

LA GALERÍA DE LAS SOMBRAS
DEDICATORIA
A mi madre, quien, al paso de los años, ha sido mi guía, mi luz y mi maestra en el arte. En cada trazo y en cada silencio, permanece su enseñanza viva. Al público lector, que con su curiosidad y sensibilidad mantiene encendida la llama del conocimiento y del amor por la vida de los grandes maestros.
A Manel Pujol, figura central de esta crónica, cuya existencia entre el arte y la culpa revela que la belleza también nace de la sombra.
Y a Yasmin, motor incansable de mi creatividad, inspiración constante que convierte la memoria en impulso y los sueños en caminos posibles.
EPÍGRAFE
“Entre la verdad y la falsedad no siempre hay un abismo, a veces sólo un trazo tembloroso, y en ese trazo vive el alma del artista.”
— Anónimo del taller de los espejos
PRÓLOGO
Lagaleríadelassombras
No hay verdad más peligrosa que aquella que se pinta sobre una mentira.
Durante años, las paredes de ciertas galerías europeas respiraron obras que decían ser de Dalí, aunque el genio de Cadaqués jamás las había tocado. En cada firma temblorosa, en cada trazo meticulosamente imitado, se escondía una plegaria muda: la del hombre que quiso alcanzar la eternidad prestada de otro.
Barcelona,1982.
Entre el eco de los tacones sobre el mármol judicial y el olor a trementina rancia, el juez Manuel Sáez de Parga abrió un expediente que parecía una fábula moral disfrazada de proceso penal. Un pintor que veneraba al maestro, un intermediario que confundía la astucia con la gloria, y una galerista que creía entender el lenguaje de las sombras. Todos ellos orbitando alrededor de trece lienzos que eran, a la vez, tributo y traición.
Aquella historia —mezcla de devoción, codicia y arte— no ocurrió en un museo, sino en los pasillos de un juzgado. Y, sin embargo, cada testimonio, cada careo, cada silencio cargado de
miedo, parecía una escena más de una exposición invisible: la muestra secreta de las pasiones humanas.
Porque en el fondo, nadie falsifica un cuadro sin falsificarse a sí mismo.
Y fue así, entre espejos rotos y verdades a medias, que nació La galería de las sombras: el lugar donde el arte dejó de reflejar la belleza y comenzó a reflejar la culpa.
EL DISCÍPULO DE PICASSO
París.
El invierno caía sobre Montmartre con un silencio que olía a aguarrás. Manel Pujol, caminaba con los dedos manchados de óleo y la cabeza llena de dudas. Había llegado con una beca modesta para estudiar dibujo en la École des Beaux-Arts, pero su verdadera escuela eran los cafés, los talleres de humo azul y las noches en que la pintura parecía un idioma extranjero que sólo unos pocos sabían hablar.
Una tarde, mientras observaba un grupo de artistas debatir sobre el “fin de la pintura figurativa”, alguien le puso una mano en el hombro.
—Tú no hablas mucho, ¿eh? —le dijo un hombre bajo, de ojos encendidos.
Era Pablo Picasso.
El encuentro fue tan inesperado como breve. Picasso lo había visto dibujar en una esquina, obsesionado con una modelo que jamás levantaba la vista.
—Tienes buena mano, catalán —le dijo—. Pero pintas lo que ves. Eso cualquiera lo hace.
Aprende a pintar lo que recuerdas cuando cierras los ojos.
Aquella frase se le quedó tatuada.
Durante dos años, Pujol frecuentó el taller de Rue des Grands Augustins, donde Picasso trabajaba rodeado de telas, cerámicas y silencio.
Aprendió a destruir una figura para reconstruirla desde el alma. A entender que un trazo podía ser mentira y verdad al mismo tiempo.
Picasso, a veces, lo observaba pintar en silencio.
—Te tomas el arte demasiado en serio, Manel.
No olvides que la pintura también es una trampa.
