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El magisterio y la formación del “alma nacional” en Julio S. Hernández

E INCERTIDUMBRES

El magisterio y la formación del “alma nacional”

EN JULIO S. HERNÁNDEZ

Pólux Alfredo García Cerda*

Entre los baluartes olvidados de la historia de la educación

mexicana, existen ejemplos de profesionales de la enseñanza que han contribuido a la búsqueda de un perfil cultural nacional como auténtica expresión de nuestro ser en el mundo. Uno de ellos es el normalista poblano Julio S. Hernández, quien, durante el Porfiriato y la Revolución Mexicana, hizo de la pedagogía su convicción y del magisterio su estilo de vida. A cien años de la publicación de su libro La sociología mexicana y la educación nacional, analizamos algunas de sus aportaciones al campo pedagógico y a la proyección social del magisterio.

Julio S . Hernández . E stud i os d e p ed a go gí a , M é x ic o , Li b r e r ía de la Vda. de Ch. Bouret, 1915, p. 1.

al comenzar el siglo XX, el normalista Julio S. Hernández afirmó que el proyecto educativo a la sazón parecía estar prácticamente “desalmado”. A su juicio, no existía en el maestro mexicano una convicción fidedigna para formar el “alma nacional” en los educadores y educandos; y sostenía que en la formación de ellos aún prevalecían secuelas del siglo anterior, cuya sucesión de conflictos bélicos trastocaron la dinámica nacional. Ante la consecuente tensión, en las aulas mexicanas se mantuvo el estado de alerta por una hipotética irrupción de algún país hegemónico.

Para evitar que el pánico paralizara la vida de sus alumnos, los maestros debían personificar inclinaciones nacionalistas y virtudes morales ad hoc según el ideal de formación ciudadana de la época. Así, el educador mexicano comenzó a ver en pensadores como Simón Bolívar o José Enrique Rodó una fuerza espiritual que le permitiría cuestionar el alcance ético-político del moderno proyecto educativo. A diferencia de mu- chos normalistas de la época, ante Hernández s e develó este llamado para reflexionar si era viable

* Licenciado en Pedagogía por la Facultad de Estudios Superiores Aragón, UNAM; y maestro en Pedagogía por la Facultad de

Filosofía y Letras, UNAM. Docente de la licenciatura en Pedagogía en el Centro de Estudios Universitarios y la Universidad

Milenium, plantel Ixtapaluca. Línea de especialización: Historia de la educación y la pedagogía.

que el maestro mexicano ensanchara su plano de acción docente situándose históricamente.

Si el educador quería velar por la formación del ciudadano, ahora le concernía aclarar su posición respecto a la tradición cultural del poderoso vecino del norte: los Estados Unidos. Como una táctica para retraerse a la amenaza imperial, los maestros debían fundar mejores formas de organización magisterial mediante una vía política, social y cultural que fuera sensible a la lucha de otros rincones de Latinoamérica. Según Hernández, no había otras opciones: organizarse eficazmente o hundirse en el “caos pedagógico”. Revisaremos a continuación algunas de sus ideas al respecto, no sin antes delinear un breve panorama histórico, para revalorar su defensa de una tradición cultural propia, en este caso, mediante la construcción del magisterio como elemento fundante de la educación nacional.

Vida y obra de Julio S. Hernández (1863-1921)

Nacido en Huauchinango, Puebla, un pequeño poblado con notables carencias económicas, después de estudiar en la Normal poblana se autonombra como El decano de todos los normalistas de la República, por haber sido el primer normalista titulado, en 1883 (Hernández, 1905: 13-14). Ejerció la docencia durante tres años, actividad que interrumpió al estallar una huelga de profesores. Cuando la prensa local atribuyó la autoría intelectual de ese movimiento a Hernández, el gobierno optó por efectuar despidos masivos y perseguir a sus participantes (Hernández, 1915: 341). Abandonó su tierra natal y se entrevistó con el gobernador de Hidalgo para ofrecerle sus servicios. En 1890 partió a la capital y fue nombrado docente por Miguel Serrano, quien ya tenía noticia de sus dotes al grado de considerarlo más tarde para que ocupara el puesto de subdirector de la Escuela Práctica Anexa a la Nacional de Maestros.

