Un chico diferente.

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EDELVIVES EDELVIVES

Ricardo Gómez nació en Segovia, pero su familia pronto emigró a Madrid. Se empapó de niño con las historias de Melville, Verne… de las que le quedó la pasión por imaginar, leer y narrar. Durante muchos años fue profesor de matemáticas, pero después se ha dedicado a escribir literatura, tanto para niños como para jóvenes y adultos. Su obra ha recibido varios premios, entre ellos el Alandar de novela juvenil en 2003 y 2013. En esta misma colección, ha publicado Los zorros del norte, ADA 28.

Ricardo Gómez

Un chico diferente

LEC TORES AVANZ ADOS

EDELVIVES

Samuel, a las 9:32, ha cumplido 3653 días y unas cuantas horas. Ahora que acaba de inaugurar una nueva etapa de su vida, escribe en un cuaderno cosas que le pasan o piensa. Para Samuel, en todas partes hay números y geometría: cables de la luz, regueros de hormigas, burbujas de jabón… Y algo que le asusta mucho: MoAb, el Monstruo Abominable que vive en su habitación.

A L A

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34 EL HOMBRE MISTERIOSO

Cruzamos la calle y atravesamos la puerta de hierro. El jardín estaba oscuro. Solo llegaba la luz de las farolas y los árboles eran altos, con lo que apenas veíamos nuestros pies. Rodeamos la fachada y fuimos por un lateral. Calculé que la casa era bastante grande, unos 13 × 12 metros. Por una ventana salía una luz tenue. La chica se dirigió hacia ella y luego se separó e hizo un gesto para que me asomase. El alféizar estaba a 120 cm del suelo, con lo que pude mirar sin auparme. La ventana daba a un salón casi oscuro. Al fondo se veía una puerta iluminada que debía comunicar con un pasillo. Primero

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no vi a nadie, pero luego entró por aquella puerta doña Mar. Se encendió una luz y yo me retiré asustado de la ventana. Hice un gesto de susto hacia la máscara y la chica volvió a tocarse los labios. Me indicó luego que esperase y se llevó un dedo a los ojos, indicando que siguiese observando. Miré. Doña Mar había encendido una lámpara junto a un sofá, en el que se sentó. Aquello no tenía nada de misterioso. Pero, de pronto, la silueta altísima de un hombre apareció en el umbral iluminado que daba al pasillo. Debía medir cerca de dos metros, y era imponente. No tuve apenas tiempo de verle porque la luz se apagó tras él. En la penumbra me pareció que ese hombre se acercaba despacio a la anciana. Caminaba de forma parecida a como en las películas había visto andar al personaje de Frankenstein, despacio, titubeando… No pude evitar pensar en MoAb. Yo nunca lo había visto, porque Él se me aparecía siempre en la oscuridad y además yo cerraba los ojos con fuerza cuando me hablaba, pero me lo imaginaba más bien como un hombrecito pequeño, parecido a un gnomo, delgado y estrecho como el filo del triángulo de La Zona Oscura. Pero ¿y si aquello de verdad era una trampa y todo lo hubiera organizado MoAb

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para secuestrarme? ¿Y si aquel hombre con aspecto monstruoso era MoAb? Me entró el pánico y a punto estuve de hacerme pis en los pantalones. Como si fuera una lista de números, aparecieron deprisa todas las amenazas: estaba solo, nadie sabía de mí, ese hombre enorme me capturaría a saber para qué, no podía pedir ayuda a nadie, me buscarían, a lo mejor me sacaban las tripas… Volví a retirarme de la ventana, temblando, pero ella colocó su mano sobre mi hombro. Lo hizo de una forma suave, sin empujarme, y no me molestó que me tocase. Al mismo tiempo, llevó un dedo de la otra mano a la boca de su máscara y luego lo alzó hasta uno de sus ojos de máscara, como si abriese el párpado de abajo. «Calla y observa», me decía. No me quedaba más remedio que confiar en ella, así que alcé de nuevo la cabeza. El hombre se había sentado en un sillón frente al de doña Mar. Parecía muy alto, incluso sentado. Sus manos descansaban en sus rodillas. La luz apenas le iluminaba y era imposible ver su rostro. Luego, ocurrió algo que me tranquilizó. Doña Mar tomó un libro, lo abrió y pareció leer. A través de los cristales me llegaba el murmullo de su voz. Así transcurrió un rato.