—¿Una trampa?
—Sí. Para los otros, y a veces para uno mismo.
Manel sonreía sin entender del todo. No sabía que esa lección lo perseguiría toda la vida.
Cuando regresó a España, el joven que había sido aprendiz de Picasso volvió con el peso de un secreto: ya no podía pintar sin desconfiar de lo que veía.
EL ENCUENTRO CON GALA Y DALÍ
(Cadaqués,1966)
El sol de Cadaqués caía como una llamarada blanca sobre los tejados. El mar era un espejo inmóvil, apenas herido por el reflejo de los botes. Manel Pujol llegó con una maleta vieja y una carpeta llena de retratos que nadie quería comprar. Venía del fracaso, de galerías que lo habían olvidado, de noches sin sueño en Barcelona donde la pintura le pesaba como una deuda.
El aire olía a sal, a trementina y a algo más: una promesa que no entendía.
Le habían hablado de una cena en la casa de unos coleccionistas franceses, amigos de Gala y Salvador Dalí, y de que el maestro a veces invitaba a pintores jóvenes para “entretenerse viéndolos imitar su locura”.
Manel fue sin expectativas. Llevaba su cuaderno de bocetos como un escudo.
Esa noche, entre risas y copas de vino, la vio.
GALA .
No era bella, no en el sentido en que lo eran las mujeres que posaban para anuncios o retratos. Pero tenía una mirada que podía hacer callar a
toda una habitación. Sus ojos eran de un gris antiguo, como los cielos antes de una tormenta.
Cuando se le acercó, Manel sintió una corriente tibia subirle por el pecho.
—Usted pinta, ¿verdad? —preguntó ella con acento impreciso.
—A veces —respondió él.
—¿Y por qué a veces?
—Porque hay días en que la pintura me mira más de lo que yo la miro a ella.
Gala sonrió apenas.
—Entonces es usted un peligro.
Fue Dalí quien interrumpió el silencio. Entró a la sala vestido con un bata color crema, los bigotes afilados como signos de exclamación.
Observó el boceto que Manel había traído —un retrato inacabado de una mujer con una lágrima suspendida— y exclamó teatralmente:
—¡Pero esto es una blasfemia hermosa!
Rieron todos. Gala lo miró de reojo, como quien reconoce algo que el otro no debería ver.
A los pocos días, Manel fue invitado al taller de Portlligat. Dalí lo recibió como a un discípulo tardío, un espectador de su propio mito. Gala estaba siempre cerca, organizando, observando,
controlando la respiración de todos los presentes.
Pujol comenzó a trabajar en bocetos para el maestro, copias, estudios, variaciones. Dalí firmaba algunos, corregía otros, los dejaba sin terminar. Y en las noches, cuando el mar callaba, Gala entraba al estudio.
La primera vez que lo hizo, Manel estaba limpiando los pinceles.
—¿Por qué no duermes? —le preguntó ella.
—Porque usted está despierta.
Esa fue su primera confesión y condena.
Lo que siguió fue una relación tan secreta como inevitable. Gala lo convirtió en su sombra, su amante y su instrumento. Había algo de ternura, pero más aún de dominio. Él, que había aprendido de Picasso a pintar el alma, ahora intentaba pintar el deseo… y el suyo tenía nombre.
Dalí lo sabía. O quizá lo intuía.
Pero no le importaba. Al contrario: lo encontraba “surreal”.
A veces, mientras Manel pintaba una copia de La persistencia de la memoria, Dalí lo observaba en silencio y decía:
—Tu mano es mía, Manel. Pero el pulso… ese sigue siendo tuyo.
Pujol comprendió entonces que había cruzado una frontera invisible. Ya no sabía si pintaba como él, para él o por él. La línea entre el maestro y el discípulo, entre el arte y la farsa, comenzaba a disolverse.
Y Gala, siempre detrás, lo empujaba un poco más.
