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TURNER MÚSICA



ALFONSO ALZAMORA

SUITE ALBÉNIZ

TURNER MÚSICA


De esta edición: © Turner Publicaciones S.L. Diego de León, 30 28006 Madrid www.turnerlibros.com Edición original: Suite Albéniz, 2018 Pri­me­ra edi­ción en castellano: julio de 2018 © Alfonso Alzamora, 2018 Ilustración de cubierta: Isaac Albéniz. © Eduardo Arroyo, 2010 ISBN: 978-84-17141-62-2 Depósito legal: M-16530-2018 Impreso en España Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede reproducirse total ni parcialmente, ni almacenarse en sistema recuperable o transmitido, en ninguna forma ni por ningún medio electrónico, mecánico, mediante fotocopia, grabación ni de otra manera sin previo permiso de los editores. La editorial agradece todos los comentarios y observaciones: turner@turnerlibros.com


ÍNDICE Prólogo. Fabuloso mosaico familiar......................................... 11 Jesús Ruiz Mantilla Suite Albéniz ............................................................................... 15 Epílogo ......................................................................................... 147 Luis García Montero



Los artistas tratamos de explicarnos cons­ tantemente; intentamos compren­der lo que hacemos porque, si tenemos Êxito, entenderemos el sentido de la vida. Naturalmente fracasamos, pero es hermoso, nos conmueve y nos mantiene vivos.



prólogo

fabuloso mosaico familiar Jesús Ruiz Mantilla

Dentro de este retrato de imágenes, palabras, rastros, me ha tocado a mí abrir fuego. Escribir un prólogo cuando el epílogo consiste en un puñado de poemas de Luis García Montero, viene a ser un compromiso. Los he escuchado varias veces de viva voz. Incluso he tenido el privilegio de leer alguno de ellos en público cuando varios de los implicados en esta Suite Albéniz tomábamos al asalto el valle de Laciana (montes de León) en torno a Rosa Torres-Pardo gracias a nuestro anfitrión y autor de la portada de este libro, Eduardo Arroyo. Lo tratábamos de llenar de música, poesía y fiesta perpetua, en una celebración intensa y anual de la amistad que nos reunió cada último fin de semana de julio durante dos décadas. En ese festival, cuajado a lomos de un valle que fue cuartel de la Institución Libre de Enseñanza, sonaba mucho Albéniz. Rosa se encargó conscientemente de ello. Sobre todo cuando iba preparando la Iberia y nos la racionaba en pequeños bocados hasta que la pudimos escuchar completa en una de las interpretaciones ya de referencia. Finalmente la redondeó en esa versión siglo xxi que ella ha fijado en la estela de Alicia de Larrocha para un autor ultramoderno. De ese pálpito –el de la modernidad, el de la puesta al día– nace esta Suite Albéniz, el libro de su bisnieto. Alfonso Alzamora ha trazado un mosaico familiar que pivota sobre cuarenta y dos imágenes elocuentes mediante un viaje íntimo. La figura de su bisabuelo lo guía como ese misterio irresoluble que son siempre los grandes hombres. Lejos de la hagiografía, Alzamora elige otra senda: la memoria familiar y personal, el apunte biográfico a medio camino entre las referencias de expertos, los documentos pertinentes, los testimonios fiables… También el aliento poético. Y la honestidad ventilada con buen gusto en lo que me gusta calificar como transparencia literaria. Lo hace sin huir de las trampas que el principal escollo de Albéniz –él 11


