Diario de una pandemia en Solanda, barrio fino - Natalia Rivas Sozinha

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Tres damas de la imagen • Natalia Ryvas

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Diario de una pandemia en Solanda, barrio fino Natalia Rivas, 2021

Doble Rostro, 2021 Quito, Ecuador Fb: @Doble Rostro Ig: @doble.rostro Mail: doblerostroeditores@gmail.com

Instituto de Fomento a la Creatividad y la Innovación (IFCI) Fb: @Creatividad.Ec Tw: @Creatividad_Ec Ig: @creatividad_ec

Edición Sandra Araya y Diana Torres Diseño y diagramación Natalia Monard

Este catálogo se hizo con el apoyo del Ministerio de Cultura y Patrimonio (MCP) y el Instituto de Fomento a la Creatividad y la Innovación (IFCI), gracias a los fondos concursables Cultura Emerge.




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Diario de una pandemia en Solanda, barrio fino

Días pretéritos e imperfectos

Mi papá está internado. Hace meses, después de la biopsia, las infecciones se volvieron su karma. Estoy en la sala de emergencia y espero resultados de sus análisis. Desde esta fría silla de plástico todo luce distinto. Hace unas horas estaba en una butaca, junto a Richie, compañero de códigos estéreos, coreando covers de una banda argentina. Ahora, aquí, en estos pasillos de hospital, todos corren con la urgencia de quien huye de la muerte. Hoy el alcalde impuso nuevas medidas para evitar la propagación del Covid-19 en la ciudad y una de ellas fue suspender los eventos masivos. Los protocolos de seguridad lo invaden todo. Es la 01h00 y nos acaban de evacuar para desinfectar el área. Los guardias tienen órdenes de no dejar ingresar pacientes mientras dure este procedimiento. Pobre la señora con niño en brazos o el anciano que llama a la puerta de Emergencias. El «guardita» les sugiere que se busquen otro hospital. Miro el reloj y las manecillas no avanzan. Mis vecinos de banca y espera dicen que lo peor apenas comienza.

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Encierro

Estamos todos en casa. La doctora que atendió a mi papá dice que es mejor que esté aquí mientras dura el confinamiento. Las cosas se pusieron feas en el hospital: cada vez hay más personas con Covid. No se sabe cuánto tiempo durará el encierro. Dicen que máximo dos semanas.

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Los primeros días son llevaderos. Hace más de tres años que trabajo como freelance por lo que mi oficina sigue siendo la misma. Lo raro es ver a mi hermana menor recibiendo clases de escultura a través de Zoom o a mi sobrino de tres años intentando mantener la atención en la pantalla de la computadora, donde aparecen los compañeritos que hace poco conoció en la guardería.

Han pasado más de dos semanas. No hay respuestas. En las noticias dicen que el virus, que se originó en Wuhan, China, ya se regó

por todo lado.

Aquí los casos aumentan por cientos y las muertes también.

El «bicho» llegó para quedarse por una temporada larga.

Empiezo a desesperarme.

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Odio la pandemia, las malas noticias, las nuevas medidas.

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Para salir de casa hay que usar mascarilla, protector, gafas, guantes, traje. Me siento una especie de astronauta a distancia. El atuendo ridículo es el que nos «protege» hasta de lo cercano porque el contacto con los otros podría resultar mortal. Hay que evitar que la gente se acerque y esterilizar absolutamente todo.

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Ayer vino Pao, mi amiga del colegio, a retirar un ovillo de lana que le ofrecí ya que no encontraba ninguna papelería abierta y lo necesitaba para un deber de su hija. Nos abrazamos al saludarnos. Un minuto después nos invadió la culpa. Se supone que es riesgoso, que no debimos hacerlo. Nos disculpamos. ¿Hay algo más triste que disculparte por abrazar a la gente que quieres?

Esta situación me destroza, me deprime.

Es hora de entregarse por completo al aislamiento.

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Día 17 Registro el aislamiento como una forma de no perder la noción del tiempo. Llevo días subiendo fotos a mi Instagram. Son mis postales del confinamiento. Los hashtags que uso son #cuarentena #covid19 #quédateencasa y también con #locolectivonossalva, etiqueta que propuso un grupo de fotógrafos para juntar imágenes en las que personas de distintas latitudes cuentan cómo están pasando este momento de mierda.

