El cruce de los Andes - Laura Ávila - Edelvives

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El cruce de los Andes El amigo

¿Cómo era el general?

Tomás Guido era un porteño, hijo de comerciante, diez años menor que San Martín. No pudo terminar el colegio porque su familia tuvo problemas económicos. Pero siempre le gustó la política y era un tipo valiente, porque se sumó como voluntario a las tropas que defendieron a la ciudad contra los ingleses, en 1806 y 1807. Tenía entonces 17 años. Participó de la Revolución de Mayo y Mariano Moreno, el Secretario de la Junta que la encabezaba, descubrió que además de valiente, Tomás era organizado y memorioso. Se lo llevó como secretario al viaje (fatídico) que hizo a Londres. Allí, Tomás se hizo logio, o masón. Al regresar se fue a Tucumán, a colaborar con el ejército del Norte. Y al parecer conoció allí a San Martín, que ya estaba como comandante. Fue amistad a primera vista. Compartían ideales, opiniones políticas, y el mismo humor parco. Se llamaban mutuamente lanceros. San Martín siempre confió en él y dice Tomás en sus memorias que la idea de cruzar los Andes para vencer a los realistas por el Pacífico la pensaron los dos.

No se sacaron ninguna foto juntos. Habrían podido, porque vivieron muchos años y tuvieron tiempo de ver la invención del daguerrotipo, una técnica para captar imágenes en placas de cristal. Las cámaras tenían el tamaño de un cajón de manzanas, el que posaba tenía que quedarse muy quieto para que la toma no saliera movida, y había que esperar muchos minutos hasta que la luz emulsionara la gelatina del vidrio y se formara la imagen. A San Martín lo llevó a fotografiarse su hija, ya anciano, cuando estaban exiliados en Francia. A Tomás Guido lo fotografiaron en Buenos Aires.

Como podemos ver en su daguerrotipo, San Martín era morocho, de piel aceitunada. En sus tiempos de general, sus enemigos lo trataban de indio, cholo o directamente de negro, palabras insultantes en aquella época. Marcó del Pont, el jefe español en Chile, le dijo a Condarco, el enviado de San Martín: “Yo firmo con mano blanca, no como la de su general que es negra”. Después de la batalla de Chacabuco, cuando trajeron prisionero a Marcó del Pont, San Martín se le acercó y le dijo, con ese humor un poco inquietante que tenía: “¡Venga esa mano blanca, mi general!”

Daguerrotipo de Tomás Guido

Daguerrotipo de José de San Martín

Textos: Laura Ávila | Coordinación: Natalia Méndez. | Diseño: Natalia Fernández | Ilustración: Juan Caminador

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El padre de Mercedes Mientras San Martín vivía en Mendoza y preparaba a su ejército para cruzar Los Andes, fue papá por única vez en su vida. Su mujer, Remedios de Escalada, tuvo una nena, el 24 de agosto de 1816. La llamaron Mercedes Tomasa. San Martín se perdió los primeros años de su hija, porque Remedios se la llevó a Buenos Aires. Cuando terminó su campaña libertadora, el general fue a buscarla.

Remedios había muerto y a la niña la estaban cuidando sus abuelos. Merceditas tenía siete años y era muy maleducada. San Martín se fue a vivir con ella a Europa, en donde la crió con un amor y una paciencia poco vistas en aquella época para un padre solo. Escribió una serie de propósitos para compartir con ella. Son máximas, palabras sabias que bien pueden servirnos en nuestros días:

Humanizar el carácter y hacerlo sensible aún con los insectos que nos perjudican. Stern ha dicho a una mosca abriéndole la ventana para que saliese: «Anda, pobre animal, el mundo es demasiado grande para nosotros dos.» C Inspirarle amor a la verdad y odio a la mentira. C Inspirarle gran confianza y amistad pero uniendo el respeto. C Estimular en Mercedes la caridad con los pobres. C Respeto sobre la propiedad ajena. C Acostumbrarla a guardar un secreto. C Inspirarle sentimientos de indulgencia hacia todas las religiones. C Dulzura con los criados, pobres y viejos. C Que hable poco y lo preciso. C Acostumbrarla a estar formal en la mesa. C Amor al aseo y desprecio al lujo. C Inspirarle amor por la Patria y por la Libertad.


