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Copyright © 2024 Andrea M.G.
© Contenido del texto: Andrea M.G.
© Portada: Andrea M.G.
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Agradecimientos
Siempre he sentido que esta sección es la única donde, como escritores, podemos hablar libremente con el público. Un lugar tan importante, y a la vez tan escaso, en el que solo puedes agradecer en pocas palabras el apoyo de la gente de tu alrededor. Yo voy a aprovechar para dedicarle esta sección y todo el libro a la persona que lo hace posible por alentarme, asesorarme e inspirarme a diario. No es otra que el amor de mi vida, Rocío, quien me ha enseñado todo lo que necesito saber para escribir sobre el amor, el cual puede venir en muchísimas formas, tamaños y circunstancias, pero cuya esencia siempre llena el alma. Eso es ella para mí y es lo que intento reflejar siempre en mis palabras.
Es para ti, mi amor.
Copyright Dedication
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Contents
Capítulo 28
Capítulo 29
Epílogo
Books By This Author About The Author

31 de octubre de 2018, 7:00.
Con lo que me había costado aprobar los exámenes y tenía que empezar a trabajar precisamente ese día. No podía ser una tranquila tarde de invierno, cuando a la gente ya le da pereza salir a más de las seis porque está oscuro y hace frío. No, mi primer día como bombera empezaba casi en festivo, cuando a los chavales les daba por hacer gamberradas y a los adultos por beber, conducir y provocar accidentes.
Decidí que respirar hondo y tomar el primer café del día iba a ser lo mejor que podía hacer porque, sabiendo lo que venía, esa jornada iba a ser especialmente larga y no podía empezarla con tanto sueño. Me levanté de la cama, no sin antes rascarme la nuca y desperezarme, y me dirigí a la cocina para desayunar. ¿Tenía hambre? No, para nada. ¿Quién tiene hambre a las malditas siete de la mañana? Pero todos los nutricionistas insisten en que es la comida más importante del día y una tiene que obedecer.
De todas formas, no iba a comer como en las pelis norteamericanas. Solo café y tostada, al más puro estilo español. Después de eso, ya podría empezar mi vida. Tampoco era tan malo estar despierta a esas horas; había silencio y podía ver el amanecer desde mi ventana. Y no solo eso, era el único momento del día en el que estaba realmente tranquila. Miré el reloj y suspiré, esa paz se acabaría pronto.
— Anda que me ibas a despertar — dijo detrás de mí enojada. ¿Quién tenía fuerzas para levantarse ya así?
— Buenos días a ti también, Anya.
— Buenos días… — concedió con la boca muy pequeñita. Después se acercó a mí y me dio un beso en la mejilla —. ¿Y mi desayuno?
— Pues… en el frigorífico, como siempre — respondí con media sonrisa sabiendo que la había fastidiado.
Hacía un año que salíamos, Anya y yo. La conocí una noche en la que quedé con mi amiga, una de esas pocas en las que no me daba remordimientos dejar los estudios de lado, salir, divertirme y despertarme a las cuatro de la tarde del día siguiente. Esa noche me apetecía muchísimo ponerme la ropa que más me favorecía y un buen maquillaje, de estos
estupendos que se ven en los tutoriales de YouTube, pero no tenía intenciones de ligar.
Sin embargo, al otro lado de la barra, estaba Anya con sus amigas, tan guapa que no podía apartar los ojos de ella cada vez que me dedicaba una mirada felina. Sabía que ella era de las que esperaban a que se le acercasen, así que lo hice movida por alguna especie de fuerza sobrenatural y hablé con ella con muchísima torpeza. Contra todo pronóstico, llamé su atención y pasamos la noche bebiendo y bailando. Aunque no recuerdo bien cómo, acabamos ambas en mi casa, en mi cama, y poco después nos hicimos pareja.
Miré cómo se acercaba al frigorífico mientras llevaba la taza de café a mis labios. Le había crecido el pelo desde entonces; ahora le llegaba por debajo de la cintura y los reflejos rubios eran incluso más evidentes con la luz del amanecer. Su cuerpo era igual de esbelto — de hecho, pensé en aquel entonces que era modelo. Jamás habría imaginado que era encargada de una tienda de maquillaje — y sus ojos color zafiro seguían brillando cada vez que me miraba.
Sin embargo, sí que había cambiado su carácter. No era como cuando comenzamos a vivir juntas unos cuantos meses después de empezar nuestra relación. No era mi ideal dar ese paso tan pronto, pero, aunque empezábamos a salir de la crisis económica, no nos daba para vivir solas. En un principio, ambas éramos muy cordiales y mirábamos por la otra, pero en ese sentido Anya era un poco más egoísta. Era un rasgo de su personalidad, pero yo adoraba a la cascarrabias que se estaba echando leche en un vaso mientras farfullaba, así que no me importaba.
Le sonreí antes de levantarme y ella, siempre con ganas de ver el mundo arder nada más despertar, puso los ojos en blanco con cara de pocos amigos. Esta vez reí a carcajadas y, tras sacarle una leve sonrisa, fui a vestirme para salir al gimnasio. No me llevó mucho tiempo, ya que parte de mi entrenamiento consistía en estar lista en cuestión de minutos y aprovechaba incluso un día cotidiano para no perder la costumbre. Probablemente, nadie se ponía un sujetador deportivo tan rápido como yo.
