12 minute read

Qué tiene que decir san José a los padres de hoy?

El papa Francisco describe a san José como «el hombre que pasa desapercibido, una presencia cotidiana, discreta y escondida».

Buscaba la voluntad de Dios

Advertisement

El padre de Jesús tiene varias notas interesantes sobre las que habría que reflexionar... En primer lugar, José era un hombre justo (zaddik). Mateo, el evangelista, nos dice que María era prometida de José, según el derecho judío, el compromiso ya vinculaba jurídicamente a las dos partes, aunque aún había que esperar un año para recibir a la prometida en su casa y celebrar el matrimonio. En esta situación, José constata que María está esperando un hijo, sin que él haya intervenido. José, que puede llevarla ante un tribunal –donde la condenarían a la lapidación– o entregarle una carta privada de repudio, decide esto último para no denunciarla. José, en constante oración, sin saber aún la autoría del embarazo, busca el bien de la mujer, «vive la ley como evangelio, busca el camino de la unidad entre la ley y el amor. Y así está preparado interiormente para el mensaje nuevo, inesperado y humanamente increíble, que recibirá de Dios»1. Justo es el que vive la ley desde el amor y la hace vida propia, eso fue lo que hizo san José. Pese a no entender nada, se abandonó en las manos de su Padre, y Dios le mostró el camino a través de un sueño.

Dios se comunica con José a través de sueños: «José, hijo de David, no temas llevarte a María, tu mujer, porque la criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados» (Mt 1,20). Dirá Joseph Ratzinger que un rasgo esencial de la figura de san José es «su finura para percibir lo divino y su capacidad de discernimiento». En efecto, la sensibilidad de José para escuchar a Dios a través de su historia personal es lo que le permitirá adentrarse en la voluntad del Padre. José está íntimamente atento a lo divino, y usa el discernimiento para saber si lo que le ha ocurrido viene de Dios o se trata de un simple sueño. La respuesta de José no se hizo esperar: «Cuando José se despertó del sueño, hizo como le había mandado el ángel del Señor» (Mt 1,24). La obediencia le permitió superar sus dificultades y salvar a María.

Habría que meditar profundamente estas palabras del papa Francisco, en Patris corde: «A menudo en la vida suceden cosas cuyo significado no entendemos. Nuestra primera reacción suele ser de decepción y rebelión. José dejó a un lado sus propias ideas para aceptar el curso de los acontecimientos y, por misteriosos que parezcan, abrazarlos, responsabilizarse de ellos y hacerlos parte de su propia historia. A menos que nos reconciliemos con nuestra propia historia, no seremos capaces de dar un solo paso hacia delante, porque siempre seremos rehenes de nuestras expectativas y de las decepciones que sigan».

Dirá Joseph Ratzinger que un rasgo esencial de la fi gura de san José es «su fi nura para percibir lo divino y su capacidad de discernimiento».

Hombre orante

Pero ¿cómo podemos extrapolar esta actitud de José a nuestras vidas? ¿Cómo podemos discernir los padres? Sencillamente siendo personas de oración intensa, escrutando la Palabra, colocando nuestra vida, nuestras tribulaciones a la luz de la Palabra. Dios habla a través de los acontecimientos de nuestra historia personal, también lo hace a través de los retiros, convivencias, comunidad, etc., donde la Palabra es proclamada, por último, también habla a través de otros hermanos en Cristo. Es cuestión de estar atentos y abrir el oído. Al final de cada relato en el que interviene José, el evangelio nos dice que se levanta, toma al niño y a su madre y hace lo que Dios le manda (cf Mt 1,24; 2,14.21).

Como hemos dicho, José era un hombre orante. Se relacionaba con Dios, leía la Torá, iba a la sinagoga, rezaba el Shemá con su hijo, pero no solo eso, tenía una profunda fe, escrutaba y dedicaba tiempo a la Escritura y confrontaba su vida, su historia personal con la palabra de Dios. Para José la intimidad con su Señor era lo primero, como así lo transmitió (junto a María) a su hijo, con el que rezaba tres veces al día… «Escucha Israel, Yavé nuestro Dios es el único Yavé. Amarás a Yavé tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas» (Dt 6,4).

José se ocupó –junto con María– de poner en relación al Padre y al Hijo. Esto mismo es lo que se espera de nosotros, padres cristianos, que acerquemos a nuestros hijos a Dios.

José se tomó muy en serio transmitir la fe a Jesús y cuando el niño tuvo 13 años le introdujo en la sinagoga, donde viviría, a partir de ese momento, por sí mismo la fe adulta. En José se cumple esta encomienda de parte de Dios: «Que penetren en tu mente estas palabras que yo te dicto hoy. Se las repetirás a tus hijos, les hablarás de ellas tanto si estás en casa como si vas de viaje, así acostado como levantado; las atarás a tu mano como una señal, y serán como una insignia entre tus ojos; las escribirás en las jambas de tu casa y en tus puertas» (Dt 6,7). Así, con la ayuda de José y María, «Jesús crecía en gracia y sabiduría delante de Dios y los hombres» (Lc 2,52). Es decir, José se ocupó –junto con María– de poner en relación al Padre y al Hijo. Esto mismo es lo que se espera de nosotros, padres cristianos, que acerquemos a nuestros hijos a Dios. Esa es nuestra prioridad.

