Palabras calladas

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Las palabras calladas

chiquilla, con tanta gracia en el cuerpo! Junco es cimbreante a las orillas del río. Se va a llevar a los muchachos de calle. Bonita y requetebuena es la María, pero no abre la boca. Aunque, cuando sonríe, es como si echara un discurso de mil palomas al aire. Todos se metían con mi silencio. –Siempre tan callada, sentadita en la piedra que mira al crepúsculo, con los ojos cerrados, como sintiéndose algo dentro, me preocupa eso Joaquín, que es muy joven y parece que hubiera andado mucho. ¿No te asombran sus respuestas? Como aquel día que volvimos de celebrar la Pascua con tus hermanos y ella dijo: «Estoy tan contenta y triste a un tiempo que se me va a partir el corazón». Tobías, el ciego, era el único que no me pedía que le hablara. «Siéntate aquí a mi lado, María, que solo estando me haces compañía». Y yo sentía que podía ver el mundo desde sus ojos vacíos, que veían sin mirar más que todos los que estaban repletos con los colores de los días de fiesta. El parecía vivir el salmo: «Tú, Señor, enciendes mi lámpara, / Dios mío, tú alumbras mis tinieblas». –Pareces mayor, María, –me decía, mientras acariciaba su perro lazarillo con aquella voz que le silbaba entre sus dientes rotos–. Es como si ya lo hubieras vivido todo. Niña eres aún, pero tienes algo de madre que vive desde siempre en casa, –repetía, esperando y sabiéndolo todo; y yo me quedaba sentada junto a él compartiendo aquel silencio, nuestro silencio. ¿Qué secretos guardaba aquel silencio adolescente para mí? ¿Por qué me gustaba tanto la ventana asomada al poniente? Dicen que soy una niña piadosa, pero yo no me siento así. No soy como Raquel, todo el día detrás del Rabino y recitando salmos. A mí me gusta el silencio sin más, o mirar por la ventana. Es como si un regusto interior 11


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