Cogí las llaves de mi flamante Ford Fiesta del año de la polca a toda prisa y, antes de salir, le di un fugaz beso en los labios a mi novia. Habiendo comido, ya si me correspondió de forma más simpática e incluso me dio una palmada en el trasero antes de irme. Justo antes de cerrar la puerta, escuché su voz reclamando, una vez más, mi atención:
— Hasta luego, ¿eh? Y no te olvides de que hemos quedado con mis amigas, Cristina.
— No se me olvida. ¡Te quiero! — dije antes de cerrar la puerta.
Como de costumbre, no me dijo que ella también me quería. En general, no era mucho de expresar cariño a no ser que buscase acostarse conmigo, aunque presupuse que era una costumbre de su país de origen, pues su familia tampoco solía ser muy efusiva y siempre destacaban que los españoles lo éramos demasiado. De todas formas, no me molestaba que fuese así porque luego había detalles que me decían que sí que me quería, pero jamás palabras.
Con la radio a un volumen bajo y enterándome de las últimas noticias, recorrí las calles de una ciudad que, lejos de estar vacía, comenzaba un nuevo y estresante día lleno de colas incesantes, conductores cabreados por llegar tarde a sus trabajos y bares llenos de personas mayores que ahora disfrutaban de la vida. A tan solo una carretera de distancia, las vidas y los contrastes eran muy diferentes.
Dejé de pensar en ello cuando aparqué el coche. Cogí la bolsa de entrenamiento del maletero y me apresuré al gimnasio; ya llegaba bastante justa. Corrí por un par de calles hasta que di con ese escaparate de cristal en la que se exhibían los corredores en las cintas como si fuesen productos y entré buscando a Raquel, mi mejor amiga. Por supuesto, me esperaba en la entrada con cara de pocos amigos; no le gustaba que la hiciesen esperar.
— Tía, un poco más y me jubilo aquí. A ver si vamos dejando los polvos para más tarde, que luego pasa lo que pasa.
— Llego una unidad de minuto tarde. — Alcé el teléfono y se lo pegué a la cara —. Incluso en mi reloj dice que llego justo a tiempo. ¿Lo ves aquí?
Señalé la pantalla y le di pequeños golpecitos con la uña —. Las ocho de la mañana. Ni las siete cincuentainueve, ni las ocho cero uno.
— Ay, quita eso de mi hermoso rostro. ¿Sabes la de bacterias que tiene una pantalla?
— Pues no tantas como la boca del tío con el que te morreaste el otro día. No sé si lo sabes, pero Sanidad ha advertido de un brote de mononucleosis.
— Es guapo. Los guapos no tienen de eso.
— Mientras uses gomita y no me hagas tía a los veintitrés años, por mí como si ha salido de las entrañas de Mordor y tiene herpes o algo así.
— Ya veo lo que me quieres — dijo falsamente indignada.
— Sabes que te adoro, pero no voy a estar pidiendo el historial médico a todos los tíos que se crucen en tu camino. Eres mayorcita como para saber qué haces con tu cuerpo y con quién. La que me lías por una pantalla de móvil…
Entre carcajadas, nos dirigimos al rocódromo. Una de las particularidades de mi trabajo es que debía mantenerme fuerte por si alguna vez tenía que cargar con algo pesado y, para mí, no había nada como mantener durante horas mi propio peso en vertical y enfrentando un vacío. En ese caso, no era nada más que un sitio muy alto con colchonetas abajo y arneses de seguridad, pero algún día iría a una montaña de verdad y la conquistaría.
Hacía mucho que Raquel y yo practicábamos ese deporte, así que siempre buscábamos los circuitos más difíciles y largos de las instalaciones exteriores. Además, esa era la hora perfecta porque, si bien hacía sol y estaba cada recoveco bien iluminado, todavía no hacía calor. Como cada mañana, le pedí a Carlo, el monitor, que controlase las cuerdas del arnés y, tras asegurarlo, llené mis manos de talco y comencé a subir.
Conocía a Carlo desde hacía mucho, ya que el deporte me interesó bastante antes que ser bombera. Empecé con la escalada a los diecisiete y le confié mi vida durante esos seis años. Fue él quien me enseñó a colocar los pies bien y a agarrarme con eficiencia para no cansarme y, además, fue el encargado de evitar que me partiese la crisma más de una vez. A día de hoy, si no éramos amigos era porque Carlo no podía confraternizar de ninguna manera con ningún cliente.
A Raquel, por otro lado, no la conocía de toda la vida. Siempre me había gustado la idea de tener una amiga desde la infancia, pero mis compañeras de clase no me lo pusieron fácil, ni por mi sexualidad, ni por mi físico rellenito. Pero bueno, era principios del dos mil, tampoco se podía pedir mucho más. El caso es que a ella la conocí un año después que a Carlo, en el rocódromo. Me quedé mirándola como una idiota mientras estaba colgada a medio camino porque hizo una de esas entradas a cámara lenta que solo se ven en las películas y su piel morena, su cuerpo bien tonificado, esos ojos oscuros almendrados y ese pelo afro recogido con un pañuelo, no hicieron que pasase desapercibida para mí.
