Avery Reign contemplaba a James Flint sin pestañear. El hombre, en otro tiempo su primo y compañero de infancia, yacía confinado a una silla de ruedas, producto de un trágico accidente a caballo que le arrebató la capacidad de caminar. Sus esfuerzos conjuntos por recuperarse desembocaron en la ruina financiera. Juntos, habían emprendido un próspero negocio de mensajería. La instalación de un telégrafo resultó desafiante en la relativamente modesta ciudad de Newcastle upon Tyne. Sin embargo, al encontrarse cerca de la frontera con Escocia, eventualmente triunfaron. Mensajes telegráficos llegaban desde lugares como Ashington, Cramlington, Prudhoe, Sunderland e incluso Tweedmouth .
—¿Realmente me estás pidiendo que entregue un mensaje de telegrama? —Avery no podía creerlo. ¿Cómo podía James ponerla en semejante situación, especialmente cuando debía asistir a una boda en sesenta minutos como dama de honor? Mientras miraba su atuendo reflejado en el cristal de su despacho, soltó un suspiro. James se mostraba decidido en su solicitud.
—Envía a Thomas Bowsden insistió el socio. Thomas, un joven de diecisiete años, era hábil y el mejor jinete disponible.
—Será cuestión de una hora, como mucho —insistió él. Avery, pensativa, ladeó la cabeza.
—¿Qué le sucedió a Evans? —preguntó ella en tono serio, aunque el silencio fue suficientemente esclarecedor.
—Evans tuvo un accidente con el carruaje de reparto temprano esta mañana. Se fracturó la pierna y el brazo derecho —informó James. Avery lamentó profundamente el percance de Evans, un valioso trabajador. La mujer seguía indecisa.
—¡Mírame, Avery, yo no puedo entregar el mensaje! —le recordó James. Avery, pensativa, se lamió el labio inferior.
—¿No podemos contratar a alguien? —sugirió ella.
James la miró estupefacto.
—Es domingo —resopló.
—Lo entregaré mañana a primera hora —cedió ella. James negó con la cabeza y resopló nuevamente.
—Es el mejor cliente que hemos tenido hasta ahora. Realizó un depósito de quinientas libras por servicios anticipados, anticipando futuros mensajes durante su estancia aquí —explicó James, resaltando la magnitud del cliente.
—Pero debo estar en St. Nicholas' Cathedral en cuarenta y cinco minutos —le recordó ella, pero James parecía no escucharla.
—Vamos a perder al mejor cliente que hemos tenido en años sentenció él. La maldición contenida fue claramente audible para James, quien seguía manteniendo su postura.
—¡Pero ya estoy vestida para la boda! —exclamó ella.
—Nadie se extrañará de verte así vestida, estás muy hermosa intentó consolarla. Había dedicado gran parte de la mañana a prepararse para la boda.
—El carruaje de reparto es demasiado grande y se me deshará el recogido. Además, no puedo manejar los caballos vestida de dama de honor —añadió ella, provocando otra imprecación.
—Utiliza tu landó, solo necesita dos monturas —sugirió el socio con tono perentorio—. Son las once de la mañana, y repartir el mensaje te llevará solo una hora, quizás menos, lo sabes —insistió. Avery volvió a rumiar su mala suerte.
—Soy la dama de honor. ¡No puedo faltar a la ceremonia! —exclamó ella. No era la primera vez que su primo y socio le pedía un gran favor, y ella siempre había aceptado, salvo ahora.
—Eres una mujer de negocios que debe enfrentar contratiempos inesperados —le espetó el otro. Avery soltó el aire poco a poco, sabiendo lo que vendría a continuación.
—Hace tiempo que te dije que teníamos que contratar a más personal —recordó ella sin dejar de mirarlo.
—Eso significaría menos ganancias —le replicó James.
—Pero estamos cubriendo demasiado territorio y en la oficina somos solo tres —argumentó ella.
James puso ojos de cordero degollado.
—Solo este mensaje urgente —le suplicó el socio.
Avery fijó su mirada en el espejo que devolvía su imagen. Vestía un atuendo de raso en un llamativo tono de rosa, y la tela crujía de manera
molesta con cada movimiento. Desde el principio, el escote le resultó desagradable al dejar al descubierto más piel de lo que hubiera preferido, pero esa incomodidad palidecía en comparación con la aversión que sentía por el color elegido para ella por la novia.
—Por favor, Avery, si no entregas el mensaje, tendremos que devolver las quinientas libras.
—¿Sabes que llevo botines nuevos? —dijo con cierto malhumor—. Si camino mucho, no podré bailar después en el banquete.
—Odias bailar —le recordó el socio. Avery se apoyó en la mesa, sopesó durante un momento regresar a casa para cambiarse el vestido de dama de honor y ponerse otro más apropiado. Sin embargo, lo descartó de inmediato porque prefería entregar el mensaje vestida así que contemplar la cara de decepción de Emelin si la veía aparecer en la iglesia con otro vestido.
—Con esta me debes cien… —le recordó Avery a James antes de tomar el sobre para entregarlo.
Maximilian Rupert Percival Pembroke, Duque de Wycliffe, acababa de descender de su montura en los establos y, por un momento, lamentó haber llegado a Newcastle upon Tyne sin algunos de sus sirvientes. Tenía que resolver un asunto de máxima importancia y, para evitar que trascendiera en sus círculos sociales, había decidido viajar solo. Aunque su escolta llegaría a la mañana siguiente, optó por contratar un par de criados en la ciudad. Se decía a sí mismo que no planeaba permanecer mucho tiempo en ese lugar, solo lo necesario para solventar su problema.
Percy disfrutó de un sorbo de whisky mientras desataba el nudo del pañuelo y lo dejaba caer sobre la mesa del salón. El ejercicio le ayudaba a mitigar el enfado, pero la cabalgata de esa mañana no había tenido el efecto deseado. El largo viaje desde Londres hasta Newcastle resultó sumamente tedioso. Cruzó los cuatro pasos que separaban la biblioteca del salón de la magnífica casa de estilo Tudor. Abrió los altos ventanales que daban al mirador y paseó sus ojos por la hermosa vista. La mansión, situada en una zona ligeramente elevada, ofrecía vistas impresionantes. Hacia su derecha, contemplaba el río Tyne; a la izquierda, el Keep Castle y la iglesia. El sol brillaba con fuerza en esa última mañana de febrero, iluminando el paisaje con un brillo dorado que apreció en todo su esplendor.
El sonido de la aldaba de la puerta lo distrajo de su propósito de darse un baño. Consultó el reloj de carrillón y notó que apenas eran las doce menos veinte del mediodía. El enorme vestíbulo estaba iluminado por grandes ventanas emplomadas que adornaban la maciza puerta de caoba. Sujetó el picaporte de la puerta, la abrió, y lo que vio a continuación lo dejó perplejo.
—¿El señor Maxi Rupert? —preguntó una voz aterciopelada.
La mujer miraba el sobre que tenía en las manos porque algo anotado en el papel le llamó la atención. Y mientras la observaba, dos cosas quedaron manifiestamente claras para Percy: la hermosura de la mujer y que adolecía del sentido del ridículo.
—Maximilian Rupert Percival Pembroke —la corrigió en un tono que utilizaría el mismo regente. Avery alzó la mirada del sobre al escuchar la corrección y, en ese instante, quedó sin palabras. Sus ojos castaños recorrieron el torso atlético de manera lenta y concienzuda. Contempló con un destello de interés los planos duros del pecho masculino que se marcaban con cada movimiento. Bajó la mirada por el vientre liso, las caderas estrechas, ataviadas con un pantalón de montar que magnificaba su musculatura... El hombre carraspeó, y Avery dio un paso hacia atrás como si estuviera frente a un peligro inminente. ¿Lo había llamado señor y no milord? ¡Por San Jorge! Estaba claro que no era un simple sirviente. Su mirada imponía respeto.
—Venía a entregarle un mensaje, milord —Avery no sabía de dónde había salido ese graznido horroroso en lugar de su voz, porque estaba plenamente convencida de que no había sido su garganta quien lo había exhalado.
—¿Es usted la mensajera? —la voz del hombre sonaba perpleja, y ella hizo un gesto negativo con la cabeza.
—No —respondió queda.
—¿Entonces? —le preguntó él.
Avery cerró la boca completamente avergonzada cuando se percató de que la tenía abierta. ¿Acaso era el único hombre que veía en atuendo de montar? El único no, pero sí el más imponente. Si seguía mirando esos pantalones ajustados, además de resecársele todavía más la garganta, iba a perder las ideas.
—El habitual mensajero ha sufrido un accidente con el carruaje de reparto, y en Savile Row, que es la oficina de entrega y reparto, no hay
nadie más para entregar un mensaje urgente en domingo —le indicó, pero sin hacer ademán de acercarse.
Percy no podía creer lo que le estaba viendo. El voluminoso vestido de seda rosa hacía un peculiar ruido cada vez que la mujer se movía, además, llevaba el pelo aplastado en un complicado moño del que se le habían soltado varios mechones.
—No tenía idea del sentido del humor de los yorkenses al permitir que sus mujeres repartan la mensajería.
«¿Cómo se atreve a emitir un juicio sobre mi atuendo sin saber por qué diantres voy vestida así? ¿Y por qué parezco que voy disfrazada? Porque quiero demasiado a Emelin como para darle un disgusto en el día más importante de su vida», se dijo a sí misma.
—Tengo que asistir a una boda, por si no lo ha notado —le explicó entre dientes—. Soy la dama de honor que llegará tarde porque he tenido que entregar este mensaje urgente —sobraban las explicaciones ante lo obvio, pero Avery había siseado las palabras con fastidio.
—¿Es la dueña de Savile Row? —le preguntó estupefacto. Le parecía increíble que una mujer tan bella y joven fuera socia de un negocio que normalmente era competencia exclusiva de los hombres.
—Soy socia de la empresa, sí —reveló con pocas ganas.
Avery ya había entregado el mensaje urgente y podía marcharse hacia la iglesia porque la boda todavía no había comenzado.
—En el futuro, que sea un hombre el que me traiga los mensajes dijo el hombre con altanería.
¿Por qué motivo le molestaba cada palabra que salía por esa boca de labios finos? Se preguntó Avery.
—Bien, yo tampoco me siento cómoda con este asunto, aunque no sería el primer mensaje urgente que acepto entregar en ausencia de Evans, que así se llama el hombre que suele encargarse de ello —respondió con un tono seco.
Percy le sonrió, mostrando una hilera de dientes perfectos y blancos. Sin embargo, esta exhibición no conmovió a Avery en absoluto. Ser socia de una empresa de mensajería la obligaba a mostrarse fuerte, distante y muy capaz. Haciendo una inclinación con la cabeza a modo de despedida, estaba a punto de darse la vuelta cuando un gruñido feroz la dejó paralizada. Aunque sabía que moverse desencadenaría el ataque del animal, se preguntó cómo no lo había visto al entrar en la propiedad. La puerta de la
verja estaba abierta, y para llegar a la puerta de la mansión, había que cubrir una distancia de cien pies.
—¡Quieto! —le ordenó el hombre al animal.
No se percataba, pero Avery iba girando sobre sí misma muy lentamente y dando pasos muy pequeños hacia atrás. Su espalda tocó el torso masculino que le hacía de pared y le impidió seguir retrocediendo. Escuchó la orden, pero el animal seguía enseñándole los colmillos y babeando en actitud amenazante. Imaginó que se le caía la baba de ansias por clavarle los colmillos.
—¡Sujételo! —pidió con un tono de voz estridente y demasiado asustada.
—Winston es inofensivo —la voz le acarició la nuca, y Avery no supo si la piel erizada era debido a la bestia de cuatro patas o al dueño.
Percy tenía una visión perfecta de la nuca de ella y del largo cuello de cisne. Olió el perfume de su cuerpo y se preguntó por qué motivo sentía la necesidad de sujetarla por los hombros y estrecharla en actitud protectora.
—Winston, ven —ordenó Percy al can.
—Winston, ¡ve! —repitió ella de forma más contundente. No pensaba moverse del sitio así su vida dependiera de ello. El gran mastín seguía mirándola de una forma que le produjo un escalofrío de miedo.
—¿Por qué no lo he visto cuando he entrado? —la pregunta la había formulado para ella misma, con un tono de voz casi inaudible.
—Creí que lo había dejado en el establo. Siempre se pone de mal humor cuando viaja.
El perro era tan grande que su cabeza casi alcanzaba la altura de su pecho. Percy finalmente sujetó al can y lo metió dentro de la casa al mismo tiempo que cerraba la puerta. Avery pudo respirar al fin.
—Me permito anunciarle que en Savile Row no tenemos por norma entregar los mensajes si el destinatario no acude a la Posst Office a ordenarlo.
La ceja rubia de Percy se alzó en un arco perfecto con un interrogante.
—He pagado quinientas libras para que se me entreguen todos los mensajes que reciba, y estoy a punto de reclamar la devolución en vista del deficiente servicio obtenido.