San Martín en la pantalla grande San Martín es el prócer argentino que más veces aparece en el cine. Se hicieron diez películas de su vida y de su gesta. La primera la dirigió Mario Gallo en 1909. Era un corto que se llamaba San Martín cantando el himno. Lo curioso es que se ve a San Martín entonando unas estrofas, pero no se lo puede oír, ¡porque la película es muda!

Otras películas de San Martín: 1939 | Nuestra tierra de paz (Arturo S. Mom) 1970 | El santo de la espada (Leopoldo Torre Nilsson) 1971 | Por los senderos del Libertador (Jorge Cedrón) 1992 | El general y la fiebre (Jorge Coscia) 2005 | El exilio de San Martín (Alejandro Areal Vélez) 2010 | Chasqui (Néstor Montalbano, corto) 2010 | El espía (Juan Bautista Stagnaro, corto) 2011 | Revolución: El cruce de los Andes (Leandro Ipiña) 2016 | El encuentro de Guayaquil (Nicolás Capelli)

¿Sabías que… El ejército de Los Andes tenía dos orquestas de música? Una en el regimiento N° 11 y otra en el regimiento N°8. Sus integrantes eran casi todos negros. Los afrodescendientes formaron parte fundamental de las tropas de San Martín. Algunos eran libertos (libres) y otros estaban allí en condición de esclavos rescatados, es decir, que servirían al ejército durante algunos años, con la promesa del gobierno de darles luego la libertad por sus servicios.

¿Qué música estaba de moda en la época del Cruce de Los Andes?

Se oían y se bailaban minués, gavotas y valses en los salones de la gente de clase alta. Alberto Morante y don Blas Parera causaban furor en las tertulias. En la campaña se estilaban los cielitos, el cuándo y el escondido, que se bailaban en parejas sueltas. Los músicos del ejército tocaban una versión del Himno Nacional que se fue haciendo muy popular entre los pueblos que iban liberando. En el Callao, por ejemplo, se acompañaba con tambores y lo danzaban como si fuera bailable. Otra canción que se puso de moda por los músicos del regimiento N.º 11 fue la sajuriana. En Chile causó furor. Se bailaba de a dos con zapateo y revoleo de pañuelitos. Era una música picaresca y vivaz.

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El camino de San Martín y otros cuentos del concurso, de Mario Méndez Libertadores, de Laura Ávila


San Martín y los pueblos originarios

Antes de atravesar las montañas para atacar a los realistas en Chile, San Martín le pidió permiso a los pehuenches, los verdaderos dueños de la cordillera, para pasar por sus dominios. Se reunió con los principales caciques en el Fuerte de San Carlos y los consultó con humildad y respeto. Les dijo que él también era indio, hijo de guaraníes. Los caciques se entendieron muy bien con él, le regalaron valiosos ponchos y le dejaron el camino libre.

¿Sabías que… a San Martín le gustaba mucho la música? Don José era bueno tocando la guitarra. Su mamá lo hizo estudiar desde muy chico. El coronel Félix de Olazábal cuenta en sus memorias que “después de elaborar un plan de combate, trazando mapas y otros elementos necesarios, pedía la guitarra a su asistente y así tonificaba su espíritu en la intimidad de su alma”.

¿Sabías que… los ponchos eran un artículo de lujo en 1816? Salían muy caros porque los tejían a mano en telares, con lanas de guanaco. Los pehuenches y los pampas eran pueblos que se destacaban por la belleza de sus tejidos. Y los ponchos del Norte, realizados en Catamarca, Tucumán y la Puna eran los más abrigados. El común de la gente, sin embargo, usaba ponchos importados de Inglaterra. ¿Por qué? Porque los vendían más baratos. Los hacían en serie, en máquinas de vapor, y la Aduana de Buenos Aires los dejaba entrar en las Provincias Unidas, aún sabiendo que su ingreso arruinaba a los tejedores locales del interior.

¿Sabías que… a San Martín le encantaba dibujar? Además de la música, el general se destacaba por tener nociones de dibujo. El historiador Alfredo Villegas aseguró que el futuro Libertador dibujaba por encargo mientras vivía en Cádiz, cuando era muy joven. Al parecer, con la plata que ganaba con sus trabajos se compraba libros.

¿Cómo era el uniforme de los soldados?

Cada regimiento tenía la chaqueta de un determinado color, pero el uniforme básico era el mismo para todos. A cada soldado se le daba una casaca de paño, un capote, una chaqueta, dos pantalones, dos chalecos, dos camisas, una gorra, dos pares de medias y un par de botas fuertes. Para muchos, especialmente para los esclavos, esa era más ropa de la que habían usado en toda su vida. El uniforme era motivo de orgullo para los que peleaban y San Martín los alentaba a mantenerlo limpio y sano. Durante las campañas, les daban una mochila para guardar sus pertenencias.