Tanto se me cayó la baba en ese momento que resbalé. Carlo me salvó de caer al suelo, pero no pudo hacer nada para evitar el golpe que me di en la cabeza con la pared de escalada. Raquel, por supuesto, se preocupó en seguida porque aquello sonó como a partir un melón, pero cuando me vio la cara de idiota que puse por ella se rio de mí y, desde entonces, nos hicimos amigas.
Fue la primera mujer que se quiso quedar a mi lado en esos años sin prejuzgarme. Me dijo que era por dos motivos: el primero, porque no había nada de malo en cómo me sentía y qué me gustaba; el segundo, porque ella sabía qué era ser discriminada, incluso si no era por el mismo motivo. Lo cierto es que, si echaba la vista atrás, me daba cuenta de lo injusto que era todo para ambas solo por no entrar en la convención, en lo que era normal, incluso si actualmente habíamos conseguido quitarnos un poco ese estigma. Lo cierto es que era casi natural que nos hubiésemos hecho amigas teniendo en cuenta nuestra adolescencia y la entrada al mundo adulto.
— ¿Vienes a ducharte? — preguntó mientras se pasaba una toalla por la cara.
— Oh, no puedo — Respondí mientras me quitaba el arnés de seguridad —. Gracias, Carlo. Le choqué la mano y le devolví el equipo —. Ya sabes que Anya pilla unos cabreos importantes cuando voy a la ducha con otras chicas.
— ¿Me estás hablando en serio? Vaya una tóxica. ¿Le has dicho que las duchas son para eso, ducharse?
— Sí, pero ella dice que tenemos ducha en casa, que tampoco hace falta estar ahí exhibiéndome. Y, no sé… Creo que tiene razón. Desvié la mirada. ¿Por qué tenía la sensación de que lo que decía estaba mal?
— Ahora repítemelo, pero creyéndotelo un poquito. Cris, — Me puso la mano en los hombros y agachó la cabeza para mirarme directamente a los ojos —, te lo he dicho mil veces, pero te lo voy a decir una vez más. No me gusta Anya, te controla mucho y nunca le has dado motivos para que desconfíe de ti. Es una maldita ducha, sin mamparas y pública, pero una ducha. No es un prostíbulo, ni un cabaré. Que se duchen otras mujeres no significa que vaya a pasar nada.
— Pero a ella no le gusta. — Me encogí de hombros —. Tampoco me cuesta respetarle esto.
— Acuérdate de lo que te voy a decir, que esto es palabra de Dios: hoy será la ducha del gimnasio. Mañana, tu vida entera. Y tú vas a ser tan imbécil como para servírsela en bandeja de plata.
Agaché la cabeza y desvié la mirada sin siquiera saber por qué. No se me ocurría nada que decir, al menos no algo que sonase tan coherente como lo que ella me estaba diciendo. Sin embargo, por vueltas que le di, no me parecía tan extremo como Raquel se empeñaba en pintarme eso de que a Anya no le gustase lo de las duchas. Que no le hiciese gracia eso en particular no quería decir que me fuese a controlar la vida entera. No sé… a mí no me gustaba que sorbiera al beber agua y por eso le pedí que no lo hiciese. ¿Tan diferente era de aquello?
Decidí quitarme aquello de mis pensamientos cuando cogí el coche. Raquel había tenido muchos líos, pero nunca un novio estable, por lo que, probablemente, no estaba del todo cualificada para opinar de las parejas. Anya no me prohibía cosas; ella me expresaba cosas que no le gustaban y yo me adaptaba, y viceversa. Sonreí al darme cuenta de que era eso y, cuando llegué a casa, dejé la bolsa con cuidado colgada en el gancho de la pared y entré para buscar a Anya y saludarla.
Cuando miré el reloj y vi que hacía rato que había pasado el mediodía, caí en que ya se había ido con sus amigas de compras y que regresarían en un rato. Por supuesto, no las podía recibir así porque las amigas eran algo… pijas, y antes muertas que saludarme mientras aún quedaba algo de sudor en mi cuerpo. Me iba a esperar una tarde larga llena de conversaciones insípidas, pero por mi novia lo que hiciese falta.
Suspiré cuando entré en la ducha, mentalizándome de lo que vendría en un rato, y dejé que el agua me recorriese de la cabeza a los pies, fría, por supuesto, para el mantenimiento de los músculos después del entrenamiento. Escuché la puerta y un par de risas estridentes mientras me aplicaba la mascarilla capilar y, de repente, se me pasó la prisa por salir del baño, así que alargué el proceso media hora más. Cuando salí, estaban las dos víboras escrutándome. Yo sonreí forzadamente.
— Buenas tardes. Marta — dije mirando a una —. Katrina… repetí con la otra. Después, me acerqué al sofá y me agaché con la intención de besar a mi novia —. Hola, cariño.
— Ay, quita. — Me puso la mano en el hombro y me apartó. Nunca me besaba delante de sus amigas, pero eso formaba parte de su comportamiento arisco —. Has tardado mucho, creía que estarías aquí antes de las doce.
— He hecho el circuito más complicado por primera vez. Me ha llevado más tiempo porque no estaba familiarizada con él. Y luego me he quedado hablando con Raquel un rato. — Me miró raro. Ni que decir tenía que Anya apreciaba a Raquel tanto como Raquel apreciaba a Anya.
— ¿Sobre qué?
— De… — Miré a sus amigas y luego a ella. Las tres me escrutaban como si me fuesen a leer la mente —. De un chico que ha conocido hace poco. Ya sabes, lo de siempre. Le mola, pero no quiere compromisos.
— Cada día está con uno distinto. Menuda zorra — concluyó.
— Está soltera y los chicos saben a lo que van. No creo que sea…
— No quería ni mencionarlo . Eso que dices. Es su cuerpo y no hace daño a nadie.
— Tía, ¿y tú lo ves bien? — preguntó Katrina.
— Bueno… Sí. Raquel no engaña a nadie y siempre lo hace con consentimiento. Mientras sepa cuidarse y dejar claro a los chicos que no se pillen, creo que es algo tan respetable como cualquier otro estilo de vida.
— Yo flipo… Añadió Marta —. Menos mal que tú eres de las fieles. Claro, que mírate, estar con Anya ya es un logro como para soltarla. No estás tampoco como para elegir. — Me miró de arriba abajo —. Y has engordado.
— Es músculo. Mi trabajo requiere músculo y es lo que estoy desarrollando — respondí enfadada.
No pude evitar ponerme a la defensiva, esos comentarios me llevaban a mi adolescencia y me ponían algo agresiva, pero es que era la forma en la que aprendí que debía responder. Aunque esa época quedó muy atrás, me fastidiaba mucho saber que todavía, a mis veintitrés años y con una vida totalmente distinta, todavía hacían efecto. Anya sabía perfectamente que aquello me alteraba y, si bien no le llamó la atención a su amiga cosa que yo sí que habría hecho por ella — decidió desviar la atención a la comida.
Como predije, soportarlas durante toda la tarde se me hizo eterno, pero ya no me esforcé en poner buena cara o en participar en la conversación. Me dediqué a comer en silencio, pensar en mis cosas y esperar a que se fuesen. Maldita sea, podría jurar que las agujas del reloj
hacían tic y, doscientos años más tarde, tac, y que las horas no pasaban. Sin embargo, sabía que a Anya no le gustaba que la dejase sola con las visitas, así que aguanté el callo hasta que decidieron irse, casi la hora a la que entraba a trabajar, ya que iba a empezar en el turno de noche.
— Podrías haber sido un poco más amable — me dijo en tono suave mientras me vestía para salir.
— Es que no la trago. ¡No la trago! Respeto que sea tu amiga, pero te aseguro que he hecho un esfuerzo muy grande por no abrir la puerta y echarla de una patada en el culo. — Ella rio y me relajé un poco.
— Tienes razón, se ha portado como una imbécil. Si te vuelve a decir algo así, la echaré yo misma. Por lo pronto, le advertiré de que no mencione tu físico. Eso sí, yo sí que lo voy a mencionar ahora. Estás muy buena, Cristina. — Se acercó a mí, me levantó la camiseta y me acarició las estrías . Tienes este defectillo, pero vendemos en la tienda un aceite que te las quitaría.
— No quiero quitármelas. Me recuerdan de dónde vengo, lo que he superado y por qué nunca le digo nada a nadie sobre su cuerpo. — Le agarré de las manos y las aparté de mi cintura. Por algún motivo, no me hacía sentir del todo bien en ese momento.
— Tú misma. En fin… Que tengas un buen primer día. — Me agarró de las mejillas y me dio un tierno beso. Después, juntó su frente con la mía —. Te quiero.
— ¿Y esto? — pregunté sorprendida por su muestra de afecto.
— Porque tu trabajo es peligroso. Sé que no te lo digo casi nunca, pero al menos hoy no quiero dejármelo en el tintero. Y ahora vete. — Ahí estaba, la Anya de siempre.
— Yo también te quiero — correspondí antes de salir por la puerta.

1 de noviembre de 2018, 00:37.
1
Sorprendentemente, todavía no había pasado nada. Claro, que las gamberradas estaban a punto de empezar a la hora que era. Las primeras horas las pasé, por orden del jefe, familiarizándome con las instalaciones y conociendo a mis compañeros, puesto que había llegado temprano, cuando solo los niños pequeños salían a pedir truco o trato. Aunque no me sorprendía, descubrí que era la única mujer del cuerpo y que, lejos de lo que pensaba, pocos de los miembros masculinos eran jóvenes, pero todos eran fornidos y estaban curtidos en el trabajo.
Nuestro primer aviso llegó entrada la madrugada. Como suponíamos, los críos — y no tan críos porque hacer algo así era maldad pura — se divirtieron tirando huevos a los pocos coches que pasaban por la carretera, pero uno impactó en el cristal delantero del coche, le quitó la visión a la conductora y acabó colisionando con otro coche. Mis labores, como tenía asumido que iban a ser en un principio, consistieron en dar apoyo al resto del equipo, sobre todo alcanzando equipo de rescate y ofreciendo primeros auxilios antes de que llegara la ambulancia.
Por suerte, ninguno de los implicados resultó herido de gravedad. Tras sacar al segundo conductor del coche — hizo falta la cizalla porque la puerta estaba abollada y atrancada — nos dimos cuenta de que tenía la pierna izquierda rota por el impacto, por lo que se lo llevó la ambulancia. A la mujer, con el coche totalmente siniestro, la acercó la policía a la casa tras el examen médico. Los culpables no solo tuvieron una actitud lamentable, sino que además mostraron tener pocas luces: lejos de huir de la escena, se quedaron a ver cómo aparecían todos los cuerpos de seguridad, por lo que los testigos los identificaron pronto. Eran mayores de edad, así que enfrentarían un juicio bien merecido.