Allí conoció al pedagogo veracruzano Carlos A. Carrillo, de quien se volvió discípulo; y fungió como secretario de la Sociedad Mexicana de Estudios Pedagógicos, fundada por Carrillo (Hernández, 1905: 15). Esta precursora organización de egresados normalistas representa el precedente directo de su idea de organización

Carlos A. Carrillo

del magisterio. De hecho, siguió el pensamiento pedagógico de su maestro, que evidenciaba el paupérrimo estado del magisterio mexicano. Carrillo era consciente de que el maestro de escuela se moría de hambre, que la Normal no debía formar docentes “al vapor”, y de que todo logro educativo sería en vano si el Estado no ofrecía condiciones sociales básicas:

Básteme decir de una vez por todas que siempre o casi siempre lo que se achaca a simple indolencia y abandono por parte de los padres, reconoce otra causa remota, que una mirada escrutadora puede descubrir, y esa causa lejana, por dura que

pueda sernos esta confesión, hay que llamarla con su propio nombre, hay que no ocultárnosla a nosotros mismos, y es: la pésima organización, los pésimos métodos, el pésimo régimen, los pésimos textos, el pésimo sistema, en suma, de nuestras escuelas (Carrillo, 1964: 65).

Aunque Carrillo fue para nuestro normalista el mayor ícono en su formación académica y profesional, Hernández se caracterizó por ser un escritor agudo y crítico, cada etapa siempre más crítica que la anterior:

1) Los años metafísicos o liberal-espiritualistas. Du- rante los primeros años de formación académica adopta algunas ideas krausistas, compatibles con el liberalismo social mexicano.

Baste recordar que su maestro y mentor, Miguel Serrano, fue considerado como un seguidor del filósofo alemán Karl Krause (Sánchez, 2004: 156). 2) La experiencia liberal-positivista. En los últimos años de su estancia en la Normal poblana, entró en contacto con las ideas de Spencer y Barreda. Al egresar, logra ejercer como profesor. 3) Ejercicio profesional como directivo e inspector.

La etapa final de su formación converge con los ideales de la Revolución Mexicana, momento en que se opera un giro a su pensamiento hacia la educación democrática, laica y popular.

S i e n l a p r i m e r a e t a p a e s t u v o s u m a m e n t e influenciado por pensadores liberales como Guillermo Prieto, Gabino Barreda y Miguel Serrano, posteriormente revalorará la presencia educativo-moral de Barreda aunada al pensamiento de Carlos A. Carrillo. En el caso de Spencer, su p e r s p e c t i v a t o m a u n c a r i z e v o l u c i o n i s t a q u e l e p e r m i t e c l a u s u r a r l a e t a p a p re v i a , o , m e j o r d i c h o , c l a u s u r a r s u i n f l u e n c i a e s p i r i t u a l i s t a o metafísica. Al término del régimen porfirista, e i n f l u e n c i a d o p o r l a d e m o l i c i ó n d e l p o s i t i v i s m o , comenzada por personajes como Ezequiel A. Chávez, Hernández se interesa por el pensamiento anarcosindicalista. Al clausurar también su pasado positivista, exploró nuevos horizontes hacia la educación popular, los cuales fueron objeto de análisis en artículos como “El caos pedagógico”, “Arqueólatras y reformadores” y “La América y la educación”, compilados en el libro publicado hace cien años La sociología mexicana y la educación nacional.

La línea argumentativa de estos textos evidencia su latinoamericanismo fusionado con su reflexión sobre el porvenir del magisterio nacional. En tanto, su pensamiento se ocupó de cuatro campos del saber: a) la construcción de teo- ría pedagógica (epistemología pedagógica), b) la crítica de la asociación magisterial como órgano

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de unidad gremial, c) el diseño de planes y programas de estudio integrado a la fundamentación de la didáctica especial (Lengua Nacional, Matemáticas, etc.), y d) la divulgación de la ciencia a través de conferencias pedagógicas que dictó en diversas instituciones del país. Los argumentos de la segunda línea serán analizados a continuación.

