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Tercer premio: Confusión
CONFUSIÓN
Ramón Muñoz Chapuli Oriol King Crimson (In the court of the Crimson King)
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Esteban Sánchez es taxista. Esteban Sánchez está casado con Mari Carmen. Esteban y Mari Carmen tienen una hija adolescente a la que llamaron Estela, como la hija de un actor famoso. Esteban Sánchez se ha levantado esta mañana con dolor, o más bien con el anuncio de un dolor que acecha desde su culo como una alimaña agazapada. Padece de almorranas desde hace años, y teme que se le haya producido una fístula, como la que han sufrido algunos compañeros del taxi. Una humillante enfermedad profesional que puede dejarle unos días sin trabajar, si termina pasando por el quirófano. Acaba de tragarse un gramo de paracetamol con el café que le ha preparado su mujer. La cocina huele a tostadas y a rutina. Una soñolienta Estela tira su mochila en un rincón, estira los brazos, da los buenos días, se sienta en la mesa y decide que ese es un buen momento para hacer a sus padres un importante anuncio.
—He decidido hacerme vegana —declara con cierta solemnidad, apartando con la punta de los dedos la tarrina de mantequilla sobre el hule hasta situarla a una distancia segura. Frunce los labios con un gesto de asco un poco teatral. Esteban Sánchez no termina de entender lo que significa esta novedad. —¿Vegetariana? Estela abre mucho los ojos, como si estuviera siendo acusada de un delito. —No, joder, vegetariana no, he dicho vegana. A partir de hoy no voy a comer nada que tenga origen animal. Los vegetarianos comen huevos y beben leche, al final son lo mismo que los que coméis carne. Os lo aviso para que lo tengáis en cuenta cuando hagáis la compra. Bueno, se lo aviso a mamá, ya sé que en vuestro sexista reparto de tareas es ella la que se encarga de todo… —¿No vas a beber leche? —El espíritu práctico de la madre ya está asimilando la nueva situación y buscando soluciones. Esteban prefiere guardar silencio y se levanta de la silla. De pie le duele menos el culo—. ¿Ni siquiera desnatada? —La leche es leche, mamá, sale de la teta de una vaca, que es un animal… —De la ubre —corrige Esteban, siempre atento al buen uso de la lengua. Le gusta que las palabras circulen correctamente por la conversación. —De donde sea, viene de un animal que está esclavizado y sufre por culpa de los hombres. Si queréis os enseño esta noche un documental de Netflix sobre las torturas que hacen a las vacas lecheras. —Pero, ¿qué vas a desayunar, Estela? Toma al menos pan con mermelada… —Lee la etiqueta, mamá, por favor. Esta mermelada de fresa que compras en Carrefour no es vegana. Contiene
colorante rojo carmín. Rojo carmín. ¿Sabes de donde se saca el rojo carmín? —¿De las barras de labios? —Esteban sonríe. Prefiere tomárselo a broma y evitar una discusión.
Le duelen todas las desavenencias que ha tenido con su hija, incluso le escuecen preventivamente las que están por venir. —De insectos, papá, de cochinillas, que son insectos… Haced el favor de leer la información de lo que compréis, y si queréis que yo lo coma, mirad si tiene el certificado de alimento vegano. Me voy a clase.
Estela coge su mochila y corre escaleras abajo antes de que su madre le recrimine no haber desayunado. Poco a poco se asienta la polvareda de melancolía que se ha levantado en la cocina familiar. Mari Carmen da un sorbo a su café, que se ha enfriado, y mira al marido esperando en vano algún comentario. —Pues tendré que llevar las gafas a la compra, si tengo que leer ahora esas letras tan chicas que tienen las etiquetas. —Joder con la niña y sus modas. Tú no te preocupes, Mari, ya se le pasará. Me voy al curro, a ver qué tal se da el día.