Tal y como actué en todo momento, mi jefe me confirmó que hice un buen trabajo y que estuve a la altura, lo cual era más de lo que esperaba de mí o de cualquier novato en su primer día. Por algún motivo, me hizo sentir bastante feliz que reconociera mi esfuerzo, a pesar de que no había hecho nada en comparación con el resto de mis compañeros. Sin embargo, a ellos no les dijo nada.
— Señor, ¿me permite una pregunta? — dije en el camión, cuando ya había más tranquilidad.
— Llámame Antonio. Señor es demasiado formal. Dicho esto, sí, dispara.
— ¿Me trata distinto porque soy mujer? Sé que soy la única del cuerpo, pero no quiero que haya diferencias.
— Qué va, para nada. — Hizo aspavientos con la mano mientras conducía —. Trato así a todos los nuevos. Verás… mi primer día fue de esos que te dejan trauma. Un accidente múltiple, con coches y huesos aplastados. Y esos eran los que sobrevivieron. Algunos de los muertos ya no tenían rostro cuando llegamos y otros coches estaban incendiados. Cadáver a la parrilla — dijo con algo de humor, aunque era obvio que todavía le costaba hablar de ello.
» Me pasé las cinco horas de rescate vomitando. Mi jefe me apartó y luego me echó una reprimenda. El caso es que me hizo sentir que no valía para esto e incluso consideré dejar el cuerpo. Por suerte, pensé más en que la gente necesita que alguien como yo exista, así que me quedé y hoy el que manda soy yo. Cuando tomé el mando, me prometí que nunca haría sentir así a ningún novato, independientemente de su sexo. A los chicos también les subo la moral, pero como llevan ya tiempo lo hago en casos más escabrosos.
— Entiendo — respondí en un tono bajo —. Gracias, se… Me miró de reojo y rectifiqué de inmediato —. Antonio.
Reflexioné sobre sus palabras y me di cuenta de que no era exactamente que me tratase especial lo que me había parecido raro. Había querido achacarlo a que era mujer — además de la más joven —, pero no tardé en darme cuenta de qué no me encajaba: era la primera vez que me trataban con tanta empatía en un trabajo. Nunca antes se había preocupado algún superior de cómo me pudiese sentir o de reforzarme positivamente. Era un detalle precioso, pero no pude evitar lamentarme de que fuese algo tan poco común. Sin embargo, no le pude dar demasiadas vueltas porque interrumpieron el flujo de mis cavilaciones.
— «A todas las unidades desplegadas. Acudan a la calle Aguas Marinas sentido centro comercial por incendio. Parece ser un accidente doméstico en el quinto piso. Repito. A todas las unidades desplegadas. Acudan a la calle Aguas Marinas sentido centro comercial por incendio. Parece ser un accidente doméstico en el quinto piso.»
— Contesta a la radio. — En cuanto empezó a ordenármelo, ya lo estaba haciendo.
— Aquí unidad de rescate a mando. Copiado. Estamos de camino.
— «Camión bomba uno, copiado.»
— «Camión bomba dos, copiado.»
— «Aquí autoescala. Copiado.»
— Jefe a mando — dijo Antonio sin quitar la vista de la carretera y, a la vez, acelerando y encendiendo la sirena —. Manda un bomba nodriza desde la base. Necesitaremos mucha agua.
— «Copiado, jefe. Ya estaban en ello, así que llegarán en cinco minutos.»
— Bien hecho, Cristina. ¿Por dónde irías tú?
— Cogería la segunda con Lorca. — Iba a replicar, pero continué hablando —. Sé que es sentido contrario, pero a esta hora nadie lo transita. Además, tiene dos carriles, pueden esquivarnos en caso de que pase alguien. Incluso si pasamos flojito para no provocar accidentes, acortaremos como quince minutos de trayecto.
— Buena respuesta. — Sonrió —. Te advierto una cosa. Has estado entrenando mucho para utilizar herramientas, ensayando formas de rescate, pero es eso, una simulación. Nada te prepara para lo que vas a oler o lo que te puedes encontrar, pero te tienes que mantener entera. ¿Entendido? La vida de la gente depende de la familia que es el departamento de bomberos. Dicho esto, a prepararse.
Aceleró incluso más que cuando íbamos hablando y comencé a repasar mentalmente qué necesitaría. Sabiendo que mis labores de rescate se iban a basar en esperar a que las víctimas bajasen, necesitaba preparar tanques de oxígeno, camillas y botiquines de primeros auxilios. También debía ayudar a los servicios de emergencia cuando llegasen, ya que al final no era paramédico y ellos sabrían mejor qué hacer.
Me sorprendió que todos llegásemos casi a la vez. Cuando miré al piso en el que ocurría el incendio, un humo negro y amenazador emanaba de las ventanas de la casa, así como un fuego rojo intenso. Probablemente, ahí dentro empezaba a hacer mucho calor y la casa estaba empezando a actuar de horno. Por otro lado, me preocupaba que nadie pidiera auxilio, lo cual podría significar que estaban atrapados o muertos. En un caso muy excepcional, con suerte no habría nadie.