El magisterio ante la unidad nacional

Normalista de profesión y pedagogo por vocación, Julio S. Hernández encontró en la educación mexicana un campo fértil para pensar el rumbo de la cultura nacional. En su reflexión confluyeron varias perspectivas y campos del saber que develan un pensamiento pedagógico complejo y comprometido con los avances científicos y tecnológicos de su tiempo. Siendo conocedor de las injusticias sociales, fue sensible ante la miseria y pobreza que aquejaban a los estratos sociales del nuevo siglo. Justo entonces surgió en él la necesidad de situarse históricamente como maestro de escuela:

A nadie se le ha ocurrido, a menos que sea un imbécil, encontrar en un ser, lento y pesado como el burro o el elefante la ligereza y vivacidad de la ardilla; ni tampoco podrá existir un cretino que pretenda pedir peras al olmo, o acudir a la sabiduría de un hotentote para que resuelva con clara evidencia el grande y complicado conflicto europeo.

Y, sin embargo, en México nos parece la cosa más natural y sencilla atribuir por nuestra espléndida bondad, al indio y al mestizo mexicanos, la existencia de complejos psicológicos europeos, que son comunes y harto vulgares en almas sajo1nas o latinas (Hernández, 1916: 6).

1 En los textos citados se modernizó la ortografía [N. de la E.].

La metáfora parece explicarse por sí misma, sin embargo, ¿cómo llegó Hernández a esa defensa del “modo de ser” del mexicano? Al final del Porfiriato, la población sumaba aproximadamente quince millones de habitantes, de los cuales, 10 por ciento estaba alfabetizado, o, mejor dicho, “medianamente sabían leer y escribir” (Hernández, 1916: 12). Aún restaba dejar atrás la herencia cultural colonial por medio de la educación, la higiene, la creación de hospitales y orfanatos, etc. Pero, cuando nuestro normalista hacía referencia al cambio de la “psicología” del mexicano, también criticaba a los que, según su juicio, eran paladines del pasado educativo colonial: los intelectuales que defendían con fervor instituciones, tales como la Universidad Nacional. Efectivamente, descuidar la educación implicaba no asumirla como estrategia central para defender y conservar los bienes culturales contra los enemigos del progreso, a los que Hernández llama “arqueólatras”:

El magisterio nacional, el encargado de la cultura mexicana, no debe empequeñecerse como hasta ahora se ha empequeñecido […], formando masas compactas de hombre en derredor de nulidades intelectuales; porque éstas en su mezquindad de miras, no persiguen altas finalidades de progreso, sino desenfrenadas ambiciones de lucro y de dominio, que estacionan, detienen y aun retrogradan en su marcha a las inexpertas multitudes, que les sirven tan solo de escalera y pedestal pa- ra que aquellas logren su propio apoyo y su sost é n . [ … ] N o e s e s c a s o , p o r d e s g r a c i a e l n ú m e ro de los que sueñan con la completa restauración de aquel pasado. Yo les llamaré “arqueólatras”. La característica pedagógica de estos antediluvianos maestros es en extremo sencilla: son adoradores del magister dixit. […] Educadores mexicanos, es- coged; ya es tiempo de afiliarse (Hernández, 1916: 427-431).

Su pugna abierta contra los docentes defensores de la herencia educativa colonial, o “arqueólatras”, era una reacción contra los resabios del régimen porfirista, que incluían, desde luego, a algunos maestros ateneístas o miembros de la Escuela de Altos Estudios. De hecho, él no dejó jamás de criticar y censurar a la comunidad universitaria por ser sus integrantes “adoradores del magister dixit”. Contra las secuelas de la política reconciliatoria del Porfiriato, ahora el magisterio debía reunir fuerzas para eliminarla con renovados intereses políticos en las aulas.