El taxi de Esteban Sánchez está aparcado en la plaza de garaje que compró en un bloque de viviendas cercano. El Skoda Octavia es suyo desde que pagó la última de las sesenta mensualidades. Lo dejaba en la calle hasta que se lo arañaron unos gamberros. Acomoda sus glúteos de la mejor forma posible, confiando en que la magia del paracetamol aliviará su jornada. Esteban conduce hasta la estación de servicio y espera su turno tras un enorme todoterreno azul, en el que una señora morena y delgada lleva a los niños al colegio. La señora tarda más que los demás conductores en llenar sus depósitos y Esteban espera pacientemente su turno. Mientras acciona el boquerel, el olor del diesel le trae recuerdos de la última discusión que tuvo con su hija.
—Papá, ¿no sabes lo que es la huella de carbono? Es la cantidad de dióxido de carbono que cada uno de nosotros emite a la atmósfera, causando el calentamiento global. En el instituto hemos hecho actividades y debates sobre la emergencia climática. Hemos calculado la huella de carbono de nuestras familias, y he tenido que mentir porque me daba vergüenza dar los datos de tu consumo diario de combustible fósil. ¡Y de diesel además! ¿Por qué no compras un taxi eléctrico, o híbrido por lo menos? ¿No sabes que estamos destruyendo el planeta?
Esteban sí es consciente de que es uno más de los que destruyen el planeta. También sabe que no le alcanza el dinero para cambiar el taxi. Sobre todo sabe que le espera un día muy largo. El fin del mundo no llegará a tiempo de ahorrárselo. Se pone en marcha y conecta la central de Radio Taxi. En menos de cinco minutos le llega la primera petición de servicio. Recoge en la puerta del Ayuntamiento a dos tipos elegantes que quieren ir a la estación del AVE. Huelen a colonia viril, con notas de ambición y suficiencia. —La gente es gilipollas. Ya te digo —dice el del traje gris. —Y eso que nuestros mensajes no pueden ser más claros —responde el del traje azul. —Visibilidad. Nos falta visibilidad. Hay que ser más proactivos. Hay que ganar la batalla de la visibilización. Necesitamos hacer más inclusiva nuestra imagen pública. Más empoderamiento para colectivos discriminados. Más mujeres, negros, discapacitados, cualquier cosa que aumente nuestra visibilización, nuestra presencia en los medios. —Y trabajar mejor el argumentario —traje azul saca un cigarrillo, pero no lo enciende. Está preparándolo para fumarlo en el corto trayecto desde el taxi hasta la estación-. Los demás te hablan de resiliencia, sostenibilidad, gobernanza, pero el léxico de nuestro discurso político sigue estancado en el siglo pasado.
—¿Para qué quieres mejorar el argumentario o el léxico cuando la gente es gilipollas? —traje gris parece cansado y derrotado en su combate diario contra la estulticia humana.
Esteban Sánchez lo observa por el retrovisor y reconoce su rostro, habitualmente sonriente en los noticiarios. Esteban debería considerarse insultado dado que él forma parte de la gente, ese colectivo gilipollas. Pero solo alcanza a sentir una leve lástima por aquellos tipos que sufren por su falta de visibilidad y que ni siquiera le han mirado al pagarle la carrera.
Ya que está en la estación se pone en la cola para recoger viajeros. Acaba de llegar un AVE y los taxis avanzan a buen ritmo. Una linda muchacha le entrega una maleta de color fucsia y sube a su taxi. Pide que la lleve a un conocido hotel de la costa. A Esteban le agrada llevar a chicas guapas, que dejan su taxi impregnado del aroma fresco de la juventud. La joven coloca un móvil ante su cara, se arregla el pelo, selecciona una sonrisa y comienza a hablar animadamente. —Por fin he llegado a mi destino, mis queridísimos followers. Hace un tiempo superespléndido y no puedo esperar a llegar al hotel y estrenar mi fantástico bikini Gucci. Vais a alucinar con los complementos más cool de esta temporada. Tened paciencia y os enseñaré cómo mi dieta cetotariana ha puesto mi body on fire. Seguro que este amable señor me lleva en volandas para que no tengáis que esperar mucho. Señor… ¿Cómo se llama? —El móvil dorado gira 180 grados y apunta al retrovisor, a los ojos un poco asustados de Esteban. —Esteban Sánchez —dice, un poco sonrojado, mirando al espejo. Y añade innecesariamente—. Taxista. —Gracias, Esteban, mis miles de followers están encantados de conocerle.
Esteban Sánchez no sabe qué es un follower, pero al oír hablar de dietas siente la tentación de preguntar a la chica por
la dieta vegana. Seguro que ella, tan joven y moderna, sabe mucho del tema y puede aconsejarle. No encuentra la ocasión, la pasajera no para de parlotear ante el móvil. Deja cinco euros de propina y un perfume delicioso empapando el aire del taxi, cada vez más recalentado. Antes de ponerse en marcha, dos mujeres que salen del hotel le hacen señas. —Buenos días. ¿Nos lleva al Corte Inglés?
Las mujeres hablan excitadas de tendencias, colores, texturas y ofertas, básicos y diseños exclusivos. Esteban recibe una llamada de su mujer. Le tiene dicho que no llame si no es urgente, que le ponga un WhatsApp y él llamará cuando pueda. Pensando en algún accidente doméstico o catástrofe familiar pide disculpas a las pasajeras y contesta activando el manos libres. —Esteban, perdona que te moleste, estoy en Mercadona y me he liado con la compra. No sé qué hacer para la comida de la niña. No va a comer solo verdura y para un puchero de garbanzos o lentejas hace mucho calor. ¿Crees que podrá comer unas empanadillas con pisto de tomate? —Puede comer eso y cualquier otra cosa, si le da la gana. Tú coge lo que quieras y si no come, le damos dinero y que vaya ella a comprar lo que le apetezca.
Esteban corta la llamada sin despedirse, avergonzado de que sus problemas domésticos sean escuchados por los clientes. Las dos mujeres han dejado su charla y aportan sus consejos como las personas informadas y comprometidas que son. —Perdone la curiosidad, ¿su hija es vegana o vegetariana? —pregunta la más rubia. —No lo sé muy bien —responde el taxista, cada vez más incómodo—. Esta mañana ha dicho que no come
mermelada porque tiene no sé qué colorante que se saca de los insectos. —Vegana entonces —dice la menos rubia—. Estupendo. Una joven activista veggie. ¿Acepta la comida cocinada? —Supongo que sí… No nos ha dicho lo contrario. —Entonces no es crudivegana, lo que les facilita las cosas. Pero no puede comer empanadillas, la masa tiene grasa animal y leche. Sí que puede tomar cualquier alimento hecho con verduras y aceites vegetales. —Menos el de palma, que está acabando con los orangutanes —dice la otra. —Cierto, Silvi. Y el de colza, que es transgénico. —Pero eso no tiene que ver, un vegetal transgénico sigue siendo vegano… ¿O no? —No sé si le meterán genes de animales o algo así… En la duda mejor evitarlo… Pero no se agobie, hombre, enseguida se acostumbrará su esposa a reconocer los productos aceptables para su hija. Y debe sentirse muy orgulloso de ella. Una joven concienciada, que llevará una vida sana y natural. Los jóvenes salvarán nuestro planeta.
Esteban decide que sí está orgulloso de su hija. Recuerda cuando tenía su edad y recibió unos porrazos de la policía en una manifestación por algo que ha olvidado pero que entonces parecía importante. Su padre no se sintió especialmente orgulloso de él cuando llegó a casa con un chichón. Le dijo que le estaban manipulando los comunistas para recibir los palos, y que era idiota. Eran otros tiempos. Ahora le complace saber que su hija está luchando por un futuro mejor. Las dos mujeres han empezado a discutir sobre la ropa y el calzado vegano. La menos rubia habla de ropa ética, de sufrimiento animal, de moda cruelty free o algo así. Esteban escucha con
atención. Y se siente inquieto. No había previsto que su hija podría también rechazar la ropa no ética de lana, seda o cuero. Calcula mentalmente qué parte de su armario puede acabar en el contenedor de Madre Coraje. Siente una punzada de agobio en el pecho y otra, más dolorosa, en sus hemorroides. La más rubia alega que las fibras sintéticas como el poliéster son derivados del petróleo y por tanto hechas con restos de animales que vivieron hace millones de años. La menos rubia argumenta que se trata de síntesis química, y que su fabricación no causa sufrimiento a ningún animal actual. Por desgracia, Esteban no llega a la conclusión de si el poliéster es aceptable para los veganos, porque han llegado al Corte Inglés y las dos señoras se bajan.
No tarda en recibir un nuevo encargo. Tiene que recoger a alguien en la zona de negocios. El individuo viste un traje impecable. Se sienta, saca de su mochila Armani un pequeño ordenador y lo coloca precariamente sobre las rodillas, sin dejar de sostener el móvil sobre su oreja derecha. Solo le dirige dos palabras. —Aeropuerto. Deprisa.
Esteban calcula mentalmente el recorrido más rápido. El pasajero teclea con la mano libre mientras se concentra en su llamada. —…Necesitas una aceleradora para tu start-up. Sé que apostaste por el bootstrapping, pero sin venture capital no sales adelante. Participa en un Demo Day, móntate un elevator pitch… Sí, sé que hiciste el curso de storytelling… No puede ser tan difícil encontrar un bussiness angel que complete el capital semilla de tus FFF. Sí… Sí… ¡No! No soy partidario del crowlending. Eso es pura mierda. Sí… voy camino de Londres. No. ¡No! ¡Te digo que no, joder! Mira, te estoy enviando un mail con el contacto de un profesional del growth hacking que
puede ayudarte. Puro liderazgo 4.0. Sí, exacto, tener tus patos en fila, esa es la idea.
Mándame un briefing y a la noche hablamos por Skype. Sí, sí, yo también te quiero.
Esteban escucha sin entender más que unos patos deben colocarse en fila y que el tipo ama a alguien que parece hablar en su idioma. Por su cabeza pasan imágenes de patos alineados, a punto de ser fusilados. Prefiere a las dos mujeres que querían ir a la moda, salvar el planeta y evitar el sufrimiento animal, todo al mismo tiempo. El individuo se baja en la terminal del aeropuerto y corre hacia las puertas giratorias. Está inmerso en otra llamada ininteligible y no le ha dado las gracias tras recoger su Visa platino.
A la salida del aeropuerto Esteban estaciona frente a una hamburguesería. Muchos taxistas hacen aquí un descanso a la hora de comer. Esteban no tiene hambre, pero el efecto del paracetamol se le ha pasado y la alimaña vuelve a roer sin piedad. Necesita otra pastilla. Llama a su mujer por teléfono. —Mari, hazme el favor y pide hora para el cirujano de digestivo. No puedo aguantar más. Al final me tendrán que arreglar esto. Qué desastre. —¡Ay, pobre! Voy a llamar. ¿No puedes venirte a casa? —No, voy a hacer algunas carreras más, porque tendré que estar unos días de baja si me operan. En cuanto pueda voy para allá.
Tómate una pastilla. Al final he comprado zanahorias, tomates, espinacas y fruta. A ver si Estela me da más ideas cuando venga, porque no puede comer como los conejos. Se nos va a quedar en los huesos esta niña con las tonterías. —No te preocupes. Todo sea por los orangutanes. —¿Los qué?
—Da igual Mari, por lo menos come tú en condiciones. Yo iré pronto.
Esteban saluda a un par de colegas que están sentados en una mesa. Se pone en la cola.
Acaricia el paracetamol en el bolsillo de su pantalón, como si fuera un amuleto. En una mesa cuatro adolescentes, dos chicos y dos chicas, teclean furiosamente en sus móviles. De vez en cuando uno de ellos enseña a los demás su pantalla, originando risas. Pero no circula ninguna conversación entre ellos. Por el aire se esparce olor a fritanga y un ruido machacón que pretende pasar por música: …No me vengas con preguntas indiscretas, soy el puto amo.
Mi logo es un martillo, mi casa es un castillo, le saco brillo a toas mis letras, no nos la jugamos…
Los cuatro adolescentes sacuden sus cabezas siguiendo el ritmo sin dejar de teclear en sus móviles. Un joven con delantal, visera y expresión cansada pregunta a Esteban qué va a tomar. —Una hamburguesa con queso, por favor. —¿Cheeseburger? ¿doble cheeseburger BBQ? ¿doble cheeseburger salad o bacon? También tenemos la duo cheddar bacon, la duo cheddar tendercrisp y la double cheese bacon XXL— El muchacho señala con el pulgar un letrero luminoso a sus espaldas. No está dispuesto a repetirlo.
En condiciones normales Esteban preguntaría qué diferencia hay. Pero le duele el culo, no soporta el hip hop (Estela le ha dicho como se llama ese espanto), y solo necesita algo con lo que empujar la pastilla hacia el estómago, volver al taxi y hacer los servicios que le permitan volver a casa, ducharse y tirarse en el sofá a ver qué mierda echan por la tele.
—Pues la normal, hamburguesa con queso.
El chico levanta la cabeza de su pantalla y le mira por primera vez. —Todas son normales. Todas las que he dicho tienen queso. —Pues dame la primera que has dicho —dice Esteban. No sabe lo que está pidiendo, pero sí que ese es el camino más corto hacia el final del día. —Cheeseburger entonces —el chico teclea sobre una pantalla y parece decepcionado por la poca colaboración de Esteban— ¿Entrantes, patatas, aros de cebolla? ¿Salsa para dipear? ¿Postre? ¿Danonino? ¿Shakes? ¿Gofre caliente con sirope?
Esteban no quiere nada de eso. Espera a que le tiren la hamburguesa sobre la bandeja y busca un sitio para comer de pie. No hay ninguno. Tendrá que sentarse sobre su dolor, al alcance de los altavoces que berrean: …Yo soy la voz del barrio, glamour del extrarradio, me salto los horarios y fumo hasta quemarme el labio.
Los jóvenes siguen sacudiendo la cabeza como posesos. Esteban se sirve un refresco y se une a sus compañeros, que están hablando de fútbol. Se traga el paracetamol, que le raspa la garganta. —El problema es el tontolculo del entrenador, que no quiere dar más espacio a Bruno y lo tiene pegado a la banda, tocándose los huevos. —Que no, tío, Bruno es un pedazo de carrilero, si le pasaran más el balón, con la punta de velocidad que tiene, haría más daño. El problema son los cabrones que no le dan más pases.
—No, estás muy equivocado, chaval. ¿Cuántas asistencias de gol ha dado en lo que va de temporada? ¿Te lo digo? ¡Estas! —pulgar e índice haciendo una O mayúscula. —Porque le tienen puteado los demás…
Esteban mordisquea la hamburguesa y siente un poco de repugnancia. Debe ser, piensa, la conversación que ha tenido con Estela, el soniquete espantoso de los altavoces o el efecto de las pastillas. Igual su hija tiene razón, y devorar carne es algo horrible.
Yo soy el mercenario, pal exterminio ario, mi ron el Legendario y pago en la tienda con un talonario…
No puede seguir comiendo. Intenta preguntar a sus compañeros si sus hijos tienen problemas con los alimentos animales, pero la discusión está subiendo de tono y él carece de opinión sobre el emplazamiento táctico de ese tal Bruno. Remueve el trasero sobre la silla metálica sin encontrar alivio. Al final, tira los restos grasientos al contenedor y vuelve al taxi intentando no escuchar la voz enloquecida que le persigue hasta más allá de las puertas, derramándose por los altavoces exteriores: ¿Que me odiarán por esto? me parece correcto, y chupádmela ya antes de que me cague en vuestros muertos, ¡pruébalo!
Rula esta mierda, compi, ¡pruébalo!
El taxi está hirviendo, pero de alguna forma le proporciona sensación de refugio. Es la hora de los turistas que deambulan con sus guías y cámaras fotográficas desafiando al calor. Esteban se dirige hacia el centro de la ciudad. Cuando atraviesa
los suburbios una mujer le hace señas desde una parada de autobús. Parece una anciana sin serlo, cubre de negro su delgadez y lleva el cabello blanco recogido en un moño. Carga con una bolsa de plástico que esparce por el taxi un aroma a charcutería que se mezcla con el olor del sudor rancio. —A la prisión, por favor. ¿Puede darse prisa? Llego tarde a las visitas. No sé qué ha pasado con el autobús, debe haber huelga. Llevo casi media hora esperando al sol.
