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blanco suelto se le ha enrollado a Karin en el cuello, por el escote del camisón. Lo meto por debajo de la tela y le arreglo el flequillo. Está sudorosa, me coge la mano. ¿Estás bien?, pregunta. ¿Me estás preguntando a mí si estoy bien? Ella asiente. Cariño, naturalmente, estoy preocupado, claro, pero tú ahora no hables, concéntrate en respirar, digo. En un carrito encuentro un folio plastificado con las salidas de emergencia del hospital. Lo uso de abanico. A Karin le agradan los remolinos de aire. No sé cuánto tiempo llevo abanicándola cuando abre la boca. Está chascando la lengua. No oigo lo que dice. Me ha parecido que ha dicho Liv, ‘vida’. Trata de quitarse la mascarilla, pero se lo impido. Suelta un gemido. Cariño, ¿qué pasa?, le pregunto. Bautizarla, dice. Vale, vale, ¿quieres que le pongamos Liv? Ella niega con la cabeza y exclama: Livia. ¿Livia? Asiente con la cabeza y levanta la mano. Livia, dice. Muy bien, pues Livia, le digo. El respirador artificial empieza a pitar. Una de las enfermeras de cuidados intensivos entra a toda prisa. ¿Qué pasa?, pregunto. La enfermera grita en dirección a la sala de observación: Está aumentando el trabajo respiratorio. El jefe de servicio entra tranquilamente, viene masticando algo, traga, se aclara la voz, se coloca delante de uno de los monitores con las manos a la espalda. Se mantiene bien con el oxígeno, todavía parece que aguanta, si la cosa cambia tendremos que intubar, dice, y se dirige a Karin. Siento que hablemos así de ti, no es nuestra intención, es fácil caer en eso, veamos, así están las cosas, Karin, a pesar del oxígeno suplementario te cuesta respirar, es posible que tengamos que anestesiarte y ayudarte con un respirador. Le digo a Sven que es mejor que pare el coche y que le pase el teléfono a Lillemor. Estamos en un taxi, espera, le 16 a cada momento seguimos vivos


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