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Me volví hacia la chica. Ella hizo un gesto para que hiciese fotos. ¿¡Fotos!? Aquello era muy peligroso. ¡Podían verme! Bueno, saqué la cámara e hice algunas fotos, sin flash, claro, temiendo que en cualquier momento me vieran. Pero el hombre parecía no mirar a la ventana y doña Mar estaba casi de espaldas. Me pareció que salían algunas preciosas, que parecían cuadros antiguos. «Ks, ks, ks, ks…». Así hasta 14. No sé cuánto tiempo pasamos allí. ¿37 minutos? La escena parecía congelada, aunque de vez en cuando doña Mar pasaba una hoja del libro. Al cabo del rato, la chica me dio un golpecito en el hombro e hizo un gesto para que nos fuéramos. Le hice caso. ¡En realidad, tenía muchas ganas de salir de allí! No me apetecía nada que el hombre fuerte y altísimo me sorprendiera en la ventana, aunque no fuera MoAb. Y menos aún, volver a casa mientras regresaban mis padres, o después que ellos. Salimos del jardín y rehicimos el camino de vuelta atravesando el parque. La chica debía conocer mi afición por las fotos; a medio camino me indicó que tirase algunas de los jardines. Yo apoyé la cámara en bancos y papeleras y «ks, ks, ks…». Otras 15. Cuando acabamos de cruzar el parque me sentí aliviado al llegar a mi calle. ¡Menos mal que no había ocurrido nada!

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Tenía ganas de subir a casa. Había vuelto a tomar la mano de la chica antes de cruzar el semáforo y ahora era yo el que tiraba de ella. Caminábamos por la acera cuando ella se detuvo al pasar por el buzón de correos. Me hizo el gesto que ya conocía, de que esperara e hiciera fotos. Y yo pregunté: «¿Fotos, a qué…?». Ella alzó tres dedos. Lo comprendí: ¡las sombras triples! ¿¡Pero cómo podía aquella chica saber lo que yo buscaba!? Me dijo que esperara y salió a la calzada, cerca del paso de cebra. Observó el suelo hasta que encontró un lugar adecuado. ¡La luz de las farolas proyectaba tres sombras preciosas sobre el suelo, en distintas direcciones y de diferentes tamaños! Apoyé mi cámara sobre el buzón y me entretuve en dispararla. Ella posaba en diferentes posturas: de bailarina, «ks», de paseante, «ks», de equilibrista, «ks», de chica con paraguas, «ks», de payasa… Yo manejaba la cámara con rapidez. Algunos coches que pasaron se detuvieron a mirarnos, pero no me importó. Cuando acabamos, vino rápido hacia mí y me señaló hacia el parque. Doña Mar estaba a punto de cruzar, con Tina.

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Antes de desaparecer, hizo una especie de reverencia y me susurró: —¡Llámame cuando me necesites! La vi perderse acera abajo y luego desapareció tras la esquina. Aunque estaba pendiente de la hora, pensando que mis padres quizá llegasen pronto, tiré varias fotos más. Sí, Tina iba sin correa; no debía gustarle que la llevaran atada. Luego, subí a casa. Eran las 00:32. Mis padres aún no habían llegado. ¡Uf!

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35 CHICO DIFERENTE

Lo que más me asombra es que hayan transcurrido cinco días y no haya pasado nada. Esperaba que durante el fin de semana o poco después, mis padres, mis abuelos o doña Mar me hubiesen dicho: «¿Qué, te gustó la aventura nocturna?». ¡Ni palabra! Tampoco sé nada de la chica misteriosa. Al despedirse me dijo que la llamase cuando la necesitara. Pero ¿cómo? Descargué las fotos y las he visto cientos de veces. Un 35% me parecen buenas. He intentado aclararlas para intentar ver el rostro del hombre que se sentaba frente a doña Mar pero no ha habido