No es la primera vez que Esteban lleva familiares de presos a las puertas de la provincial. Suele ser un pasaje femenino y silencioso, cargado muchas veces con paquetes de alimentos, tabaco y el peso de una vergüenza que no merecen. Ve por el retrovisor que la mujer coge su monedero, guarda un bonobús y calcula cuánto dinero lleva. Seguro que no contaba con tener que coger un taxi. Por alguna razón misteriosa Esteban no puede evitar convertir los pensamientos que le abruman en palabras. —Mi hija me ha dicho hoy que no quiere comer nada que venga de los animales. —¿Es vegetariana? —Algo así. No me he enterado bien, nos ha cogido por sorpresa a su madre y a mí. —¿Y usted qué dice? —Que no lo entiendo, pero si es lo que quiere, pues me parecerá bien.
La pasajera cierra el monedero con un chasquido y lo devuelve al bolso. A través de la ventanilla ve pasar los edificios de los barrios nuevos iluminados por el sol, los escaparates de colores brillantes, los quioscos, la vida… —Pues esté tranquilo, si ese es todo el disgusto que su hija le va a dar puede darse por contento.
Déjela que coma lo que quiera.
El taxi se detiene en la entrada principal de la prisión y Esteban dice que son ocho euros por la carrera. La mujer duda un poco, pero le da un billete de diez y le dice que se quede con el cambio. Esteban da las gracias. Sabe que ella ha visto la cifra que exhibe el taxímetro, más del doble de lo que ha pagado. Antes de que se baje, le pregunta. —¿No tiene usted la sensación de que todo se ha vuelto muy extraño? La mujer que parece una anciana abre la puerta, agarra su bolsa y responde: —Yo solo sé que tenía un niño bueno, cariñoso y alegre que iba cogido de mi mano. Ahora un muchacho lleno de tatuajes y con el pelo sucio está esperando que le lleve tripas de chorizo a la cárcel. Nada de lo que vea por el mundo puede parecerme más extraño que esto.
Esteban conduce hacia el centro de la ciudad a la caza de turistas, pensando en las palabras de la mujer, probablemente las únicas que ha comprendido en todo el día. La pastilla le ha aliviado un poco. Podrá trabajar algunas horas más. Decide que intentará en lo sucesivo comer menos carne. Y se pregunta cuándo desaparecieron aquellos niños que llevábamos de la mano.
PREMIO ÁGUILAS DE RELATO BREVE
I EDICIÓN 2017
Relato ganador: El árbol desolado. Ana Vega Burgos. Villafranca (Córdoba)
Primer accésit: Cuatro escalones por encima o Dos se miran. Pedro Campos Morales. (Málaga)
Segundo accésit: Las amigas. Carlos Álvarez Parejo. Mérida (Badajoz)
II EDICIÓN 2018
Relato ganador: El claro de luna. Fernando Ortega Andrés. (Valencia)
Primer accésit: Huele a prisa. Men Marías. (Granada)
Segundo accésit: Besos en el pelo. María Sergia Martín González. (Madrid)
III EDICIÓN 2019
Relato ganador: La mujer de la rebeca beige. José Fernando Cuenca. (Granada)
Primer accésit: La última cena. Pablo José Conejo. (Madrid)
Segundo accésit: Un nombre en voz alta. Nélida Leal. (Cádiz)
IV EDICIÓN 2020
Primer Premio: Los botones de cobre. Miguel Ángel Carcelén García. Nambroca (Toledo)
Segundo Premio: Unas cartas pendientes. Juan Carlos Pérez López. Bormujos (Sevilla)
Tercer Premio: Misericordia. Pilar Merino Martínez. (Madrid)
PREMIO ÁGUILAS DE RELATO BREVE
V EDICIÓN 2021
Primer Premio: Luz de bengala. Javier Quevedo Arcos (Madrid)
Segundo Premio: Incomunicadas. Felipe Antonio Delgado Córdoba (Córdoba)
Tercer Premio: Confusión. Ramón Muñoz Chapuli Oriol (Málaga)