Fui una ilusa al pensar que eso podría ser así. Todos mis compañeros empezaron a movilizarse con una coreografía que, a la vez que me fascinaba, me hacía darme cuenta de que yo no me la sabía. Aun así, mi cuerpo reaccionó antes que mi cerebro y se movió. No era momento de estar parada, por lo que empecé a escoltar a toda aquella persona que salía por su propio pie y evaluaba si era un caso leve o grave, ya que la ambulancia no podía estar ocupada en caso de necesitar salir.
Minutos después, llegó la policía, quienes en un abrir y cerrar de ojos vallaron las calles y cerraron el perímetro. Todo aquel que no necesitaba oxígeno esperaba detrás de las vallas y vi por primera vez el terror en los ojos de quien espera a un ser querido sin saber qué va a pasarle. Por suerte, poco a poco, aunque a velocidad vertiginosa, esas caras iban desapareciendo conforme mis compañeros sacaban a personas y mascotas.
El fuego, a pesar de nuestro trabajo, se iba esparciendo como un rumor malintencionado, tan rápido que por un momento me dejó la mente en blanco porque no sabía qué hacer. Me puse a repasar materiales de construcción, de pintura, cualquier cosa que fuese tan inflamable, pero no encontraba nada en mi memoria opositora, salvo… Corrí hacia mi superior,
el cual estaba centrado en dirigir al equipo, quién entraba, quién salía y en qué estado se encontraban. Tenía cara preocupada.
— Antonio. ¡Antonio! — repetí más fuerte cuando me di cuenta de lo que no me estaba escuchando —. Es una fuga de gas. El agua no va a extinguir nada hasta que no cerremos el suministro.
— Ya nos hemos dado cuenta, pero tenemos un problema. A uno de tus compañeros le están atendiendo por quemaduras. — Fui a replicar, pero me calló con un gesto —. Lo sé, son trajes ignífugos, pero al parecer estaba defectuoso, se le ha enganchado y se ha roto. Los demás estáis ocupados y solo yo puedo dirigir todo. No… no queda nadie para cortar el gas.
— Yo puedo hacerlo.
— No vas a entrar ahí, no tienes experiencia suficiente y puede ser peligroso.
— Míranos, no hay nadie más que pueda y mi función se acabó cuando salió todo el mundo del edificio y ya no había a quién clasificar. Solo tengo que ir al cuarto de calderas, que está cerca según el plano del edificio, y salir. Pan comido.
— Entrar y salir — dijo tras mirarme fijamente y sopesarlo unos segundos.
Con su visto bueno, acudí al camión y me equipé con todo lo que me faltaba — guantes, máscara y botella de oxígeno — y miré con cierto respeto la entrada del edificio, no sin antes fijarme en que allí todavía había alguien que mantenía esa mirada preocupada. Quizás estaba reflejando mi propio miedo en sus ojos, así que, antes de entrar, respiré profundo y me olvidé de todos los pensamientos que no fuesen cerrar la válvula del gas. Desde fuera no se podía apreciar, pero el fuego estaba a punto de empezar a bajar de la primera planta. Tenía que darme prisa.
Abrí el cuarto de la caldera de un golpe y me sorprendió darme cuenta de que apenas me costó. Miré a mi alrededor y la habitación estaba tal y como me esperaba: llena de humo que se colaba por los respiraderos.
Apenas podía ver nada, mucho menos localizar la válvula correcta, por lo que empecé a cerrar todas las que me encontraba conforme avanzaba. Ni siquiera podía leer qué era lo que estaba bloqueando, pero para el caso dudaba que importase.
El ambiente empezaba a caldearse, no me quedaba mucho tiempo y debía acabar antes de quedarme atrapada. Sin embargo, no preví lo que ocurrió después. Me tropecé. Me tropecé con algo blando. Como no veía nada no tuve más remedio que agacharme y descubrí a una chiquilla de no más de diecisiete años desmayada. De repente, me vino a la cabeza esos ojos preocupados que vi antes de entrar. No eran un reflejo, no era mi imaginación, es que realmente quedaba alguien ahí dentro.
Juzgué por la situación que estaba a punto de ahogarse y que había perdido el conocimiento por inhalar humo. Tenía que sacarla o moriría. Me puse el tanque de oxígeno delante y a ella la cargué en mi espalda. En mi cabeza ya no había válvulas o gas, solo la importancia de sacarla de allí. Qué gran error, porque luego sabría que la única válvula que no había cerrado era principal y que esta estaba a un paso de donde encontré a la niña.
Cuando salimos a pie — nunca me había parecido una carga tan pesada la entrada del edificio ya estaba en llamas. No teníamos mucho sitio para pasar porque la escalera se había derrumbado y apenas me di cuenta de que ella, sin traje ni manta ignífuga y sin consciencia para quejarse, se estaba quemando el brazo. Empecé a asustarme como nunca antes lo había hecho, y es que cuando te instruyes, cuando estudias, nadie te habla de los imprevistos, de los despistes de novato, ni, como dijo el jefe, del olor.
Tampoco te hablan de lo caros que suelen costar los errores, y yo ya he mencionado el mío. Es fácil imaginar qué pasa cuando no cierras el gas cuando hay fuego, ¿no? Que acaba explotando. Concretamente, a mí me pasó mientras cargaba a la chica, a punto de salir del edificio. No es tan guay como en las películas, donde todo estalla y el protagonista se aleja con cara de “Soy el puto amo”. Es más como una onda que te empuja, que destruye, que ensordece y que asusta.