A ella se le había olvidado ese detalle que le había mencionado James.
—Si desea recuperar sus quinientas libras, tendrá que ir hasta Savile Row para ello.
Él jamás había ido a una Posst Office; tenía una impresionante red de secretarios, sirvientes e incluso protectores, pero viajaba de incógnito y revelaría su identidad si viajara con todos ellos.
—Si recibe más mensajes, un mensajero se lo traerá —el tono de ella había sonado excesivamente duro—. ¡Buenos días, Maximilian Rupert Percival Pembroke! —repitió con cierta chanza.
Ahora que el miedo había pasado y el pulso vuelto a la normalidad, disfrutó de usar el mismo tono perentorio que había utilizado el hombre momentos antes.
Percy observó a la mujer que caminaba como si estuviera muy enojada. El frufrú de la tela le hizo sonreír otra vez.
«¡Date la vuelta!», pidió mentalmente. «Date la vuelta y sabré que te intereso más de lo que dejas traslucir en ese rostro huraño», volvió a repetir, y, para sorpresa suya, Avery no hizo ni el amago de girarse.
Percy chasqueó la lengua con cierta sorpresa. Era la primera mujer que no había coqueteado con él de forma descarada, bueno, sí que lo había mirado con lascivia, pero motivada por la sorpresa de verlo. Hizo un encogimiento de hombros y entró en la casa. Tenía muchas cosas que hacer y no podía demorarse en pensamientos libidinosos, aunque la hermosa mensajera lo mereciera.
CAPÍTULO 2
Sentada en un lugar privilegiado en la mesa de banquetes, Avery observaba la danza de los novios. Gracias a San Jorge, había llegado a tiempo para ocupar su puesto de honor en la ceremonia, y todo se había desarrollado según lo previsto; sin embargo, sentía los pies doloridos. Avery miró a dos de sus amigas que reían mientras conversaban entre ellas. Margaret Fairfield vestía de negro, algo completamente usual en ella. Trabajaba como enfermera en el Hospital de Caridad de Newcastle en la sección que más aborrecía: amputaciones, por eso mostraba siempre ese aire de desagrado con todo.
Lorraine Campbell era maestra en la Academia de Damas St. Agnes y estaba irremediablemente enamorada de su hermano Barney, aunque Avery creía sinceramente que una relación entre ellos era imposible porque su hermano sentía alergia al compromiso. Vivía por y para su profesión sin atender a nada más. Ni Margaret ni Lorraine se percataron de que las observaba con atención. Unos momentos después, Avery desvió sus ojos hacia Lilith Miles, que bailaba con su hijo mayor, Michael, de diez años, y, sin darse cuenta, sus ojos se entrecerraron para escudriñarla con más atención. A pesar de tener cuatro hijos varones, no perdía el sentido del humor ni la picardía. Al marido de Lilith parecía no importarle dejar embarazada a su mujer cada año. Si seguían a ese ritmo, iban a formar pronto un equipo de criquet. Avery dejó de mirar las piruetas que hacía Lilith y clavó los ojos en Emelin y Andrew, que en ese momento obsequiaban a los invitados con un baile más informal. Se miraban entre ellos como si no existiera nada más en el mundo y se preguntó por enésima vez cuánto tiempo duraba el amor. Como hija de un padre viudo y después de un compromiso desastroso, había dejado de creer en los cuentos de hadas.
—Si sigues mirando a los invitados como una delincuente, tendré que detenerte.
Avery giró la cabeza hacia su hermano, que ocupó la silla de su lado.
—Tendrías que detener a esos dos por escándalo público —Avery señaló con un gesto de la barbilla a los novios que seguían bailando y mirándose sin ninguna muestra de recato.
—Es bonito ver a dos personas que se quieren y lo demuestran respondió el hermano.
—El amor debería de estar prohibido —contestó ella.
—No seas cínica —remató Barney, que clavó sus ojos negros en su única hermana—. El amor es la energía que mueve al mundo.
El desengaño sufrido tiempo atrás la había convertido en una mujer decepcionada.
—El amor es un mal innecesario —replicó la hermana.
—Te tomas las cosas demasiado en serio —le recriminó él.
Avery desvió los ojos de las parejas que bailaban y los fijó en su hermano, que le mostraba una sonrisa socarrona, de esas que tanto detestaba ella en ocasiones.
—Alguien de nuestra familia tenía que hacerlo.
—Olvidas el dicho: vive y sé feliz —le aconsejó él.
—Puedo asegurarte que vivo, y trabajo más días de los que tiene la semana, y hablando de trabajo, incluso hoy he tenido que repartir un mensaje urgente.
—Ya me he enterado del accidente de Evans.
El rostro de Avery se ensombreció.
—Tendremos que contratar a alguien que lo sustituya —apuntó ella.
—La Avery que yo conozco puede solventar cualquier tipo de problema —le informó con el mismo tono de humor de siempre—, vives por y para esa empresa.
—¡Tengo que trabajar el doble que un hombre para que se me considere la mitad de buena! —replicó con la barbilla altiva.
El hermano le hizo un gesto de burla.
—Te invito a bailar —le dijo Barney con una sonrisa.
Pero ella declinó la invitación.
—Bailar con mi hermano mayor es lo último que necesito en este momento.
—Soy el primero que te lo ha pedido, y por la cara de limón escurrido que tienes, estoy convencido de que seré el único.
—Es que no puedo bailar —le confesó apenas en un susurro. Barney no la entendió—. Me duelen terriblemente los pies por culpa de los botines nuevos.
—Bueno, entonces me marcho. Me despido de la feliz pareja, y nos vemos en casa de padre.
—¡Barney! —Exclamó Avery de pronto—. ¿Te gusta la pareja de padre? Porque a mí me parece una oportunista. No entiendo qué ha podido ver padre en ella.
—Parece ser que padre la ama.
—¿Y ya está? ¿Parece, y punto?
—Juzgas a todos los hombres en base a tu experiencia con Harrison, y te equivocas.
El estómago le dio un vuelco al escuchar el nombre. Harrison la había marcado profundamente, pues nunca la había amado ni valorado. Las cicatrices en lo profundo de su alma parecían incurables. Y, por si no amarla y valorarla no fueran suficientes, la dejó plantada en el altar. Se fugó con su amante a Gretna Green, donde contrajeron matrimonio. Afortunadamente, no vivían en Newcastle, de lo contrario, su vida sería un infierno.
—¿Crees que soy exagerada? le preguntó con voz seca—. Mira a mi amiga Margaret —continuó ella—, ¿crees que su cinismo es innato? Te informo que no, porque es la única arma que no pueden quitarle, y la usa para que no le hagan más daño —la defendió.