Modelo para los padres cristianos

¿Cuál es la misión de José? Cuidar del niño y de su Madre. Protegerlos, amarlos, introducir a Jesús en la vida de oración, de relación intensa con su Padre Dios, para llegado el momento, que este niño pueda realizar en plenitud la misión que le ha sido encomendada: el perdón de los pecados y la entrega de su propia vida por la humanidad entera. ¿Cuál es la misión de nosotros, padres cristianos? La misma que la de san José: Cuidar, amar, acercar a nuestros hijos al Creador y dador de vida, para que un día nuestros hijos puedan ser felices amando y entregando su vida por el bien de otros.

VIDA CONSAGRADA

Vida consagrada en una ÉPOCA de CAMBIO

Alejandro Fernández Barrajón, mercedario

Estamos viviendo un tiempo crucial, de crisis, de cambio, de nuevas perspectivas. Un tiempo que nosotros tenemos la posibilidad de encauzar, de enriquecer con nuestras aportaciones y nuestras apuestas evangélicas. Un tiempo, además, que nos ofrece posibilidades que nunca antes nos había ofrecido.

«No estamos viviendo una época de cambio, sino un cambio de época»

La crisis tenía que llegar. Era algo anunciado. Del antiguo enfrentamiento entre mundo e Iglesia, el Concilio había puesto a la Iglesia en la calle, había aceptado el diálogo con la modernidad y eso suponía bajar del púlpito y ponerse a la altura de los otros. Había llegado el momento de oír las increpaciones que la sociedad tenía que hacernos. Para muchos, la situación de ostracismo y falta de libertad que la sociedad había padecido durante lustros tenía mucho que ver con la actitud de la Iglesia. Y ahora podía hablar con claridad y decirlo abiertamente.

Ante esta nueva realidad aparece, por parte de la Iglesia y de la vida consagrada, una actitud defensiva y huidiza. No afrontamos el diálogo con la modernidad con valentía y audacia. Buscamos la salida más fácil: el silencio. Un cierto complejo y falta de autoestima se instala en nosotros frente a esta sociedad protagonista que, por vez primera, nos hace frente. Y en eso estamos.

Seguimos en una confrontación inútil con la modernidad que solo nos convierte en víctimas. La Iglesia pierde liderazgo, se empeña en mantener actitudes preconciliares y la vida consagrada no sabe cómo situarse correctamente en la modernidad. Hay, para entendernos, un cierto desajuste entre la edad y la mentalidad que hoy prevalece en la vida consagrada y la modernidad y esto genera tensiones. El problema no es la edad sino la mentalidad que suele acompañar a la edad. Los jóvenes son minoría en la vida consagrada y eso supone un esfuerzo añadido.

No es extraño que muchos sucumban, cansados por no saber encontrar su sitio y su realización humana y religiosa. Otros, incluso mayores, siguen abiertos a la renovación y al cambio que supone la nueva mentalidad de la vida consagrada. Otros, de cualquier edad, están instalados en su modus vivendi y no están dispuestos al cambio por las exigencias que supone un nuevo talante y los retos que hay que afrontar si se quiere vivir en serio la renovación o refundación que parece necesaria en la vida consagrada...

No afrontamos el diálogo con la modernidad con valentía y audacia. Buscamos la salida más fácil: el silencio.

¿Y esto qué quiere decir?

1. Que algunas comunidades y congregaciones se extinguirán si el peso de los desencantados es excesivamente fuerte. El Espíritu Santo va apar-

Estamos asistiendo a la aparición de nuevas formas de vida consagrada, precisamente ahora, en tiempo de decadencia de muchas formas de vida consagrada clásica.

tando del caminar de la Iglesia a aquellas instituciones trasnochadas e inútiles para el anuncio de la Buena Nueva del Reino. ¿Quién diría que los templarios que llegaron a ser una amenaza, por su poderío, para reyes y papas llegarían a desaparecer junto a tantas órdenes militares de tanto prestigio en su tiempo?