mismo– deja en el camino. Las afronta con una muy sana naturalidad. Cuesta equilibrar alejado de la lealtad familiar esa constante maniobra de distracción que suponía la fantasía sobre sí mismo. Contrasta a menudo con la realidad que sus más eminentes biógrafos, caso de Walter Aaron Clark, han podido probar. Pero Alzamora lo logra con una elegancia asombrosa. Hace que el libro rezume autenticidad dejando patentes también las mentiras. No fue Albéniz el niño polizón que hizo una gira por América escapándose de casa. Sí, el portento prodigio que con cuatro años debutó en el Teatro Romea de Barcelona. Nada indica que conociera a Liszt, pese a que presumiera de ello. Sí lo buscó insistentemente, por admiración, por pasión, como reivindicó en vida a varios de sus contemporáneos. También lo emuló tocando el piano de espaldas al teclado y con los ojos vendados en esas jam sessions que se marcaba improvisadamente en la época en que para sobrevivir, probablemente, descargaba equipajes por los muelles de Nueva York. Mentir para salir adelante. Inventar para crear leyenda. Todo un pecado venial si pertenecemos a esa especie llamada humanidad. ¿Y en qué consiste una leyenda si no en un engendro de la realidad forjado para dar trabajo a los biógrafos? Viene a ser ese relato individual o colectivo que reta rigores futuros, pero fija, en muchos sentidos, verdades. ¿Qué es la Biblia si no una magistral leyenda que obliga a la cristiandad a no creer en hechos probados? Lo hace a cambio de mantener la fe sobre la fuerza de múltiples y asombrosos relatos improbables, donde la magia se mezcla con las grandezas, las pasiones y las miserias humanas. No resulta nada desdeñable que el músico construyera su propia versión exagerada y absolutamente excesiva de su vida. Necesitaba un antídoto para evitar la frustración de los embates que como artista le propagó el destino. Y en ello resultó hasta visionario. Adivinaba el peligro. De ahí el empeño en huir de la etiqueta folclórica y apuntarse a la vanguardia europea sin renunciar al influjo de una raíz hispánica, aunque eso se le volviera a veces en contra. La ausencia de reconocimiento como compositor de óperas que ambicionaban un lenguaje universal y que ni siquiera hoy hemos sido capaces de elevar a la normalidad del repertorio es otra prueba de sus temores. Un olvido en que pierden él y su más fiel aliado, el banquero Francis Money-Coutts, su leal patrocinador. El tándem que formaron merece un lugar prominente entre las quijotadas históricas, pese a que uno de los dos fuera algo tan alejado del espíritu cervantino como un financiero inglés. 12


Para verdades, nos queda su música. Y su música es la certeza de una vigencia adelantada a su tiempo. El impulso coherente en su diversidad que lo convierte en un genio emparentado en estilos y en fe con Wagner, Debussy y Janáček a la vez. Aunque, pobre de él, llegado del sur. Suite Albéniz aparece como una más que adecuada reivindicación en ese sentido. Pero resulta a la vez un gran libro, escrito con aliento de modernidad literaria. Es ahí donde, sin que apenas deje notarse, Alfonso Alzamora reivindica de la manera más fiel la figura de su bisabuelo. A través de las pertinentes fotografías, este acertadísimo mosaico literario salta de los rastros familiares al relato puesto al día. Lo hace, como dije antes, con transparencia, dejando ver cómo y por qué se va construyendo la obra a cada paso. Con ingredientes de diario íntimo, sin renunciar a aportar historias del pasado imbricándose de manera constante en una mirada del presente. Certificando la perpetua condena a un inmerecido y continuo ostracismo de su bisabuelo con pruebas a la vista y salvando de la quema a quienes contribuyen a reivindicar su importancia. Son los músicos, ante todo: de Alicia de Larrocha a Luis Fernando Pérez, Miguel Baselga, Guillermo González, Rosa TorresPardo o el director José de Eusebio –que se centró en el encomiable esfuerzo tan titánico como medio náufrago de recuperar sus óperas…–, pero también los estudiosos y los mecenas que como Paloma O’Shea crearon una fundación con su nombre para elevar el nivel de la educación musical en España. Y también una familia que lo ha ido reivindicando en ramas francesas, madrileñas y catalanas. Incansablemente. Pese a los desprecios, pese a la ignorancia, pese a las etiquetas. Un legado en el que cabe ahora este libro para demostrar entre paradojas, condenas y batallas ganadas y perdidas al tiempo, la grandeza de don Isaac. ¿Quién fue? ¿Qué logró? Pero, sobre todo, ¿cómo se rebeló ante lo no logrado? A mi modo de ver, un músico con carácter. Un políglota cosmopolita, empeñado en emparentar a la música española con la gran familia europea como una más en ese gran mosaico universal del arte sin fronteras. Cuenta Alzamora que al morir en Camboles-Bains (Francia), en 1909, con tan solo cuarenta y ocho años, Albéniz lanzó al aire una pregunta: ¿Habrá sido útil mi esfuerzo? Su bisnieto la deja en el aire. Pero tras leer el magnífico homenaje que le rinde aquí no cabe otra que decir… Desde luego, maestro. Quede usted tranquilo.

