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–Pero la diferencia aquí es que las palas están incorporadas a la hélice con una inclinación de sesenta grados. Y hay cuatro para extender el rotor y quizás para ayudarle a arrancar. Podría servir en un tejado, nunca se sabe. O sea que ¿quién ha inventado esto? Pero ya conocía la respuesta y se le redobló el cansancio. Oír al cisne de Swaffham festejar un gran avance, el alba de una nueva era en el diseño de turbinas era más de lo que podía soportar aquel día. Tendría que ser la semana siguiente, porque lo único que quería en aquel momento era sentarse en algún lugar tranquilo y pensar en Patrice, excitarse para nada. Así de mal se encontraba. Mike se rascó la base de la coleta, que mostraba indicios de un gris rebelde, como las puntadas de una manta. –Estaba en la mesa de Tom. Suponemos que lo dejó allí para que lo viésemos. Luego nos pusimos nerviosos, no le encontrábamos en ninguna parte. Hicimos una copia para los ingenieros y ya les gusta. Jock Braby dio una vuelta agitada por su despacho, volvió a su escritorio y desalojó de un tirón su chaqueta del respaldo de una silla. El esnob que había en Beard tuvo un impulso de llevar aparte al funcionario para decirle que eso no se hacía, no desde los tiempos de Bletchley o, como mínimo, desde la época en que Beard aún no se había licenciado: uno no llevaba una hilera de bolígrafos en el bolsillo superior de la chaqueta. Pero sólo pensó este consejo, no llegó a formularlo. En un estado de emoción callada, Braby se mostraba enaltecido, se inclinaba desde lo alto hacia sus compañeros y hablaba con un tono comedido y ronco, como si al contacto de una espada acabase de enderezar la rodilla flexionada sobre un almohadón regio. –Voy a hablar con Aldous y me lo llevo conmigo al departamento de diseño. Necesitamos planos como es debido. Que se sienten con él y empiecen a trabajar, y entretanto, Mike, usted y los otros chicos ocúpense de las matemáticas, ya sabe, la ley de Brecht y demás. –La ley de Betz. –Exactamente –dijo Braby, y se fue. Cuando Beard concluyó su ronda, se acomodó con unas cuantas galletas de chocolate en un plato y una taza de café cargado, extraído de un recipiente en la sala de reuniones desierta que había detrás de la cantina, durante largo tiempo el único sitio confortable del Centro, y volvió a concentrarse en el objeto de su obsesión, centrándose, con una pesadez cuasi agradable en los miembros, en


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