Pero el juicio de Hernández es mucho más severo: nada se ha hecho por los sectores pobres, ni por sus condiciones de vida, ni por su educación. Como antiguo “positivista de pueblo”, es decir, como humilde maestro de escuela, fue conocedor de la pobreza material y la desventura social. De ahí que juzgue absurdo educar a niños de estratos pobres sin entender antes su “psicología” y su “sociología”, es decir, su forma de pensar y vivir en comunidad:

[…] y con semejante prejuicio, que raya en lo absurdo, nos atrevemos a importar de la manera más solemne y consciente los métodos educativos de aquellas razas, los cuales allá en su medio son excelentes para cultivar los espíritus europeos; pero que, desgraciadamente, entre nosotros resultan detestables y aun bárbaros, porque en vez de civilizarnos, nos han convertido en un semillero inagotable de anarquistas, o cuando menos de crónicos revolucionarios, incapaces de reconocer, siquiera por falta de observación, que, aun dentro de nuestro propio psiquismo, llevamos latente la influencia de la sangre indígena en pugna abierta y constante con la sangre europea; y cuya lucha interna e inmanente nos convierte en suicidas; pero si nos reunimos dos unidades humanas, entonces el fenómeno cambia; veremos luchar en dos alianzas antagónicas nuestros atavismos similares, y después de una sangrienta contienda, rondará en la arena el vencido, vícti- ma de los odios ancestrales del heredismo triunfador del otro (Hernández, 1916: 6).

Si durante la educación porfirista surgió la necesidad de encontrar las raíces de lo culturalmente propio, el nacimiento de la teoría pedagógica mexicana siguió la misma senda. Esta disciplina sería aquella que normaría y establecería las bases científicas y culturales para definir el rumbo educativo nacional. Este espíritu, que contagió a Hernández y otros normalistas, tuvo sus tintes románticos antes mencionados, y ello también los motivó para buscar formas de interpretar y reconstruir la plataforma cultural de una educación radicalmente diferente.

Así surgió la búsqueda del “alma nacional”, y aconteció en plena Revolución Mexicana como respuesta radical ante una educación heredera del viejo liberalismo, donde los maestros quedaron ávidos de esperanza y sedientos de justicia junto con los demás sectores sociales menos favorecidos (Zea, 1963: 137). Este momento representa un giro histórico en los normalistas que aún asimilaban su pasado porfirista. Las amenazas políticas y el maremágnum de contendientes al poder tras la caída de Porfirio Díaz detonaron el pensamiento que intelectuales de bajo perfil ahora buscaban en nuevos derroteros del pensamiento filosófico y educativo:

Una Revolución de más de un siglo, de 1810 a 1917, cuyos fermentos se agitaron silenciosamente tres siglos antes, al llegar a su triunfo definitivo proclama, como ideal supremo, la libertad. ¿Por qué razón han de continuar los maestros de escuela viviendo hundidos en su vieja esclavitud y en su triste condición de parias? […] El magisterio nacional, ayer aislado y errante marchaba al acaso, y sin ninguna brújula; hoy quiere asociarse formando un solo cuerpo docente nacional, grande y poderoso. ¿Quién se lo impide y con qué derecho? (Hernández, 1916: 343).

Algunos maestros, cansados de vivir en la miseria, encontraron atractiva la perspectiva anarco-sindicalista y las propuestas del Partido Liberal Mexicano. Si bien este cansancio, producto del escepticismo ante el viejo liberalismo, fue reducido a meras “utopías” y excelentes legislaciones educativas, la lucha por la libertad tomó otro matiz donde el maestro de escuela debía elegir bando e ideales. De nada serviría la tibieza política. Pero aunada a la crisis política interna estaba latente la amenaza de invasión de oportunistas potencias mundiales. Por eso, el movimiento re- volucionario, profundamente reivindicador (comenzando por su filosofía) de las libertades y condiciones de vida digna, se hizo presente:

En la ideología de la Revolución, destaca de manera especial una dimensión moral de servicio y entrega al pueblo, a la comunidad y a la sociedad mexicana que tiene fundamentos ontológicos y epistemológicos en la medida en que busca definir y rescatar la dignidad humana como aquello que define y da sentido e identidad al ser humano situado históricamente en el mundo. Se trata de revelar, de descubrir el modo de ser del mexicano sin camuflajes ni falsas premisas, sino tal y como éste es (o era) en la realidad (Magallón, 2013: 111).

Esta búsqueda profesional identitaria debía tener como protagonista al maestro de escuela, no al viejo maestro colonial, heredero y ciego defensor de las vetustas estructuras educativas, sino al maestro revolucionario, defensor de la libertad y las causas nobles en pro de los de abajo. La otra cara de esta búsqueda se sustentaba en la forma de contrarrestar la invasión cultural, un fenómeno padecido por nuestro país desde sus orígenes. Ante ello, los maestros de escuela no podían quedarse impávidos: una y otra labor tenían que efectuarse cabalmente en las aulas mexicanas. Pero aún faltaba que alguien alzara la voz y encauzara este sueño hasta hacerlo realidad. Fue así como, hace cien años, Hernández publicó un programa que contenía las líneas generales de una “Sociedad Unificadora del Magisterio Nacional”:

I. Se establece una sociedad de maestros, que tendrá por objeto promover, por todos los medios posibles, la unificación de todo el magisterio de la

República, y se denominará “Sociedad Unificadora del Magisterio Nacional”. II. Esta unificación consistirá, desde el punto de vista científico, en plantear y resolver el problema biopsicosocial de la raza mexicana. III. Desde el punto de vista educacional, en determinar las bases fundamentales de la pedagogía nacional, de acuerdo con los caracteres biopsicosociales de la raza mexicana. IV. Desde el punto de vista práctico, en formular las bases generales de la legislación escolar de la República, de acuerdo con los preceptos de la pe- dagogía nacional; en donde se definirán los caracteres de la enseñanza general, normal y especial, y se precisarán los derechos, deberes y prerrogativas del magisterio, de los educandos y de los padres de familia.

V. Desde el punto de vista de la solidaridad del profesorado, crear con él un solo cuerpo docente en toda la República, organizado de manera que en cada municipio trabajen, en junta municipal docente, los profesores de la localidad; en las capitales de los estados trabajen, en asamblea local docente, los representantes de cada municipio, y en la capital de la República trabajen, en asamblea nacional docente, los representantes de cada entidad federativa. VI. Desde el punto de vista de la enseñanza, crear todas las instituciones docentes: escuelas, academias, congresos, conferencias, etc., que fueren necesarias para difundir a la educación en todas las clases sociales de la

República. VII. Desde el punto de vista de la publicidad, fundar una revista nacional de educación, en donde se condensen todos los ideales educativos del profesorado de la República y se haga la defensa de sus intereses (Hernández, 1916: 339-340).

Esbozada en su estructura administrativa y pedagógica básica, resalta la lucidez de nuestro autor para unir cada idea de su doctrina, con un programa abierto, concreto y de inspiración netamente liberal-social. Los derechos del maestro de escuela, como profesión reconocida ahora por el Estado, no podían quedarse de lado en la conformación de un cuerpo magisterial. Si bien –señalaba Hernández– los congresos de Instrucción Pública (1889-1890 y 1890-1991) habían sido oportunidades magníficas para concretar la unificación del magisterio, resultaron insuficientes. A su juicio, sólo cumplieron con establecer legislaciones educativas, ciertamente necesarias pero insuficientes para acallar la desorganización de los docentes de todo el país.