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Mosaic Museu Isaac AlbĂŠniz de Camprodon


suite albéniz i

Durante la mayor parte de mi vida he vivido de espaldas a mi bi­ sabuelo, Isaac Albéniz. La mayoría de la gente que me rodeaba ignoraba este singular parentesco. Una especie de pudor me impedía manifestarlo; temía que pudiera considerarse un aprovechamiento. Soy pintor y escultor, Albéniz era músico, no estamos tan lejos el uno del otro. ¡Somos colegas! El caso es que cuando alguien de mi entorno profesional citaba esta referencia artística familiar por motivos promocionales yo la eliminaba sistemáticamente, pues deseaba ser reconocido solo por mis propios méritos. Había otro motivo, más personal y en cierta manera inconfesable: yo no sabía nada de música clásica. Soy el cuarto de cinco hermanos; llegué un poco descolgado a la familia y las clases de música no me alcanzaron. Ahora, después de veinte años asistiendo a conciertos regularmente, llevo unas cuantas Iberias a mis espaldas y, aunque me sigo perdiendo de vez en cuando –hasta el extremo de que en ocasiones no sé si el que se ha perdido es el pianista o yo, una conclusión temeraria–, estos episodios son cada vez más cortos y están más espaciados, pero no han desaparecido del todo. En momentos así pienso que en lugar de ser bisnieto de Albéniz debería de haber sido sobrino de Miles Davis, pues mi sentido musical está más próximo al ritmo que a la armonía, aunque sean dos conceptos complementarios. A finales del siglo pasado, a mi padre se le metió en la cabeza hacer un museo dedicado a su abuelo en Camprodón, en la provincia de Girona, donde nació el compositor en 1860. Mis padres llevaban décadas pasando buena parte del verano en este precioso pueblo pirenaico, disfrutando del entorno, el clima y el festival de música que se celebra anualmente. Recuerdo con nostalgia aquellos días en los que mis padres “recibían” a familiares y amigos en el Hotel Camprodon, los paseos por los alrededores, los conciertos, las 15


galletas, el paseo Maristany y las cenas en el hotel; sobre todo las cenas, muchas veces multitudinarias, en un comedor en el que el tiempo se detuvo en el siglo xix. Mi padre ejercía de “nietísimo”, según la acertada descripción de mi madre, y eran felices. Mi padre y su amigo Juan Amat, abogado, con casa en Camprodón, con el apoyo imprescindible del ayuntamiento, presidido por Esteve Pujol, se lanzaron a la aventura de crear el museo con la ilusión de un par de jóvenes veinteañeros que preparan un viaje a India. Lo más importante era construir la colección, porque mi padre tenía partituras, primeras ediciones, cuadros, fotos, un bonito diploma firmado por Adrià Gual y correspondencia, si bien no en cantidad suficiente como para justificar un museo. Pero él formaba parte de la tercera generación, por lo que el patrimonio todavía no estaba del todo disperso. La idea era buena y consiguió hacerse con objetos muy notables, como el piano de cola Bechstein que Francis Money-Coutts regaló a Enriqueta Albéniz con motivo de su boda o el piano vertical Bernareggi & Gassó con el que Albéniz recibió sus primeras lecciones de su hermana Clementina, precisamente en Camprodón. Incluso un dormitorio completo, que los Albéniz tuvieron en París y en Niza. En el momento de constituirse la fundación que debía velar por los intereses del museo, en 1998, me pidió que formara parte del patronato, en calidad de tercer miembro de la representación familiar, acompañándolo a él y a su amigo Amat, que redactó los estatutos. No me pude negar y hasta su muerte, en 2010, le acompañé en las tareas de construcción del museo y en las reuniones periódicas del patronato. Cuando sus fuerzas flaquearon, fui yo quien le representó, pero siempre me mantuve en segundo plano. Nos conocíamos muy bien, él era “el nieto” y lo mío era un poco más circunstancial. Cuando murió me vi en solitario al frente de la representación familiar. Mi responsabilidad aumentó y, con ella, el trabajo, los desplazamientos, las decisiones, los disgustos y, en menor medida, las satisfacciones. Cualquiera que sepa algo de gestión cultural sabe a lo que me refiero. Centrándonos en el presente libro, he diseñado un mosaico fotográfico con cuarenta y dos imágenes de la vida y el entorno más próximo de Albéniz (véase la figura de la página 14).

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Los hijos de AlbĂŠniz, Enriqueta, Laura y Alfonso, 1891.