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He tomado fotos: de mi hermana frustrada por no lograr sus ejercicios de dibujo; de mi sobrino aburrido sin su guardería; de mi papá desesperado por no poder salir a caminar. También de mi cara atravesada por la poca luz que se filtra por mi ventana; de las calles desoladas y enmudecidas; de las casas vecinas, los libros que empiezan y de la planta de marihuana que murió antes de tener cogollos.

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Día 20 Hoy lloré con el relato del poeta Cristian Avecillas: Guayaquil “de mis pavores”. Ahora le llaman la “Wuhan de Ecuador” porque la pandemia en esa ciudad no da tregua y cada tanto la tristeza y el horror aumentan por las noticias sobre el número de fallecidos, el colapso del sistema de salud, los casos de corrupción del Gobierno de turno. Lloré por la impotencia, por la orfandad, por las historias donde la gente se inventa de todo para no dejar que los cadáveres de sus seres queridos se pudran en las casas; por los gritos que piden información sobre pacientes que ingresaron a los hospitales, en medio de la emergencia, y pasaron a formar las pilas de cuerpos arrumados en bodegas. Lloré por los muertos que yacen en las veredas y por los ataúdes de cartón. Morí un poco al ver la fotografía de una calle en Sauces, donde un cadáver está sobre el sillón, cubierto por un parasol, y con un cartel que dice: «Hemos llamado al 911 y no hay ayuda».

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La muerte ya no es una idea lejana.

Ahora es el animal salvaje y hambriento que acecha en la esquina.

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Día 42 Me he convertido en una voyeur. Desde mi ventana veo todo: los ciclistas con mascarilla, los comerciantes clandestinos, los chicos del barrio y su nuevo saludo de codito.

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Siento que todo lo externo es lejano y que esta casa se transformó en el búnker dónde logramos estar a salvo. A veces imagino qué pasaría si el virus llegara a traspasar la seguridad del búnker. Si, astutamente, el «bicho» burla las defensas de sus vigilantes.

Seguramente inflaríamos las cifras de gente que espera por atención en las afueras de los hospitales o que pregunta desesperadamente dónde conseguir respiradores o tanques de oxígeno.

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Lo cotidiano Día 46 Mis papás están en el mismo espacio, pero cada uno sumergido en una actividad distinta. Mi mamá se entretiene con la costura y mi papá mira a través de la ventana. Afuera continúa el caos, pero en el búnker hay un silencio cómodo. Desde el otro extremo los observo y tomo una foto con mi celu. Es un momento, una escena que quiero conservar. Descubro en esa captura un lugar más seguro que el «bicho» no podrá franquear. Al final, las imágenes y los recuerdos no se pueden infectar. La foto será la inmortalización de estos instantes y de una nueva forma de vivir sin contacto con el exterior.

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Día 53 Hurgo en los espacios íntimos de mi casa. Las habitaciones son esos refugios donde podemos ser nosotros mismos y a los que acudimos dentro del encierro cuando estamos un poco hartos. Cada uno de los cuartos de mis hermanos es un universo. Mi hermana menor convirtió su habitación en una sala de exposición con los trabajos que le dejan en sus clases virtuales. Mi hermano, en cambio, toca la guitarra o el piano. Mis papás rezan la novena en su dormitorio cuando llega la noche. Todos intentamos sobrellevar el aislamiento de distintas maneras.

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Yo los retrato. Esa es mi manera.

Me he propuesto capturarlos para no perderlos. Quiero construir una trinchera con sus expresiones.

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Día 96 Mi padre celebró su día construyendo un huerto. Lo hizo para no deprimirse. Cuando habla de la pandemia dice que jamás vivió algo similar. Y eso que él, con su más de medio siglo a cuestas, ha visto de todo: derrocamientos, desastres naturales, paros, conflictos armados. La pandemia para mi pa es el atentado más grande contra la libertad, porque por culpa del COVID-19 ya no es dueño de su tiempo y ahora tiene que ajustarse a los horarios de circulación, toques de queda o estados de excepción.

Tampoco los espacios están disponibles para él y, aunque se acerca su jubilación, no puede hacer planificación alguna porque todo será posible «cuando esto pase». Ni siquiera tiene la libertad de abrazar o respirar porque el virus is in the air y en cualquier momento puede atacar.

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No le queda más que armar estrategias al interior del caracol.

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Día 98 Hoy nos olvidamos del virus.

En la terraza, mi mamá y papá arreglan el huerto. Mis hermanos y Gael, mi sobrino, están jugando en círculo. Ríen como si nada más importara que ese instante de felicidad.

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Esto es lo más cercano a la libertad en el cautiverio. No hay restricciones ni trajes de astronautas. No hay miedo. Estas simples rutinas son un conjuro contra todo peligro.

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Día 114 La terraza se volvió sala de estar, gimnasio, patio, playa, campo y lugar de encuentro con los vecinos. Observo una hilera de escenas simultáneas: al frente, unos cuelgan la ropa, otros disfrutan de una parrillada, siguen los que improvisan un salón de belleza y vuelan cometas. Hace poco también descubrí que tengo un vecino militar, por la cantidad de uniformes mojados en los cordeles.

Veinticinco años viviendo en Solanda y nunca tuve tanto tiempo para mirar con detenimiento. Desde acá pude registrar la pelea

de un vecino con el ladrón del barrio y a dos «vecis» que no aguantaron las ganas de ponerse al día y se encontraron en la esquina. Hay horas en las que me inclino sobre la baranda y veo cenitalmente, a través del lente de la cámara, a la gente que pasa con sus trajes de astronautas.

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La división es obvia: la calle es el lado oscuro, el inframundo, y las terrazas son los paraísos donde la gente vive el exilio.

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Día 164 La foto de hoy es la de mi mamá en su máquina de coser, sumergida en la confección de un vestido. Cuando miro las imágenes que he tomado durante los últimos cinco meses y medio, y que he subido a diario a mi cuenta de Instagram, que ahora es mi bitácora del encierro, no dejo de sorprenderme de la cantidad de lugares que desconocía en mi casa. El búnker es por dentro un enorme teatro, con múltiples escenarios y actos cotidianos. A mí me gusta registrar esos actos en blanco y negro, porque esta especie de obra que interpretamos, que por ahora no tiene mucho de algarabía, encierra una potente y extraña belleza. Por ahí dicen que si la pandemia se vuelve llevadera es porque estás con las personas correctas. Estoy convencida de que el elenco que me tocó es de lo mejor.

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Día 178

Fin del estado de excepción. Se acabó el confinamiento, pero el COVID-19 permanece. Dicen que el posible final vendrá con la inmunización general. Eso puede llevar meses, años. Nadie lo sabe con certeza. Existiremos en una «nueva normalidad» donde tendremos que sortear con más frecuencia los encuentros con la muerte.

Será más difícil resguardarnos ahora que retomamos el contacto con el exterior, pero siempre hay en las fotos una forma de volver a esos lugares de efímera libertad en los que dejamos de ser vulnerables.

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«El búnker es por dentro un enorme teatro, con múltiples escenarios y actos cotidianos. A mí me gusta registrar esos actos en blanco y negro, porque esta especie de obra que interpretamos, que por ahora no tiene mucho de algarabía, encierra una potente y extraña belleza. Por ahí dicen que si la pandemia se vuelve llevadera es porque estás con las personas correctas. Estoy convencida de que el elenco que me tocó es de lo mejor.»

El diálogo entre texto e imagen nacidos desde el encierro, físico y metafórico, es la espina dorsal de Tres damas de la imagen. Este catálogo se hizo con el apoyo del Ministerio de Cultura y Patrimonio y el Instituto de Fomento a la Creatividad quienes pensaron este proyecto desde la digitalidad suprimiendo un eslabón dentro de la producción editorial: la línea de impresión. Si antes existía alguna duda sobre la viralidad digital, el mundo pandémico en el que vivimos ha obligado que los libros se conviertan en pixeles entre las manos por fines prácticos. Las damas creadoras de estas imágenes –Marcela Ribadeneira, Natalia Rivas, Natalia Monard– y quienes hacemos Doble Rostro –Sandra Araya y Diana Torres– esperamos que este catálogo cobre vida más allá de lo pragmático en un tiempo en que necesitamos tocarnos a pesar de nuestros temores.


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