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era el hombre más afortunado del universo, al final resultó ser un tipo como cualquier otro. Como yo, por ejemplo. O como el Molina. O como el señor que te vendió antier una membresía de tiempos compartidos. O como la abuelita que cultiva mota en su balcón y te saluda todas las mañanas con un que dios te bendiga mijito. O como tú mismo, claro. Todos la misma suerte por una misma y estúpida razón: que al final todo depende de si eres capaz de levantarte, sonreír y decir qué chingados incluso el día en que te falló un peldaño, te desplomaste de una escalera y te rompiste el jodido cogote. Al final siempre habrá una mariposa en algún lado a quien culpar cuando tú sabes, yo sé, y la abuelita pachecota de tu edificio también, que todo tiene que ver contigo y muy poco con ningún aleteo caprichoso. Todo tiene que ver con ese universo cerrado, completo, autosuficiente e irreductible —y al que le hieden las patas y le gana el sueño en el autobús y sueña con ser completamente feliz algún día—, que eres tú mismo. O yo. O cualquiera, pues. Aunque, en este caso… Simón. Simón Jara. Comencemos por donde procede. Simón Jara Oliva. De él se trata todo esto. Mi mejor amigo. La justificación de esta infausta cadenita de tonterías escritas al vuelo por este guitarrista con muy poca o ninguna vocación literaria. Simón y su insospechada suerte. Igual me habría podido zafar, desviar la vista y continuar con mi vida, que ninguna necesidad tengo de contar lo que pasó hace un par de años. Pero también es cierto que hay testimonios que son necesarios y mejor que lo cuente yo, que sé perfectamente cómo ocurrió porque estuve ahí prácticamente todo el tiempo y no otro advenedizo que acabaría inventándose 10


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