En un principio ni siquiera me di cuenta, ni me dolía ni me quemaba, pero, cuando, giré la cabeza a mi izquierda para buscar la ambulancia, lo vi. Un tubo de cobre nos estaba atravesando. Estaba empalada con la chica, que ni se movía ni protestaba, y no sabía siquiera si respiraba. Lo lógico es pensar que lo primero que vas a hacer es gritar. Tampoco fue así. La garganta se te seca, se cierra y no te deja emitir ningún sonido hasta que el cerebro, por decirlo de alguna manera, se resetea. Es entonces cuando gritas de pánico y de dolor.
Respecto a si era consciente de lo que me rodeaba, no. Tengo recuerdos vagos del jefe quitándome la máscara, de los médicos intentando enfriar lo máximo posible el tubo, de cómo nos llevaron empaladas en ambulancia al hospital y cómo nos separaron para intervenirnos de urgencia. Ni siquiera me acuerdo de cuánta gente había o si me habían dicho si la muchacha estaba viva o muerta. Solo sé que todo se quedó en paz cuando me anestesiaron y pude dejar de sentir durante unas horas.

4 de noviembre de 2018, 16:25.
Durante varios días, estuve en un estado de duermevela producido por las medicinas. La verdad, se agradecía. Cuando el sueño me lo producían artificialmente, podía descansar mejor. La mente estaba en blanco, o más bien en un fundido negro, en el que no soñaba ni sentía nada. Pero, cuando se pasaba el efecto y empezaba a soñar, a revivir imagen por imagen lo que recordaba, me entraba el pánico y se me aceleraba el corazón.
Cada vez que me despertaba, veía a Raquel, a mis padres, a mis compañeros del trabajo o a la enfermera cambiándome la medicación del gotero. A veces, cuando la taquicardia me daba de noche, venía para hablar conmigo y calmarme, ya que solía estar sola a esas horas. Lo bueno es que, dentro de lo malo, mi accidente no fue especialmente destructivo. La barra me pasó justo por el pequeño hueco que hay entre la clavícula y el omóplato y, aunque estaba con el cabestrillo y tenía no sé cuántos puntos, sanaría.
La chica, por otro lado, no tuvo tanta suerte. Una de las noches que me desperté, decidí preguntarle a la enfermera si sabía algo. Ella, siempre amable, decidió averiguar dónde estaba la chiquilla. Sobrevivió, según me dijo ella, porque decidí no dejarla un segundo más allí dentro, pero no salió precisamente ilesa. Había tragado humo para aburrir, «como cien paquetes de tabaco», según la enfermera, tenía parte del brazo, la espalda y la pierna con quemaduras de segundo grado y, al igual que yo, una herida en el omóplato izquierdo, aunque a ella sí le había roto los huesos.
— Tía, estás en Babia. ¿Te encuentras bien? — Raquel aprovechaba cada momento de tiempo libre para estar conmigo, aunque a veces no era consciente de que estaba ahí.
— No. Pienso mucho en ese día, lo revivo una y otra vez, pienso en los errores que cometí. Y soñar con ello tampoco ayuda, me agota. Y la chica… la chica… — Se hizo un silencio demasiado largo hasta para mi distraída mente —. A lo mejor se muere en la UCI.
— Si se muere, no va a ser porque no lo hayas intentado. Cris, ya hablamos de esto antes de que estudiaras para hacerte bombera. Es un trabajo duro y en un día bueno puedes salir muy tocada. Cada vez que salgas, vas a tener que tomar decisiones difíciles y no siempre vas a poder
salvar a todo el mundo, pero en la UCI hay una chica que puede luchar por su vida gracias a ti.
— ¿Siempre sabes qué decir? — pregunté con las lágrimas asomando. A Raquel le cambió la cara porque sabía que, si lloraba, es que estaba realmente mal.
— Lo intento — respondió con una sonrisa.
Durante un rato, intentó despejarme las ideas contándome sus últimas andadas, o perrerías, más bien, porque mi amiga podía ser una desgraciada si se lo proponía. Como de costumbre, uno de los chicos con los que salía se había pillado por ella. ¿Cómo no hacerlo si era una persona encantadora? Y ella le había mandado a freír espárragos con la bordería que la caracterizaba cuando quería dejar algo, claro no, cristalino.
— Uf… y fue maravilloso. ¿Sabes el meme ese de Los Simpson en el que dice «Puedo fijar el fotograma exacto en el que le hiciste trizas el corazón»? Se quedó con la cara de Ralph — me contaba entre carcajadas.
— El día que esa actitud de mierda te explote, vendrás llorando.
— Los tíos son así, Cris. Cuando se pillan por ti, tienes que ser realmente cruel porque, si los echas de tu vida con amabilidad, se piensan que siguen teniendo una oportunidad. Y bueno, las tías también, para qué nos vamos a engañar. Hablando de gente a la que echar…
Dirigió la mirada a la entrada y, por inercia, hice lo mismo. En el umbral de la puerta estaba Anya, preciosa como siempre, buscándome con la mirada. Cuando me vio, sonrió ligeramente y acomodó las bolsas que llevaba en un solo brazo. Cuando me alcanzó, se paró cerca de mí y me acarició el hombro. Apenas me pareció una gota de agua en el desierto, pero, al final, ella era así, arisca como los gatos. Después, se fijó en Raquel y le cambió la cara de agradable a furiosa. Se acababa de juntar el agua con el aceite.