Una noche le dijo:
—Dalí necesita que alguien lo siga pintando cuando ya no pueda. Y tú necesitas que alguien te mire como yo lo hago.
—¿Y después? —preguntó Manel.
—Después ya no importa quién firma.
EL JUICIO DE LOS ESPEJOS
Barcelona,abrilde1983.
El amanecer fue gris y lento. Afuera, las sirenas de la Guardia Civil se confundían con los murmullos del puerto. Dentro de su taller, Manel Pujol Baladas sabía que la realidad había alcanzado a sus fantasmas. El juez Manuel Sáez de Parga, titular del Juzgado de Instrucción número 8 de la Audiencia Provincial de Barcelona, había decretado su detención junto con la de la galerista Begoña Guerrero.
Horas después, el intermediario José Bella de Molina es reenviado a la cárcel Modelo. La prensa reseña con frialdad los hechos: “La estafa asciende a treinta y siete millones de pesetas.”
Pero detrás del lenguaje judicial, hay un hombre en ruinas.
A las once de la mañana, los pasillos del juzgado se convirtieron en un teatro de sombras.
Desfilaron todos los implicados en el llamado “caso Dalí”:
Manuel Pujol Baladas, el imitador; José Bella, el intermediario que colocó las obras como auténticas; Jacinto Guergué, el comprador que, al sentirse estafado, denunció el hecho; Joan
Manuel Marcé Gea, marchante de Sitges; Antonio Salvià Peiró, otro intermediario; y Begoña Guerrero, galerista y socia de Juan Pelegrí, quien se hallaba en paradero desconocido.
El experto Nicolás Osuna Rodríguez, de sesenta y un años, no compareció —se encontraba fuera de Barcelona—.
Cuando el juez terminó la ronda de declaraciones, ordenó un careo monumental.
Siete personas en una misma sala, mirándose con miedo, rabia o desconcierto.
El magistrado Sáez de Parga, con voz seca, concluyó que “esta estafa no fue obra de una red organizada de falsificadores, sino un proceso azaroso que ahora empieza a aclararse”.
El juez apuntó que la mayor parte de las obras sospechosas provenían de una galería de arte valenciana.
El origen de aquella trama se remontaba a 1975, cuando Manel comenzó a pintar cuadros inspirados en los grandes maestros, especialmente Salvador Dalí, a quien consideraba “uno de los tres mejores artistas vivos junto a Miró y Chagall”.
Con el tiempo, vendió trece de esos óleos a José Bella por apenas 150.000 pesetas.
Bella, a su vez, los revendió a Guergué por sumas mucho mayores.
Cuando Guergué descubrió que los lienzos no eran dalinianos auténticos, acudió a la Guardia Civil.
Pero lo que pocos sabían era que el propio Manel había denunciado primero:
Temía que algunas de sus obras —firmadas con su nombre o sin él— se estuvieran vendiendo como auténticos Dalí.
Era, en cierto modo, víctima y sospechoso de un mismo delito.
El proceso se volvió un espectáculo mediático.
El Wall Street Journal publicó un extenso informe sobre el mercado americano de falsificaciones dalinianas, señalando a Pujol como posible autor.
El custodio de la herencia daliniana, Robert Descharnes, lo acusó abiertamente.
Manel respondió con serenidad:
“Nunca falsifiqué a Dalí. Solo lo imité. Fui el primero en advertir que mis cuadros estaban siendo vendidos como auténticos.”
El capitán John Peter Moore, antiguo secretario de Dalí, salió en su defensa:
“El verdadero problema no es Pujol. Es el caos, el descontrol, la avaricia de quienes se disputan el legado del maestro.”
En medio de la tormenta, el juez pidió un gesto simbólico: que el propio Dalí identificara algunas de las obras incautadas.
El genio de Figueres, ya enfermo y fatigado observó los lienzos.
Su mirada, vacilante, se detuvo en uno, luego en otro, y en otro más.
