Catalina Puentes

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VIOLENTOS

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sucesos QUE

SACUDIERON

BOGOTÁ 1


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CARTA AL LECTOR Después de recorrer treinta dècadas de terrorismo y violencia en bogotá solo me queda algo por decir: La violencia, la guerra y el terror que por años nos han infundado el nacotràfico, los grupos al màrgen de la ley, la guerrilla y los paramilitares no se va acabar de un dìa paraotro. nos falta todavía un proceso más duro: la reconciliación. Si no aprendemos a perdonar y enterrar con la época más violenta quew ha tenido colombia, jamás podremos ser un país, y mucho menos una ciudad de ejemplo mundial.

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TOMA DEL PALACIO DE

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JUSTICIA E l 6 de noviembre de 1985, mientras el país enfrentaba los embates del narcoterrorismo, la otra guerra, la del Estado contra las guerrillas, se instaló por dos días en plena plaza de Bolívar, en el corazón del poder en Colombia.

Fueron 28 horas de horror durante las cuales el Palacio de Justicia, sede de la Corte Suprema y el Consejo de Estado, quedó reducido a escombros por los violentos combates entre Ejército y guerrilla, y por los tres incendios que asolaron la edificación durante la toma y la retoma. Treinta años después, la justicia colombiana está lejos de haber establecido lo que realmente ocurrió en esos dos días de noviembre. Tanto así que uno de sus últimos movimientos, precisamente, apunta a revivir los primeros momentos de la tragedia: el proceso de identificación de las casi 100 víctimas mortales del holocausto.

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La zozobra que hasta hace unas semanas parecía exclusiva de las familias de los once desaparecidos históricos –Carlos Augusto Rodríguez Vera, Irma Franco, Cristina Guarín, David Suspes, Bernardo Beltrán, Héctor Jaime Beltrán Fuentes, Gloria Stella Lizarazo, Luz Mary Portela, Lucy Amparo Oviedo Bonilla y Gloria Anzola de Lanao– se multiplicó por decenas. ¿La razón? Incluso hoy, muy pocos de los deudos pueden decir con certeza que en 1985 enterraron a sus muertos. De hecho, la Fiscalía no descarta realizar una exhumación masiva, en un proceso que tomaría al menos otros dos años. Ahora, para tres de las familias de los desaparecidos terminó la búsqueda. Lucy Amparo Oviedo, Luz Mary Portela León y Cristina Guarín volverán a los suyos: padres, madres y hermanos murieron, sin embargo, esperándolos.

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as familias de Libia Rincón de Mora y María Isabel Ferrer de Velásquez viven la otra cara de la moneda: de un momento a otro, se enteraron de que las tumbas de sus muertos eran ajenas. Más doloroso aún, esa historia de revictimización se habría repetido decenas de veces. Pero la suerte de los desaparecidos no es la única herida abierta de uno de los procesos judiciales más largos y controversiales en la historia del país. La Fiscalía acaba de abrir un nuevo capítulo, el de las torturas a los sobrevivientes, por el que serán investigados cuatro generales, y avanza, contra dos de ellos, en un proceso por homicidio fuera de combate, otro crimen de lesa humanidad que no prescribe. ¿Financió la toma del M-19 el capo del cartel de

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Medellín Pablo Escobar? ¿La desprotección del palacio fue una trampa para atraer a la guerrilla y asestarle un golpe mortal al agónico proceso de paz del gobierno Betancur? Y ¿hubo o no vacío de poder –en varias sentencias se menciona incluso un “golpe de Estado transitorio”– en esos dos días que pusieron a prueba la institucionalidad colombiana? Hoy, cuando se habla de paz con las Farc y de la posibilidad de que los militares condenados por hechos de la guerra puedan recibir condenas alternativas a cambio de verdad, algunos de los implicados en el expediente del palacio han empezado a contemplar algo que han negado por décadas: que en esos dos días de furia no solo el M-19, que asaltó a sangre y fuego una sede civil, cometió graves crímenes de guerra y de lesa humanidad.

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res días antes del ataque del M-19, la Policía que cuidaba el Palacio de Justicia fue relevada. Hasta hoy, las autoridades militares y policiales de la época no han podido explicar por qué se tomó esa decisión, que facilitó el asalto; más aún cuando había plena certeza de que la guerrilla intentaría atacar a las altas cortes. Así lo admitió en un debate en el Congreso el entonces ministro de Defensa, Miguel Vega Uribe, quien reconoció que se conocía por inteligencia de un plan del M-19 para tomarse el Palacio y hacer rehenes a los magistrados. El 30 de septiembre de 1985, consta en expedientes, el tema fue examinado en un consejo de seguridad al que asistieron los directores del DAS, de la Policía y el Ministro de Gobierno. Incluso se envió una carta a la Corte Suprema para advertir sobre las amenazas que pesaban sobre algunos magistrados. Un fallo del Consejo de Estado contra la Nación dice que, sin embargo, se retiró la seguridad, “sin que al respecto se encuentre en el proceso justificación o explicación alguna para tomar tan irresponsable determinación”. La tragedia de los que no aparecieron Los absurdos cometidos en la identificación y entrega de los cuerpos de las víctimas del palacio están, como se demostró este mes, ligados a la que por tres décadas fue la herida más visible de la tragedia: la de los desaparecidos.

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la 1:05 de la tarde del 9 de abril de 1948, Jorge Eliécer Gaitán, a quien se consideraba como el más firme candidato a la presidencia de Colombia por el partido Liberal, recibió tres impactos de bala que, posteriormente, le causarían la muerte. La Avenida Jiménez con carrera séptima, a unos pasos de la Iglesia San Francisco, fue testigo del inicio de uno de los hechos más recordados en la ciudad desde su fundación: El Bogotazo. Gaitán salía de su oficina a encontrarse con un joven estudiante de Derecho de origen cubano de nombre Fidel Castro, a quien, según dicen, le concedería una entrevista con motivo del Congreso de las Juventudes Latinoamericanas. La cita nunca se daría y ese mismo día, sobre las tres de la tarde, Gaitán moriría en la Clínica Central, producto de dos disparos en la cabeza y uno en el pecho. Según testigos, el autor material del magnicidio fue Juan Roa Sierra, quien murió linchado rápidamente por la muchedumbre enfurecida, lo que en gran medida no dejó muchos indicios para investigar los móviles de su asesinato así como de la autoría intelectual. ‘Que lo mató la CIA, que lo mató el Gobierno, que lo mataron los conservadores, que lo mataron los comunistas, que lo mataron los Estados Unidos’... La incertidumbre, la rabia, la impotencia e inconformidad de miles de bogotanos, la mayoría de los sectores más pobres de la ciudad, que veían en Gaitán su esperanza política de un país con menor

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desigualdad económica y con una Reforma Agraria justa, se desató en un frenesí de violencia y destrucción que como nunca sacudió los cimientos de la capital. La ciudad fue devastada por los enfrentamientos, calle a calle, entre partidarios liberales y conservadores, entre el Estado y los alzados en armas, entre los saqueadores y quienes trataban de recomponer el orden de una ciudad. Tras varios días de revueltas quedaría el pavoroso saldo de cerca de 3.000 personas muertas o desaparecidas y más de 146 edificaciones destruidas, sobre todo, al centro de la ciudad. Las revueltas tendrían su eco en otras ciudades del país y ‘El Bogotazo’ daría inicio a lo que los historiadores llaman como el pico y el inicio de la época de La Violencia, tras la cual más de 200.000 colombianos perecerían a causa de la guerra partidista. Quién fue Jorge Eliecer Gaitán Nacido el 23 de enero de 1903 en Bogotá, Gaitán, originario de una familia de extracción humilde, logró acceder a la educación formal hasta los 11 años. Abogado de profesión, se convirtió profesor de la Universidad Nacional de Colombia. Posteriormente cursaría, en 1926, su doctorado en Jurisprudencia en la Real Universidad de Roma, Italia. Sacado de: Colombia aprende

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Ga

Luis 3 Carlos ¿

Ya llegó el candidato?», le preguntó afanado a un policía que vigilaba la entrada a Soacha, al borde de la Autopista Sur. José Herchel Ruiz, fotógrafo de CROMOS, había llegado retrasado a la cita, por cuenta de los trancones monumentales de las horas pico que para entonces ya estaban volviéndose una tradición en Bogotá. Semanas atrás, se había puesto a disposición de la campaña de Luis Carlos Galán Sarmiento para tomar, a destajo, fotografías oficiales de las manifestaciones públicas del precandidato, que aspiraba a ser el representante del partido Liberal en las elecciones presidenciales de 1990, si ganaba la consulta popular de marzo, en la que se enfrentaría a Hernando Durán Dussán, Ernesto Samper Pizano y Alberto Santofimio Botero.

Era, por así decirlo, un pecado venial que solían cometer los fotógrafos de los medios en tiempos electorales: vender su trabajo a las campañas para sumar ingresos extras, sin perjudicar al medio para que el que laboraban. De manera que José Herchel, a eso de las seis y treinta de la tarde, le pidió a su jefe,

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alán

Alfonso Durier, que lo cubriera mientras cumplía con el compromiso de ir a Soacha, donde Galán iba a pronunciar un discurso frente a una multitud que luego se calculó en más de 7000 personas. Pero cerca de las siete de la noche no había taxista que se atreviera a cruzar la ciudad desde la calle 70 con carrera novena, la sede de CROMOS, hasta Soacha, un viaje que podía ser interminable a esa hora. Al último taxista que abordó, José decidió ofrecerle el doble de lo que costara la carrera. Fue la única forma de convencerlo. Una vez en Soacha, y preocupado por la tardanza, preguntó al policía: «¿Ya llegó el candidato?». No es que Soacha haya cambiado mucho en los últimos 25 años. En la carrera séptima, que va directo hasta la plaza desde la Autopista Sur, se notan algunas edificaciones nuevas, pero, en general, el ambiente es similar. Puestos de negocios se apostan a lado y lado de la vía y una multitud de peatones va y viene, concentrada

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en sus quehaceres cotidianos. A la altura de la calle dieciséis, Jos vestido de gorra y chaleco gris, escarba entre su mente los recue de aquella noche horrible de la historia de Colombia en la que el candidato más carismático de la última mitad del siglo XX, considerado como el hombre destinado a sanear la política de la corrupción y, sobre todo, de las garras del narcotráfico, iba a caer asesinado por sicarios a sueldo de Gonzalo Rodríguez Gacha, alias El mexicano. La mañana de aquel 18 de agosto había sido más bien sombría. El comandante de la policía de Medellín, coronel Valdemar Franklin Quintero, había sido asesinado en su carro cuando se dirigía a su oficina. Los propios hombres del coronel habían desarticulado el 4 de agosto un atentado contra Galán en la capital antioqueña, lo cual había puesto en evidencia el peligro que corría Galán si continuaba apareciendo en la plaza pública. El asesinato del comandante era, para ese momento, la gota que rebosaba el vaso.

Tanto así que la visita de Galán a Soacha, según recuerda José Herchel, estuvo a punto de ser cancelada. Y la prueba es que é mismo, a mediodía, visitó la sede de la campaña, en Teusaqu para preguntarle a Germán Charry, jefe de prensa de la campañ había algo que hacer ese fin de semana. «Por ahora no hay nada le contestó de inmediato, aunque en un último instante decid ir a confirmar. «Él me dejó solo por unos minutos –recuerda José Herchel– y al rato volvió: “Hermano, sí, me acaban de decir que definitivamente Galán sí va a ir a Soacha esta noche, así que le recomiendo ir a cubrir el evento”».

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DAS

ATENTADO AL

El miércoles 6 de diciembre de 1989, el narcoterrorismo dinamitó la sede del organismo. Más de 50 personas murieron. En 1989, el cáncer del narcoterrorismo hizo metástasis en Colombia. Los magnicidios políticos se multiplicaron, la justicia y el periodismo se convirtieron en blancos móviles, ni siquiera el fútbol profesional pudo entregarle estrella de campeón a alguno de sus equipos. Todo por cuenta de una organización criminal que no se cansó de perpetrar delitos de lesa humanidad, que apenas 20 años más tarde vuelven a ser investigados a partir de un denominador común: todos tuvieron origen en los tentáculos de la mafia. La justicia de hoy quiere volver a atar los cabos sueltos, pero la de hace 20 años lo tuvo claro y pagó el costo. Desde agosto de 1988, cuando el país conocía el rostro de las más espantosas masacres, la jueza segunda de orden público, Marta Lucía González, probó que detrás de la oleada de violencia selectiva existía un triángulo perverso con un foco geográfico de irradiación: Pablo Escobar Gaviria, Gonzalo Rodríguez

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Gacha y Fidel Castaño, con sus sicarios motorizados y autodefensas en expansión desde la región del Magdalena Medio. Así lo consignó en una providencia que provocó su exilio, y como no pudieron matarla, asesinaron a su padre, Álvaro González, en mayo de 1989. Y por confirmar la decisión, la jueza María Helena Díaz Pérez corrió la misma suerte, en julio. Meses después, el fallo fue revocado y los involucrados volvieron a sus andanzas, pero hilando acontecimientos, hoy queda claro que desde la masacre de La Rochela, en enero, hasta el atentado contra el DAS en diciembre, todos los hechos fueron cometidos por la misma red de asesinos. Fueron decenas de víctimas que mes a mes el cartel de Medellín, con sus socios de otras mafias, fueron silenciando. La racha de 1989 concluyó a las 7:33 de la mañana del miércoles 6 de diciembre, cuando un bus cargado con 500 kilos de dinamita explotó junto al costado oriental de la sede del DAS, ubicada en el sector de Paloquemao en Bogotá, provocando destrozos en tres kilómetros a la redonda, la muerte a más de medio centenar de personas y heridas al menos a otras 600.

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odo por tratar de asesinar al director del organismo, Miguel Maza Márquez. Diez días antes, la misma organización terrorista había ‘volado’ un avión con 107 pasajeros y tripulantes a bordo, y esa misma semana se quemó en la puerta del horno una reforma constitucional que pretendía airear la democracia, porque un grupo de senadores y representantes quiso agregarle al acto legislativo un referendo ciudadano

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sobre la extradición. El gobierno Barco retiró la propuesta y con el sinsabor de un Congreso en entredicho, cayó el telón del año en que el narcoterrorismo cambió la historia de Colombia. La bomba contra el DAS fue el epílogo. Así lo recuerda el diseñador gráfico Mauricio Alonso, desde hace 26 años funcionario del organismo. “Ese día en la buseta me encontré con mi compañera Josefina, que trabajaba en Bienestar Institucional. Conversamos sobre el vitral navideño que estábamos creando en el costado oriental. Ingresamos juntos al edificio y nos despedimos en el segundo piso. Yo entré a una reunión y ella subió al sexto piso, a revisar el vitral. A los pocos segundos estalló la bomba. Yo sobreviví. Josefina murió”. Lo demás, como lo rememora Mauricio, nunca podrá olvidarlo Colombia. Techos derruidos, desperdigados arrumes de ladrillo, vidrio o metales, carros retorcidos, edificaciones sin fachada, más de 200 establecimientos comerciales reducidos a escombros, y detrás de la destrucción, la tragedia humana. Más de 50 muertos “y pedazos de seres humanos por todas partes”. Sacado de: el espectador

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AL 5 BOMBA ESPEC

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l sábado 2 de septiembre de 1989, el periódico fue blanco de un atentado terrorista orquestado por Pablo Escobar y sus sicarios. Eran las once de la noche del viernes 1º de septiembre de 1989 cuando Juan Bejarano, entonces jefe de despachos del periódico El Espectador, recibió una llamada en su oficina. Al otro lado de la línea le habló el supervisor del personal de vigilancia para comentarle una extraña

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ECTADOR

situación: un desconocido solicitaba permiso de los celadores para parquear un camión varado en las instalaciones del diario. Su respuesta fue tajante. No lo autorizó porque los vehículos para cargar el periódico empezaban a llegar a las dos de la mañana y necesitaba espacio libre para organizarlos. Ante la negativa, el sujeto pidió ayuda a uno de los vigilantes y a dos policías que

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patrullaban la zona para empujar el vehículo hasta el costado sur del diario, justo al lado de una estación de gasolina. Al día siguiente, hacia las 6:30 de la mañana, cuando Bejarano terminó su turno de trabajo, vio el camión estacionado mientras esperaba un bus que lo llevara a su casa. Había recorrido apenas unas cuadras cuando escuchó la explosión. Supo que se trataba de una bomba y de inmediato tuvo la convicción de que el blanco había sido el periódico. El reloj marcaba las 6:43 minutos. El atentado terrorista había sido perpetrado usando el camión, que contenía una poderosa carga de dinamita.

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En ese momento, después de una larga jornada nocturna para preparar la edición dominical, ya no había periodistas en el diario. Solo estaban una empleada de servicios generales y la encargada del conmutador, Margarita Clopatofsky, quienes apenas comenzaban su trajín. Hoy, 25 años después, Margarita recuerda que al sentir el estruendo creyó que se trataba de un terremoto. “Caían vidrios y escombros por todas partes. Una nube de polvo lo cubrió todo. Yo corrí a una esquina, me acurruqué y le imploré a la Virgen Santísima que me protegiera”. No hubo víctimas mortales, pero sí 73 heridos entre vigilantes, transeúntes y pasajeros de buses. La noticia del atentado trascendió de inmediato y poco a poco fueron llegando al lugar periodistas, empleados y directivos. Uno de los primeros en hacerlo fue Fernando Cano quien, junto a su hermano Juan Guillermo, había asumido la dirección de El Espectador desde 1986 tras el asesinato de su padre, Guillermo Cano Isaza. A raíz de las constantes amenazas del narcotráfico, en 1989 los hermanos tuvieron que marchar al exilio. Fernando fue el primero en regresar, apenas una semana antes del atentado, y ni siquiera había retornado a sus labores en el diario. . sacado de: el espectador

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Atentado contra

EL NOGAL N No hay reparación que valga para las víctimas de la bomba del 7 de febrero del 2003. Dicen que aún hay culpables en la impunidad.

Hace casi diez años Blanca recorrió siete hospitales, fue a la morgue de Medicina Legal, gritó por las calles buscando una respuesta, pero nunca encontró vivo a su esposo. Las lágrimas de un técnico de criminalística fueron la antesala del peor momento de su vida. Ella se cogió la cabeza y quedó inmersa en un limbo. Su esposo, Marco Tulio Hernández, de 35 años, asistente de cocina, estaba muerto y los sueños de su familia sepultados bajo los escombros. “Todos los días me levanto y me pregunto: ¿A quién espero?”, dice Blanca, quien por muchos años se resistió a creer que su pareja había fallecido dejando a dos niñas y una casa llena de sueños a medio construir. A esta familia, la muerte le había anunciado su llegada. “Marco me dijo que si se moría le guardara luto por dos años y que me volviera a casar”,

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recuerda Blanca. Hoy, el olor a llanta quemada, a humedad y el recuerdo de los cortocircuitos y las llamas de aquel viernes 7 de febrero del 2003 todavía se sienten como relámpagos en un día normal. Diez años después de que las Farc hicieran estallar un carro bomba en el club El Nogal, en el norte de Bogotá, a las víctimas y a sus familiares les sigue doliendo la tragedia que llegó esa noche. Para ellos es irreparable su pérdida y la ausencia de justicia total, porque pese a que hay cuatro condenados, ‘el Paisa’, jefe de la columna ‘Teófilo Forero’ y señalado de ser el autor intelectual del atentado, sigue libre y delinquiendo. Las otras historias Yackeline Grande tenía un ideal. “Quería tener una familia completa, porque yo sufrí la ausencia de un padre. Me duele que la historia se repitió con mis hijos”. Ricardo Martínez, su esposo, trabajaba como

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guarda de seguridad. Le faltaban ocho días para salir a vacaciones y estar con sus tres hijos. “Él los amaba”, dice Yackeline, aferrándose a un retrato. La bomba explotó cuando llegaba a la carrera 7a. “El neurocirujano que lo atendió en la clínica El Country, a donde llegó como un N.N., dijo que le habían sacado restos de piedras y varillas de su cabeza”, recordó. El drama de esta mujer se extendió cuatro meses más, en los que se ilusionó con la recuperación de su esposo cuando soportaba la angustia de cada operación que le hicieron, de verlo deforme, de sentir miedo cada vez que deliraba a causa de la anestesia. “A él le comenzó a salir un líquido de su nariz. Los médicos no lo pudieron salvar. Murió el 13 de mayo a las 4 de la tarde”, agrega Yackeline.

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La madre de Ricardo también lo recuerda. “Días antes de morir mi hijo llamó a decirme: ‘Feliz día de la Madre’. Nunca más lo volví a ver despierto”, contó esta mujer a quien los años no le han servido para perdonar. “Esté donde esté, siempre siento ese dolor. No puedo perdonar a los culpables, no creo que se arrepientan. Los terroristas firman un papel y al otro día salen a matar a más inocentes”. Otras víctimas han tratado de superar la tragedia aferrándose a Dios. “Él empuja mi silla de ruedas”, cuenta Sonia Verswyvel. A ella la explosión la sorprendió cuando cenaba con su hijo en el club, a quien se le quemó su cuerpo y parte del rostro. Sonia nunca más caminó, pero volvió a creer en la vida y ahora lucha por decenas de personas en condición de discapacidad.

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CAÍDA DEL 7HK1803 DE E

Eran las 7:19 minutos del lunes 27 de noviembre de 1989. La noticia trascendió de inmediato: un avión Boeing 727 de la empresa Avianca había explotado en el aire en inmediaciones del municipio de Soacha (Cundinamarca). En los primeros minutos se creyó que se trataba de un accidente aéreo, pero con el curso de las horas y la comprobación técnica días después, se concretó la verdad. Una vez más, el narcoterrorismo del Cartel de Medellín había perpetrado un atentado que dejó 107 personas muertas. Esa mañana, cuando el reloj marcaba las 7:13, el HK 1803 de Avianca, piloteado por el capitán José Ignacio Ossa, decoló sin novedades hacia la ciudad de Cali. Dos minutos después, el capitán Ossa se reportó a la torre de control para informar que se encontraba sobre el faro de control de Techo. Pero segundos después se perdió contacto con la aeronave. En ese momento, habitantes de Soacha empezaron a comunicarse con los medios para informar que habían visto un avión explotando en el aire.

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AVIÓN

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AVIANCA Y en efecto, el HK 1803 se fragmentó en pedazos y los cuerpos destrozados de los 107 ocupantes quedaron esparcidos en un área de cinco kilómetros sobre el cerro Canoas, en el área rural de Soacha. Cuando se confirmó la nefasta noticia, se vivió una situación en extremo dolorosa. Los familiares de los ocupantes del avión, la Fuerza Pública, los organismos de socorro y los periodistas, entre otros, se precipitaron al cerro Canoas para tratar de encontrar sobrevivientes del espantoso atentado terrorista. Sin embargo, las expectativas de vida se esfumaron muy rápido. Entre hierros retorcidos, pedazos del avión, maletas, documentos o girones de vestidos, lo único que quedaron fueron los cuerpos mutilados de 107 ocupantes del avión. La imagen no pudo ser peor. Horas después, envueltos en bolsas negras de polietileno, en medio de un valle de pequeños arbustos, vegetación plana y maleza, fueron colocándose los cadáveres en una fila siniestra. La tragedia se tomó ese lunes de noviembre de 1989.

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Aunque desde el principio, las autoridades aeronáuticas albergaron la expectativa de que se hubiese tratado de un accidente por razones técnicas, poco a poco se fue develando el misterio del atentado terrorista. Sobre todo porque a los medios de comunicación se reportaron desconocidos para anunciar que había sido una nueva acción de Los Extraditables, y porque los vecinos del cerro Canoas, en la inspección de El Charquito, daban fe de cómo el avión de Avianca había explotado en el aire. La Aeronáutica Civil, la Fuerza Aérea y las autoridades judiciales, con el apoyo de la Oficina Federal de Investigaciones de Estados Unidos (FBI) aumentaron sus investigaciones, mientras los medios de comunicación ahondaron en detalles sobre un hecho inusual que empezó a reforzar la idea de que se había tratado de un atentado terrorista. Fue un singular episodio sucedido el domingo 26 de noviembre, que dejó una clara evidencia del comportamiento de los criminales para fraguar su delito. Un individuo que se identificó como Julio Santodomingo acudió la tarde del domingo 26 al Puente Aéreo de Eldorado y compró dos tiquetes para el primer vuelo del día siguiente a Cali. Los pagó en efectivo y el segundo pasaje quedó

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registrado a nombre de Alberto Prieto. Al día siguiente, el mismo individuo tramitó los dos pasabordos y no registró equipajes. Ambos pasajeros ingresaron a la sala de espera pero en el momento del último llamado, uno de ellos argumentó un inconveniente y se retiró de la sala. Luego se constató que el HK1803 partió con una silla vacía, la 15F. Cuando las autoridades judiciales quisieron indagar por el comprador de los pasajes, comprobaron que el personaje desconocido había dado una dirección y un teléfono falsos. Cuando los medios especulaban sobre estos detalles, Avianca expidió una declaración para informar que de acuerdo a sus pesquisas, apoyadas por organismos internacionales, el siniestro aéreo había sido provocado por un artefacto explosivo. El entonces director de la Aeronáutica Civil, Yesid Castaño, no tuvo otra opción que emitir un resignado comentario: “yo entendía que este tipo de actos sólo ocurrían en países donde existen fuertes odios por cuestiones religiosas o étnicas, pero ocurrió en Colombia y fue un atentado terrorista”. A partir de ese momento quedó claro que una vez más el Cartel de Medellín había arremetido contra gente inocente.

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8ASESINATO

ALVARO GÓMEZ HURTADO

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A las 8 y 15 de la mañana del 2 de noviembre de 1995 el país se estremeció. El dirigente conservador Álvaro Gómez Hurtado fue asesinado por sicarios que le dispararon en su automóvil a la salida de la Universidad Sergio Arboleda. Pero aunque han pasado dos décadas del magnicidio, lo único claro hasta ahora es que ha reinado la impunidad. Hace pocos días, justo cuando el caso estaba ad portas de prescribir por cumplir 20 años, el fiscal general, Eduardo Montealegre, sorprendió al anunciar que el plazo se cumplirá en marzo de 2022. “Siguiendo la jurisprudencia de la corte, se amplía el término de prescripción teniendo en cuenta que hay personas pertenecientes a la fuerza pública que van a ser vinculadas en el proceso de la muerte de Gómez Hurtado”, explicó el funcionario. Poco después de esa determinación, la Fiscalía informó que ha vinculado al caso al general retirado Rito Alejo del Río, hoy preso por otro caso. Según el ente investigador, un paramilitar desmovilizado llamado Edwin Zambrano, alias William, declaró que en 1995 el general Del Río, entonces comandante de la Brigada XVII del Ejército, realizó una reunión con paras y militares en las que resolvieron perpetrar varios asesinatos, entre ellos el del dirigente conservador. Con esta decisión la Fiscalía abre una nueva línea investigativa según la cual un grupo de militares, encabezados por Del Río, estuvo detrás de la planeación y ejecución del magnicidio. La familia del dirigente político rechazó esta medida, ya que considera que es otra cortina de humo y una nueva maniobra para desviar y dilatar la investigación.

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Lo cierto es que independientemente de la última tesis de la Fiscalía, la actuación de la justicia ha dejado mucho que desear a lo largo de dos décadas. Desde el inicio de la investigación hasta hoy, el caso ha girado alrededor de varias teorías sin resultados. En un primer momento, las autoridades detuvieron a un grupo de personas de Sincelejo señaladas por un supuesto testigo estrella de ser las responsables del asesinato. Tiempo después se demostró que los involucrados no tenían nada que ver y que ni siquiera estuvieron en Bogotá cuando ocurrió el crimen. Quedaron libres y el testigo fue condenado por falsedad. Fue la primera oportunidad en que se desvió el caso. Tras caerse esa teoría, surgió una nueva. Señalaba a integrantes de la desaparecida Brigada XX de Inteligencia como los responsables. El comandante de esa polémica unidad, el entonces coronel Bernardo Ruiz Silva, fue detenido junto a varios de sus suboficiales y algunos civiles. Según la investigación, en esa unidad existía un grupo conocido como ‘Cazadores’, que habría participado activamente, en reuniones y planes, con un grupo de civiles que tenían el objetivo de darle un golpe de Estado al entonces presidente Ernesto Samper, fuertemente cuestionado por el ingreso de dineros del narcotráfico durante su campaña presidencial, en el llamado Proceso 8.000. La hipótesis en ese entonces señalaba que asesinaron a Gómez Hurtado porque no estuvo de acuerdo con el plan y porque conocía la identidad de algunos de los supuestos golpistas. Después de permanecer detenidos varios años, en 2001 el

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coronel Ruiz y varios de los capturados recobraron la libertad por orden de la Fiscalía al no poder probar su responsabilidad en el magnicidio. Durante años la investigación quedó empantanada y en el más completo olvido. La familia del dirigente, encabezada por su sobrino Enrique Gómez Martínez, emprendió entonces una cruzada para hacer su propia pesquisa en busca de respuestas y justicia. Abrieron una nueva línea investigativa basada en la declaración del narcotraficante Hernando Gómez Bustamante, alias Rasguño. SACADO DE: EL ESPECTADOR

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Asesinato de

Jaime Garz贸n

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Jaime Hernando Garzón Forero (Bogotá, 24 de octubre de 1960 - Bogotá, 13 de agosto de 1999) fue un abogado, pedagogo, humorista, actor, filósofo, locutor, periodista y mediador de paz colombiano. Ejerció como Alcalde Menor de Sumapaz, localidad No. 20 del Distrito Capital de Bogotá durante la administración del Alcalde Mayor Andrés Pastrana Arango (1988 - 1990), e hizo trabajo social por encargo del Gobierno Nacional durante la administración de César Gaviria Trujillo (1990 - 1994). Su ingreso en los medios de difusión nacional lo harán un personaje reconocido y el pionero del humor político en la televisión colombiana.1 Jugó un papel importante en los procesos de paz de la década de los 90 en Colombia y en la liberación de secuestrados en poder de las FARC-EP. El 13 de agosto de 1999 fue asesinado en Bogotá por dos sicarios cerca de los estudios de la emisora Radionet donde trabajaba. En diferentes ocasiones, Garzón había expresado que era víctima de amenazas de muerte. Durante el proceso judicial, la defensa argumentó que hubo desviaciones a la investigación por parte del Departamento Administrativo de Seguridad D.A.S. (organismo de seguridad del estado), en connivencia con reconocidos políticos y miembros de las Fuerzas Militares. La muerte de Jaime Garzón es otro caso de crimen de Estado en Colombia que sigue sin resolverse.2 3 La resolución de acusación de la Fiscalía General de la Nación, la solicitud de expedición de una circular roja y la orden de captura en contra del prófugo ex integrante del Ejército, coronel en retiro Jorge Eliécer Plazas Acevedo, constituyen un avance importante en materia de justicia en el crimen de Jaime Garzón. Sin embargo, la negativa del ente investigador de declarar este crimen como delito de lesa humanidad es un obstáculo para la búsqueda de la justicia y la verdad.

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Por esta razón, familiares del periodista Jaime Garzón, conjuntamente con la Fundación para la Libertad de Prensa -FLIP-, la Comisión Colombiana de Juristas -CCJ- y el Colectivo de Abogados “José Alvear Restrepo” -CAJAR-, convocaron a la presentación del balance, a 15 años de su magnicidio, en cuanto a los progresos y dificultades en el enjuiciamiento de los principales determinadores. Las víctimas y sus representantes legales insisten en que el crimen de Jaime Garzón sea reconocido como de Lesa Humanidad. Por el homicidio de Jaime Garzón, hasta el momento, sólo ha sido condenado el

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comandante paramilitar Carlos Castaño en el año 2004, después de su muerte, mientras que el exsubdirector del DAS, José Miguel Narváez, fue vinculado a la investigación en 2011. En julio de ese mismo año, la familia Garzón Forero presentó una demanda contra el Estado colombiano ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos–CIDH-, por la participación de funcionarios públicos en el homicidio y por la incapacidad de la justicia nacional para perseguir y sancionar a todos los responsables en un periodo de tiempo razonable. Hoy, sigue siendo una deuda de la justicia con la familia de Jaime Garzón y el país, establecer completamente la cadena de mando que operó detrás de este crimen.

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Asesinato de

Rodrigo Lara Bonilla 42


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Falla el primer atentado Corría el mes de Abril de 1984. El lugar, un hospedaje conocido como Hotel Bacatá. Tres hombres se registraban con los nombres de Byron de Jesús, Carlos Mario, cuyo verdadero nombre era Iván Darío Guisao Álvarez, y el otro sujeto, Rubén Darío Londoño alias “Juan Pérez”. Los tres personajes en la tarde del 27 de abril salieron del hotel. Darío Londoño, les entregó a sus dos conocidos un Renault 12 de color verde, dos chalecos antibalas, un juego de armas y una granada de fragmentación por si tenían problemas. Su objetivo era “matar a un señor de Mercedes blanco quien supuestamente había robado a Juan Pérez, dos kilos de perica”. Fue así como Byron de Jesús y CarlosMario salieron hacia la oficina del señor del Mercedes Blanco (Ministro de Justicia) y él no estaba allí. Al ver frustradas sus intenciones decidieron salir hacia la ciudad de Medellín y acordaron encontrarse el domingo 29 de Abril un día antes de cometer el crimen. La Vencida Un día antes de celebrarse la fiesta de las madres, a las 7: 30 de la mañana, repicó el teléfono de la residencia ubicada en la calle 125 número 43 -53. Se trataba de uno de los altos mandos militares. Éste último, angustiado, le informó al ministro que los servicios de inteligencia detectaron un atentado contra su vida. Pese a las advertencias, las amenazas se convirtieron en rutina para el prominente funcionario del estado. En ese momento, Lara Bonilla optó por cancelar el viaje que tenía programado esa tarde a Pereira. No obstante, el ministro todo el día estuvo intranquilo.

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Se asomaba por la ventana de su oficina mientras le dictaba una carta a su secretaría . Ese mismo día ordenó hacia la 4: 30 P. M. que registraran a toda persona que entrara al edificio. Su esposa Nancy pasó coincidencialmente por la oficina de su esposo pero no quiso molestar. Entonces conversó unos minutos con las secretarias y comentó jocosamente que estaba vestida como una viuda. Nunca corrió por su mente que esas palabras dichas el primero de mayo serían ciertas. Después de beber agua en cantidades, el hombre más aborrecido por la mafia salió de su oficina hacia las 6:30 P. M., rumbo a casa, para dirigirse con su esposa a la fiesta de grado de María Bahamón, hija de unos paisanos. Domingo Velásquez arrancó como siempre, acompañado de dos carros escoltas; una camioneta gris Toyota Land Crusier, y una blanca. Esta última encabezaba la caravana y le correspondía escoger todos los días la ruta. En algunas ocasiones tomaban la carrera séptima, la calle cien, la avenida Suba, para saludar pronto a su hijo. También existían otras alternativas, como la Pepe Sierra y la 127. Esa noche, a media cuadra del ministerio, Lara ordenó cambiar de ruta y que cogieran la circunvalar, para llegar a casa y de esta manera cumplir con el compromiso. Mientras lo anterior sucedía, los sicarios, cazadores frustrados, salían a las seis de la tarde por su presa. Llegaron al ministerio y como no estaba el Ministro, Carlos Mario se inclinó a recorrer las calles de la ciudad en busca de su objetivo. Sin saber lo que vendría más tarde, Velásquez obedeció las instrucciones al pie de la letra. Siguiendo las claves usuales para la variación, hizo sonar el pito y simultáneamente realizó el cambio de luces, con lo cual su compañero y escolta delantera comprendió que no debía bajar a la carrera séptima, sino subir y tomar la circunvalar.

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Solo a dos cuadras de su destino final, miró por el retrovisor y vio al ministro tendido a la izquierda, quien no pronunciaba palabra alguna. Tampoco observó sangre. “Por fin el susto pasó. Llegamos sanos y salvos”, pensó Velásquez, quien se llevo la desilusión más grande de su vida al ver la impotencia de sus actos para salvar la vida de su jefe; pues siete de las 25 balas acabaron en segundo y medio con la vida de quien fuera la piedra en el zapato de los extraditables. De repente escuchó unos tiros y vio como su compañero tomaba afanosamente los manubrios de la motocicleta y aceleraba, mientras un carro escolta los perseguía. El parrillero accionó una ametralladora Ingram calibre 45, tal y como le enseñaron en la escuela de sicarios liderada por el judío Isaac Guttnam Estember. Esto fue una persecución digna de Hollywood. Los victimarios y sus perseguidores se volaron el semáforo de la avenida Suba. El Toyota con motor de persecución estaba

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cerca de su blanco. Carlos Mario, el parrillero de la moto que manejaba Byron, se sentía acorralado. Arrancó el seguro de la granada y la arrojó, con tan mala suerte que no le dio al vehículo pero si perdieron el equilibrio. Ambos se cayeron, rodaron por el suelo humedecido por la lluvia al intentar tomar la dirección que conduce a las Colinas de Suba. Darío Guizao Álvarez (Carlos Mario), murió por las múltiples fracturas

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en el cráneo, como consecuencia de la caída. Byron de Jesús Arenas, resultó herido cuando la moto le cayó encima en un brazo, momentos antes de que se produjera la primera captura de los asesinos motorizados con la modalidad del sicariato en Colombia.

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POZZETTO

NI CAMPO ELÍAS se suicidó, ni mató a la mamá el mismo día de la masacre de Pozzetto, ni intentó violar a la niña a la que le daba clases de inglés. Al menos esas son algunas de las conclusiones a las que llegó Edwin Orlando Olaya Molina, un técnico auxiliar de justicia especializado en criminalística que se dio a la tarea de reconstruir paso a paso los hechos de la tragedia que enlutó al país hace 20 años y que por cuenta del estreno de la película Satanás, basada en la novela de Mario Mendoza, ha sido revivida incluso por sus protagonistas. Interesado desde sus años de estudio en los perfiles de criminales en serie, llegó a la figura de Campo Elías Delgado, un ex combatiente de Vietnam que en diciembre de 1987 había segado la vida de 28 personas, la mayoría de ellas en un prestigioso restaurante de Bogotá, donde comían plácidamente. El caso le llamó la atención no solo por el amplio despliegue que le dieron los medios de comunicación, sino porque encontró algunas ligerezas que bien valían la pena ser aclaradas, entre ellas la de que Campo Elías era un asesino en serie.

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En principio éste fue un caso más de los que tomó en cuenta para su monografía de grado, pero más tarde, mientras dictaba conferencias sobre el tema, se dio cuenta de que eran demasiadas las preguntas que sobre Campo Elías que merecían ser respondidas. El resultado fue Pozzetto, tras las huellas de Campo Elías Delgado, un libro que reconstruye paso a paso lo que pudo haber sucedido durante los últimos cinco días en la vida de este criminal, tristemente célebre por la manera macabra y fría con la que llevó a cabo sus actos. En su momento, tanto periodistas como investigadores judiciales ataron cabos similares: En la mañana del 5 de diciembre, el asesino visitó a su estudiante de inglés en el barrio la Alhambra y la mató a ella y a la mamá. Luego regresó a su casa y liquidó a su propia madre; le prendió fuego al apartamento y mientras bajaba del edificio hacia la calle, masacró a seis personas más (todas mujeres). Ya en la acera, se dirigió hacia el barrio Sears (hoy Galerías) para despedirse de una familia, a la que le dijo que se iba de viaje, y finalmente, al anochecer, comió

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en el restaurante Pozzeto, en Chapinero, antes de acribillar a 19 comensales y terminar muerto tras el fuego cruzado con la Policía. Sin embargo, las versiones no fueron del todo concluyentes. Había testigos que decían que el ex combatiente de Vietnam había entrado disparando; otros, que había habido ráfagas de ametralladora y otros más, que Campo Elías se había suicidado. El propio Mario Mendoza, quien siempre dijo que se había basado en la masacre de Pozzetto y en la figura de Campo Elías para escribir Satanás, escribió como epílogo de la novela, que el matador se había pegado un tiro en la sien. Veinte años después, y con la pericia de ser un investigador especializado en criminalística, Edwin Olaya reconstruyó los hechos y llegó a sus propias conclusiones, las cuales pueden ser las últimas sobre el sonado caso y dan claridad sobre lo que ocurrió y quién era en realidad Campo Elías Delgado: 1. Campo Elías no se suicidó. Aunque algunos testimonios de testigos dieron para pensar que el asesino se autoaniquiló al verse acorralado por la Policía, y a pesar de que la investigación del juez 38 de instrucción criminal no concluye de qué manera murió el criminal, Olaya está seguro en

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afirmar que, de acuerdo con la trayectoria de las balas que ingresaron en su cráneo (cuatro en total), y de las manchas de sangre que salpicaron la pared, era prácticamente imposible que Campo Elías se hubiera podido disparar en la sien. “De hecho, ya tenía dos balazos en el pecho que lo tenían tendido en el suelo -dice Olaya-. Él no pudo darse muerte a sí mismo”. 2. Campo Elías no mató a su mamá el jueves 5, sino la noche anterior. Aunque el incendio en el apartamento de los Delgado, en la carrera 7 con calle 52, fue el que alarmó a los vecinos, muchos de los cuales resultaron muertos a manos del perturbado mental, Olaya estableció con base en testimonios de familiares del criminal y de vecinos del sector, que doña Rita, la madre de Campo Elías, fue muerta en la noche del miércoles 4 de diciembre, después de un fuerte altercado con su hijo, que acostumbraba a golpearla. Un examen final del cuerpo de doña Rita también confirmó que no recibió ningún impacto de bala y que murió de un fuerte hematoma en la cabeza y de cuatro puñaladas. 3. Campo Elías no intentó violar a la estudiante de inglés. La película Satanás sugiere que, de pronto, el asesino se había sentido traicionado por su pequeña discípula de 15 años.

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Bombas que sacudieron a

BogotĂĄ

27 de marzo de 1992: Dos bombas estremecieron la zona comercial de Chapinero. Un muerto y dos heridos. 9 de diciembre de 1992: Diez heridos al estallar dinamita en los hoteles OrquĂ­dea Real; La Fontana; Tequendama y Hacienda Royal. El Eln se atribuyĂł el hecho. 21 de enero de 1993: Explotan dos carros bomba. El primero en la calle 72 con carrera 7a., y el segundo, en la calle l00 con carrera 33. El ataque deja veinte heridos. 30 de enero de 1993: Un carrobomba con 100

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kilos de dinamita explotó en la carrera 9a. entre las calles 15 y l6, en pleno centro de Bogotá. El saldo: 25 personas muertas y 70 heridos. 15 de febrero de 1993: Estalló una bomba en la calle 16 entre carreras 13 y 14. Diez minutos después explotó otra en la carrera 10 con calle 26. El ataque dejó 4 personas muertas. 15 de abril de 1993: Explotó un carro bomba con 150 kilos de dinamita frente al centro de la 93, en la calle 93 con carrera 15. El ataque dejó 8 muertos y 242 heridos y contusos. Destrozó unos 100 almacenes y dejó pérdidas cercanas a los 1.500 millones de pesos. 9 de noviembre de 1999: Una bomba con 6 kilos de dinamita explotó frente a una casa del barrio La Esmeralda, en el centro occidente de Bogotá. Ocho personas resultaron heridas, dos de las víctimas son agentes del CTI de la Fiscalí. Al parecer el atentado era contra el director del CTI.

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Muerte de

Carlos Pizarro H

Hace ya un buen tiempo que las guerras, incluidas las revolucionarias, dejaron de ser heroicas. El mundo ha cambiado y, no obstante la persistencia de numerosos conflictos y guerras, ya nadie les atribuye a esas opciones ni legitimidad ni heroísmo. La guerra se encarga de despojar al adversario de su condición humana y, en algún punto de la lucha, resulta ser algo inaceptable para alguien que como revolucionario sueñe con un mundo mejor. (Lea también: Hija de Carlos Pizarro habla del documental y libro sobre su papá) No es fácil, por eso, traer al presente la figura de un líder revolucionario como Carlos Pizarro, comandante del M-19, sin que ello suponga algún tipo de elogio o enaltecimiento. Salvar esta enorme dificultad solo es posible dando cuenta, con honestidad, humildad y espíritu crítico, de lo que se fue y de lo que no es bueno que sea olvidado, pero tampoco imitado, enalteciendo siempre el repudio por la violencia y la desmesura que esta conlleva.

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La ventaja, en el caso particular de Pizarro, es que fue él mismo quien lideró la crítica de las armas como medio de cambio y fue coherente al conducir a su organización armada hacia la paz pactada. (Lea aquí: Despejan dudas de ubicación de sicario que le disparó a Carlos Pizarro) Entre el mito y la leyenda hay un ser humano que fue padre amoroso (a pesar de múltiples ausencias), hijo rebelde, líder político y militar, pero también un humanista y soñador. De su vida se conocen bien algunos aspectos y otros, poco. Se inició en las Juventudes Comunistas (Juco), de donde luego pasaría a hacer parte de las Farc, guerrilla que abandonaría luego de dejar su arma, el uniforme y una nota que decía: ‘Ya vuelvo’. Junto a otros antiguos miembros de las Farc, como Jaime Bateman, Álvaro Fayad y parte de la dirigencia de la antigua Anapo fundaron el M-19, luego de que se consideró un robo el resultado de las elecciones que dieron el triunfo a Misael Pastrana Borrero sobre el general

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Gustavo Rojas Pinilla, el 19 de abril de 1970. (Además: Los cabos sueltos de tres magnicidios que la justicia quiere atar) Mal bailarín (terrible), amante de la literatura (especialmente de García Márquez) e inquieto por el misticismo (Las enseñanzas de Don Juan) es conocida también su extraordinaria habilidad para la palabra escrita y la oratoria. Dueño de una poderosa argumentación, se lo recuerda por los debates sobre democracia en medio del Consejo Verbal de Guerra en el que se lo juzgaba junto a otros dirigentes del M-19 luego del robo de las armas del Cantón Norte y la posterior contraofensiva militar en medio del Estatuto de

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Seguridad y el estado de sitio, en tiempos de Turbay Ayala. De su abundante producción epistolar destaca la extensa carta a su padre, el almirante Juan Antonio Pizarro, quien llegó a ser máximo comandante de las FF. AA. y en la que termina diciéndole: “Mantengo la certeza de que desde tu lecho de enfermo posas tu mirada inteligente sobre mis pasos actuales. Sé que continuarás implacable frente a mis yerros y continuarás confiando en mi carácter. No estaré a tu lado en la hora de tu muerte, pero nunca he estado lejano. Recibe mi mensaje eterno de agradecimiento y amor”.

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MUERTE DE Jaime Pardo Leal 58


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En estos últimos siete años, muchos crímenes políticos se han presentado en Colombia. Pero pocos han tenido la trascendencia y el impacto del asesinato del excandidato presidencial y jefe de la Unión Patriótica, Jaime Pardo Leal, en octubre de 1987. Con su muerte, la guerra sucia, a nivel de asesinatos selectivos, llegó a un punto que años antes hubiera resultado inimaginable. Pero lejos de ser el final de esa historia de muertes, fue el preámbulo de una etapa aún más sangrienta caracterizada por asesinatos colectivos y la consolidación del paramilitarismo. Jaime Pardo Leal sabía que lo iban matar. Su familia sabía que lo iban a matar. La Unión Patriótica sabía que lo iban a matar. Los periodistas sabían que lo iban a matar. El país entero sabía que lo iban a matar. Y finalmente lo mataron. Eran las 3:45 de la tarde del domingo 11 de octubre. Como Jaime Pardo sabía que lo iban a matar, se había preocupado por comprar varios seguros de vida, y por abrir una cuenta a nombre de su señora, Gloria de Pardo, en la que ya tenía ahorrado lo suficiente para un año de mercado de su familia, según sus propias instrucciones.

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Como su familia sabía que lo iban a matar, le seguían los pasos las 24 horas del día, lo regañaban cuando no se reportaba y hasta le habían hecho trasladar la oficina a la casa, donde su propia esposa le mecanografiaba sus memoriales. Como la UP sabía que lo iban a matar, desde julio de este año le habían conseguido pasajes para que viajara por un tiempo a Cuba en compañía de su esposa y de su hijo más pequeño. Este viaje lo había aplazado ya varias veces, con la disculpa, frente a su familia, de que quería esperar a que sus dos hijos mayores salieran de la universidad. Pero a Carlos Ossa, el consejero presidencial, le confesó en alguna oportunidad que él no tenía intención de salir de Colombia, porque no quería abandonar su lucha política. Como el gobierno sabía que lo iban a matar, desde que el 11 de julio de 1984 el sindicato de trabajadores de la Caja Agraria de Antioquia y Chocó reclamó protección para Pardo Leal, el DAS, el 24 de julio de ese mismo año, le ofreció sus servicios. Él quedó de ir al DAS, pero jamás fue. Para dejar constancia de su propósito, en oficio 1622 del 9 de agosto de 1984, el DAS le insistió en la escolta. Pardo no contestó el oficio. El 16 de agosto, el entonces jefe del DAS, general Álvaro Arenas, envió al jefe de escoltas de la institución, Nelson Napoleón Gutiérrez, para que convenciera a Pardo. Pero este le dijo: “Por ahora considero que no es del caso contar con la escolta. Si la situación se agrava, la pido”. En cambio de la escolta pidió un arma, y así fue como se le expidió un salvoconducto para portar una pistola 7.35 mm que solo se atrevió a disparar, irónicamente, tres años después, el mismo día en el que lo mataron. El 16 de marzo de 1986 el DAS le ofreció nuevamente a Pardo Leal servicios de seguridad como lo había hecho con los otros dos candidatos a la Presidencia de la República. Esta vez sí aceptó. Se le asignó entonces una escolta de 4 personas dotadas de una subametralladora, 4 revólveres, un radio y un vehículo. Esta escolta fue aumentada en mayo de este año

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con 5 guardaespaldas más de la Policía Judicial de la Procuraduría, a raíz de las denuncias de Pardo sobre la existencia de grupos paramilitares. Pero además, contaba con gente de su propio movimiento político. Dos miembros de la UP habían sido asignados a su guardia personal. Así como Pardo Leal era uno de los hombres más amenazados del país, también era uno de los más custodiados. Como los periodistas también sabían que lo iban a matar, no había entrevista en la que no le preguntaran sobre la muerte. Tanto es así, que muchos reporteros habían ya “saqueado” sus álbumes familiares, y venían recogiendo cuidadosamente toda su hoja de vida. El país entero sabía que iban a matar a Jaime Pardo Leal. Por eso, cuando la cadena Todelar interrumpió su programación dominical para anunciar que había sido herido, los colombianos, aunque horrorizados, supieron que finalmente había cumplido su cita con la muerte. El doctor Pardito El sábado de ese fin de semana trágico, Jaime Pardo no hizo lo que usualmente hacía todos los sábados: reunirse con sus amigos a “echar carreta”. Esa tarde, muy temprano, había recibido como parte de pago en un negocio judicial un televisor con control remoto. Eso después de haber sostenido una larguísima discusión sobre el electrodoméstico con su señora, porque mientras

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ella estaba loca de ganas por el televisor, a él no le parecía bien recibir honorario en especie. Al medio día, Pardo recibió la llamada de rigor del jefe de escoltas del DAS, para preguntarle sobre los planes para el fin de semana. Eran las 12:15, y según el guardaespaldas se lo relató a SEMANA, “estaba comiendo, porque lo escuché como masticar. ¿Algo para estos días, doctor?, le pregunté. Él me contestó: no señor. Entonces lo estoy llamando, le dije. No era extraño que muchos fines de semana Pardo prefiriera despachar a su escolta y quedarse solo. Consideraba que los guardaespaldas también tenían derecho a su vida familiar y, además, no se sentía cómodo con ellos. Esto lo confirma uno de los detectives del DAS que lo acompañó durante 18 meses: “El doctor no estaba acostumbrado al servicio del escolta. Me decía que había perdido su libertad. A ratos se nos perdía y teníamos que buscarlo; de pronto nos citaba a cierta hora y no aparecía por ningún lado. Yo creo que además de querer resguardar su vida privada, ellos tenían sus reuniones y contactos políticos a los que el doctor Pardo no le gustaba llevarlos”.

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Carro 15bomba CARACOL RADIO

Fue el 12 de agosto de 2010. El reloj daba las 5:29 a.m. cuando Darío Arizmendi, director del programa 6:00 a.m., y yo nos encontrábamos en la cabina de Caracol Radio, listos para comenzar con una emisión más. Fue tan sólo un instante, que se sintió duro y seco en todo el edificio. Una poderosa explosión nos dejó aturdidos por un momento, en el que Darío y yo nos miramos de un lado al otro de la mesa y vimos en los ojos del otro desconcierto. Como si no hubiera pasado nada, comenzamos el programa, pero aquel estruendo era de una explosión, porque fue muy intenso. Mientras pensaba esto, comencé a ver los efectos de la onda expansiva: el techo de la cabina se fue desplomando de a poco sobre nosotros, especialmente sobre Darío. Mi primera reacción fue tratar de apartarlo de su lugar, pero en ese momento él estaba hablando al aire. Me contuve y ocupé mi asiento de nuevo. El programa continuó.

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Al poco tiempo entró en la cabina uno de los miembros del equipo de seguridad de Darío. Se acercó a él y en inaudible susurro le dijo que había estallado un carro bomba en frente del edificio. No supe esto en ese instante, pues hablaron muy bajo. Acto seguido, el escolta intentó retirar a Darío de la cabina, agarrándolo del brazo, pero Darío se resistió. Mientras esto sucedía, seguía al aire, transmitiendo a los oyentes la poca información que teníamos, pues aún no sabíamos muy bien qué había pasado. Aún era de noche y en la oscuridad de la madrugada todo era confusión. En un momento el escolta cerró la cortina de una de las ventanas, que se había agrietado seriamente, pues, de registrarse una segunda explosión, los vidrios caerían sobre nuestros rostros. Eventualmente, el personal de seguridad de Darío se lo llevó. Mientras salía de la cabina, sonriendo, con un ligero toque en la muñeca y en un tono bajo, pero serio, me dijo: “Te quedas”. Respondí que claro, que por supuesto me quedaba. En la

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cabina quedamos la periodista Narda Guarín y yo. Narda estaba muy alterada y lloraba con la angustia propia de la incertidumbre. Le dije amablemente que si iba a quedarse en la cabina tenía que calmarse. A los pocos minutos ingresó el equipo de evacuación del edificio, compañeros nuestros de Caracol Radio, que nunca supe de dónde salieron, porque a esa hora la redacción estaba desocupada, no estábamos en las instalaciones de la emisora más de 10 personas. A todo el equipo le dije que quien quisiera irse era libre de hacerlo. Nos quedamos dos personas en la cabina y la periodista Grace Vanegas en la redacción, además del equipo técnico.

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Minuto a minuto comenzaron a llegar los informes: sí, había sido un carro bomba sobre la carrera séptima y los daños eran enormes. Eran las 5:50 a.m. y, a medida que la luz entraba, empecé a darme cuenta de la magnitud de los hechos. Fue verdadera suerte que no hubiéramos salido heridos. Bien entrada la tarde tuve la oportunidad de salir del edificio y, ante la escena, rompí en llanto. Era el dolor que sentía por las personas, nuestros vecinos, que habían sido afectados: el restaurante de abajo, el café internet de la esquina, todas personas con negocios decentes que los habían perdido en un instante. Nunca supimos si la bomba, en efecto, iba destinada a nosotros, los periodistas de Caracol Radio.

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30 de 16 enero 1993 E

24-10

El atentado del 30 de enero de 1993 en Bogotá, Colombia, fue un acto terrorista atribuido al Cartel de Medellín, la organización delictiva que, entre sus muchas ramas, estaba dedicada al narcotráfico. El crimen, perpetrado con un coche bomba en el centro de la ciudad, dejó 25 personas muertas y 70 heridos. Fue el tercer atentado en la capital del país ese año, todos ellos atribuidos a los narcotraficantes. El Presidente de Colombia, César Gaviria, quien se encontraba en Ecuador en el momento de la explosión,3 atribuyó a Pablo Escobar, jefe del cartel de Medellín, y “lo que queda de su organización asesina” la autoría del atentado.

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Preparativos Guasca, localidad donde se preparó el coche bomba. Guillermo Gerardo Sosa (alias Memo Bolis), un miembro del Cartel de Medellín capturado semanas después por la Policía Nacional de Colombia, confeso haber contactado con Luis Fernando Acosta (alias Ñangas), quien viajó de Medellín a Bogotá y desde el terminal de transportes se dirigió a sector de “Los Héroes” en el norte de la ciudad. Ahí encontró a su enlace, a quien identificó por su vestimenta, ya que MemoBolis no le suministró un alias o un nombre.6 La entrevista tenía por objetivo definir el sitio y la hora en que le sería entregado y en el que él debía devolver el automóvil. Así, decidieron que sería sobre la bara (aparentemente el puente Caro), en las afueras de Bogotá.

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Ñangas condujo el automóvil hasta una finca en Guasca (Cundinamarca), llamada Los Cerezos y ahí Carlos, un hombre que administraba el predio en compañía de su esposa y dos hijas, le entregó cerca de 100 kilos de dinamita que había sido transportada en un camión que camuflaba el explosivo entre cargas de cartón. Carlos tenía lista la carga explosiva: la dinamita amasada, empacada en bolsas y recubierta por un costal. Lo demás era colocar el estopín detonante con mecha lenta.6 Después, Ñangas entregó el vehículo a otro contacto, solo identificable por la ropa, y el mismo día se embarcó hacia Medellín por la vía de Pereira. Acosta repitió la misma operación en otras cuatro oportunidades.6 Los expertos en explosivos de la Policía confirmaron que los terroristas emplearon 100 kilos de dinamita amoniacal, colocados en la parte de abajo del vehículo y conectados a un sistema inelécrico.7 La explosión Renault 9, similar al que sirvió para el atentado. El sábado 30 de enero de 1993 a las 18:24,8 un automóvil Renault 9 gris de placas AS-5901,9 cargado con 100 kilos de dinamita, fue ubicado en la carrera novena entre calles 15 y 16 en el Barrio Veracruz de la Localidad de Santa Fe. Allí funciona una academia de belleza y un supermercado.9 Este lugar se encuentra a nueve manzanas urbanas de la Casa de Nariño, sede Presidencial, a dos del Ministerio de Justicia y a seis del Palacio Liévano, sede de la Alcaldía Mayor de Bogotá. Entre los edificios más afectados se encuentra la en ese entonces sede de la Cámara de Comercio de Bogotá, ubicada a 50 metros de donde se produjo la explosión, una sede del Banco Popular donde funcionan sus oficinas judiciales, lo mismo que un supermercado Cafam.

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La explosión destruyó algunas tuberías y dejó un cráter de 1.95 metros de ancho por 95 centímetros de profundo. Autores materiales Fiat 147, similar al utilizado en su huida por uno de los sospechosos. De acuerdo con versiones de un testigo, uno de los autores materiales del atentado fue un hombre de aproximadamente 25 años, 1.70 de estatura, tez blanca, cabello ondulado y bigote. El segundo es un hombre de 30 a 35 años, moreno, cabello crespo de color negro y 1.80 de estatura, quien abordó un Fiat 147 de color blanco en el que huyó antes de la explosión.

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1985 17

BOMBA

Embajada de E.U

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La madrugada del miercoles 13 de enero de 1988 un estruendo apocalíptico estremeció el corazón de Santa María de los Angeles, uno de los barrios más exclusivos del sector de El Poblado en Medellín. El cartel de Cali había detonado un carro bomba con 80 kilos de dinamita frente al edificio Mónaco, habitado en ese entonces por la familia de Pablo Escobar Gaviria. Esta fatídica explosión le dio inicio oficial a la más sangrienta guerra que tenga memoria la historia del país entre carteles de la droga. El bombazo, que destruyó ventanales a cuatro cuadras a la redonda y que dejó tres muertos y 10 heridos, fue el preámbulo de una guerra sin cuartel entre las organizaciones más poderosas del narcotráfico: los carteles de Medellín y de Cali. Doce años después, hace escasas dos semanas, otra bomba volvió a hacer temblar los cimientos de la edificación. El pasado 19 de febrero un grupo fuertemente armado irrumpió frente al edificio disparando sus fusiles de asalto contra las ventanas y minutos más tarde hizo detonar una carga de 40 kilos en la puerta del mismo. Esta vez la causa que barajan las autoridades está relacionada con la decisión de la Fiscalía de instalar en el inmueble a los funcionarios del Cuerpo Técnico de Investigación de la capital antioqueña. Los más aterrorizados con estos bombazo son los vecinos quienes desde hace varias semanas vienen advirtiendo a las autoridades del peligro que representa para el barrio el funcionamiento del CTI en esa zona residencial. Ese terror de los habitantes no es capricho ni producto de un descontento coyuntural: en los últimos 10 años han estallado seis bombas en el sector y están hastiados de ser víctimas inocentes del terrorismo indiscriminado.

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Un año después del primer carro bomba de 1988 la Dirección de Estupefacientes le entregó este bunker de Escobar a la Asociación Cristiana de Asistencia y Rehabilitación, Asocar. Cuando esa comunidad terapéutica ocupó el lugar estaba desmantelado por completo. “La mayoría de puertas, ventanas, baños, griferías e instalaciones eléctricas habían desaparecido. De las dos piscinas sólo quedaban los tanques vacíos y los ascensores estaban varados. Las paredes y zonas comunales estaban en lamentables condiciones”, relata John Penagos, inquilino del inmueble desde 1993. Entre los arrendatarios del edificio actualmente hay

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dos compañías bananeras, una de salud prepagada, una marroquinera, una de servicios navieros, una oficina de publicidad, un bufete de abogados y dos viviendas. En 1997 Estupefacientes retomó su custodia y se lo cedió a Carisma, empresa social del Estado dedicada al trabajo de rehabilitación de adictos, que desde el año pasado lo devolvió con el argumento de que no tenía recursos para administrarlo. Fue así como el 31 de diciembre pasado la Dirección de Estupefacientes destinó el ‘Mónaco’ a la Seccional Administrativa y Financiera de la Fiscalía. Cuando ésta empezó a trasladar parte de las oficinas del CTI al barrio Santa María de los Angeles la comunidad levantó sus voces de protesta. Incluso decidieron iniciar una acción de tutela contra la Fiscalía. Como dijo a SEMANA el concejal Juan Carlos Vélez, “no es que estemos en contra de nadie

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Asesina 18 “Él no le tenía temor a nada y creo que ese fue el peligro y su sentencia de muerte”. La frase es de la abogada barranquillera Mariela Barragán, viuda de Bernardo Jaramillo Ossa, el destacado líder político de izquierda que fue asesinado en el Puente Aéreo de Bogotá, el 22 de marzo de 1990, es decir, hoy hace 25 años. Bernardo y Mariela se conocieron en noviembre de 1988. Un dirigente comunista los presentó y fue amor a primera vista. A los dos meses de conocerse, él llegó a Barranquilla a pedir su mano. El 22 de marzo de 1990, a las 8 de la mañana, la pareja iba rumbo a Santa Marta a descansar unos días luego de una extenuante campaña presidencial. A pesar de tener cerca de 20 escoltas y carros blindados, Jaramillo - para esa época candidato presidencial de la Unión Patriótica - fue atacado por un menor, de 16 años, cuando caminaba junto con su esposa a esperar el vuelo. (Lea también: Así era Bernardo Jaramillo, el gran líder de la UP) El sicario, identificado como Andrés Arturo Gutiérrez, le propinó cuatro disparos a Jaramillo. Dos de estos en el tórax. Jaramillo cayó al piso y aunque fue trasladado de inmediato por sus escoltas al Hospital Central de la Policía Nacional, llegó sin signos vitales.

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B J


an a

Bernardo Jaramillo a

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Arma y falso documento de identidad que portaba el sicario. Fotos: Archivo EL TIEMPO. Según investigaciones, el sicario llegó sobre las 7 de la mañana al puente aéreo y se encontró con un hombre alto y barbado. Le entregaron un maletín de cuero color café en el que guardaba una subametralladora mini-Ingram número 3802836, arma con la cual ejecutó el crimen; un ejemplar del libro sobre la vida de ‘El Mexicano’, escrito por el periodista Fabio Rincón y un periódico para cubrir el arma. Llevaba además una revista dentro de la cual fue encontrada una foto de Jaramillo Ossa. Se asegura que recibió 300. 000 pesos para cometer el crimen. Andrés Arturo Gutiérrez fue recluido primero en La Picota, y luego conducido a El Redentor, un centro de rehabilitación para menores. Meses después fue asesinado en hechos confusos. “En esa época los escoltas no tenían la preparación de hoy, era una cantidad de personas armadas pero en un momento de tensión no sabían cómo reaccionar. El jefe de escoltas quedó en shock, y a mí me tocó cargar a Bernardo con otros escoltas”, narra Barragán. (En video: 25 años del asesinato del líder político Bernardo Jaramillo) 25 años después del asesinato de Bernardo Jaramillo, el crimen sigue impune. En octubre de 2014, la Fiscalía lo consideró crimen de lesa humanidad y la investigación quedó a cargo de la Unidad de Análisis y Contexto de la Fiscalía (Unac) (Lea también: Ya son 11 los casos con categoría de lesa humanidad) “Era un hombre que leía y estudiaba mucho. Decía que Colombia debía ser liderada con todas las fuerzas políticas y dar paso a la oposición. Buscaba la inclusión, legado que 25 años después aún sigue vigente”, dice Mariela, quien también apoyaba las causas sociales y lo acompañó a todas las campañas políticas hasta el día de su muerte. Solo alcanzaron a convivir dos años.

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Detrás de ese hombre que entregó su vida por el trabajo social y la política, cuenta Mariela que también había un ser apasionado por la música. “Era un joven aventajado, alegre, sociable y bailarín. Le gustaba la salsa (Héctor Lavoe, Willie Colón), el rock en español (Los Prisioneros), era un fiel amante del tango y también le gustaba la música paisa. Un hombre muy tierno. Era de lavar y planchar”. Bernardo llamaba a las cosas por su nombre. “Al pan, pan, y al vino, vino”, agrega. Hoy, cuando se cumplen 25 años de uno de los magnicidios que más enlutó al país, Mariela y demás familiares de Bernardo, como su hijo Bernardo Jaramillo Zapata (del primer matrimonio de Jaramillo con Ana Lucía Zapata), le exigen al Gobierno celeridad en las investigaciones y esclarecer quién estuvo detrás del asesinato.

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QUIRIGUA BOMBA

Un homenaje para recordar una fecha de terror. Hace 25 años un carro bomba explotó en el corredor comercial del barrio Quirigua, al noroccidente de Bogotá. Ese sábado 12 de mayo de 1990, la avenida estaba atiborrada de personas que hacían compras, en vísperas al Día de la Madre, inocentes de los planes que ejecutarían los sicarios del cartel de Medellín. A las 4:15 p.m. un automóvil Fiat 147 cargado con 100 kilos de dinamita estalló, 17 personas murieron (siete de ellas eran niños) y 150 más fueron lesionadas. La guerra del narcotráfico contra el Estado cobraba sin meditación la vida y tranquilidad de las personas, amedrentando, entre otras razones, para que el Gobierno eliminara la extradición. Ese día, otros dos carros bombas explotaron, uno en el sector de Niza, en la capital, y otro en Cali, 13 personas más perdieron la vida. Este martes, en la plazoleta de la transversal 94 con calle 80C, la Alcaldía de Engativa y el Centro de Memoria, Paz y Reconciliación invitaron a una jornada de conmemoración

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de este atentado terrorista. Allá estarán algunas víctimas y sobrevivientes del bombazo, que después de 25 años, insisten en llamar la atención de las autoridades para que esclarezcan quiénes son los responsables de este episodio, y así puedan tener acceso a la justicia y la reparación, ausentes y esquivas hasta hoy. “En estos 25 años no hemos recibido ninguna ayuda de parte del Gobierno ni del Distrito, asegura Campo Euribe Bareño, uno de los sobrevivientes del bombazo. Su consultorio odontológico sigue quedando a escasos seis metros de donde explotó el carro bomba. Bareño guarda en su memoria imágenes devastadoras, como la muerte de una pareja que compraba en el almacén de tejidos San Miguel la ropa para la primera muda del bebé que esperaban. Las imágenes van y vuelven, como la del médico amigo que durante dos horas le sacó vidrios incrustados de la cabeza.

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“La verdad, no esperamos mucho de las conmemoraciones, menos cuando vienen de políticos, siempre se han apoderado de las tragedias para sus fines, por eso espero que esta vez este acto no se preste para eso”, afirma Bareño y anota que el desfile de políticos empezó en 1990, ocho días después del atentado, cuando Juan Martín Caicedo Ferrer, alcalde electo de Bogotá los visitó y trajo una volqueta de bloques de cemento de una demolición que no sirvieron para reconstruir las fachadas afectadas porque se necesitaban otros materiales.

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El siguiente sábado estuvo César Gaviria, en campaña para la Presidencia, y les prometió créditos y ayudas. El crédito consistía en que los bancos les prestarían cuatro millones para pagar a 10 años, tres de los cuales no iban a tener intereses. Pero la promesa nunca se materializó. La salida que encontraron para arreglar los negocios y casas afectadas fue la plata que vecinos y filántropos recogieron en una cuenta del Banco Central Hipotecario y repartieron entre los afectados. Así, han escuchado varios ofrecimientos

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Guillermo Cano

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El director de El Espectador, Guillermo Cano Isaza, fue asesinado anoche por dos sicarios al salir de las instalaciones de este diario, después de su jornada habitual de trabajo. El crimen causó consternación y una inmensa oleada de protestas, así como inmediatas medidas por parte del gobierno para reprimir la acción de los violentos. Cuando se dirigía a su residencia del norte de Bogotá, Don Guillermo Cano recibió cinco impactos de arma de fuego, disparados por un individuo que junto con otro lo esperaba cerca a la entrada principal del periódico. A las Siete y quince de la noche se produjo el crimen, cuando don Guillermo Cano, al timón de su vehículo, redujo la velocidad para girar hacia el norte, en el cruce de la carrera 68 con calle 22. Fue detectado sorpresivamente por un hombre que le estaba esperando en el extremo del separador central de la congestionada vía. Disparó sucesivamente sobre la ventanilla izquierda del conductor.

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El deceso del ilustre periodista se produjo poco antes de las ocho de la noche en la Clínica de la Caja Nacional de Previsión, a donde fue conducido con heridas de naturaleza necesaria mortal por cuanto los proyectiles le interesaron órganos. La noticia sobre el atentado causó gran conmoción en Colombia y en el exterior y dio lugar a infinidad de manifestaciones de repudio por el grave crimen. Repudio nacional Los expresidentes de la República, las directivas políticas de todos los sectores y tendencias, la prensa, la iglesia, los altos mandos militares, los gremios, los sindicatos, líderes de distintas actividades y voceros de las más diversas actividades nacionales, se pronunciaron con estupor para repudiar el atentado y señalar que él va dirigido fundamentalmente contra la prensa libre, para tratar de acallarla e impedir que continúe sus implacables denuncias contra el narcotráfico. Decreto de honores Al enterarse de la infausta noticia, el presidente Virgilio Barco convocó un Consejo de Ministros que sesionó hasta las horas de la madrugada, al término del cual fue expedido un decreto de honores. El ministro de Gobierno, Fernando Cepeda Ulloa, leyó por Radio Nacional una declaración para condenar el vil asesinato. El sepelio El cadáver de don Guillermo Cano permanece en la Caja Nacional de Previsión hasta después de que se practicaron las diligencias legales y en la madrugada fue trasladado a las instalaciones de El Espectador para su velación en la sala principal. En este mismo lugar se efectuarán hoy las exequias, a las once de la mañana, y posteriormente recibirá sepultura

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en los Jardines del Recuerdo. El presidente y sus ministros se harán presentes en los funerales. El ataque A las siete y quince minutos de la noche al término de la jornada, don Guillermo Cano abandonó el periódico y como era su costumbre salió por la puerta principal del edificio que da sobre la Avenida 68, al timón de su camioneta Subaru para dirigirse a su residencia en el norte de la ciudad. Cuando el periodista redujo la velocidad del vehículo para hacer una “U” que le permitiera tomar la avenida rumbo al norte, fue atacado sorpresivamente por un individuo que lo estaba esperando en el extremo del separador central de la vía que da a la Calle 22, y quien disparó una ráfaga de metralleta sobre la ventanilla izquierda del automotor. Alcanzado por varios de los proyectiles, don Guillermo perdió el control del vehículo y éste fue a estrellarse contra un poste del alumbrado público situado sobre el andén oriental de la avenida. Según algunos testigos, el autor del atentado subió a la parrilla de una motocicleta en donde lo esperaba un segundo individuo en cuya compañía emprendió la fuga a toda velocidad rumbo al norte de la ciudad y sin que nadie acertara a salir en su persecución. En el automóvil particular de uno de los empleados del periódico, Don Guillermo Cano fue trasladado a la clínica de la Caja Nacional de Previsión, en donde pese a los esfuerzos realizados por un equipo de ocho médicos cirujanos, entre ellos, los doctores Gabriel Mantilla y Odilio Mendieta Sandoval dejó de existir hacia las 7 y 57 minutos de la noche.

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