—Su esposo era un ser despreciable —admitió Barney en voz baja—. Y tuvo su merecido.
—¿Y padre? ¿También te parece un ser despreciable? Porque su nueva prometida debe de tener la misma edad que yo.
—Parece mayor que tú —le dijo Barney como un halago—, porque se maquilla demasiado.
—Es lo que suelen hacer las queridas: realzar su belleza para parecer sofisticadas y atrapar a incautos como padre.
—¿Padre te parece un incauto? —le preguntó Barney con sorpresa.
—Padre me parece un inmaduro que persigue una nueva juventud.
La madre de ambos había muerto a causa de una larga enfermedad, ninguno de los dos hermanos se había recuperado del todo de esa gran pérdida.
Barney soltó un suspiro al escucharla, aunque lo entristeció la mala opinión que sentía su hermana de los hombres.
—Algún día, Avery, cruzará el umbral de tu existencia el caballero de tus sueños. Aquel que perturbará tus noches de sueño y alterará la placidez de tu sosiego. Sacudirá los cimientos de tu mundo, agitará las aguas de tu porvenir, y te verás abocada a suspirar como una ilusa. No obstante, logrará convertirte en la mujer más dichosa de este mundo.
Los ojos de Avery se entrecerraron al escuchar las palabras de su hermano.
—¿Es una maldición irlandesa?
—Es lo que te ocurrirá tarde o temprano. Cuando menos lo esperes, y no sabes cuánto me deleitaré al contemplarlo.
—Me alegra ver que me quieres tanto como para desearme tamaña descalabradura.
—Para eso están los hermanos mayores.
—Pero te olvidas que gracias a Harrison me he convertido en la solterona de Newcastle —mencionó la hermana.
Barney bebió un trago de champán de la copa de su hermana.
—Tienes veintiséis años, Avery, todavía tienes tiempo de encontrar a tu alma gemela.
Ella volvió a resoplar, aunque decidió cambiar de conversación.
—¿Puedo pedirte un favor?
—Mi bastón es reglamentario, y tengo prohibido prestarlo.
Avery no pudo reprimir una sonrisa. El sentido del humor de su hermano era una bendición, y lamentaba no haber nacido con esa cualidad que tanto admiraba en él.
—Baila con Lorraine —le pidió.
Los ojos de Barney buscaron la figura femenina que estaba sentada al otro lado del salón de banquetes. La muchacha rubia de ojos verdes lo miraba de una forma que le producía incomodidad: como si fuese para ella el único hombre en el mundo.
—No es una buena idea.
—Harás feliz a una mujer que se muere por tus huesos.
Barney volvió a negar con su morena cabeza.
—¡Díselo, Avery! Sé una buena amiga y díselo. No alientes con tus silencios sus ilusiones.
El hombre se levantó de la silla tapizada y cruzó por delante de su hermana para salir al exterior. Los ojos de Lorraine siguieron a la figura de él hasta que cruzó la puerta de salida al parque. El lugar donde tenía lugar el banquete de bodas era uno de los establecimientos más emblemáticos por su ubicación privilegiada, rodeado de bosque.
Lorraine se levantó de su asiento y caminó directamente hacia ella. Avery le mostró una sonrisa sincera antes de que se inclinara sobre la mesa.
—Gracias, aunque no haya servido de mucho —le dijo con mirada triste.
La mujer había visto los intentos de Avery por ayudarla con Barney.
—Mi hermano no te conviene —le confesó Avery al fin—. Nunca será un buen esposo porque ama demasiado su profesión, ya sabes que persigue ingresar en Scotland Yard, y por ese motivo me alegro de que no esté interesado en ti, porque tú necesitas otro tipo de hombre.
Lorraine ya había tomado asiento en el lugar vacío que había dejado Barney.
—Tendríamos que ser capaces de conducir nuestro corazón por el derrotero que más nos interese.
Avery resopló al escucharla.
—Es una maquinaria que bombea sangre al resto del cuerpo, nada más —dijo Avery.
—Es la fábrica de los sueños, las ilusiones y las esperanzas —le replicó la otra.
—Es la fábrica de las pesadillas, las desilusiones y la desconfianza aseveró ésta.
—Hablas así porque nunca has amado realmente —la acusó la amiga.
Avery resopló malhumorada.
—Desperdicié mi vida emocional desde los diecisiete hasta los veintidós, ¿y para qué? Para descubrir que mi prometido era un malvado sin escrúpulos. Un hombre sin corazón. Sin humanidad.
—Hay hombres maravillosos.
Margaret dejó su lugar de vigilante en la mesa contraria y se acercó hasta las dos amigas para tomar asiento junto a ellas. Se había aburrido de estar sola.
—¿Necesitáis ayuda? —ambas callaron al unísono. Si Margaret intervenía podrían salir muy mal paradas—. Emelin debe de odiarte mucho —los ojos de Margaret recorrieron el vestido de Avery con insolencia.
Avery se subió el escote todavía más. Ella tenía para la ropa un gusto exquisito, incluso podría decir que de toda Gran Bretaña, pero su amiga había escogido un vestido para ella sumamente inapropiado y de mal gusto.
—Es el color, porque el vestido no es tan horrible —trató de justificarla.
Lorraine y Margaret se miraron incrédulas.
—Pareces un salmón sin piel —le dijo Margaret con su peculiar tono burlón.
—Precisamente me siento como un pez fuera del agua, y por eso estoy deseando que termine el banquete. El dolor de mis pies me mata. Soy incapaz de dar un paso.
—Pero hemos quedado en el embarcadero —dijo Lorraine.
El río Tyne era una parte importante de la vida en Newcastle. El río atravesaba la ciudad y era utilizado para transporte, comercio y recreación. Las personas a menudo paseaban por las orillas del río.
—Tendréis que ir sin mí. Estoy agotada —trató de excusarse Avery.
—¿No puedes quedarte aquí? Emelin se ofenderá muchísimo.
Avery lo dudaba seriamente. Su amiga seguía bailando con su flamante esposo completamente ajena a todo.
—Miradlos, ¿de verdad creéis que les hacemos falta?
Margaret y Lorraine miraron hacia la pareja que no había dejado de bailar. Tenían que reconocer que Emelin y Andrew estaban sumergidos en un mundo donde no existía nadie más que ellos dos.
—Sin embargo, prometimos acompañarlos durante la noche.
Avery miró a Lorraine tras escucharla. Lo último que le apetecía era marcharse al embarcadero de paseo.
—Yo me voy a casa. No puedo con mi alma —replicó firme.