¿Sabías que… Los soldados de caballería practicaban la destreza de los sables partiendo zapallos clavados en estacas? Venían al galope con el arma desenvainada y los atravesaban sin piedad, derramando la pulpa y las semillas por el patio del campamento.


LAS SEIS RUTAS SANMARTINIANAS Comecaballos Guana Los Patos Uspallata El Portillo

soldaditos de uniforme

El Planchรณn

Chile

La Rioja

San Juan poner algunos soldaditos

Mendoza Aconcagua

San Rafael

soldaditos practicando con los zapallos

soldaditos comiendo


El Plumerillo

El campo de entrenamiento se conocía con ese nombre porque allí crecían unos pastos silvestres con un penacho parecido a un plumero en la punta. Quedaba en las afueras de Mendoza y su suelo era de salitre. Los primeros regimientos que llegaron al predio tuvieron que cortar los yuyos, cavar los pozos para el agua y las letrinas y levantar los cuarteles, que eran grandes ranchos de adobe con techos de madera y paja. Lo terminaron en agosto de 1816 y allí todas las tropas juntas completaron su entrenamiento.

¿Qué comieron los soldados del ejército de Los Andes?

Mucha galleta, charqui, cebollas y ajos para evitar el apunamiento, carne de vaca (que trasladaron en pie por la montaña), pollos, mulitas, y también carne de yegua. Acompañaban sopas y pucheros con maíz, arroz y pan. Condimentaban con ajíes. Tomaban aguardiente, vinos, caña para combatir el frío y cuando no contaron con nada más, tomaron nieve derretida de las altas cumbres.

Los vinos

Manuel Olazábal se hizo granadero a los trece años. Hizo la campaña de Montevideo y lo trasladaron a Mendoza. Allí, en el ejército de los Andes, conoció a San Martín, que al verlo tan joven y ya veterano, lo nombró parte de su escolta. Manuel cuenta que al libertador le gustaba gastar algunas bromas. Una noche lo descubrió cambiándole las etiquetas a unas botellas. San Martín le guiñó un ojo y le dijo. —A esta botella de vino de Málaga le puse la etiqueta del de Mendoza. Y al de Mendoza, la de Málaga. Después lo invitó a cenar. Intrigado, Manuel cenó con él y otros dos invitados.

A los postres, San Martín pidió los vinos y les sirvió a todos el malagueño, que tenía la etiqueta de Mendoza. —¿Les gusta el vino de esta provincia? —les preguntó San Martín. —Está bien, pero le falta cuerpo —opinó uno de los invitados. —Yo prefiero el malagueño —le respondió el otro. San Martín miró a Manuel con los ojos llenos de picardía y les sirvió el vino mendocino con la etiqueta de Málaga. —¡Lo ve, general! ¡Este vino malagueño es superior! —¡No tiene comparación con el mendocino! ¡Lo deja muy atrás! San Martín soltó una carcajada. Manuel también, contagiado por la risa del general. —Cambié las etiquetas de las botellas. ¡Ahí tienen lo que somos los americanos, que en todo damos preferencia al extranjero! El vino mendocino es el mejor, y nosotros también podemos ser los mejores.

El espía

San Martín nació en Yapeyú pero se fue del país muy chico, a los 5 años. Regresó a los 33, convertido en coronel de las fuerzas españolas y veterano de muchas guerras. Era justo lo que necesitábamos para conducir las batallas de la Independencia, pero en Buenos Aires desconfiaban de él. Muchos pensaban que era un espía de la corona española; otros creían que era un informante secreto de los ingleses. San Martín sabía que los porteños no lo querían. Le hacían difícil concretar el plan de cruzar los

Andes y por eso se quejaba amargamente ante su amigo Tomás Guido, como puede leerse en esta carta que le envió en 1816: «¡Qué quiere usted que le diga de la expedición a Chile! Cuanto se emprenda ya es tarde: Usted crea mi amigo que yo estaba bien persuadido que no se haría sólo porque su lancero (habla de él mismo) estaba a la cabeza. ¡Maldita sea mi estrella que no hace más que promover desconfianzas! (…) ¡Ay amigo, y qué miserables somos los animales con dos pies y sin plumas!»


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