o no.
—Vale.
—En primer lugar, debes comprender que cuando decimos que la SPK es una organización para la defensa de los derechos de los animales, nos referimos a que estamos comprometidos con unos animales muy grandes, salvajes y peligrosos. Te entrenaremos para que aprendas a interactuar con ellos, siempre bajo estrictos protocolos de seguridad. Sin embargo, puedes resultar herido de gravedad y, si no tienes cuidado, podrías morir. Si tienes alguna duda con respecto a este punto o si te resulta un problema seguir las indicaciones e instrucciones que se te den al pie de la letra, entonces este trabajo no está hecho para ti. Necesito que verbalices que lo comprendes.
—Lo entiendo —contesté.
—Bien. En segundo lugar, cuando decimos que hacemos trabajo de campo, nos referimos a que estamos lejos. Lejos de la civilización durante meses sin parar. Sin internet. Con muy poca comunicación con el mundo exterior. Las noticias apenas entran o salen. Te llevas contigo lo que tienes. Vives con lo mínimo, te apoyas en los demás y permites que los demás hagan lo mismo contigo. Si no puedes vivir sin Netflix, Spotify y Twitter, este trabajo no está hecho para ti. Trabajarás sobre el terreno todo el tiempo. Debes ser consciente de esto, por favor.
—¿Me puedes aclarar una cosa con respecto a eso?
—Por supuesto.
—Cuando nos referimos «al campo», ¿a cuánto sobre el terreno es eso? —pregunté—. Se refiere a que «estamos alejados del resto del mundo, pero todavía tenemos paredes» o a que «vivimos en tiendas de campaña y cagamos en agujeros que cavamos nosotros mismos»?