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manera. En todas ellas aparece inmóvil, escuchando con mucha atención, con el rostro fijo en un lugar de la pared. ¿Quién es ese señor? ¿Fue novio de doña Mar? ¿Por qué andaba titubeando? La viejecita ha seguido cruzando la calle todas estas noches. ¿Irá siempre al mismo sitio? ¿No se cansa de hacer esos viajes? ¿Qué libro le estaría leyendo? ¿Cuándo empezó a hacerlo? ¿Y qué ocurrirá con ella y con el hombre cuando sume una década, sea mucho mayor y ya no pueda cruzar la calle? No hago más que preguntarme cosas. ¿Y la chica? ¿De dónde ha salido? ¿Cómo supo lo de doña Mar y mi afición por las fotos? Debe estar compinchada con alguien pero ¿con quién? Estas noches, al llegar las 11:00 y apagar la luz, he estado pendiente de si aparecía MoAb, pero no se ha presentado. Como otras veces, me he tapado con las sábanas esperando oír su voz, pero no he oído nada, ni el más pequeño murmullo. Anoche, además, hice algo que no me he atrevido a hacer nunca. Aparté las sábanas de mi cabeza y abrí los ojos en la negrura, recorriendo poco a poco La Zona Oscura, tratando de ver algún destello, unos ojos abiertos, un brillo que me advirtiese de que MoAb estuviera allí. Nada. Oscuridad, y nada más. Cuando pasó un rato, me atreví a preguntar en un susurro:

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—¿Estás ahí? Oscuridad, silencio y nada más. Tardé en dormirme tratando de mantener los ojos abiertos en la negrura, pendiente de brillos y de murmullos. Aunque al principio mi corazón latía deprisa, poco a poco me fui tranquilizando pensando que MoAb ya no aparecería por lo menos esa noche. Y me dormí sin darme cuenta. Sin miedos. Hoy he tenido la sesión con Adela. Nada más entrar me ha dicho que me veía un poco raro. Me ha gustado, porque soy un chico diferente, pero ahora un poco más diferente. Ha debido notar que hoy tenía ganas de contarle algo, así que esta vez ha esperado que yo tomase le iniciativa. Le he enseñado una foto que imprimí en papel, en blanco y negro. —Qué bonita foto. No me digas que la has hecho tú. —Pues sí… Se la acercó para mirarla con atención. —¿Quién es esta chica? Lleva una máscara, ¿no? —Sí, una máscara y va de negro. ¿Ves las sombras? Volvió a mirarla, pero yo creo que no se dio cuenta de lo de las sombras triples. —Sí, sí, es preciosa, con mucho detalle para estar hecha de noche. ¿No quieres contarme más sobre ella?

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—De momento, no. Me gusta ver cómo Adela a veces se queda pensativa. No me gustan los adultos que parecen tener respuestas para todo. No sabía cómo tirarme de la lengua, pero yo estaba decidido a contar solo lo indispensable. —No me digas que esto tiene que ver con lo que me contaste el otro día, con esa propuesta que te hicieron. —Pues sí. —Ah, veo que es un secreto. ¿Te gusta tener secretos, Sam? —A veces. —¡Eso está bien! Todos los tenemos, ¿sabes? Lo mismo que los miedos. Y no tenemos por qué confesarlos. Si acaso, podemos escribir sobre ellos, como tú en tu cuaderno. Por cierto, ¿qué tal va? ¿Sigues escribiendo en él? —Ya lo estoy acabando. Voy por la página 142. —¿Ya? ¡Pero qué barbaridad, cuánto escribes…! Bueno, quizá debes ir pensando en buscar otro, ¿no te parece? —Bueno. Se hizo un silencio, un silencio un poco largo durante el cual Adela me miró con atención mientras yo sostenía la foto entre mis manos. Entonces ocurrió algo curioso porque nuestras miradas se

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cruzaron. Yo siempre había mirado hacia ella, claro, pero me había fijado en su cuerpo, en la silla en que se sienta, en el suelo que la rodea, en los objetos que hay sobre su mesa… Nunca la había mirado a los ojos, y esta vez ella lo notó. Durante dos segundos o así mantuvimos la mirada uno en el otro y yo sentí una especie de escalofrío que no era de miedo ni nada parecido, sino como si sus ojos me tocaran. Y tras otro silencio hablamos los dos a la vez. Ella comenzó diciendo: «¿De verdad…». Y yo empecé a decir: «Quería…». Adela se rio y luego me reí yo. Ella dijo rápido: —¡Tú primero! Me lo pensé y le pregunté: —¿A ti te parece que los monstruos existen? Se quedó pensando y por fin respondió: —Ya sé que te gusta mucho el cine y supongo que no me estás hablando de dragones, ogros o vampiros. Esos, ya sabes que no existen más que en la imaginación. Creo que te refieres a monstruos más cercanos, ¿verdad? Como los que a veces se nos aparecen mientras soñamos. —Sí, pero también cuando estamos despiertos. De noche. —Ya… ¿No quieres darme algún detalle de alguno de esos monstruos? A lo mejor son parecidos a otros que yo conozco.

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Me sorprendió eso. Yo creía que las personas mayores ni tenían miedo ni veían monstruos. Noté la boca un poco seca cuando le expliqué: —A veces me invitan a que haga cosas que no quiero hacer. Hablan conmigo y tratan de convencerme, pero yo no quiero hacerlo. Aunque a veces sí lo hago. Adela se quedó callada, a lo mejor esperando a que yo le contase algo más. Por fin, dijo: —Pero esos monstruos, ¿los ves? Yo diría que no, que son invisibles, ¿verdad? —Nunca los he visto. Solo hablan. Dejó en una mesita la libreta en la que a veces escribe notas e inclinó su cuerpo hacia mí, hablándome con voz suave: —Ajá… Mira, te voy a contar algo que en ocasiones me pasa, sobre todo por las noches, alguna noche. Yo tengo tres niños, uno de los cuales es mayorcito y da algunos problemas. A veces, cuando llego a la cama y estoy a punto de dormir, no puedo hacerlo porque me digo «tendría que hacer esto y lo otro, en lugar de lo que hago», o «la próxima vez que pase eso, voy a hacer un poco de daño, porque estoy harta de que el daño me lo hagan a mí», o «debería cambiar de vida y hacer otra cosa distinta». Y le doy vueltas y vueltas, e imagino qué pasaría, y es como si hiciera teatro conmigo misma, ¿entiendes? A veces pienso en

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convertirme en una mamá gruñona, y sueño en irme de viaje por ahí, sola, sin que nadie me moleste, y en volver pasado mucho tiempo, cuando los problemas estén resueltos. Al mismo tiempo me da miedo, porque pienso que si lo hiciera mis hijos se quedarían sin mí. Y luego me da vergüenza haber pensado cosas como esa. ¿Es parecido a lo que a ti te pasa? —Un poco, sí —reconocí. Y siguió hablándome: —A veces uno piensa cosas que dan un poco de miedo. Unas, a lo mejor te dan vergüenza, otras suponen un peligro para ti o para las personas que quieres. Y te arrepientes por haberlas pensado, y preferirías que lo hubiera pensado otra persona, la persona fea que está dentro de nosotros mismos. Yo me quedé callado. Necesitaba pensar todo eso más despacio, porque no lo entendía muy bien. Volví a alzar los ojos para preguntar: —Entonces, ¿los monstruos no existen? —No, Samu. Existen esas personas feas dentro de nosotros, que parecen monstruos, pero se pueden controlar. Todos tenemos que hacer esfuerzos continuamente para controlarlas. Seguimos hablando. Cuando salí de la sesión, vi al niño que no me gustaba, pero no supe decir por qué no me gustaba. Parecía normal. A lo mejor un poco diferente, pero también normal.

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Ricardo Gómez nació en Segovia, pero su familia pronto emigró a Madrid. Se empapó de niño con las historias de Melville, Verne… de las que le quedó la pasión por imaginar, leer y narrar. Durante muchos años fue profesor de matemáticas, pero después se ha dedicado a escribir literatura, tanto para niños como para jóvenes y adultos. Su obra ha recibido varios premios, entre ellos el Alandar de novela juvenil en 2003 y 2013. En esta misma colección, ha publicado Los zorros del norte, ADA 28.

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Samuel, a las 9:32, ha cumplido 3653 días y unas cuantas horas. Ahora que acaba de inaugurar una nueva etapa de su vida, escribe en un cuaderno cosas que le pasan o piensa. Para Samuel, en todas partes hay números y geometría: cables de la luz, regueros de hormigas, burbujas de jabón… Y algo que le asusta mucho: MoAb, el Monstruo Abominable que vive en su habitación.

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