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La distribución de las fotos del mosaico es aleatoria; obedece más a cuestiones estéticas y cromáticas que históricas. Incluso hay una que es un poco interesada, la de Víctor Ruiz Albéniz con sus tres hijos, porque los Ruiz-Gallardón, de Madrid, descendientes directos de Clementina, hermana mayor de Isaac, tuvieron la generosidad de donar al museo el piano vertical con el que Clementina impartió sus primeras lecciones a su hermano pequeño, cuando este apenas sabía andar. Es, sin lugar a dudas, una de las joyas de la colección. La mayor parte de las imágenes proviene del archivo de mi padre y del de su prima Rosina Moya, la última nieta de Albéniz en morir, en la primavera de 2015. Era hija de Laura, la tercera de los tres hijos del compositor, y madre de Julio Samsó, que tuvo la gentileza de prestarme todas las fotos que tenían para que las estudiara y escogiera las que más me convenían. El destino final de esta colección de fotos, como la mayor parte de la documentación que él y su hermana Conchita han heredado de su madre, es la Biblioteca Nacional de Catalunya. La primera fotografía, en concreto, es de esta colección; aparece Laura flanqueada por su hermana Enriqueta, un año mayor que ella, y Alfonso, el mayor de los tres. Debe de ser de 1891. Tuvieron otras dos hermanas, Blanca y Cristina, pero murieron a los pocos meses de nacer. En esta época la familia vivía en Londres debido a la extraordinaria acogida que Inglaterra dispensó a Albéniz después de un concierto en el Prince’s Hall, el 13 de junio de 1889. En enero de 1891, Albéniz volvió a viajar hacia el norte para actuar en Leeds. Su concierto recibió generosos elogios tanto en el Yorkshire Post como en el Leeds Mercury. Además de los adjetivos habituales –encantador, brillante, refinado, elegante, cantabile y magistral (en su empleo de los peda18


les)–, este último periódico escribió que su dominio de la música era tan profundo que casi parecía estar improvisando (virtually improvising). He escogido este párrafo de Albéniz, retrato de un romántico (2002) de Walter Aaron Clark, porque es representativo del tono general de las críticas de esta época de su vida. La única foto que he pedido, fuera de estos dos archivos familiares, ha sido la de Alicia de Larrocha.

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Albéniz, 1898.


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En la foto de la página anterior Albéniz tiene treinta y ocho años, España pierde Cuba y él casi la vida. Cae gravemente enfermo en Brighton, en España corre la voz de que ha fallecido e incluso se organiza algún concierto en su honor. Pero resucita, con los riñones seriamente dañados, y sigue trabajando en su Merlín, una de las óperas que compuso con libreto de su amigo y mecenas Francis Money-Coutts. Del desastre español escribe a su hermana Clementina: Excuso decirte el estado de nerviosidad en que me hallo con motivo de las cuantiosas desdichas que sobre nuestro malaventurado país están cayendo. ¡Qué remedio tiene! ¡No hemos corregido, no nos corregiremos jamás! El chauvinismo mal entendido nos ciega de tal modo que nuestras faltas nos parecen virtudes y nuestra crasa ignorancia ciencia infusa. Dame noticias vuestras, pero no me hables una palabra de la cosa pública, pues he decidido ignorar lo que pase y lo que pasará en España. Suscribiría palabra por palabra lo que dijo entonces para aplicarlo en la actualidad. Y de su trabajo y de su necesidad de comunicarse también por medio de la palabra escribe estas líneas, en Niza, el 1 de abril de 1898: Hace la friolera de veintiocho años que intenté por primera vez dejar a la posteridad un imperecedero recuerdo de mi importante paso por este encantador planeta. Tenía este cura a la sazón la edad de diez años y el atentado tuvo lugar en Salamanca, en casa de don Antonio Solís, mi protector en aquella 21


población, persona agradabilísima, si mis recuerdos no me engañan, y la cual me tomó tal afecto que no permitió que un niño de mi edad permaneciera en una posada y me amparó en su domicilio. Más tarde, en 1877 en Bruselas, donde parece ser que estaba estudiando, me volvió a coger la misma manía memorialista y, ridiculizado por mis amigos (Arbós, Daniel, Regoyos), hube de dar con ella de lado. Y, por último, tan solo el año pasado, durante mis tres viajes en Alemania, se me ocurrió de nuevo el dejar consignadas por escritos mis impresiones y recuerdos, atropelladamente y como vayan viniendo, sin forma ni concierto y al correr de la pluma. Quiero con esto decir que estarán desprovistas de todo valor literario y hasta de las más elementales reglas gramaticales y ortográficas, por la sencillísima y lamentable razón de que no habiendo estado jamás en escuela alguna de primeras letras, y menos pisado un aula, las ignoro por completo. Válgame mi franqueza, y si algún día alguno de mis amigos o mi hijo Alfonso pasan la vista por estos renglones, consideren que ‘la plus belle fille du monde, ne peut donner que ce qu’elle a!’ [¡la chica más hermosa del mundo solo puede dar lo que tiene!].

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