Avery se levantó del asiento, y al hacerlo no pudo esconder una exclamación de dolor. Maldijo los botines nuevos.
—Me despediré de la feliz pareja y les desearé una hermosa luna de miel.
CAPÍTULO 3
¿Por qué diablos se había dejado convencer? Porque le costaba decir que no a una de sus mejores amigas. Además, Lorraine había insistido mucho en visitar el HMS Discovery, un barco de la Marina Real británica que había participado en varias expediciones. Se rumoreaba que pronto tendría lugar una nueva expedición liderada por Robert Falcon Scott y Ernest Shackleton a la Antártida, y su amiga ansiaba visitarlo.
Aunque no le apetecía mucho, había decidido asistir para acompañar a Lorraine, que estaba deseosa de pasear por la cubierta de madera y saludar, como si ello fuera posible, a los exploradores. Avery se miró los zapatos gastados con el ceño fruncido. Al menos, podía caminar casi sin dolor, aunque no quedaban con el atuendo que llevaba. Había sustituido su vestido de madrina por uno de tarde muy voluminoso. No volver a oír el frufrú de la tela de raso del anterior era un cambio más que satisfactorio.
Avery pensó que había sido un error haber sustituido la capa de lana gruesa por una chaqueta corta y entallada que dejaba pasar el aire frío.
—¿Por qué no te has dejado el cabello suelto? —la pregunta de Lorraine le arrancó una sonrisa— Tienes el cabello más bonito del mundo.
Avery pensó que su amiga exageraba.
—Porque me ha dolido en el alma las diez libras que le he pagado a Susan Robert.
Susan Robert había sido la doncella personal de la condesa de Byron. Había adquirido tanta experiencia y destreza en peinados que las damas de Newcastle se disputaban sus servicios.
—Un día es un día —le replicó Margaret con el mismo rictus antipático de siempre.
—¡Es precioso! —exclamó Lorraine cuando las tres estuvieron plantadas frente al barco, y Avery reconoció que efectivamente el barco imponía.
El HMS Discovery se erguía majestuoso en el embarcadero, su silueta imponente destacándose contra el cielo nublado. Era un barco de madera, testigo silente de las hazañas marítimas de la Marina Real británica. Sus tres mástiles se alzaban en lo alto, ondeando orgullosamente velas cuadradas que llevaban consigo los susurros del viento.
La proa, afilada como la lanza de un guerrero, se dirigía con determinación hacia el horizonte, mientras que en la popa, una forma redondeada y elegante añadía un toque de gracia a su imponente presencia. La cubierta principal, adornada con cañones, revelaba su doble propósito: no solo era una nave de exploración, sino también un buque de guerra, listo para defenderse en las aguas turbulentas. Sus dimensiones, considerables para la época, conferían al Discovery una presencia imponente. Con una longitud desafiante de las olas y una manga que indicaba su estabilidad, el barco estaba diseñado para enfrentarse a los desafíos del vasto océano.
A bordo, laboratorios y cámaras de investigación se acomodaban entre los cañones, indicando la dualidad de su misión. La tripulación se movía con propósito, preparando suministros y ajustando las velas. Una mezcla de propulsión a vela y un caldero de vapor auxiliar sugería una combinación de tradición y modernidad, una fusión de tecnología emergente con la confianza en las antiguas artes marítimas.
Era 1898, y el HMS Discovery se preparaba para una nueva expedición, una búsqueda científica y de exploración hacia las regiones polares. En sus tablones de madera resonaban los ecos de expediciones pasadas y futuras, llevando consigo el espíritu inquebrantable de aquellos que se aventuraban en lo desconocido en busca de conocimiento y descubrimiento.
—Me encantaría conocer al capitán Robert Falcon Scott —dijo Lorraine con ojos soñadores.
Margaret parpadeó al escucharla.
—Un nombre apropiado para un capitán: Falcon —razonó Margaret.
—Los capitanes rara vez enseñan su barco a los turistas —le dijo Avery con una sonrisa y sin dejar de mirar el barco imponente.
Cruzaron de babor a estribor sin perder detalle de las velas recogidas y de los nudos marineros de algunos cabos bien sujetos.
—¿Sabéis que en sus viajes tarda unos veintidós días en llegar hasta Las Colonias? Además, hace escalas en diferentes puertos en su recorrido.
—Margaret y Avery miraron a Lorraine con sorpresa. Ignoraban que supiera tanto sobre el buque—. Podría dar la vuelta al mundo en aproximadamente nueve meses. Sería maravilloso surcar los mares con él.
Avery observó a Lorraine con los ojos entrecerrados. Era la primera vez que la oía hablar de forma soñadora sobre un barco y no sobre los hombres.
—Y tú, ¿cómo sabes todo eso?
—Porque lee hasta los anuncios de crecepelo de los charlatanes respondió Margaret con una mueca irónica en los labios.
Lorraine se molestó por el comentario de una de sus mejores amigas y le increpó.
—Al menos entreno mi mente, algo que tú, evidentemente, no haces —respondió con un tono ofendido que hizo que Margaret mascullara en respuesta.
Avery pensó que si no ponía orden, sus dos amigas terminarían en una batalla verbal de las que producían escoceduras.
—Me voy al castillo de popa para ver el timón —dijo en un intento de cambiar de conversación.
No esperó a sus amigas, que se quedaron en la parte de proa de la nave, discutiendo sobre diferentes temas. A veces, las discusiones absurdas de Margaret y Lorraine dejaban a Avery agotada, pero volvió el rostro para contemplarlas. Al ver los gestos desmesurados de Margaret tratando de contener la lengua de Lorraine, sus labios se ampliaron en una sonrisa franca, aunque resignada. Era mejor batirse en retirada.
Centró de nuevo su atención en la nave y en las estrechas escaleras que se abrían ante ella para alcanzar la parte superior, donde estaba situado el puente de mandos. Sin embargo, Avery olvidó algo muy importante: nunca se debía subir a un barco con falda voluminosa y de vuelo. Ya llevaba seis escalones de madera subidos cuando una brisa traicionera le alzó el vuelo de la tela por completo. Con las manos ocupadas sujetándose a la barandilla, no llegó a tiempo de agarrarla y gimió interiormente cuando trató de pegar la tela a sus muslos sin conseguirlo. Cuando atrapó la juguetona tela por delante, se le subió por detrás, y al tratar de bajarla por detrás, se le subió por delante.
Avery soltó una retahíla de maldiciones tan floridas y variadas que habría avergonzado a los marineros si la estuvieran escuchando.
—¿Necesita ayuda, damisela? —la voz tras ella le hizo girarse de golpe y perder pie. Los escalones eran muy estrechos y ella los bajó uno a uno con el trasero, y con la barbilla dándole en el pecho. La postura en la que quedó tendida en cubierta fue realmente ridícula. La falda se le había subido hasta la cintura y su ropa interior, muy femenina, quedó a la vista de la mirada divertida.
Una mano firme la ayudó a reincorporarse, no obstante, Avery estaba demasiado ocupada colocando la tela de la falda en su lugar correspondiente para mirar al individuo con atención. Cuando por fin tuvo la situación controlada alzó sus bonitos ojos castaños y… ¡él!
«¡No puede ser cierto! ¿Qué hace en el mismo barco que yo?». Se preguntó completamente superada.
—¿Se ha hecho daño? —inquirió el hombre con una ceja alzada y una mueca de burla en la mirada aunque lo desmentía el tono preocupado de su voz.
Avery sintió una vergüenza tan abrumadora que deseó desaparecer por las rendijas de madera de la cubierta. Estaba plantado frente a ella, intimidándola con su elevada estatura y complexión musculosa.
—¡No! Pero gracias por interesarse —el tono utilizado había sido demasiado brusco, aunque no había sido intencionado.
Estaba mortificada por la caída, e intimidada por el brillo candente de sus ojos.
—Las escaleras de un barco suelen ser peligrosas… —comenzó él, y Avery pensó que si se reía de ella, sería capaz de hacer algo drástico—, cuando se lleva una falda tan voluminosa como la suya.
—Ha sido una caída tonta —se excusó.
Percy tenía clavada en la retina la seductora ropa interior de ella.
—No debe preocuparse porque solamente yo he visto su caída.
«¿Y eso es un consuelo?», se preguntó completamente abrumada.
—Disculpe si esa circunstancia no me provoca un alivio inmediato — le respondió. Percy pensó que la voz de la mujer cortaba más que su espada de grima—. Porque caer de forma tan ignominiosa es realmente humillante para una dama.
—Todos somos proclives a sufrir un accidente —le dijo para consolarla.
Avery no sabía cómo salir de la situación embarazosa en la que se encontraba porque el hombre en cuestión no la soltaba ni apartaba sus azules ojos de ella. Sentía una corriente eléctrica extenderse sobre su brazo, le llegaba directamente al corazón, y le provocaba una saturación de latidos que no controlaba.
—Disculpe, milord, pero la mano me pertenece —le dijo.
Avery trató de soltarse con un gesto que él entendió y aceptó.
—Perdóneme, solo trataba de ayudarla —se disculpó.
Lo observó detenidamente, clavando en los ojos de él toda la intención de su mirada, y lo que vio le gustó muchísimo, demasiado.
—¡Avery! ¿te encuentras bien? ¡Avery! —La voz de Lorraine sonó tras la ancha espalda del señor Rupert.
Percy giró su cuerpo para mirar a la mujer que se había quedado petrificada al verlo.
—¡Oh! Pensé que tenías un problema —dijo Lorraine con una sonrisa de oreja a oreja y refiriéndose a su amiga—, pero ya veo que no.
—Avery ha sufrido una caída —le dijo Percy con un brillo de interés y un tono burlón en la voz.
Ella estuvo a punto de soltar un dislate por la mirada ansiosa que le dedicaba Lorraine al desconocido.
—Avery, ¿no realizas las oportunas presentaciones? —preguntó con chispeante interés.
Percy tomó la iniciativa.
—Maximilian Rupert Percival Pembroke, señorita…
—Lorraine Campbell —le correspondió con una sonrisa de oreja a oreja.
—Es un placer. —Acto seguido, Percy tomó la mano de ella y se la llevó a los labios con un gesto tan galante que la dejó boquiabierta.
—Es un placer señor Pembroke, aunque no logro adivinar su procedencia —le dijo Lorraine cuando se recuperó.
Percy vestía ropas tan elegantes y caras que solo el mismo regente podría llevar.
—Soy de Londres —contestó el hombre.
—Está un poco lejos de hogar —apuntó Avery de pronto y sin saber por qué motivo pues denotaba un manifiesto interés en él. Carraspeó al darse cuenta del tono duro que había utilizado.
Percy la miró tras escuchar la pregunta que había sonado acusatoria. Tenía el ceño arrugado y la boca en una mueca que él se tomó como escéptica. La mujer lo ignoraba, pero, esa sonrisa que no le ofrecía, había despertado su curiosidad por completo. Con su pregunta le había hecho sentir como un extraño indeseado.
—Disfruto de unas pequeñas aunque merecidas vacaciones respondió cauto.
Avery siguió entrecerrando los ojos hasta reducirlos a una línea. Que un londinense veranease tan al norte, no era nada habitual. Era conocido en
toda Gran Bretaña que los londinenses no soportaban el gélido frío del norte.
—Un viejo amigo de mi padre me ha prestado su hogar para mi descanso. Está desposado con una mujer de Newcastle.
La mente de Avery se agitó registrando la información.
—¡Cate Taylor! —Exclamó Lorraine atónita.
La hija mayor del alcalde de Newcastle había realizado un viaje a Londres en busca de un nuevo vestuario para la temporada social. Durante su estancia en la capital, conoció a Ryan Taylor, conde de Byron. Ambos se enamoraron profundamente y contrajeron matrimonio unos meses después. La noticia causó un auténtico revuelo en su momento, ya que el noble le llevaba más de treinta años. Desde entonces, habían hecho de la ciudad de Londres su hogar.
—¿La conocen? —preguntó Percy con curiosidad.
—Es difícil no conocerla —apostilló Avery con una cadencia burlona que llegó a sorprenderlo porque ignoraba en qué sentido lo decía—. Newcastle no es una ciudad tan grande para no conocer a personalidades más importantes.
—¿Me permitirían invitarlas a un té? —aventuró Rupert.
—¡Sí! —Aceptó Lorraine.
—¡No! —Negó Avery. Cuando vio la incredulidad en el rostro de Lorraine, rectificó su respuesta contundente—. No se lo tome a mal, pero apenas nos queda tiempo y usted parece un hombre ocupado.
—¿Por qué asume que parezco ocupado? —le preguntó con interés —. Ya le he dicho que estoy de vacaciones.
Avery no sabía cómo salir de la situación cada vez más embarazosa en la que se encontraba. El forastero le atraía muchísimo. Era mirarlo y sentir que las rodillas se le convertían en gelatina. El estómago se le encogía y las manos le sudaban. Nunca había sentido algo tan devastador, significativo, y de repente sintió un miedo vertiginoso.
—El embarcadero es un lugar muy concurrido. Hay algunos lugares muy buenos donde tomar un té —propuso él.
—El Salón de Whitby —propuso Lorraine—. Es una histórica posada, y podemos tomar un refrigerio en la planta superior con vistas al río.
Los ojos de Percy mostraron lo que le agradaba la propuesta.
Lo cierto es que ese lugar era, en sus orígenes, un edificio en el que se daban cita marineros, contrabandistas e incluso bandoleros —apuntó Avery.
—Entonces las invito a un té en el Salón de Whitby.
CAPÍTULO 4
Avery sentía predilección por los domingos, su día favorito, porque podía dedicarse a no hacer nada, salvo asistir al sermón del reverendo Smith. En ese momento, tatareaba al pasar el dedo por los libros de la estantería buscando cuál elegir. Al tarareo se sumaron los consiguientes movimientos de cintura siguiendo el ritmo de su propia canción. Estaba descalza sobre la tarima de madera. Era la casa familiar, pero su padre no vivía en el hogar sino con su prometida en Grainger Town.
Cuando les anunció a sus dos hijos que estaba enamorado y pensaba casarse con una mujer veinte años menor que él, Avery y Barney comenzaron una ardiente discusión que terminó con el padre haciendo su equipaje y anunciándoles que se marchaba, sobre todo porque ambos hijos le habían dejado muy claro que jamás aceptarían a su nueva pareja. Barney abandonó el hogar familiar meses después, había cambiado la casa por un apartamento de soltero en Quayside, aunque solía visitarla a menudo, y Avery se quedó sola en la casa familiar que estaba ubicada en Westerhope, una zona residencial tranquila. Aunque la vivienda no era muy grande, las estancias principales daban directamente al parque.
Ella aceptaba que tras el fracaso de su compromiso con Harrison, se había convertido en una mujer malhumorada, y que la convivencia a su lado se había tornado difícil, pero ella amaba a su padre y a su hermano, y se sentía sola en la casa sin la compañía de los dos.
En el fondo de su corazón esperaba que el padre regresara a la casa porque lo extrañaba muchísimo. Pero la relación entre ambos se había enfriado, y el padre no solo le había retirado la confianza y la palabra, también su compañía. Los Reign habían sido la comidilla de la sociedad tras la huida del padre, pero el padre estaba enamorado y no le interesaba nada más en la vida que su actual amante que aspiraba a convertirse en la nueva señora Reign.
Avery mantenía las dobles ventanas de cristal abiertas de par en par. El mes de marzo estaba siendo demasiado frío, pero a ella le encantaba sentir el aire de la mañana.
—Se va a enfriar, señorita —le dijo la sirvienta que hacía a su vez de ama de llaves y la ayudaba a mantener la casa en orden.
Una repentina brisa fría le provocó un escalofrío. Enfiló la ventana para cerrar las hojas. Durante un momento se detuvo a mirar a los transeúntes que ignoraban el tiempo poco halagüeño, y que alimentaban a las palomas con semillas que llevaban escondidas en los bolsillos.
Le pareció entrañable ver a las personas de más edad sentados en los bancos conversando de forma animada. A los niños que hacían piruetas mientras jugaban ajenos a todo. Avery se sentía muy feliz de vivir en ese lugar.
Las dos escucharon los golpes en la puerta. Avery parpadeó confundida porque no esperaba a nadie esa mañana, además, la noche anterior se habían retirado demasiado tarde. Tras el primer té, llegó una botella de champán. Lo que en principio había sido una invitación formal había sido sustituida por una charla demasiado animada.
—Soy Margaret —escuchó decir.
Avery miró el reloj de carrillón y se percató que eran las once y media de la mañana.
—Abriré la puerta, señorita.
La sirvienta caminó directa hacia la puerta.
—Detesto esta parte de la ciudad. Está demasiado tranquila para mi gusto.
Avery siguió tarareando. Había escuchado perfectamente la queja de su amiga, si bien la ignoró porque no era la primera vez que la escuchaba.
—Es la mejor zona de Newcastle —le respondió con una sonrisa de oreja a oreja.
—Quería que me acompañaras al mercado de flores.
Las cejas de Avery se arquearon.
—Estoy muy ocupada —le informó.
Margaret miró su despreocupación y alzó las cejas en un interrogante.
—Hoy no has asistido al sermón, y estaba preocupada.
Avery sonrió.
—Ayer me acosté bastante tarde por tu culpa —le increpó—. Además, siempre hay tiempo para visitar el mercado de flores.
—¿Vas a tenerme de pie toda la mañana? —Avery cerró los ojos y la instó a que se sentara—. Gracias, acepto el té —apuntó Margaret auto invitándose.
Avery enfiló el pasillo hacia la pequeña cocina y le ordenó a la sirvienta que preparara un té.
No se dijeron nada hasta que la sirvienta trajo la bandeja con el té y les sirvió una taza a cada una. Avery dio un primer sorbo y después le añadió una cucharada de azúcar.
—De verdad que me gustaría que me acompañaras —le sugirió la amiga.
—Trabajo en Savile Row de lunes a sábado, y puedo tomarme el domingo libre porque soy dueña de la mitad del negocio —le explicó a Margaret con paciencia—. Debería descansar los domingos, pero me organizáis tantas actividades que me tengo que recuperar de ellas.
—Te recuerdo, porque sé que lo has olvidado, que esta noche cenamos con Adam y Robert.
Avery dejó la taza de té con cierta brusquedad sobre la mesa. Adam y Robert eran los hermanos mayores de Margaret.
—¿El vamos a cenar, a quién incluye?
—A nosotras, por supuesto.
Avery suspiró preocupada. Quería a Margaret, pero le molestaba que hiciera planes sin consultarle.
—¿Y no se te ocurrió pensar que después de la boda de Emelin me apetecería quedarme en casa?
Margaret no se inmutó por el tono de su amiga.
—La cena ya estaba prevista desde hace dos semanas —le recordó.
Avery cerró los ojos porque se le había olvidado por completo.
—Y te recuerdo que aceptaste con gusto la invitación —apuntó su amiga.
—Soy un desastre —le replicó—. Apenas me queda tiempo para respirar.
Margaret le ofreció una sonrisa.
—Por eso deseo que me acompañes al mercado a comprar las flores, te despejará la mente.
—¿No viene Lorraine contigo? —le preguntó.
Margaret le hizo un gesto negativo con la cabeza.
—Se marchó a Willoughbly ayer por la noche. Su abuelo no se encuentra demasiado bien.
El brillo en las pupilas de Avery se opacó.