Sonrió apenas.
No pudo distinguir los suyos de los de Manel.
El límite entre la imitación y el original se disolvió para siempre.
Esa confusión fue la grieta por donde se coló la libertad.
El tribunal no halló pruebas concluyentes de intención fraudulenta.
Manel Pujol Baladas salió de prisión tras pagar una cuantiosa fianza, pero con una condena invisible: la de no saber ya cuál era su propia verdad.
Desde entonces, cada vez que se miraba al espejo, veía tres rostros superpuestos:
el del discípulo de Picasso, el del amante de Gala y el del hombre que, al copiar a Dalí, quizá solo intentaba reconocerse a sí mismo.
El juicio había terminado.
Pero en su mente, la sentencia seguiría dictándose cada noche, en silencio.
Cuando cruzó la puerta de la prisión, la luz lo cegó por un momento. Sintió el aire en la piel como si respirara pintura fresca.
Y como torbellino se le vino a la mente parte de su infancia y adolescencia, al tener que enfrentar la negativa natural de la familia, un padre que gustaba de su pintura desde pequeño pero que en el fondo quería que fuera ingeniero como él.
Su padre quería que fuera gente sería, digna, dudaba que del arte se podía vivir, y esa negativa ayudó a forjar el carácter de Pujol Baladas desde niño, porque su insistencia y perseverancia le permitió estudiar Bellas Artes, en donde destacó lo suficiente para ser nombrado a los 17 años profesor auxiliar.
Pensó en regresar a Cadaqués, pero comprendió que no había regreso posible: ni a Gala, ni al mar, ni al tiempo en que todavía creía ser otro.
Así comenzó su exilio.
Y en el fondo de su memoria, una voz que ya no sabía si era suya o de ella le repetía:
“Pintar es mentir con belleza. Y tú, Manel, has sido el más hermoso de los mentirosos.”
Así, entre informes, juicios y titulares, se libra un duelo invisible: Pujol contra su propio reflejo.
El juicio de los espejos no termina con la sentencia, sino en la conciencia del artista que, al imitar al genio, terminó imitándose a sí mismo.
LA BAILARINA Y EL ECO DEL CUERPO
Antes de que México lo reclamara, antes incluso de Adriana, hubo un amor distinto, más carnal, más vulnerable.
Ella era bailarina.
Nunca quiso decir su nombre, ni en entrevistas ni en conversaciones íntimas. Solo decía “ella danzaba como si el aire la obedeciera”.
Se conocieron en una escuela de arte en Barcelona, cuando Manel aún buscaba un lugar en el mundo. Él pintaba con hambre de eternidad; ella bailaba para no envejecer.
Entre ambos nació un amor tan intenso que parecía inevitable.
Pasaban noches enteras juntos, en un estudio que olía a trementina y perfume, escuchando a Debussy o a Piazzolla, mientras ella improvisaba movimientos y él trataba de capturar en lienzo la vibración de su cuerpo.
Fueron meses de fuego.
Viajes secretos, noches de mar, promesas que se deshacían en la piel.
Pero la vida, con su cruel sentido del equilibrio, les puso en la encrucijada de la ambición:
A Manel se le abrían las puertas de París, y a ella, las de una compañía de danza internacional.
Ninguno quiso pedirle al otro que renunciara a su destino.
El arte, que los había unido, fue también quien los separó.
La despedida ocurrió una tarde gris, en un café de Montjuïc.
Ella lloró sin decir palabra; él la miró sin poder retenerla.
Fue un adiós sin drama, pero tan definitivo como una muerte.
Pasaron los años, los juicios, los exilios, los amores nuevos.
Pero aquella mujer seguía apareciendo en sus cuadros, apenas insinuada entre sombras o veladuras de color, como un secreto que la pintura no podía borrar.
Y un día —nadie sabe dónde, quizá en Madrid o en Lisboa—, Manel percibió una presencia detrás de sí.
Giró.