— Hasta que te da por aparecer, hija de la gran puta.
— Repíteme eso, negra de mierda.
— Vuelve a decirme algo así y tendrás suerte de estar en un hospital.
— Sí que se ponen violentas estas razas inferiores, ¿verdad, Cris?
En el momento no supe verlo porque no tenía fuerzas para afrontar lo que estaba pasando, pero quedarme callada fue un error, uno que me costaría muy caro. Raquel y Anya me miraban, expectantes, esperando saber del lado de quién me iba a poner. Sin embargo, incluso sabiendo que Anya se había pasado, solo fui capaz de quedarme quieta mientras las pulsaciones volvían a subirme a un ritmo desorbitado. La enfermera entró a toda prisa para intentar calmarme y echó a mis acompañantes. Tras unos ejercicios de respiración guiados, todo volvió a la normalidad.
— ¿Qué te ha provocado ponerte así?
— Mi novia ha insultado a mi mejor amiga y las dos se me han quedado mirando para saber a quién apoyaba. N-no puedo lidiar con esa presión ahora mismo.
— ¿Quieres que llame a alguien? También te voy a mandar al psicólogo. Los eventos traumáticos suelen requerir terapia.
— A Raquel… — dije medio perdida y fingiendo que no había escuchado la palabra «psicólogo» —. Llama a Raquel, está ahí fuera.
Durante los segundos que tardó la enfermera en salir y mi mejor amiga en entrar, me mentalicé de todo lo que estaba a punto de pasar. La habían insultado y yo, justificadamente o no, me había acobardado, y me encontraría a una persona muy herida y con ganas de abofetearme. Y con razón, debía añadir. No era la primera vez que le decían algo así delante de mí, pero sí era la primera vez que me callaba como la rata cobarde que era, todo porque, esa vez, el insulto había venido de Anya y me daba miedo replicarle por el carácter que tenía. La observé llegar, callada y con decepción en la mirada. Caminó lo que me pareció una eternidad y se paró a mi lado.
— Dame una buena razón para no mandarte a tomar por culo.
— Lo siento — Fue todo lo que se me ocurrió decir.
— Que lo sientas no es suficiente. Has dejado que me insulte, y no solo eso. Te he visto en los ojos que querías darle la razón. Mira… — Se tomó su tiempo para hablar — sé que estás tocada, que no quieres conflictos porque a la vista está tal y como has reaccionado, pero tienes que poner prioridades. Desde que te pasó esto, he estado aquí a diario, he visto enfermeras, médicos, e incluso a tus padres, pero no a Anya. ¿Tú sí?
Negué con la cabeza —. Eso me imaginaba. Y para colmo aparece hoy con bolsas de Zara y de perfumerías. ¿Te dice eso algo?
— Bueno, ella trabaja en una tienda de cosméticos, puede que haya venido de trabajar.
— ¿Sí? ¿Eso crees? Se acaba de ir. A trabajar. Ahora. Esas bolsitas tan monas las ha comprado antes de venir aquí, antes de visitar a su novia convaleciente. Y ni que decir tiene que ha tardado cuatro días en dignarse a aparecer. ¿Ahora te dice algo?
— Pues yo que sé, habrá estado ocupada. Ya sabes que empiezan las ventas para la navidad y la suelen llamar para hacer más horas.
— Joder, Cristina, para por un segundo de excusarla.
— No la excuso — dije a media voz. Por algún motivo, me sentía atrapada.
— No, ¿no? Vale. ¿Y por qué no le has dicho nada ante el insulto prohibido?
— Porque es algo que estoy trabajando con ella. La han criado así, no tiene la culpa de que le hayan hecho creer que eso está bien.
— Ya veo que te va bien con eso también. Yo te voy a decir lo que pasa, ¿vale? No le importas una mierda, ni tú ni lo que te afecta en esta vida y, mientras excuses todas sus actitudes, te vas a cegar a ti misma y le vas a
dar alas a ella para que haga lo que quiera contigo. Pero vamos, que esto lo hemos hablado muchas veces y sigues sin escuchar. Con esta charla solo me queda claro que prefieres a Satanás antes que estar sola porque ese complejo tuyo de salvadora te hace creer que ella tiene arreglo. Pero, spoiler: quien no quiere cambiar, no cambia, y tú estás perdiendo el tiempo y a gente por el camino.
Apenas me dio tiempo a reaccionar cuando se dio la vuelta y se marchó. Creí que, como otras veces que habíamos discutido, me contestaría a las llamadas, me respondería a los mensajes o, al estar hospitalizada, vendría a verme. Pero no fue así. Creí, en un primer momento, que lo que había pasado le había dolido más de lo que quería creerme y que necesitaba tiempo y espacio. Sin embargo, ambas cosas son peligrosas, porque, cuando dejas que se alarguen tanto como yo dejé que lo hiciese, acaba desembocando en algo que duele más que la expectativa: el olvido. Y Raquel acabó alejándose y olvidándose de mí.