La Sociedad Unificadora del Magisterio Nacional contemplaba realizar un congreso nacional (que por desgracia nunca se llevó a cabo) al que serían invitados los intelectuales mexicanos más comprometidos. A “hombres de ciencia”, educadores y “hombres prácticos” (legisladores) les habría competido desarrollar este evento. Finalmente, Hernández no dejaba de ser pre- sa del gran entusiasmo que lo aquejaba, tal vez lleno de esperanza por el movimiento social que aún vivía algunos de sus momentos más trascendentes: la efectiva transformación de la realidad social a partir de la acción colectiva y el análisis crítico de un perfil cultural propio todavía sin reflejarse totalmente en las escuelas.

Resueltos estos problemas fundamentales e implantadas sus soluciones de un modo eficaz y patriótico, se habrá dado fin para siempre a nuestra vida crónicamente revolucionaria, y México y la América indolatina entrarán, desde luego, en plena evolución (Hernández, 1916: 363).

De ese modo, la evolución por la que todo maestro mexicano debe pugnar supone una trans- formación profunda del magisterio, cuyo papel protagónico en el desarrollo de la enseñanza ha

de converger colectivamente y con miras a la movilización que permita contribuir a la construcción cultural de nuestro país, lejos de la influencia de la nación más poderosa del mundo.

Conclusiones

A un siglo de que Hernández alzara la voz para advertir sobre los peligros del “caos pedagógico”, se vuelve necesario reivindicar el horizonte de nuestros antepasados y, sobre todo, afrontar los problemas que aún nos aquejan. La desorganización y el desconocimiento de la marcha histórica del magisterio son signos de la crisis educativa que hoy es menester atender, conectándose históricamente con el espíritu de virtuosos pensadores como Hernández. Sólo aquellos educadores que hicieron de la lucha cultural su modus vivendi merecen ser escuchados, y sólo nosotros atendiendo al llamado de la unión cordial podemos estar a la altura de tal reto.

En la actualidad, la displicencia generalizada entre pedagogos, normalistas y demás estudiosos de la educación se vuelve un foco de atención que no deja de producir intersticios donde se filtra la influencia de “arqueólatras”, es decir, intelectuales ajenos a los problemas de la época, los cuales no tienen ni la más mínima intención de situarse históricamente ni de comprender en profundidad la forma de pensar y vivir de educadores y educandos mexicanos. Por ende, los peligros que acechan a las naciones de nuestra América le competen no sólo a nuestro país sino a todo habitante de lugares donde ocurran sucesos semejantes.

Nuestro normalista poblano, análogamente a otros pensadores latinoamericanos, fue consciente de que el destino de la nación suele jugarse en los pupitres y las aulas, en los cuadernos y los textos de teoría pedagógica. De allí el compromiso acuciante que a cada maestro de escuela se le presentó en plena Revolución Mexicana. Todos ellos supondrían que más le valdría al mexicano como americano identificar y defender una idea de educación adaptada a la circunstancia que le rodea. Hernández diría que esta idea debe estar, necesariamente, lejos de las “barras y las estrellas”, y más cerca de la figura de Bolívar como símbolo de una tradición diversa y diferente a la sostenida por el paradigma educativo oficial. La unidad del magisterio era, ni más ni menos, que el primer paso para la efectiva unidad nacional y continental.

Referencias

CARRILLO, Carlos A. (1964). Artículos pedagógicos. México:

Instituto Federal de Capacitación del Magisterio.

HERNÁNDEZ, Julio S. (1905). Álbum pedagógico y escolar. México: Librería de la Vda. de Ch. Bouret.

(1915). Estudios de pedagogía, tomo V. México: Librería de la Vda. de Ch. Bouret.

(1916). La sociología mexicana y la educación nacional. México: Librería de la Vda. de Ch. Bouret. MAGALLÓN, M. (2013). Filosofía y política mexicana en la Independencia y Revolución. México: Quivira.

SÁNCHEZ, A. (2004). Krausismo en México. México: FFyLUNAM / DGAPA-UNAM / Red Utopía A.C. / Jitanjáfora.

ZEA, L. (1963). Del Liberalismo a la Revolución Mexicana en la educación mexicana. México: Instituto Federal de Capacitación del Magisterio.