—No me ha dicho nada.
—Le mencioné que te lo diría yo por la mañana.
Avery se tomó el resto de su té mientras meditaba en Lorraine y en lo mucho que quería a su abuelo materno.
—Cámbiate de ropa —la apremió la otra—. No tardaremos mucho en comprar lo que necesito.
Avery así lo hizo. Dejó a su amiga sentada en el salón mientras se ponía un vestido de paseo. Tomó el ridículo que se colgó en la muñeca izquierda, e hizo un gesto a Margaret para que la siguiera. El mercado de flores estaba a solo diez minutos de su casa. El olor a flores frescas del mercado siempre le había gustado mucho porque le recordaba a su niñez, cuando su madre arreglaba hermosos ramos que repartía por toda la casa. Margaret y Avery bajaron los peldaños, y se adentraron en un mundo variado en colores y aromas.
—Hay demasiados visitantes —protestó Margaret. La siguiente hora la pasaron escogiendo las flores más bonitas.
—Solo me quedan las margaritas —afirmó Margaret bastante satisfecha con las flores que había escogido. Los ramos iban a quedar espectaculares.
Enfilaron el tramo final del pasillo. Un hombre estaba de espaldas a ellas y Avery reconoció al apuesto forastero que veraneaba en la mansión del conde de Byron.
—¡Qué sorpresa, lord Pembroke! —exclamó Margaret con entusiasmo.
Se veía tan elegante y refinado que las mujeres habían optado por llamarlo lord. Percy se giró hacia las dos mujeres y les ofreció una sonrisa genuina al reconocerlas.
—Me alegro de verlas —su voz había sonado sincera—. Dos caras conocidas en una ciudad nueva.
—¿Le gusta nuestro mercado de flores? —a Avery la pregunta de Margaret le pareció imprudente. Si estaba en el mercado era porque le gustaban las flores—. Si necesita ayuda —continuó ésta—, no dude en pedirla. —La sonrisa del hombre se amplió todavía más—. Avery estará encantada de aconsejarle.
Avery miró a Margaret estupefacta. Abrió la boca para reprenderla, aunque lo pensó mejor. No iba a dar un espectáculo entre el gentío enzarzándose en una protesta.
Percy entrecerró los ojos al escuchar a Margaret ofrecer a su amiga para que lo ayudara. Creyó que no la había entendido.
—¿Viven cerca del mercado? —Avery siguió callada.
El hombre se percató de que la mujer no había comprado flores.
—Yo vivo cerca, ella, no.
Percy sonrió de una forma que resultó contagiosa. La mujer le había leído el pensamiento. La miró de arriba abajo con renovado interés. El vestido de paseo dejaba entrever las curvas de su pecho como lo había hecho el vestido de dama de honor.
Avery también lo escudriñó a conciencia. El hombre iba vestido con una perfección que casi parecía intimidante. La camisa destacaba su tez bronceada. Desentonaba entre el gentío de una forma que no le desagradó. El brillo de sus ojos azules se acentuó, y Avery se encontró inclinando la cabeza para mirar las caras botas de montar que calzaba el forastero. Debían de costar una fortuna.
—¿Tiene amigos en la ciudad? —Escuchó que Margaret le preguntaba.
—No —respondió la voz profunda.
Y Avery supo que su amiga estaba a punto de cometer una estupidez, abrió la boca para impedírselo aunque llegó demasiado tarde.
—¿Le apetece venir a cenar esta noche?
—¡Margaret! —Exclamó Avery atónita.
—No es una reunión formal —le explicó ella.
Avery estaba indignada con Margaret. ¿Cómo se atrevía a invitar a un desconocido?
Percy se percató de la incomodidad que sentía Avery al escuchar a su amiga. Sin embargo, no advirtió interés físico de Margaret hacia él, entonces, ¿por qué motivo lo invitaba? Estaba realmente intrigado. Maximilian Rupert Percival Pembroke, sexto Duque de Wycliffe, se sentía cómodo actuando como si no perteneciera a la aristocracia. Allí, en ese mercado de flores era simplemente un plebeyo que admiraba a dos mujeres hermosas que desconocían todo sobre él.
—Les agradezco la invitación, pero debo declinarla —les contestó con flema aristocrática.
El alivio en el rostro de Avery resultó bastante elocuente.
—Entonces será un almuerzo, otro día —respondió Margaret.
Percy les hizo un gesto con la cabeza a modo de despedida y se marchó. Ambas se quedaron mirándolo en silencio. Tras unos momentos embarazosos Avery estalló.
—¿Cómo te has atrevido a invitarlo?
Margaret se giró hacia ella.
—A mis hermanos no les habría importado —respondió llanamente.
Avery soltó el aire de golpe.
—No lo conocemos —apuntó molesta—. Puedes ser un…. Margaret no le permitió continuar.
—Ayer no pensabas igual mientras bebíamos champán a su lado.
Avery masculló incrédula.
—Una cosa es aceptar un té, y otra muy distinta invitarlo a un almuerzo íntimo en tu casa —replicó ofendida.
—Hoy estás demasiado suspicaz. Ayer parecías muy interesada en lord Pembroke.
Avery se quedó parada mirando la espalda de su amiga sin comprender por qué motivo sentía las palabras de Margaret como una puñetazo en el vientre. Ésta se giró para observarla mejor.
—No sabemos si es lord o un simple lacayo —apuntó Avery—. ¿Sabías que estaría en el mercado de flores? —la sospecha echó raíces profundas en Avery al formular la pregunta
—Le mencioné que asistiríamos nosotras.
Avery se preguntó en qué momento de la invitación se lo había comentado porque ella no lo había escuchado.
—¿Y….? —La instó a que continuara.
—¿No te has dado cuenta de cómo te mira?
—¿Cómo me mira?
—Como si fueras el único pastel que puede comerse.
—No tiene gracia.
—¿Te has fijado en su ropa? —Avery ignoraba por qué motivo le preguntaba su amiga algo así—. Debe de ser adinerado.
—¿Y…? —reiteró Avery.
—Es el hombre perfecto para ti.
—¿Porque parece adinerado? —inquirió con voz ácida.
—Porque tu prometido jamás te miró de la forma en que te mira él.
Esas palabras la habían molestado mucho.
—No pienso hablar más sobre el tema —terció Avery con el rostro mortalmente serio.
Comenzó a caminar para alejarse de su amiga.
—¡Espera! —exclamó Margaret.
La paciencia de Avery había llegado al límite.
—No pienso esperarte, ya me has hecho perder demasiado tiempo. No obstante, Avery la adelantó y la esperó en la puerta.