Y allí estaba: la bailarina.
El tiempo la había vuelto más serena, más real, pero sus ojos conservaban el mismo fuego.
No hablaron.
No lo necesitaban.
Se acercaron, se abrazaron con la torpeza de quienes aún se reconocen en las ruinas del deseo, y se dieron un beso breve, tierno, final.
Después, ella se alejó, caminando con la misma elegancia con que solía danzar.
No volvió jamás.
Manel no la persiguió.
Solo regresó a su taller esa noche, encendió una vela, y comenzó a pintar.
De su pincel brotó un trazo largo, como una línea de aire en movimiento: el cuerpo de una mujer hecha de luz y distancia.
Aquel cuadro lo tituló simplemente “El último ensayo”.
Nunca lo vendió.
Nunca lo firmó.
Solo lo colgó frente a su cama, para recordarse que hay amores que no terminan… solo cambian de cuerpo.
EL EXILIO DE LA MEMORIA
El barco que lo llevó a México parecía deslizarse sobre un océano de recuerdos. Cada ola golpeaba contra la proa como si quisiera arrancarle fragmentos de su pasado: Cadaqués, Dalí, Gala, el aroma del trementine mezclado con sal.
Manel Pujol cerraba los ojos y se repetía que empezaba de nuevo, aunque sabía que no podría escapar de los fantasmas de su propia pintura.
La Ciudad de México lo recibió con un calor húmedo y un caos que parecía vivo. Las calles olían a chile, a tierra mojada, a óxido y a promesas. Aquí nadie lo conocía, ni los coleccionistas, ni los críticos europeos; solo él, sus pinceles y una soledad tan amplia como el cielo.
Fue allí donde conoció a Adriana Siqueiros, descendiente de la dinastía muralista, mujer intensa, de mirada decidida y voz que parecía exigir la verdad a cada palabra.
Entre ambos surgió una complicidad inmediata, un entendimiento silencioso: ella conocía el peso del arte y él, la culpa del secreto.
Se convirtieron en amantes, pero también en compañeros. Adriana lo empujaba a pintar desde
la memoria, no desde la sombra de otro, a buscar el color que no imitara a nadie, a construir su propio mundo sobre la lona.
Manel comenzó a trabajar con frenesí. Su paleta estaba llena de ocres, rojos y verdes que jamás había usado; sus trazos eran anchos, decididos, y cada cuadro parecía contener un fragmento de su vida europea: el mar de Cadaqués, la risa contenida de Gala, la mirada distante de Dalí, mezclados con la tierra, los mercados y los murales que veía en México.
Fue entonces cuando, invitado a una exposición colectiva en el Polyforum Siqueiros, titulada “Homenaje a México”, Pujol presentó una obra de gran formato que cautivó a todos: contenía una figura femenina, principal entre otras, desnuda, de frente, emergiendo entre formas rojas, negras y azules, casi incorpórea, como una memoria que no se decide a desaparecer.
La pieza se titulaba también “Homenaje a México”, pero su sentido era doble, íntimo, secreto.
Esa tarde, entre los invitados, apareció Adriana Siqueiros.
Había pasado tiempo, desde su última conversación. Se miraron en silencio, con la distancia de quienes aún se deben palabras no dichas.
Cuando la multitud se disipó, Manel se acercó, tomó una copa de vino, y en voz baja —con una sonrisa apenas sostenida— le dijo:
—Bien sabes que esa mujer que pinté eres tú.
No pude poner tu nombre… pero por eso la obra se llama también “Homenaje a Siqueiros”.
Es mi manera de decir que México tiene tu rostro.
Ella no respondió. Solo lo miró con una mezcla de asombro y ternura, reconociendo que aquella pintura era más que un retrato: era una confesión.
El rumor de la sala siguió, los flashes se encendieron, los críticos hablaron de técnica, composición y color.
Nadie sospechó que, entre las sombras del lienzo, se escondía una historia de amor que aún ardía, silenciosa, bajo las capas del óleo.
Pero con los años, su pintura cambió.
El figurativo dio paso a un universo más interior: el arte abstracto se volvió su lenguaje.
Decía que cada trazo era una nota, cada línea un acorde. Y así, comenzó a pintar como quien compone una sinfonía.
En sus lienzos resonaban los ecos de Mozart, los silencios heroicos de Beethoven, las mareas emocionales de Wagner, los experimentos vibrantes de Julián Carrillo, las armonías melódicas de The Beatles, e incluso las atmósferas de Turner, que traducía en brumas cromáticas y destellos de luz.
Manel no solo los escuchaba: dialogaba con ellos.
En su taller, solía murmurar mientras pintaba:
—¿Y tú, Ludwig, ¿dónde pondrías el rojo?
O bien, reía al trazar un torbellino oscuro:
—John, esto lo harías con una guitarra, yo con un pincel.
Esos diálogos invisibles se plasmaban en sus cuadros: superficies obscuras, densas, cruzadas por rayones rojos, como si la música misma hubiera rasgado la tela.
Decía que no pintaba imágenes, sino frecuencias del alma.
Y quienes veían sus obras quedaban envueltos en una sensación extraña: no sabían si estaban mirando pintura o escuchando un concierto detenido en el tiempo.
A veces, en las noches silenciosas de su estudio, Manel abría una carpeta que nunca mostraba: los
retratos de Gala. Los estudiaba, los tocaba con la yema de los dedos y pensaba que la quería, aunque supiera que su historia juntos era un secreto guardado en la tela, en el óleo, en la memoria.
Laguitarradelassombras
Aquella tarde, la luz entraba por la ventana del estudio como si dudara. Manel se encontraba frente a un lienzo sin forma definida, escuchando un viejo disco de Johnny Cash que giraba en su tocadiscos, raspado por los años. La voz grave del cantante parecía venir de otro tiempo, de un país remoto donde la culpa se convertía en canción.
“I fell into a burning ring of fire...” —susurró Cash desde la aguja, y Manel, casi sin pensarlo, tomó un pedazo de madera que había guardado desde hacía años. La miró largo rato.
—No será un cuadro —murmuró—. Hoy será una guitarra.
Sobre la superficie improvisada comenzó a pintar, con la misma devoción con la que otros rezan. No buscaba reproducir la guitarra de Cash, sino la que oía dentro de sí mismo: una guitarra hecha de sombra, con cuerdas invisibles que vibraban con cada recuerdo. En los trazos se mezclaban los tonos negros y los rojos
desgarrados, esos que usaba cuando algo le dolía.
Cada pincelada era un diálogo entre dos almas que nunca se conocieron.
—Tú cantabas para sobrevivir —le decía al fantasma de Johnny—, y yo pinto para no morir del todo.
De pronto, algo cambió en el aire. Manel se sintió acompañado. Imaginó a Cash sentado a su lado, vestido de negro, observando cómo el pintor dibujaba sobre el instrumento que no sonaba, pero respiraba.
—¿Sabes? —susurró el músico en su mente—. El arte y la culpa se tocan como acordes menores. No hay redención sin ruido.
Cuando terminó, Manel contempló el resultado: la madera manchada de óleo parecía tener un corazón propio. La guitarra estaba muda, pero si uno se acercaba lo suficiente, podía escuchar el eco de una voz grave cantando entre las sombras.
Colocó la pieza al fondo del estudio, junto a los cuadros dedicados a Mozart y Beethoven, y escribió en el borde, casi invisible:
“Para Johnny, que también entendió que la oscuridad tiene ritmo.”
EL HOMBRE QUE PINTA
La luz de la tarde caía oblicua sobre su taller. Los pinceles estaban alineados como soldados silenciosos, las pinturas abiertas revelaban mares, rostros y memorias atrapadas en capas de óleo. Manel Pujol se movía con la calma de quien ha aprendido que el tiempo es un aliado y no un verdugo.
A sus cercanos ochenta años, sus manos son siguen teniendo esa precisión e intensidad de su trazo. Cada cuadro es un diálogo con su propia historia: Cadaqués, la risa contenida de Gala, los silencios de Dalí, los colores de México y la pasión compartida con Adriana. Todo coexistía en las telas, fusionado, irrepetible.
Pocos, muy pocos en la Ciudad de México conocen los secretos completos de su pasado europeo. Para ellos, es un maestro venerable, un referente de la pintura contemporánea. Para él, cada lienzo era un espejo donde se reflejaba alguien que había amado, sido amado, perdido y rescatado por el arte.
Se acercó a un cuadro inacabado, un retrato de Gala visto de espaldas, mirando un mar que nunca volvería a tocar. Tomó un pincel nuevo y, sin apuro, dejó caer una línea azul, apenas un
susurro sobre el lienzo. Era un gesto íntimo, secreto, un recuerdo que nadie más vería.
Por un instante, cerró los ojos y dejó que vinieran todos los fantasmas: Picasso enseñándole a ver más allá de la figura, Dalí confundido ante sus propias obras, Gala y sus silencios, Adriana con su risa cálida y firme. Cada recuerdo se convirtió en color, y cada color en libertad. Afuera, la ciudad seguía viva, con ruido, voces y movimiento. Pero dentro del taller, el tiempo se había detenido. Manel sabe que su historia no se podía contar del todo, que algunos capítulos quedarían siempre entre sombras y pinceles. Y mientras la luz dorada se filtraba por la ventana, él pensó, con la serenidad que da el haber sobrevivido a los fantasmas:
“Fui discípulo de Picasso, amante de Gala, sombra de Dalí… y en México, por fin, fui yo mismo.
Y aún lo sigo siendo.”
El pincel descendió sobre la tela. La línea quedó suspendida, como una promesa que nunca termina, un secreto que siempre permanece.
El mundo podría ignorarlo. Pero Manel Pujol, en su taller, continuaba viviendo, creando, recordando… y dejando que la pintura hablara por él.
EPÍLOGO
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Dicen que todo artista, al final, pinta su propio juicio.
Manel Pujol no fue la excepción. En el silencio de su taller en México, rodeado de lienzos que parecían respirar con voz propia, entendió que el tiempo no absuelve: sólo transforma la culpa en forma y la nostalgia en color.
Las sombras que una vez lo persiguieron —las de Dalí, de Gala, de los tribunales y de su propio reflejo— se habían diluido en pigmentos oscuros, en rojos temblorosos que vibraban como cuerdas de violín. Ya no falsificaba la gloria de otro: traducía en líneas su propio arrepentimiento.
A veces habla con Beethoven o con Mozart, y otras con Julian Carrillo, con Turner, con los ecos invisibles de quienes también buscaron en el arte un refugio frente al mundo, como Jhonny Cash. En esos diálogos sin testigos se descubría a sí mismo, reconociendo que la creación no es un acto puro, sino una negociación constante con la memoria.
De la cárcel sólo quedó un olor a humedad y tinta vieja. De Gala, un perfume fantasmal que
aún lo visitaba en las noches más serenas. De Adriana Siqueiros, una mirada suspendida entre deseo y destino. Y de la bailarina —aquella que amó sin medida—, el roce de un beso que aún, en su vejez, le estremece el alma.
En lo que podría ser su última obra, un lienzo casi negro, se distinguen apenas dos figuras: una sombra y su doble. No se sabe si era Dalí y él, o él y su conciencia. Sobre un costado, trazado con rojo apenas visible, escribió una sola palabra: “Perdón.”
Y así, entre el arte y la culpa, Manel Pujol cerró su galería interior.
Eso sí, sólo una certeza: que incluso la falsificación puede ser un camino hacia la verdad.