2. Que otras congregaciones saldrán fortalecidas de la crisis, al menos en cualidad, si son capaces de afrontar estos retos, que suponen muerte real de muchos esquemas tradicionales. No habrá renovación sin fuertes inversiones humanas y riesgos difíciles. Estamos asistiendo a la aparición de nuevas formas de vida consagrada, precisamente ahora, en tiempo de decadencia de muchas formas de vida consagrada clásica. Otra cuestión es que tengan vocación de permanencia y sean alternativa de verdad. Necesitan aún pasar la prueba de la selectividad que solo el paso del tiempo garantiza. 3. Que algunas congregaciones tenderán a la unidad de carismas para sentirse fortalecidas. En esto hay que anticiparse al tiempo. Unirse porque ya no tenemos más remedio es una condena más que una decisión. Esta es ya una realidad creciente en el seno de la Iglesia. Provincias religiosas que se unen, congregaciones a punto de desaparecer que se asocian a otras para subsistir y no perder su valioso patrimonio al servicio de la evangelización. He conocido ya algunos casos de esta situación y el resultado de fusión ha sido un verdadero éxito. La intercongregacionalidad es otra realidad ya presente entre nosotros que augura grandes empresas compartidas en el servicio a los demás. Yo mismo he trabajado, durante algún tiempo, como responsable de pastoral de una residencia intercongregacional para religiosos y laicos mayores, abierta a todas las congregaciones. Y está dando un hermoso resultado. Se trata de la Residencia Intercongregacional «Madre de la Veracruz», en Salamanca, fundada por las Hermanas Mercedarias de la Caridad y los Padres Mercedarios. 4. Que otras congregaciones se dividirán, en una especie de marcha a dos velocidades, incapaces de aunar fuerzas para afrontar juntos los retos. Es verdad que la crisis no es propiedad exclusiva de

la vida consagrada, pero cada palo debe aguantar su vela. Necesitamos estrategias y cauces de encuentro con la calle, con la sociedad, con los jóvenes, si queremos salir airosos del encuentro. La huida y el silencio solo nos conducen a la indiferencia, que es el tanatorio de la esperanza. En tiempos de crisis buscamos, sin darnos cuenta, razones que justifiquen nuestra inquietud y preocupación, nuestros miedos y nuestras añoranzas. Entre las tentaciones más frecuentes encontramos las siguientes.

Firmeza y coherencia

Por una actitud que tenga sentido: las múltiples reflexiones que estamos haciendo sobre el tema vocacional han de llevarnos a tomar actitudes firmes y coherentes. Es necesario hablar menos del tema. Hablar tanto nos crea desasosiego y hartazgo, y adoptar nuevas estrategias de cambio y de renovación. Porque lo que importa en este tema es lo que somos y no lo que decimos ni programamos. Los jóvenes ven en enseguida lo que somos y no podemos darles gato por liebre. Y para eso tienen que vernos en nuestro vivir diario y nuestro trabajo cotidiano. Yo me atrevo a decir: menos clausura y más transparencia. Menos teorías y programaciones y más contacto con la vida de los jóvenes. Menos actividades «comecocos» y más compromiso carismático. Menos manos a la cabeza y más manos a la fraternidad comunitaria auténtica. Que puedan quedarse porque «han ido y han visto».

Estamos viviendo un tiempo crucial, de crisis, de cambio, de nuevas perspectivas. Un tiempo que nosotros tenemos la posibilidad de encauzar, de enriquecer con nuestras aportaciones y nuestras apuestas evangélicas. Un tiempo, además, que nos ofrece posibilidades que nunca antes nos había ofrecido. Sin perder de vista que la vida consagrada nunca ha estado llamada a ser muy numerosa, sino más bien a la humildad de la pequeñez, levadura en medio de la masa del mundo, pequeña luciérnaga apostada en los ribazos del camino, por donde la gente pasa a oscuras en las noches del sinsentido y la vulgaridad.

Menos teorías y programaciones y más contacto con la vida de los jóvenes. Menos actividades «comecocos» y más compromiso carismático. Menos manos a la cabeza y más manos a la fraternidad comunitaria auténtica.

Los jóvenes de hoy son los mejores jóvenes de nuestra historia, los más preparados, los más solidarios, los más concienciados con la injusticia y el medio ambiente. Nunca hemos tenido unos jóvenes tan valiosos y preparados como los del presente.

Los jóvenes de hoy son los mejores jóvenes de nuestra historia, los más preparados, los más solidarios, los más concienciados con la injusticia y el medio ambiente. Nunca hemos tenido unos jóvenes tan valiosos y preparados como los del presente. Si no responden a la llamada de la vida consagrada es porque la vida consagrada no sabe convocarlos bien, no tiene el lenguaje o la actitud adecuados, no termina de convencer su oferta porque, tal vez, no sea la oferta del Evangelio, precisamente. Una vida consagrada sin mordiente y acomodada nunca será atractiva para un joven, que es, por naturaleza, inquieto, exigente y radical. O cambiamos nuestra manera de ser y de vivir la vida consagrada o somos voces que se pierden en el viento de la indiferencia. Tal vez tenemos que analizar menos por qué no hay vocaciones y cuestionarnos más por qué no vivimos con más radicalidad el Evangelio al que nos hemos consagrado.

Las ONG tienen muchos jóvenes en sus filas trabajando de manera solidaria y altruista. ¿Por qué la vida consagrada que es la más grande ONG que existe, además de estar convocada por el Espíritu Santo, no abunda en vocaciones? Podemos encontrar muchas razones, pero nunca será una razón aceptable: «Porque es la voluntad de Dios». Y esta razón la he oído ya en demasiadas ocasiones.

This article is from: