Los que murieron te saludan, de Hernán Migoya (Previo)

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LOS QUE MURIERON TE SALUDAN Hernรกn Migoya

Dilatando Mentes Editorial



LOS QUE MURIERON TE SALUDAN Hernán Migoya

Prólogo de Jesús Palacios Portada e ilustraciones de Daniel Medina

Dilatando Mentes Editorial


Los que murieron te saludan Primera edición, febrero 2017 Dilatando Mentes Editorial dilatandomenteseditorial.blogspot.com.es facebook/dilatandomenteseditorial dilatandomenteseditorial@gmail.com C/ Rey Jaime I, 7, Ondara (Alicante) Editora: Maite Aranda Morata Coordinación editorial: José Ángel de Dios © de “Los que murieron te saludan” Hernán Migoya © del prólogo “El gótico neobarroco de Hernán Migoya y las incertidumbres de la existencia” Jesús Palacios © de la portada e ilustraciones interiores Daniel Medina Ramos © de la maquetación, la corrección y la edición Dilatando Mentes Editorial © de la revisión del texto y de peruanismos Diana Quiñones Lezama © fotografía de la página cuatro: David Campos (www.davidcampos.net) © Otorongo Peruano, Hugo Salazar Chuquimango (Lima, 2016) Tipografía empleada: “Caslon Antique”, obra Freeware de Alan Carr. Imprime Byprint ISBN: 978-84-945203-5-8 Depósito Legal: A 771-2016 Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta edición sin permiso previo y por escrito de la editorial y los autores. Las ilustraciones e imágenes del apartado “Miscelánea”, son propiedad de sus respectivos dueños y autores, utilizándose tan solo como acompañamiento al texto, como referencia visual a las citas. Al final de dicha sección, están escritos los © de cada una de las imágenes, en caso de que corresponda.



índice

Prólogo: “El gótico neobarroco de Hernán Migoya y las incertidumbres de la existencia.” por Jesús Palacios . . . . . . . . . . 13 Los que murieron te saludan de Hernán Migoya Obertura Primera Parte: La Casa Roja de Sóndor I II III IV V VI VII VIII IX X XI XII XIII XIV XV Segunda Parte: El valle de los Infiernillos XVI XVII XVIII XIX

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XX XXI XXII XXIII XXIV XXV XXVI XXVII XXVIII XXIX XXX Tercera Parte: Las Huaringas XXXI XXXII XXXIII XXXIV XXXV XXXVI XXXVII XXXVIII XXXIX XL XLI XLII XLIII XLIV XLV

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Anotaciones del viaje . . . . . . . . . . 439 Ilustraciones por Daniel Medina Ramos . . . . . . . . . . 8-9, 87, 203, 399 Ilustraciรณn del Otorongo Peruano, por Hugo Salazar Chuquimango . . . . . . . . . . 11, 18, 32, 184, 310, ,,,,,,,,,,,,,,,,,,,,,,,,,,,446-447


MĂşsica recomendada por el autor para ambientar la lectura de este libro:


LOS QUE MURIERON TE SALUDAN



EL GÓTICO NEOBARROCO DE HERNÁN MIGOYA Y LAS INCERTIDUMBRES DE LA EXISTENCIA

Imaginemos por un instante el improbable bastardo literario producto de una fascinante coyunda entre Stephen King y García Márquez o, mejor aún, entre Robert E. Howard y Alejo Carpentier. ¿Increíble? Quizás, pero no se me ocurren muchos símiles más apropiados para presentar al lector la nueva –y probablemente una de las mejores- novela de Hernán Migoya. Cuando hace un par de años, más o menos, su autor me comentó que estaba trabajando en una historia de terror, sospeché de inmediato que, tarde o temprano, nos íbamos a encontrar con algo que desafiaría cualquier adscripción genérica con la que tanto el propio Hernán como sus futuros lectores pretendieran o pudieran encasillar el resultado final. Y así ha sido: lo que comienza como una ortodoxa novela de terror moderno, se convierte casi de inmediato en un juego metaliterario y metagenérico, prácticamente inclasificable, que se despliega ante el lector como una sucesión de cajas chinas –casi escribo bolas chinas- o matrioskas, pero que evita caer en la tentación de la mera autocomplacencia estilística, para desvelarse finalmente como una auténtica experiencia original, tan sorprendente, arrolladora e irritante a veces como fascinante siempre, que El gótico neobarroco de Hernán Migoya y las incertidumbres de la existencia -13-


el lector no puede sino terminar con una expresión de perplejidad, pero también de lucidez e incómoda satisfacción. Dicho esto, que nadie se asuste. Hernán Migoya no pretende erigir un ambicioso constructo hipermoderno como La casa de hojas de Danielewski, aunque en cierto modo guarde algún parentesco con este. No busca el cuestionamiento de la narrativa tradicional o la de-construcción viciosa y viciada de sus estructuras y convenciones. Simplemente, se plantea su necesidad de contar historias desde una perspectiva absolutamente contemporánea, en la que ya no cabe la inocencia de la narración pura o del simple acto de narrar, pues hace mucho que la serpiente del conocimiento nos inoculó su veneno, impidiéndonos disfrutar ya del paraíso perdido del cuento inocente y puro. Si es que alguna vez existió, claro. Por ello, es natural que Los que murieron te saludan se presente por el procedimiento de los narradores interpuestos, del recurso al falso apócrifo y el, digamos, manuscrito encontrado, mecanismo narratológico ligado casi desde sus inicios a la ficción gótica y fantástica, a la que aporta el prestigio de una verosimilitud impostada, tanto más convincente cuanto más falsa –pensemos en los recursos epistolares de clásicos como Drácula, pero también en el posmodernismo relativista avant la lettre de Memorias privadas y confesiones de un pecador justificado de James Hogg-, todo lo cual no impide que pronto nos olvidemos de la artimaña auto-referencial para dejarnos arrastrar por la acción y el desarrollo de la trama. Y es que Migoya no pretende tampoco engañarnos ni un ápice, no se toma el juego metaliterario con la seriedad del burro, sino que lo hace como recurso irónico, lúdico e incluso como una manera de desdoblarse y desdoblar su discurso narrativo, para añadirle capas y más capas de interpretación, entre ellas la que convierte el texto en un comentario crítico sobre la naturaleza de la ficción fantástica y de horror, sus mecanismos, sus vicios y virtudes, sus pecados, glorias y miserias. Ni por un instante puede el lector suspender su incredulidad y pensar que aquello que está leyendo, en un castellano neobarroco que abunda tanto en arcaísmos como en americanismos, en anglicismos como en neologismos, y que el autor maneja como un niño la plastilina, estirándolo, enrollándolo, fragmentándolo y volviéndolo a pegar, con el tegumento de su verbo más arrollador, Jesús Palacios -14-


abundando en metáforas, hipérboles, eufonismos, aliteraciones y juegos de palabras, pueda ser traducción alguna de un escritor estadounidense al estilo Stephen King, por muchas doctas y ridículas notas a pie de página que aparezcan. Pero es que Hernán no solo no pretende tal cosa, sino que desmiente conscientemente su “truco” metaliterario, como si fuera un Houdini que explicara sus ilusiones antes incluso de presentarlas a unos espectadores tanto más alucinados en cuanto que sorprendidos por este desnudar la magia que, sin embargo, la dota de nuevo sentido. El sentido que finalmente emana de las locas páginas de Los que murieron te saludan es el del propio sinsentido de buscar certidumbres absolutas en la existencia humana. El protagonista y falso narrador de la historia, que a su vez es “negro” de otro autor ficticio, comienza su singular derrotero por las tierras del Perú profundo como personaje de cuento de fantasmas gótico. De gótico exótico, sí, pero gótico al fin y al cabo (como el de Jean Rhys o Lisa St Aubin de Terán): casa embrujada, pueblo maldito, nativos siniestros y amenazadores, misterio que desvelar e incluso damisela en peligro. Sin embargo, inadvertidamente, este relato de aparecidos en el confín de la Tierra deviene, contagiado por el contacto con la naturaleza primigenia, telúrica y ancestral del lugar donde se desarrolla, en periplo iniciático desquiciado, donde el ingenuo –o no tan ingenuo- protagonista se convierte en involuntario (anti)héroe de unas enseñanzas de Don Juan travestidas de aventura pulp, survival y, feliz logro del autor, esperpento sicalíptico, más cerca de Valle-Inclán que de Stephen King. No nos extrañaría nada ver aparecer al Sindulfo del Arco de Emilio Carrere por entre los desiertos, montañas y lagos andinos por los que es arrastrado nuestro personaje (andes donde andes, no andes nunca por los Andes), forzado a una iluminación no del todo deseada (o deseable), obligado por las circunstancias a reconocer la realidad de lo sobrenatural, pero también su irónica banalidad, en una epopeya chamánica con ecos de Robert E. Howard y Alejandro Jodorowsky. ¡Ojo! Hernán Migoya sabe de lo que escribe. No en vano lleva años no solo viviendo en Perú, sino respirando Perú y mirándolo desde dentro y desde fuera a la vez y al tiempo, con una percepción única de su realidad (realidades), El gótico neobarroco de Hernán Migoya y las incertidumbres de la existencia -15-


y de la mistificación que rodea viciada la mirada occidental en general y española en particular hacia el “hermano latinoamericano” de ultramar. El autor, con algún eco de López Albújar y su Perú brutal, del Méjico de D. H. Lawrence y del duelo de banjos de Deliverance, se chotea con garbo, entre líneas y a veces fuera de ellas, de los lugares comunes y supersticiones progres con que el ciudadano europeo (o usamericano) rodea la cultura, la historia y el carácter del latino en su elemento, que a su perversa semilla rousseauniana del “buen salvaje”, añade tópicos de izquierda exquisita, marxista revolucionario de salón y socialdemócrata descafeinado, generando una ceremonia de confusión en la que, en realidad, son deshumanizados y sacrificados los propios “nativos”, desprovistos de auténtica personalidad e historia real, para convertirse en marionetas políticas y politizadas artificialmente en beneficio de ideologías manipuladoras y manipuladas. Cómo consigue Migoya introducir todo este rico subtexto en una historia de horror, aventuras y humor, es algo que debe descubrir y disfrutar el lector por sí mismo. Tal y como puede sin duda colegirse de estas líneas introductorias, Los que murieron te saludan es una obra compleja, no siempre complaciente pero a menudo cautivante y siempre sorprendente. Sus giros argumentales, sus cambios de registro y género, se naturalizan a través de una prosa neobarroca no menos retorcida, sobreescrita e hipnótica, que en sus mejores momentos funciona casi como un mantra, coadyuvando a la sensación alucinada y alucinatoria que inunda al lector desprevenido. Pero más acá y más allá de las múltiples peripecias del protagonista, de los giros inesperados, incluso del hiperbólico estilo del autor, con su imaginería grotesca, esperpéntica y brutal a veces, que no escasea en detalles sicalípticos, escenas truculentas y excesos de todo tipo, literales y literarios, lo que surge de las entrañas de Los que murieron te saludan es la voz inconfundible y necesaria de Hernán Migoya. Novela sin duda de género o géneros, de aventuras y esperpentos varios, de horrores reales y fantásticos, Los que murieron te saludan oculta, en realidad, bajo todas sus capas y niveles de lectura y escritura, Jesús Palacios -16-


una novela de ideas, repleta de conceptos que desafían las convenciones no solo de la omnipresente corrección política que nos ha emasculado artística e intelectualmente para siempre –pero sin darnos nada a cambio, a diferencia de lo que le ocurre al protagonista-, plagada de anotaciones aparentemente al margen que son su verdadera esencia. Hernán Migoya no perdona nada ni a nadie, todo lo cuestiona con espíritu crítico tan ácido y lúcido como iconoclasta, demoliendo los tópicos que nos atacan desde todos los frentes, sin dar cuartel a izquierda o derecha, plantando la semilla de la incertidumbre y la duda desde la propia estructuraautoparódica y metaliteraria del libro hasta el amargo final de la peripecia personal de su quijotesco héroe americano. Porque al final (no spoiler, tranquilos) puede que la magia exista, puede que dios o los dioses existan, que haya otras realidades, otros mundos que estén en este (o no), pero… ¿Qué más da? ¿Y si son tan mezquinos, tan tristes, egoístas, sórdidos y patéticos como nosotros, como nuestro propio mundo cotidiano? Bajo la advocación de Heisenberg más que de la de Castaneda, Jodorowsky o Stephen King, hay que leer Los que murieron te saludan no solo –que ya es bastante- porque sea singular, divertida y arrolladora, sino porque dice algo sobre la realidad y sobre nosotros mismos que pocos autores más se atreven a decir hoy en voz alta, menos aún a ponerlo por escrito. Por eso necesitamos a Hernán Migoya. Para que dé su voz a los muertos, y estos nos saluden desde ese lugar al que, no lo dudéis, todos iremos a parar a nuestro debido tiempo. O antes.

Jesús Palacios Madrid-Gijón 09 de diciembre, 2016

El gótico neobarroco de Hernán Migoya y las incertidumbres de la existencia -17-




Este relato estรก dedicado a dos de sus protagonistas: Gladys, que viviรณ para contรกrmelo, y Carmela, que muriรณ antes de que fuera escrito. Hernรกn Migoya


Obertura



La noche en aquellas alturas andinas parecía una miniatura del cosmos. Phil Brubaker se fue a acostar sin echar un último vistazo por la ventana: contemplar tantas estrellas juntas le provocaba mareo existencial. Apartó la vitanda mosquitera cuyo tacto daba grima y las pesadas, casi marmóreas frazadas, y se tendió penetrando en las frías entrañas de las sábanas como si fueran un sudario con derecho a personalizar la postrera postura. Solamente una vez se hubo acomodado a su gusto en la enorme cama, se atrevió a volverse para apagar la luz. La lámpara de mesa tenía su base de loza cromada descascarillada y rota, y los cables sobresalían de su vientre como tripas de lagarto. Buscó con la mano el cable de conexión, lo siguió a tientas como si fuera la corva de una amante levantisca y dio con la perilla del interruptor. Apagó sin aventurar una última mirada a aquel espeluznante dormitorio y evitando aposta los ojos tercos del inca en el tapiz de enfrente. La casa tenía algo, sin duda. Phil había llegado aquella mañana, con sus trastos a cuestas, y ya había repartido sus cachivaches por las estancias: contador geyser, Los que murieron te saludan -23-


medidor de actividad paranormal y energía psicoquinética, barómetros ultrasensibles para cada cuarto con disparador fotográfico incorporado, focos de rayos ultravioleta, sensor de luces estroboscópicas, lector de disrupciones dimensionales, escáner de ectoplasmas… toda la parafernalia. No creía tanto en su efectividad como en la tecnificación sistematizable del hecho sobrenatural: el rito de instalar combinados el tropel de aquellos artilugios, durante un par de horas, mantenía su cabeza ocupada y dotaba de apariencia de «normalidad» cualquier atisbo de paranormalidad. Arrastraba un poquito el Otro Mundo al suyo, lo hacía más cuantificable (ergo más «cientificable») y llevadero psicológicamente. De más está decir que Phil era un apasionado de los fantasmas. Por ese motivo se dedicaba a cazarlos (a ser posible, «con vida», esto es, en pleno ejercicio de su manifestación terrenal), aunque sin resultados memorables hasta el momento. Y es que nunca lo confesaría, pero en su fuero interno no creía en ellos, sólo lo hacía con la boca pequeña: su fe en los seres del Más Allá respondía a la búsqueda de esa válvula de seguridad que todos necesitamos para negar la vacuidad de la vida, para sentir que «más allá» del hastío cotidiano existe un punto de inexplicabilidad que, paradójicamente, otorga de sentido a la existencia. Él había elegido los fantasmas como otros eligen a Dios y algunos menos los tebeos de superhéroes. Nutrían de aliciente su día a día y suministraban tranquilidad a la primaria, siempre latente sospecha de que después de la muerte no hubiese nada: de que la vida no tuviera nada en verdad de extraordinario y fuese tan plana como parecía. Eso sí era el horror, y no la posibilidad de unos cuantos espíritus sueltos. Así que, en realidad, Phil «jugaba» a creer en lo esotérico. Gracias a ello se sentía un marido y padre más optimista. En confianza: le impulsaba el mismo afán de fe que al más beato de los católicos, pero un redomado ateo como él jamás lo hubiese admitido. Le resultaba más fácil (y más adecuado ante sí mismo) creer en fantasmas que en Dios. Después de foguearse en varias viviendas «malditas» de Boston y alrededores, que casi siempre terminaban por revelarse un camelo, Phil decidió que daría un paso más en la audacia de su especialidad y se presentó voluntario a cualquier manifestación sobrenatural «primaria», esto Hernán Migoya -24-


es, lo más rural y menos mediatizada posible, para sortear los riesgos de la mixtificación interesada por parte de los lugareños, que cuanto más urbanos, más avispados se demostraban en la promoción sensacionalista de fenómenos presuntamente inexplicables. Así que al enterarse de la existencia de aquella casa y los sangrientos sucesos irracionales que allí se habían desencadenado, la Asociación de Cazadores de Boston para una Sociedad Libre de Fantasmas corrió a reunir los fondos necesarios con los que enviarle a aquella población, sita en un punto fehacientemente «caliente» de la orografía mística universal, esto es, en el culo del mundo. Ni siquiera sabía si se encontraba en Ecuador, Perú o Bolivia. Para él, un bostoniano de tercera generación, todo aquello era lo mismo: inditos de cara congestionada. A juzgar por la caída de la temperatura que estaba experimentando, eso sí, lo de la congestión facial tenía fácil justificación. Se rebulló en su madriguera para aprovechar los beneficios del calor que él mismo hubiera acumulado entre las sábanas encogidas. Al poco de moverse oyó un crujido, pero su mente lo descartó ipso facto, casi sin consultarle, clasificándolo como un quejido de la estructura bajo su propio arropamiento. La barba le mordicaba, y sin embargo agradeció habérsela dejado durante el último mes, con aquel aire de hielo que parecía estar formándose a su alrededor. Sopesó la posibilidad de incorporar el anorak sobre su insuficiente pijama de franela. Para entonces el silencio era absoluto y eso le puso más nervioso. Ahora venía el momento cumbre de todo investigador de lo paranormal: la hora de dormir, donde el ser humano se enfrentaba indefenso a sus temores básicos. Si sucedía algo anómalo, podía significar su gloria o su muerte. O quizá su condenación a vagar eternamente como un espíritu más, sin descanso ni paz, errabundo hasta la náusea. Incluso un profesional entregado a la causa fantasmagórica como él albergaba encontrados sentimientos, una vez enfrentado a aquella tesitura inminente de la posible «revelación». No la consideraba una tesitura real, por supuesto: la noche siempre magnificaba las amenazas latentes y las imaginadas. Propiciar situaciones como ésta era su manera de sentirse vivo. El silencio se perpetuaba como si la vida se hubiera olvidado de Los que murieron te saludan -25-


aquel rincón de realidad. Lo más extraño de todo es que más allá de los postigos de las ventanas, al contrario de lo que ocurría en las ciudades, parecía que le cercaba un silencio aún mayor que el de su intimidad inmediata. El huerto1 trasero era una jungla entramada de malas hierbas belicosas y enrevesados arbustos, debido a su desasistencia de años, pero no generaba ningún sonido, ni siquiera el minúsculo frufrú de algún insecto volador o el runrún de algún roedor merodeante. En parte para romper ese silencio inmóvil y también por sentimiento de culpa, su mano derecha tanteó en el bolsillo del pijama la foto de Liz. La palpó con cariño, era su talismán del valor. Hacía solamente un año que se habían casado y todavía la añoraba cuando le tocaba viajar. Su bebé de ocho meses también le ayudaba a alimentar un mayor apego familiar en la distancia. En la mano izquierda llevaba apretado su llavero minilinterna, regalo de unos pastelitos para el desayuno. Encendió el frágil ingenio recargable para gozar el rostro de su adorada. Aliada la iridiscencia ambarina del mínimo haz con el influjo de la penumbra en torno, la siempre angelical sonrisa de Liz se había trastocado en una mueca frígida, como un regaño gestual. A Phil no le gustó aquella sensación y se apresuró a apagar la linterna. De pronto, entre el leve fogonazo previo a la muerte del fino foco y la distraída devolución de la foto a su bolsillo, creyó percibir un raudo movimiento a su derecha que quizá agitó la mosquitera. Se mordió la parte interna del carrillo, reprimiendo un volteo instintivo de la cabeza. Seguramente había sido tan sólo un chisporroteo ocular resultante del apagado de la linterna, una reverberación de la luz expirante en su pupila: esa soflama errante que persiste en el ojo cuando desaparece la fuente de luz incidente. Se maldijo por lo estúpido de su concesión sentimental: ahora, sus ojos deberían aguardar para volver a acostumbrarse a la oscuridad. Notó chiribitas en la córnea y posó la mirada en un punto muerto de negrura esquinera, a la espera de que los reflejos remanentes menguaran y terminaran por ahogarse en el pozo de su mirada. Fue entonces cuando lo vio. 1 En castellano en el original. (N. de la T.)

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Si se hubiese tratado de un hecho «normal», no le hubiese cabido duda alguna de que aquello estaba ocurriendo. Por la periferia de los ojos distinguió un aura lechosa que invadía su área de visión. Había alguien allí, en el extremo de la cama opuesto al que encaraba, tal como estaba tumbado de costado. Resistió la tentación de tornar la mirada y afrontarlo. Una sección de la frazada se hundió a su derecha y el colchón protestó. Ahora estaba seguro: alguien estaba acostado a su espalda y le estaba observando. El vello de los brazos se le erizó bajo las mangas, pero todavía más curioso fue el modo como sus barbas tiraron de él, por efecto de su espanto, apelmazándose en el acto. Se dio cuenta de que era probable que esa mañana despertara con más canas de las que tenía el día anterior. Si despertaba. En ese estado de sobrecogimiento pasivo permaneció todavía un par de minutos. Seguía recibiendo en el margen de su vista aquella fosforescencia blancuzca, y estaba convencido de que la presencia que se hallaba tendida a su lado lo miraba con la misma curiosidad infantil con que él la hubiese mirado de no estar imbuido de terror. Redujo su respiración a un resuello mínimo. Quizás era una presencia amiga. Oía los latidos de su corazón trotando en sus tímpanos, deseando desbocarse, conminándole a tragar saliva. Trató de reducirlos, acompasando el ritmo latiente al de sus inspiraciones. Pero los latidos no respondían y seguían a su aire, batiendo estruendosos, cual tam-tam de indígena despavorido. Las pulsaciones trepidaban como puñetazos en su cavidad torácica, atropellándose y llegando a superponerse... Al instante comprendió que allí no resonaba un corazón solo. Cuando se apercibió de ese hecho, ya no pudo reprimirse. En lugar de darse vuelta y corroborar la certeza de aquella aparición espectral, pegó un salto, alzó la mosquitera como su velo una novia desesperada y echó a correr en pos de la salida de la alcoba. Bien por el método científico y la sangre fría del investigador de lo paranormal Phil Brubaker, miembro número 17 de la Asociación de Cazadores de Boston para una Sociedad Libre de Fantasmas. Los que murieron te saludan -27-


Aquella carrera solamente la detuvo un incidente: de nuevo se volvió a golpear en el dintel, como por la mañana. —¡Auch! —exclamó de dolor al sufrir el poderoso impacto de su frente contra el macizo travesaño. Como si de un sopapo de reconvención se tratase, con él pareció recuperar la calma. «Vamos, Phil», pensó, «en otras ocasiones te las has visto con apariciones mucho más temibles». No, no era cierto, por supuesto: en el fondo de su corazón, aquel que no dejaba de cabalgarle dentro del pecho como un insolidario compañero de fatigas que no estuviese de acuerdo con el cariz de sus decisiones y protestase coceando sus pulmones, sabía que todas sus experiencias previas habían sido un fraude. Solamente ahora lo sabía. Pero quizá fue este súbito pensamiento el que le hizo recobrar la serenidad y, sin querer detenerse a repasar la osadía de su repentina resolución, esta vez sí dio media vuelta para comprobar la materialización de aquel ser etéreo sobre la cama. Se encontraba ante un momento de indefinible trascendencia, una trascendencia mucho mayor que la de su vida. Pronto se arrepentiría de haber pensado así, pero qué le vamos a hacer: todos (o casi todos) somos humanos. Sobre la cama ya no había nadie. Ni siquiera pudo convencerse de que aquella ligera concavidad a un lado del colchón la hubiera producido el fantasma al apoyarse encima y no él al hincar los codos para salir disparado del lecho como animal en fuga. A su izquierda vislumbró ahora otro leve resplandor. Se encogió visceralmente, previendo un nuevo asalto de aquel espíritu observador y presumiblemente travieso, pero no se trataba de eso. Volvió el rostro: era un fulgor real y procedía de la cocina. ¿Se habría disparado uno de los sensores o se habría definido el ectoplasma de la presencia inmaterial? Su alma estaba tan aterida que no notaba la presión de sus pies sobre el suelo. Mascullando para dar escape a su miedo, obligó a su cuerpo crispado a atravesar, envarado como un pingüino, el corredor agrietado de laja gélida hasta llegar al umbral del recinto donde se había manifestado la fluorescencia. Hernán Migoya -28-


La cocina era un rincón pútrido de la casa, un rectángulo estrecho de resquebrajados azulejos, donde resultaba patentemente imposible procurarse ningún alimento o manipularlo sin padecer un riesgo cierto a morir de intoxicación instantánea. El suelo de piedra parecía acoger el humus de miles de patatas podridas apilonadas allí por eras, y sobre el fregadero de un extremo no pendía ya gollete de grifo alguno, solamente se exponía un turbador agujero y una herrumbrosa tuerca inserta en redor del legamoso hueco. Frente a él, relumbraba el hogar del fogón. Alguien lo había encendido o se había prendido solo. Phil permaneció mirando las llamas absorto, unas llamas azules que parecían acariciar los añosos leños, como dedos amantes que transmitieran ardoroso placer junto al dolor de quemaduras. Encima, uno de los cuatro discos de acero estaba descorrido, y a través del orificio despuntaban las cabezas de alguna que otra flama pionera. Un espetón atravesado en la cocina de leña reposaba su punta sobre la oquedad de fuego, recalentando su filo con tinte bermellón. La visión de aquel hierro afilado, un asador común con la punta doblada para enganchar las arandelas de la cocina y que podía llevar años allí dispuesto, pero que relucía como arma luciferiana, causó la mayor aprensión en Phil, tanta que le movió a emprender la iniciativa. Desde luego, ese fuego no se había encendido de forma casual. Pero él no iba a permitir que un espectro juguetón le importunara el sueño con trucos de ilusionista: su objetivo ya no era demostrar la existencia de aquel fantasma, sino volver a dormirse en paz para poder despertar de aquella pesadilla en vida y recuperar su existencia gris, junto a su familia, una existencia que tampoco estaba tan mal. Tomando la precaución de rodear su mano con un trapo de color incierto que había echado cimientos sobre la encimera, Phil recogió el espetón por el extremo correspondiente al mango, desprovisto de empuñadura. Decidido a correr la tapa del fogón para acallar el perturbador asomo de llamas, el ya no tan heroico detective de lo imposible se detuvo con el asador en mano paralizado en lo alto, aparentemente hipnotizado ante aquella pieza bruñida y lisa que ahora refulgía semejante a una oblea del Infierno. El brazo no le respondía. Los que murieron te saludan -29-


Por fin salió de su estado de trance y miró su propia mano sosteniendo el hierro. El reflejo del fuego en sus pupilas pareció adoptar la forma de un rostro burlón y gesticulante, carcajeándose chacotero y en progresión simétrica a su pérdida de voluntad. Hizo un nuevo esfuerzo mental y su brazo, al fin, se movió. Pero no se desplazó hacia donde él quería. En lugar de dirigirse hacia el fuego, Phil asistió asombrado al aproximamiento de la vara incandescente hacia su propia cara. El cazador de fantasmas había perdido el control sobre su propio cuerpo: tenía todos los miembros y órganos petrificados, excepto aquel brazo que se acercaba a él con el hierro al rojo vivo. Y excepto su cerebro, aterradoramente consciente de la insensata acción que estaba emprendiendo a su pesar. Como si se tratase de un ensayo concertado, su boca se abrió sin que él pudiera ordenar a su mente rebatir aquel movimiento. Y, sin darle tiempo a desmadejar la maraña de su pasividad, de romper aquella parálisis corporal impuesta por un ser ajeno, su brazo avanzó hasta depositar la punta candente del espetón dentro de su cavidad bucal, deteniéndose en el aire entre su lengua y su paladar, arrimada a la úvula como un arpón a una nutria asustada. Luego, ante su pasmo y su horror, el brazo prosiguió. El pico del asador buceó inconmovible garganta abajo, lacerando toda su tráquea sin que él pudiera impedirlo. Aquel dolor hubiera sido suficiente para hacerle desmayar, pero alguien no le permitía siquiera ese alivio a su suplicio. El brazo rebelde completó el movimiento descendente, haciendo caso omiso de la desesperación de su antiguo amo, y el hierro atravesó pecho y pulmón como un estoque del averno, abrasando todo el tráfago de carne a su paso. La punta encendida se apoyó entonces en el corazón, ahora sí desbocado, la diástole empujando el arma lejos de sí, con sacudida histérica, a costa de su quemazón. Phil abrió los ojos al límite de sus órbitas, consciente de que un ente más poderoso había decidido su final, su final a manos propias, y que, por tanto, aquello era el fin. Una lágrima cayó segregada del ojo Hernán Migoya -30-


izquierdo, no se sabe si por su inefable pena ante sí mismo, por su aterramiento indescriptible o por el insostenible esfuerzo de aquella postura. El caso es que su puño no se apiadó y asestó el golpe de gracia. El espetón ensartó su corazón con mayor eficacia que si lo hubiera trinchado un mosquetero. La sangre expelida se arremolinó y afluyó garganta arriba como burbujeante petróleo en un pozo recién excavado. Phil quedó allí de pie, suspendido por alguien un segundo más de lo que duró su vida. Su último esperanzado pensamiento no fue para Liz: «Vaya, así que los fantasmas sí existen, después de todo.» Después, la nada que camufló el ruidoso golpetazo que propinó su cuerpo al caer al suelo. La nada…

Los que murieron te saludan -31-



Primera parte: La Casa Roja de Sรณndor



I

Le despertó el brusco viraje a su izquierda. Al principio se alarmó, como si su cuerpo emprendiera una caída sin fondo, pero comprendió enseguida que estaban en plena maniobra de aterrizaje. El cansancio de su periplo desde Seattle le había hecho mella en el último tramo. El viaje hasta Lima había transcurrido en la más completa normalidad, con esa sensación de estar encerrado en un útero gigante que la seguridad de un vuelo transcontinental proporciona. Ahora, en el salto final de dos horas desde la capital peruana, era cuando la fatiga y el desconcierto del cuerpo le habían exigido su cuota de sueño. El avión de mediano tamaño planeó entonces hacia su derecha, y él se arrimó a la ventanilla aprovechando la inclinación a favor de su visibilidad. El sol amanecido no hallaba dónde jugar al escondite. Aquella llanura desértica con apenas unos penachos de cerros dibujados en su confín le recordó por momentos un paisaje lunar y por otros, el semblante despojado de Las Vegas. Pero el aeropuerto al que descendían con cuadriculada precisión no parecía tal, más bien era una explanada alquitranada flanqueada por una nave-hangar con techo de aluminio ondulado. Los que murieron te saludan -35-


Jonas Byrne se desperezó, contento de atesorar esa sensación de huida de uno mismo que confieren los buenos viajes, y que propulsan la voluntad humana hacia nuevos paisajes y experiencias. Tenía ganas de poner pie en aquel territorio dejado de la mano del Dios occidental. Tenía ganas de perder de vista unas cuantas semanas a ese maldito y sobrevalorado Dios occidental. Al disponerse a hacer inventario mental de sus pertenencias para recolectarlas una vez en tierra, Jonas recayó en que algo faltaba en el bolsillo del respaldo de su asiento de enfrente. Volvió la vista y se encontró a su compañera de asiento sosteniendo el libro que buscaba, enfrascada en su lectura. Sólo cuando la buena mujer, una sesentona con pinta de californiana rebosante de esa actitud positiva que únicamente los turistas estadounidenses saben proyectar sea cual sea la penosa circunstancia de su entorno, se dispuso a pasar página del volumen que aferraba (ya llevaba un buen bloque de capítulos leído, observó un sorprendido Jonas), reparó en que el apuesto treintañero a su lado la contemplaba con actitud de reclamo. —Oh, qué desfachatez la mía —se disculpó la señora, batiendo apresuradamente las pestañas postizas como si así apartara de un aletazo cualquier remordimiento propio o recriminación ajena—. Perdone que le haya tomado prestado su libro, pero es que… ¡no tenía ni idea de que Stefan Gött ya había publicado una nueva novela! —Acaba de salir —le informó Jonas. —Oh —reincidió en la valorativa onomatopeya la sexagenaria, a gusto con su pizpireto rol al comprobar que aquel guapo y joven compañero de viaje no parecía molesto con su apropiación indebida ni, al parecer, con que su interlocutora le doblara la edad—. Yo soy una fan irredenta de Gött. Sus historias de terror son tan… tan reales. ¡Es el mejor escritor del siglo! Sonrió mostrando unos dientes perfectamente alicatados, de jubilada primermundista, mientras la mano jugueteaba coqueta con un caracolillo de su exuberante melena. El rostro enmarcado por la maraña de rizos rojos aparecía algo demacrado, como el de un viejo cantante de rock glam obligado a representar todavía un papel vitalista sobre el escenario. Hernán Migoya -36-


Jonas se sintió halagado por el comentario de la mujer, y casi de inmediato, experimentó un aguijonazo de culpa, como le solía ocurrir. Sin embargo, cierto placer íntimo volvió a espolearle y no pudo evitar continuar hurgando en los gustos literarios de aquella compatriota: —¿Qué opina de sus dos últimos títulos? —¿De Horror en el Santuario de Buda y Pavor en el Templo del Diablo? —exclamó con entusiasmo la viajera al hallarse ante otro presunto buen conocedor de la obra de aquel forjador de best sellers—. No son tan buenos como los anteriores, creo yo. Tienen magníficos argumentos, no se vaya a pensar, pero están demasiado bien escritos… —ante el hito interrogativo de Jonas, la otra intentó enmendarse—. Eso no debería ser algo malo per se, claro que no, pero cómo le diría… Es como si Gött quisiese demostrar desesperadamente lo buen escritor que es, como si de pronto se sintiese acomplejado por escribir lo que escribe, libros de género. Y cuando la prosa resulta tan buena y cuidada, «distrae» de su función principal, que es el terror que debe comunicar, no sé si me entiende… Fue ella la que no entendió el rubor que súbitamente afloró en las mejillas de aquel hombre hasta entonces tan barbián y que podría ser su hijo, nada más escuchar con minuciosa atención su opinión recién expuesta sobre Stefan Gött. De pronto, la mirada de la mujer se volvió más apreciativa sobre el rostro de él: los ojos recargados de rímel y un grotesco lápiz verdino bordeando los párpados venosos, recorrieron la pronunciada y tentadora línea maxilar del muchacho, contrapunteada por la costura de una boca sin labios, detalles que lo emparentaban antropológicamente con Chuck Heston2. Sin embargo, los ojos de Jonas eran muy grandes, casi infantiles, con una paletada azul de una pureza sobrecogedora, y contenían la inocencia de un cachorro. La señora trató de reprimir un coletazo de afecto maternal: le hubiera gustado, sin más rodeos, acoger la cabeza de aquel notable ejemplar de su país sobre su busto. Tragó saliva al ser consciente de que había perdido el hilo de su discurso y que se había recreado visualmente en su bello interlocutor durante unos segundos de más. 2 Se refiere, obviamente, al célebre actor estadounidense Charlton Heston, conocido popularmente en su país con el abreviativo de “Chuck”. (N de la T)

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En cuanto la voz chiclosa del capitán irrumpió para anunciar el inminente aterrizaje, Jonas aprovechó el lapso informativo para girar el rostro y abismar la mirada en el suelo granuloso que se aproximaba a su encuentro, dando por finalizada la conversación. Su vecina pensó que quizás había ofendido al joven y, con la máxima discreción, volvió a depositar el libro de marras donde lo hallara. Sin embargo, Jonas ya no pensaba en ella ni en el desusado interés con que le había mirado la madura dama. Lo único que pensaba, interrogándose con regodeo masoquista, típico de la falsa modestia que impulsa el motor creativo de cualquier escritor, era en qué habían fallado esas dos historias. Porque, efectivamente, él era el autor de ambos libros de Stefan Gött… y también del que ahora volvía a reposar ceñido bajo la malla elástica del espaldar. Y sin embargo, Jonas Byrne no era Stefan Gött. Mientras las ruedas del aparato tanteaban la firmeza de la cascada pista con vistas a confiar sobre ella su peso entero, Jonas fijó los ojos sobre la dorada cubierta en relieve de la nueva novela. No había escritor que no aspirara a una portada tan hortera, si a cambio vendía millones. Aunque se vendiera bajo el nombre de otro. Jonas la había comprado nada más salir de Seattle. Como era habitual, los ejemplares para la venta habían llegado al escaparate de las librerías antes que los de cortesía que la casa editora expedía a su domicilio como parte del contrato; por eso había preferido adquirir uno sin más. La curiosidad siempre le mataba llegada esta fase irreversible del proceso editorial: con el nuevo libro ya impreso en las manos, era el momento de comprobar, por supuesto cuando ya no había remedio, hasta qué punto se había respetado su texto y hasta qué punto el propio Stefan Gött lo había modificado. Porque Jonas Byrne era un fantasma3 de la literatura: el «negro» de Gött, su escritor mercenario en la sombra, su alquilón de argumentos 3 En inglés, la expresión ghost writer, usada para designar a un escritor que trabaja anónimamente para otro que pone el nombre, es muy habitual: en España se suele traducir como “negro literario”. (N de la T)

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desde hacía tres títulos. Pero, obviamente, Gött aún tenía potestad para cambiar lo que no le agradara. Y, para el criterio de Jonas, esos cambios solían arruinar la belleza de su prosa y, por tanto, el contenido del libro. «No así para los fans de Gött», pensó amargamente al recordar las palabras de la mujer de al lado. Todo había empezado hacía casi un lustro. Un veinteañero Jonas ansiaba convertirse a toda costa en un escritor de prestigio, y tras seis años duramente invertidos en la redacción de su primera novela (redacción tan sacrificada que acabaría por costarle su trabajo de bedel en un instituto de secundaria y casi también su matrimonio), había enviado el manuscrito a cuantas editoriales de renombre descubrió en el catálogo de una feria literaria. Pasaron los meses sin que ninguna editorial se dignase a responderle formalmente, ni tan sólo con una amable negativa. Se sintió un pobre desgraciado, un iluso que había asesinado su presente y su vida familiar, al igual que tantos otros, al apostarlo todo a la posibilidad de triunfar como autor de ficción. Seguramente las editoriales recibían cada día uno o dos manuscritos como el suyo. Probablemente nadie los leyera siquiera. Pero ¿dónde había quedado la gentileza de contestar con un mensaje electrónico o una carta comunicando al menos un acuse de recibo y agradeciendo la confianza depositada, «pese a lo cual nos vemos en la obligación de rechazar su publicación, dado que nuestra programación de futuros títulos ya está completa para la próxima temporada…», etcétera? ¿Dónde había quedado la honestidad de un rechazo educado? El silencio era el peor insulto… Escarmentado en su orgullo, Jonas recuperó su trabajo de bedel y, a duras penas, también su matrimonio. Casi se había resignado a la mediocridad de su vida anónima, e incluso había desechado ya el suicidio como recurso final porque le parecía que, aunque acción inmejorable en calidad de borrón, no dejaba muchas posibilidades de iniciar una cuenta nueva, cuando la firma literaria Thrilling Inc. le mandó sorpresivamente una carta asimismo trufada de sorpresas. Había transcurrido más de un año desde su vano intento de debutar en la profesión de escritor, así que Jonas no se esperaba ya ninguna Los que murieron te saludan -39-


misiva procedente de ninguna casa editorial. Sin embargo, cuando tuvo aquel sobre en sus manos, corrió a abrirlo y devoró su contenido, muerto —o mejor dicho, redivivo— de curiosidad: Thrilling Inc. le solicitaba amablemente que se trasladara a Nueva York para realizar una visita a las oficinas de su sede principal, dado que sus responsables deseaban hacerle una propuesta sin duda de interés para él. Terminaban glosando las virtudes de su manuscrito con un encarecimiento que Jonas jamás había disfrutado en sus años previos de autor amateur. Por el cariz de los elogios, sin duda habían leído el libro. El joven literato no cabía en sí de entusiasmo. Jonas acudió pues a la sede editorial con todos los gastos pagados, pasaje, estancia y dietas incluidos. Allí, sin embargo, recibió su primer jarro de agua fría en lo profesional. Un encopetado cuarentón gay que se presentó como editor jefe de Thrilling Inc. le informó con la mayor desenvoltura de que les interesaba la capacidad narrativa de Jonas, no así su novela. Y entonces le contó la verdadera historia detrás del escritor que, de entre sus abundantes filas de autores publicados, más éxito había obtenido en toda la larga trayectoria de aquella empresa. Stefan Gött era un escritor real. Al igual que Jonas, también había sufrido unos duros comienzos como escriba aficionado tratando de colarse en el Olimpo de la Literatura. Sin embargo, veinte años atrás, Thrilling Inc. decidió apostar por él, como tradicionalmente hacía con tantos otros escritores de suspense o terror. Su primer libro, Intriga en el altar azteca, significó todo un boom en el mercado de la literatura popular. La gente se volvió loca por la novela, que vendió por millones dentro y fuera del país. De repente, Stefan Gött se había convertido en un nombre superventas con solamente una obra en su haber. Thrilling Inc. le prometió, obviamente, una suma endemoniada por una segunda novela. Gött aceptó la millonada, pero los plazos de entrega acordados vencieron con holgura y nunca llegaba el manuscrito prometido. Cuando desde la editorial le presionaron, confesó que se sentía incapaz de alumbrar ninguna nueva historia. Intriga en el altar azteca era la única que tenía dentro de él, y ya la había expelido: ya no le quedaba nada por ofrecer. Tan aterrados como el protagonista de esa novela, los editores de Hernán Migoya -40-


Thrilling Inc. buscaron una solución extrema para no matar antes de tiempo la gallina de los huevos de oro. Y, entonces, llegaron a un acuerdo con aquel autor en perenne crisis creativa: contratarían un negro literario, un escritor apto y aplicado que remedara el estilo de Gött y redactara nuevas obras de terror siguiendo el patrón de la primera; Gött, por su parte, se comprometería a revisar cada manuscrito y corregir las partes que quisiera, quitando o añadiendo aquello que considerase adecuado para que el resultado final exhalara ese «toque Gött» que tanto había hecho vender Intriga en el altar azteca. En opinión de Jonas, Gött se limitaba con su intervención a estropear la calidad literaria de cada novela. Sin embargo, debía reconocer que ese «estropicio» era probablemente la causa de que millones de lectores extasiados las compraran. Jonas no había sido el primer autor fantasma de las novelas de Gött. Él solamente había escrito tres, y el «Göttic King» o «Rey Göttico» (como se le conocía públicamente) tenía ya diecinueve títulos publicados, a uno por año. El anterior negro literario a sueldo de Thrilling Inc., un flemático profesor universitario de Maryland especialista en humanidades y filología inglesa, se había ahorcado del ventilador cenital de su estudio un mes antes de que Jonas fuese enrolado: al parecer, aquel hombre no había soportado la infamia de sentirse artísticamente más dotado que el escritor al que estaba condenado a imitar. Tras descubrir la muerte del infortunado académico, Thrilling Inc. barajó localizar otro impostor sustituto entre los autores noveles de género. Pero ninguno prometedor o con un nombre ya hecho aceptaría reducirse a ser solamente un proveedor de sustos bajo la asfixiante marca de Stefan Gött. Y entonces Mallory, el amanerado editor jefe, recordó aquel manuscrito recibido un año antes. El autor de esa pomposa primera obra reunía cualidades suficientes para, si refrenaba sus pretensiones en el exhibicionismo huero de la prosa, convertirse en un Stefan Gött decente. Y lo único que necesitaban para continuar exprimiendo la inagotable fuente de dinero de aquella beneficiosa franquicia era eso: un Gött decente. Y así, tras la firma de un contrato de confidencialidad blindado, Jonas se convirtió en Stefan Gött. O, mejor dicho, Stefan Gött se conLos que murieron te saludan -41-


virtió en él, vampirizando todo su talento al servicio de unas estúpidas novelas de consumo inmediato. El antaño ambicioso aprendiz de escritor de prestigio se convirtió en casi millonario pergeñador de vulgares intrigas para multitudes asustadizas: Gött inventaba la idea inicial, casi siempre extraída de pseudo-documentales de cariz ocultista; luego se la transmitía a Mallory, y Mallory a su vez a Jonas; y Jonas, a partir de ese vago encargo, se ocupaba de documentarse, crear el argumento, redactar la primera versión; finalmente, Gött daba el toque final al mecanoscrito. El nuevo binomio se demostró de lo más exitoso, y la firma «Stefan Gött» revalidó su dominio del mercado de género sin prácticamente baches en las descomunales ventas. Nadie se quejó ni encontró diferente el regusto de las dos últimas novelas, aunque hubo quien sí reprochó lo «excesivamente literario» (sic) de ambas. Gött y Jonas nunca se habían conocido en estos cuatro años de colaboración forzosa, y ninguno de los dos había hecho el menor esfuerzo por personalizar su relación. Jonas contaba ahora con más dinero del que sabía gastar, pero a costa de su autoestima. Su trabajo para Gött le absorbía tanto que, las pocas ocasiones que había intentado escribir una novela suya «de verdad», había tenido que abandonar el teclado entre arcadas de repulsión: le salía sin querer el «estilo Gött». Para él, la literatura ya no era algo especial. Se trataba tan sólo de un medio de enriquecimiento, un basurero del que extraer vulgares collares de cuentas y prosaicos metales dorados, tan dorados como las cubiertas de sus libros, que pasados por el crisol de las papilas gustativas de las masas se transformaban ipso facto en diamantes de incalculable valor y oro de veinticuatro quilates. Pero él seguía sabiendo, en su fuero interno, que lo que escribía no era oro ni diamantes. «Literatura de aeropuertos», recordó Jonas que contestaba Ian Fleming cuando le preguntaban cómo definiría sus novelas de James Bond. Pero las novelas de Bond estaban escritas para aeropuertos de postín, y su literatura era tan rutilante como las instalaciones metropolitanas por donde transitaban las principales rutas aéreas del mundo. Hernán Migoya -42-


En cambio la literatura de Gött, pensó Jonas, «su» literatura, estaba hecha para aeropuertos como éste. «¿De verdad tienes que ir a ese sitio tan apartado? ¿No será peligroso?», le había dicho Cybil, su mujer, cuando le comunicó adónde le llevaba su nuevo proyecto de libro de Stefan Gött. Ella no se quejaba, nunca se quejaba, pero Jonas sabía que en realidad le estaba preguntando si de verdad tenía que separarse de ella una vez más. Apenas hacía un mes que acababan de reconciliarse, habían pasado unas Navidades de lo más plúmbeas y apagadas, y no estaba el horno doméstico para bollos de ese calibre: no era el mejor momento para desaparecer del hogar durante un par de semanas… Pero el dinero mandaba. ¿Quién sabe cuándo se agotaría aquella mina de oro? Su literatura pobretona exigía su presencia en aquellos pobretones parajes. Y con tales nefastos pensamientos, Jonas asistió al traqueteo rodante del avión aterrizado sobre el ruinoso y desvencijado aeropuerto de Piura, mientras sus dedos daban vueltas menos accidentadas a su alianza de oro...

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II

—¡Señor Birne! Jonas se asustó un poco, como nos ocurre a todos cuando oímos pronunciar nuestro nombre en un lugar donde supuestamente no nos debería conocer nadie. Más allá del destartalado umbral de salida, mientras él aguardaba que su mochila despistada volviera a aproximársele por la endeble cinta corrediza de equipaje, un veinteañero regordete en un traje barato y polvoriento se apoyaba impaciente en un pie, ora en otro, como ansioso de recibir su compañía. Ni siquiera portaba un letrero con su nombre. Por el rabillo del ojo, Jonas vio que la mujer mayor, apoyada en un carrito para su maleta, se volvía a mirarle con curiosidad: ¿se trataría de un joven famoso en cuya evidente identidad ella no había caído? —¿Cómo me ha reconocido? —espetó al moreno piurano tras recoger la mochila y acercarse a él entre aquel desbarajuste de columnas chapadas con placas de aluminio dobladas y semisueltas por la negligencia municipal. —No recibimos a tantos visitantes gringos —sonrió el gordito, y Hernán Migoya -44-


sus facciones enmarcadas bajo un lacio tejado capilar a dos aguas le recordaron a Jonas las de los dibujos animados de Disney en los años 90: como en el estilo de animación que se impuso en aquella época, los rasgos de contorno y fisonomía de aquel mestizo también parecían lapiceados con trazos más oscuros sobre la misma tonalidad castaña de su piel, especialmente los surcos nasogenianos, delineados en bajorrelieve junto a unos flamantes mofletes que se destacaban cada vez que su dueño esbozaba una sonrisa, lo que en apariencia hacía siempre—. Y además… El dedo salchicha señaló algo que el recién llegado llevaba consigo: el libro, claro. Deseó habérselo regalado a la vieja para averiguar si aquel anfitrión sanbernardino le hubiese reconocido tan rápido. —Felicidades, tiene usted buena vista. —Me llamo Lucho, un gusto conocerle. —Y tendió presto la mano, con la diligencia acomplejada de quien se encuentra ante un enviado especial de la poderosa Thrilling Inc., aunque Jonas dedujo que probablemente ese tono de agasajo lo utilizaba con todo visitante estadounidense al que le adivinara un caudal—. You want me to speak English? —No se preocupe, mi madre era mexicana —le esclareció Jonas con su acento irreprochable, y volvió a distinguir la expresión admirativa con que siempre se topaba ante esta declaración, y que él atribuía a la carencia absoluta de cualquier atisbo de latinidad en el continente de su cara… y a su metro noventa de desarmante rubiedad. Sin más circunloquios, Jonas siguió a Lucho hasta la salida principal. El peruano sabía que los «gringos» solían ser expeditivos en su comportamiento, así que no pretendió entretenerle con más cháchara fútil. Ya fuera, Jonas comprendió por qué hubiera resultado inútil que Lucho tratase de sacudirse el polvo que harinaba las perneras de su traje, trocando el negro en cacao: en pleno enero, pura época veraniega para aquellas latitudes, la calle refulgía con el caluroso aire, abrumada por una atmósfera arenosa. Al contrario que la capital del país, donde el color predominante era el gris, Piura parecía tocada por lo cremoso, debido a la proximidad del desierto y a la falta de una pavimentación eficaz. Lucho quería ofrecerse a cargarle la mochila, pero ante lo circunspecto de la faz forastera, el peruano optó por dejarlo correr y se contentó Los que murieron te saludan -45-


con señalarle el asiento del copiloto de un no menos polvoriento coche rosa, antaño granate. —Le llevo en mi carro, no vivo lejos —habló a modo de invitación. El trayecto no le dijo nada particular de la ciudad, agradablemente insustancial, aunque mantuvo el rostro vuelto hacia la ventanilla para no tener que encarrilar una conversación con su guía. Éste no dejaba de observarle de reojo, y al final su curiosidad pudo con las formas. —Debe ser un orgullo trabajar para un escritor tan famoso, ¿diga? —le interpeló Lucho con el modismo local, deseoso de pegar la hebra—. Investigar para ese señor es todo un privilegio… Jonas no respondió de inmediato, y para cuando lo hizo, fue con otra pregunta y sin retirar aún los ojos de la calle. Fachadas idénticas de estuco marrón se sucedían una detrás de otra como si les hubiesen instalado de fondo el rodillo decorado de las películas antiguas. Al menos, el trazado urbano era ancho y poco hostil a un peatón, al contrario que en la capital. —¿Qué hay de interesante en esta ciudad? —se interesó sin excesivo interés. —Ah, pues hay muchas cosas. Tenemos unas playas muy lindas —informó su conductor con la inusitada cortesía de la gente en exceso humilde o interesada—. Le aconsejo que las disfrute esta misma tarde. Monumentos no tenemos tantos… ¡Pero sin duda tiene que visitar el museo de Miguel Grau! —¿Quién es Miguel Grau? Lucho se carcajeó como si el otro hubiese preguntado de broma y no se dignó contestar. Jonas pensó que era un buen colofón a aquel diálogo para besugos. Poco después llegaban a su destino, una casa de dos pisos en un modesto barrio residencial. Lucho aparcó el vehículo frente a una verja cerrada y, tras descender sin mayor preocupación y abrir la metálica puerta con llave, condujo a su invitado por unas escaleras de gastadas losas hasta su vivienda, en la planta superior. —Cuando me avisaron de su editorial, pensé que lo mejor era que se quedara en mi casa, dado que solamente será por una noche —recapituló Hernán Migoya -46-


Lucho al visitante. «Y así te quedas todo el dinero transferido para mi alojamiento», pensó Jonas—. Mañana le parte el autobús a Huancabamba a las siete de la mañana. Mi esposa se pondrá a su servicio para que la estadía se le haga lo más cómoda posible. Y tras decir esto, abrió la puerta de entrada a su piso y señaló hacia el interior, como si con esas palabras ya estuviese presentando a su mismísima cónyuge, tan seguro estaba de que ella se encontraría allí, esperándole como un gatito fiel. Para asombro de Jonas, así era: la puerta, que daba a una única y amplia sala sin pasillo medianero, le mostró una primera mitad del recinto guarnecida con una mesa despacho y diferentes archivadores, como si se tratara de una oficina inserta en la morada; y, desde detrás del elemental escritorio, se levantó sumisa una bonita joven de unos veinte años, tez trigueña y gafas que ponían cerco a su timidez. La muchacha se acercó y le ofreció la mano, mientras su marido los ponía al tanto: —Mi esposa Graciela, éste es el señor gringo que viene en representación de míster Gött. La tal Graciela enrojeció al sentir el tacto de la mano de Jonas. Éste, nada interesado en perturbar hogares ajenos, preguntó en qué habitación se podía instalar. Lucho urgió a su mujer para que acompañara al recién llegado al dormitorio de invitados, aprovechando para despedirse: —Tengo que hacer unos mandados en la estación de autobuses, le dejo en buenas manos, señor Jonás. La segunda mitad de aquel espacio único ya era de cariz doméstico, con un salón—comedor delimitado por un gastado tresillo negro y una mesa ovalada protegida por un cristal y un desprotegido tapete. Y, al fondo de todo, una cocina americana marcaba el final de la sala, a cuyo lado se abría un corredor. Por allí entró Graciela, abriendo camino a Jonas. El dormitorio era pequeño, así como la cama, indicando que más que habitación de invitados se trataba probablemente del cuarto del hijo que no había llegado pese a los múltiples intentos. Tras un seco «gracias» que también sirvió para despachar a la anfitriona, Jonas dejó la mochila sobre una silla junto al lecho, y sacó el pijama. Muda en mano, se dirigió Los que murieron te saludan -47-


al cuarto de baño que le había enseñado Graciela y se dio una reconfortante ducha con alternancia de agua fría y caliente. Una hora después, ya cambiado y sentado sobre su cama provisional, contemplaba la pared pintada de un espantoso violeta. Se preguntó si aquélla era la vida que había deseado. Se dijo también que debía llamar a Cybil. Tal vez aún les quedase una oportunidad como pareja, después de todo, aunque este viaje no era el mejor modo de comenzar de cero. O tal vez cuando volviera no la encontrara, como un año antes… Renunciar al amor para convertirse en el escritor de un escritor había sido la gran broma en que se había convertido esa vida suya. Y ahora que se le ofrecía la oportunidad de enmendar los errores pasados, no se le ocurría mejor idea que largarse a otro país para investigar la localización de una nueva novela… ¿no lo estaría haciendo adrede para rehuir la responsabilidad que tenía entre manos de salvar su matrimonio? Como revolviéndose contra lo insidioso de este último pensamiento, se levantó de golpe y fue hasta el salón principal de la casa. Graciela, vestida con una blusa amarilla de gasa y tirantes y un sucinto pantaloncito negro que hacía juego con sus gafas, permanecía sentada de nuevo tras el escritorio, en actitud de paciente espera. Jonas se preguntó si se habría cambiado para él, no estaba muy seguro de que le hubiese recibido así. Para un occidental, la ligereza del atuendo de la muchacha la hubiese catalogado inmediatamente como una descocada, pero Jonas sabía que la moda de las mujeres latinoamericanas era mucho más osada que el modelo anglosajón, sin que ello menoscabara ni un grado su reputación de buenas cristianas. —¿Usted trabaja con su marido? —Jonas formuló la pregunta por compromiso, debido al tedio que reflejaba la dócil disposición de la joven. —Recojo las llamadas de clientes y también informo de nuestros atractivos turísticos —le dijo la muchacha con un retintín de rutina—. Pero Piura no es una ciudad muy turística, así que en realidad no hago gran cosa. —Y, ya que estoy aquí de paso, ¿qué es lo que por nada del mundo me debería perder en esta ciudad? El Museo Miguel Grau estaba situado en pleno centro de Piura, Hernán Migoya -48-


ocupando el costado de una plaza que obligaba a enfrentar su sólida fachada a la de una iglesia de las más anodinas del período colonial. Los deslustrados edificios funcionales modernos tampoco ofrecían señuelo alguno a la vista, y la clásica casona encalada que daba cobijo al museo parecía pertenecer a un ámbito mucho más señorial. Supuso que había sido la casa del propio homenajeado. Tras una hora de deambular por sus dependencias y ser testigo de fantasmales militares de ojos encendidos en fotografías sepias del siglo XIX junto a épicas pinturas de navíos naufragados o en proceso de irse a pique, Jonas se dio cuenta de que no había rincón alguno del museo donde se explicase quién demonios era, a fin de cuentas, el tal Miguel Grau, y qué había hecho de remarcable. Sólo sabía que se trataba del héroe local, pero ninguno de los textos informativos daba cuenta de las razones por las que aquel almirante había pasado a los anales de la historia piurana. Seguramente, los responsables del museo daban por hecho que cualquier visitante, por lejano que fuera su lugar de procedencia, conocía de antemano los méritos del legendario Grau… Frustrado por su ignorancia no satisfecha a causa del provincianismo institucional, Jonas se devolvió a la calle sin decidirse a qué actividad dedicar aquellas horas muertas de un día ya también mortecino. En efecto, no le gustaba la playa desde que sufriera un severo accidente de surf en sus años mozos, así que se limitó a pasear por unas avenidas sin personalidad propia, aunque amorosamente envueltas en el agradable crepúsculo estival. Pensó otra vez en Cybil, en el frío que estaría pasando por culpa del cruento invierno enerino de Seattle. Al final no la había llamado… Las jovencitas lugareñas le acosaban con miraditas de ansia, deseosas de suscitar el interés de aquel atractivo gringo de pantalón y camisa beis originariamente blancos. Jonas no las ojeó siquiera. Desde su provisional reconciliación, había abrazado una vida monacal, convencido de que su corazón ya estaba cerrado a cualquier nueva pasión, efímera o eterna. Curiosamente, a Cybil le ocurría otro tanto. En ellos, la efusividad carnal había cedido hacía tiempo. ¿Era el momento de sustituir esa inane tibieza sensual por un único acto calculado que les abriera las puertas de la paternidad, como hacían tantas otras parejas…? ¿Era la Los que murieron te saludan -49-


hora de suplantar el amor de Eros por el de la progenie? Su pelo pajizo brillaba anaranjado con el sol de poniente y su lacónico semblante era un reclamo para todas las viandantes con instinto maternal. Se detuvo a comprarse un helado y, consumido en un periquete debido a la falta de distracciones, optó por tomar un taxi de vuelta a la casa de Lucho y Graciela, no sin antes comprarles como obsequio un atadillo de caramelos artesanales de tradición piurana. Ya era casi de noche. La joven seguía sentada, con la espalda tiesa y el mismo talante aburrido que cuando la había dejado por la tarde, pero ahora se encontraba frente a la mesa del comedor. Delante de ella, había dispuesto una fuente de ensalada y una olla con algún tipo de guiso local. Vestía las mismas minucias. La noche era tan caliente como el día. —¿No ha llegado aún su marido? —inquirió reticente Jonas. —No llegará ya hasta la madrugada, para acompañarle a la estación —desgranó Graciela sin el menor matiz de reproche—. Suele ir de parranda cada anochecida con sus amigotes. —¿Y usted no le acompaña nunca? —se extrañó él. —No. No me corresponde. Jonas cenó en silencio frente a ella, un poco cohibido, pues la chica apenas probó bocado. Intentó distraer la mirada en las paredes, casi desnudas con aquel horroroso color violeta que agredía su vista, por lo que forzó sus ojos a recalar en el único ornamento: un no menos horroroso calendario presidido por la fotografía de un Cristo tallado en madera negrácea y ataviado con una holgada túnica también violeta, digna de Demis Roussos en sus buenos tiempos, por la que se le entreveían unas enagüillas. El rostro del Cristo era un mar de sufrimiento: sus facciones desencajadas reflejaban el peor de los suplicios, y a juicio de Jonas no aportaban ningún consuelo o calma al alma en conflicto del espectador; antes, al contrario, conformaban una postal de lo más inquietante. Las espinas de la corona se habían desplazado hasta clavarse en una de sus córneas, y las gotas de sangre eran también lágrimas por el mismo precio. Ver aquello cada día debía de ser un recordatorio inapelable de la porquería de vida intramuros que soportaba aquella chica. Hernán Migoya -50-


—Parece que se aburre mucho aquí —comentó el escritor, por quitarse de la cabeza el patetismo de estampa de aquel crustáceo de Cristo. Graciela esbozó una mueca amarga, a modo confirmatorio: —En Lima tenía amigas, pero cuando vine a Piura recién casada me quedé sin nadie. Y mi esposo me deja sola demasiado tiempo —analizó sin paños calientes. —¿Y no salen de fiesta o a bailar? Tengo entendido que a todas las mujeres latinas les apasiona el baile… —Sí, a todas nos gusta. Pero eso no significa que les guste también a todos los hombres. Lucho lo detesta. Ése parecía ser el fin improrrogable de la cuestión. Jonas se dijo que aquella muchacha era bonita. Seguramente un «gringo» menos escrupuloso que él hubiese sacado provecho de la situación afín. Y seguramente al marido no le hubiese importado en demasía saberlo, mientras sólo lo supiera él y ningún otro piurano. A fin de cuentas, el único vigilante que dejaba custodiando a su amada esposa era aquel Cristo al que, con tamaños ojos vulnerados y sangrantes, no le quedaría otro remedio que hacer también la vista gorda. Jonas echó un trago de la bebida local —chicha morada, un refresco natural en exceso meloso y aguado para su gusto— y, al posar el vaso sobre el hule, la mano de ella se posó también sobre la suya. —¿Por qué no se queda más días? —planteó la muchacha con dificultad: ésa era la forma más directa de insinuársele que la pudorosa desposada acertaba a poner en práctica, dedujo él. Jonas miró de soslayo el Cristo, y le pareció que la gestualidad agónica del Redentor se tornaba expresión de cólera y amenaza sulfurosa. Quizá no fuese tan mal guardián de la doncella, después de todo. —Gracias… —su manera de decir no fue simplemente retirar la mano. Por la noche, algo encorvado para caber en la cama, Jonas tardó en conciliar el sueño. Durante esas horas de vigilia creyó oír unos sollozos gemebundos, pero los atribuyó al ruido del viento del desierto, que azotaba su ventana. Esos gemidos quejumbrosos y ese viento ululante terminaron por trasladarse a su sueño, manifestándose con incordiante virulencia: al final Los que murieron te saludan -51-


no podía diferenciar si tal lamento plañidero procedía de la prometedora boca de la hembra desatendida, de los labios agrietados del Cristo torturado, del viento invectivo que recogía el aliento de millones de almas rotas… o de la suya propia, que encontraba eco en Graciela, en Jesucristo y en un mundo de seres condenados al infierno de la soledad compartida. Recordó la férrea fe católica de su madre, una fe que usaba como fustigante confortación y refrigerio de su desolada condición de esposa abandonada, antes que como esperanzadero de su porvenir. Los sollozos espectrales prosiguieron toda la madrugada, fuera o dentro de su trayecto onírico, como instándole a sentir miedo. Pero para Jonas Byrne, un hombre de treinta y tres años con el alma avejentada y sin esperanzas de volver a sentir pasión de enamorado —pese a su probado amor por Cybil— o de encarrilar su vocación literaria —pese a poder vivir de ésta—, era ya muy difícil sentir miedo (o deseo, para el caso) por nada ni nadie.

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III

—Míster Birne… Como a su llegada al aeropuerto, fue otra vez la chabacana pronunciación de su apellido la que le trajo a la realidad. Mientras Lucho le esperaba al otro lado de la puerta, Jonas se vistió casi a tientas y cargó a la espalda la mochila ya preparada, consciente de la cualidad extraordinaria de los sueños esmerilados que había atravesado esa noche como por un pasillo de ofuscantes maravillas, pese a no recordar ninguno en concreto. Antes de marcharse de la casa a oscuras, resignado a no poder despedirse de la doliente Graciela, dedicó una última mirada al Cristo en la pared, ahora tan sólo una sombra retorcida y rencorosa. No sabía si en los próximos días echaría de menos aquella tenebrosa figura o se alegraría de perderla de vista: lo que estaba claro es que adonde iba no la encontraría. Quedaba lejos de su territorio de influencia. Apenas amanecía cuando arribaron a la estación de autobuses. Tipos con poncho y aspecto andino cargaban sus pertenencias en la panza del vehículo que estaba por partir. «Permisito…», remugaban al pasar por su costado sin despegar los ojos del suelo. Otros pocos se pararon a mirarle Los que murieron te saludan -53-


con curiosidad, sí, cuanto menos curioso aquel gringo que les sacaba una cabeza de pelo llameante; le repuchó avanzar entre ellos e inclinarse a colocar su equipaje, así que optó por mantener la mochila consigo, quizá cupiera en la balda sobre el asiento. Se despidió de Lucho, quien no había pronunciado una palabra desde que le acompañara de amanecida. Sus elocuentes ojeras y la acuosa mirada perdida hablaban por él, sus rasgos ya entintados. —Buen viaje, gringo… y cuidado con las penas —le advirtió sinceramente el agente turístico, antes de alejarse con su coche para dormir la mona. Jonas imaginó qué sucedería si Lucho se dormía antes de tiempo, al volante, y perdía la vida en un choque frontal con otro auto. ¿Saldría ganando Graciela de aquella contingencia o su destino sería para peor? Sin decantarse por ninguna respuesta concluyente, el estadounidense se disponía a subir al autobús cuando de nuevo se asustó al oír una femenina interpelación en inglés: —¡Usted! —al principio no pensó que la palabra, proferida como una acusación, estuviese dirigida a su persona; pero en un segundo se dio cuenta de que si en aquella remota región se hablaba un solo término en su idioma paterno, probablemente fuera él su destinatario: tendría que acostumbrarse—. ¡Usted! Jonas se giró hacia su interlocutora. Una figura espigada y nervuda se aproximó decidida a él, cargada con una pequeña mochila y arrastrando una maleta de cuyas ruedas apenas podía sacar partido en aquel lodazal seco de agreste fruncido. La amistosa silueta vestía unos canónicos pantalones caquis hasta la rodilla y una camisa igualmente caqui de exploradora, semejaba una parodia jubilada del Coronel Tapioca; pero la guinda la aportaba un sombrero de jipijapa con ridículo lazo rosa en la base de la copa. El detalle le pareció a Jonas tan ridículo, que tardó dos segundos de más en elucubrar de quién podría tratarse quien así le abordaba. —¡No me diga que no es una bonita casualidad! ¿Será el destino? —Oh, usted… —dispensó al fin, al reconocer a su compañera de vuelo del día anterior. —Quizá si nos presentáramos debidamente dejaríamos de llamarnos con ese «usted» tan vulgar. —La compatriota adelantó una Hernán Migoya -54-


sarmentosa mano—. Alison, mucho gusto. —Jonas —correspondió su asaltado, más resignado que convencido, siempre reacio a abandonar su cascarón de introversión asocial. Así que, en resumidas cuentas, sí tuvo que abrirse paso entre los pequeños y refunfuñantes peruanos norteños para depositar la voluminosa maleta ajena, cuyo peso a punto estuvo de arrancarle un gruñido a su espalda. Luego, suponiendo acertadamente que una vez en el autobús resultaría una descortesía imperdonable sentarse lejos de la locuaz mujer, le cedió su asiento con ventanilla (donde no hacía ni cinco minutos él había planeado echar una cabezadita de lo más a gusto) y ocupó el de al lado con un rezongo autocompasivo. Por cierto: sobre los asientos no había balda alguna. La mujer no se destocó del absurdo sombrero, por lo que Jonas apenas podía discernir sus ojos mientras ella parloteaba, semiocultos bajo el ala desnivelada. Oh, sí, porque, cómo no, en lo tocante a parlanchina no la ganaba nadie: —Parece mentira que la prensa y la televisión sigan diciendo que hoy día la aventura ha desaparecido de nuestro mundo… Eso ya se decía en mis tiempos. ¡Y apuesto a que también en los tiempos coloniales! De niña me deprimía leer las novelas de Jules Verne o Rice Burroughs, porque estaban repletas de referencias a cómo su mundo «moderno», que ya era antiguo en mi infancia, había terminado con el concepto de aventura… justo antes de que nos diera tiempo a abocarnos a ella, claro está. Y, sin embargo, ¿qué es esto, sino la más grande aventura posible? En este trayecto nos pueden agredir animales salvajes, sorprender lluvias feroces, atracar bandidos apostados en el camino… —Su propia perorata pareció preocuparla y de pronto se volvió alarmada a su ya arrepentido vecino, con tic de trágica—. ¿Cree que serían capaces de violarme…? Jonas no contestó. Ante la flagrante desidia de su acompañante, Alison cambió de estrategia: —Por lo poco que me ha permitido escuchar su voz, diría por su timbre que procede del sur, como yo. Yo vivo en Santa Mónica, ¿y usted…? —Seattle —respondió secamente él; y luego, al notar la contrariedad de Alison, le aclaró—. Pero nací en San Angelo, Texas. Los que murieron te saludan -55-


—No lo conozco… —se disculpó ella. —No es usted la única. Mi ciudad sólo es célebre porque la cruza el famoso río Conchos y porque en ella nació un escritor fracasado. No se refería a él, pero la mujer no habría captado la ironía, de todos modos. —Encuentro este país fascinante… —la turista californiana prefirió volver a cambiar de tema, pero ello no mermó su verborrea—. Su pobreza tiene algo… algo de hermoso. Allí donde otros ven miseria, yo veo… Ante la inminencia del manido discurso aburguesado que se cernía sobre sus descuidadas defensas, Jonas comprendió que, si quería atajar aquella diarrea oral, tendría que ser más avispado y actuar con picardía: así que, presa de una idea súbita, rebuscó en su mochila (que finalmente se había visto obligado a emplazar de pie junto a su asiento) y extrajo el ya sobado ejemplar de Escalofrío en la Pirámide de Keops, la novela recién publicada de Gött. —Tenga. Se la regalo. Alison respingó, rebosante de felicidad. El libro detentó la mágica propiedad de acallarla de inmediato, haciéndole olvidar en un santiamén su propio pueril razonamiento. Abriendo el volumen por donde lo había dejado durante el vuelo a Piura, se sumergió en la lectura sin volver a decir esta boca es mía. Jonas apoyó la nuca sobre el descoyuntado cabezal y trató de reposar un poco, mientras el autobús avanzaba renqueante en una pendiente continua. Allí donde iban, la desmesurada altura podría afectarles en algunos tramos. Huancabamba, ciudad de destino, estaba situada a dos mil metros sobre el mar, pero había zonas intermedias que podían llegar casi hasta los cuatro mil. El chófer conducía con baquiana y desenfadada pericia mientras su parabrisas lo abanicaban incontables caricias de anchurosas hojas semejantes a patosas pezuñas palmípedas. La mayor parte del pasaje consistía en pequeños campesinos, ganaderos o demás gentes rurales sin oficio ni beneficio urbanita que probablemente regresaban a su lugar de origen tras una temporada de visita a la familia asentada en la zona citadina. El recinto hedía a alpaca sufrida y a bosta seca, cuyo origen último Jonas no sentía ningún deseo Hernán Migoya -56-


de averiguar. Procuró dormir en lo posible, pero el carraspeante autobús se paraba cada diez o quince minutos con una sacudida excesiva, y uno o dos nuevos pasajeros subían a su interior. En muy poco espacio de tiempo, todos los asientos habían sido reclamados e incluso el pasillo central se veía copado con indiecitos que no alcanzaban a agarrarse de ningún saliente del techo, limitándose a sostenerse en pie por pura proximidad de los cuerpos sudados. Al cabo de un par de horas, entre la altura del paisaje y la masificación del pasaje, el aire exudaba ranciedad. Incluso Alison despegó la vista de su apasionante lectura (Jonas a veces estudiaba su expresión y trataba de adivinar en qué fragmento del libro se encontraba), para dirigir a su compañero de viaje una agobiada protesta: —Pero ¿cuántos pasajeros transporta este bus? —El doble de los permitidos —coincidió Jonas—. El dinero de esa mitad antirreglamentaria debe de quedárselo en exclusiva el conductor, dudo que jamás declare su número real de transportados. Pero Alison ya estaba absorta de nuevo en la novela. Jonas alumbró por vez primera una ráfaga de agradecimiento, aquello significaba que al menos había cumplido su función como escritor escapista: y a nadie le amarga un dulce. Tan edificante sentimiento le permitió incluso quedarse dormido un buen par de horas más. Una remecida le despertó. Pero no se trataba de otra brusca e inopinada escala del autobús, sino de Alison, que apretaba su brazo con nerviosa agitación. Jonas la miró alarmado: bajo su sombrero estúpido y tupido cabello, la mujer estaba pálida y vulnerable. —¿Qué le ocurre? —Es… es… —Alison movió el pulgar hacia la ventanilla—. Es demasiado… Jonas se asomó al cristal, veteado por el polvo y la grasa humana, cimentados por meses de dejadez. En verdad, el panorama resultaba escalofriante: el autobús ascendía un pronunciado y abrupto sendero de tierra (hacía rato que habían abandonado toda vía asfaltada), y el camino era tan angosto y plagado de curvas, que el mareo y la aprensión suponían la respuesta normal de cualquier visitante sensato. Sin embargo, la visión desde la ventanilla se imponía todavía más sobrecogedora: una Los que murieron te saludan -57-


de las gruesas ruedas del vehículo quedaba justamente bajo ellos y por momentos podía apreciarse cómo se agarraba al mismísimo borde de la ruta, a centímetros de un escarpado e infinito abismo de monte y roca que se abría a sus pies. En ocasiones, el plano perpendicular del lateral del bus ocultaba toda posible vista de la travesía y daba la sensación de que su mitad longitudinal sobresalía hacia el barranco sin apoyo terrestre que les sustentara. Era un milagro que no cayeran al fondo de la cañada y se estamparan quinientos metros más abajo. —He… leído —barbotó la mujer, desertadas ya su alegría y vitalidad naturales—… He leído que en este país cada día… hay un accidente mortal de transporte colectivo… Renegando para sus adentros, Jonas consideró de qué modo podía sosegarla, pero no tenía la menor idea: —Así es… pero son muchos autobuses los que llegan a buen puerto. «Magro consuelo para ella», pensó. Así debió pensarlo también Alison que, tras removerse en su asiento un minuto, hizo ademán de levantarse. —¿Podría… podría cambiarme con usted? No deseo volver a mirar… —¡Claro! Jonas no había caído en ello. Sintiendo una oleada de lástima y solidaridad, se irguió y permitió que ella abandonara su asiento para sentarse en el contiguo al pasillo. Sin embargo, ya de pie, pareció cambiar de idea y se disculpó con prisas: —Creo… creo que hay un pequeño lavabo, ¿verdad? Y, sujetándose las náuseas, echó a correr hacia la camareta que ejercía de servicio urinario en la mitad inferior del vehículo, junto a la puerta del medio. Jonas vio cómo era engullida por el cochambroso grupo humano que, indiferente a las cuitas de la respetable dama, perseveraba de pie, ensimismado cada uno en su propia cabeza. Sin mayor prevención ominosa, pues no era la primera vez que se veía a merced de las apuradas circunstancias de un viaje peligroso, Jonas se sentó junto a la ventanilla y prosiguió escudriñando las imposibles filigranas del autobús en el veril de aquel abismo, sin apartar la vista de su estrecho margen de salvaguarda terrestre, quizá como método de conjura Hernán Migoya -58-


contra las abundantes posibilidades de despeñarse precipicio abajo. No habían transcurrido ni dos minutos cuando el autobús escoró muy rendido hacia el barranco, ejecutando un amago de caída y recuperando milagrosamente el equilibrio con un sísmico bandazo que hizo impactar con dureza el cristal de la ventana contra la sien de Jonas. De manera simultánea, un alarido se desató varias filas atrás, y el escritor supo al instante lo que estaba pasando. Sin permitirse un segundo de vacilación, brincó de su asiento contra el parapeto de pasajeros que permanecía en el pasillo. El alarido había sido proferido por Alison, no le cabía la menor duda. —¡Soco… rro! —volvió a regurgitar en inglés la asustada voz de la turista. Procedía del área del lavabo adonde se había dirigido minutos antes. Jonas cargó contra la masa de viajeros que obstaculizaban el corredor central, sin comprender la pasividad con que asistían a aquel horrendo grito humano ni la nula reacción que había suscitado en sus anestesiadas mentes, más allá de su mirar unánime e hipnotizado a través de las ventanas. Sin consideración alguna, los apartó a manotadas y codazos, luchando por abrirse hueco hasta el origen de aquel espantoso chillido. En la afiebrada precipitación de Jonas, los pasajeros se multiplicaban en número automáticamente, como si su única misión terrenal consistiera en presentar una barrera física contra la intromisión de aquel extranjero en las decisiones de la Pachamama, la madre naturaleza de aquellos ignotos andurriales. Poco a poco, empero, logró ejercer de cuña y escurrir su fornido torso entre tantos extras del horror. Al fin consiguió atisbar un punto de fuga libre entre los eslabones de cabezas que le compendió la urgencia de la situación: la puerta central del autobús se había abierto con aquel brutal requiebro del vehículo, seguramente al mismo tiempo que Alison emergía de la camareta del lavabo, propulsándola contra el exterior. Ahora colgaba de ambas manos, aferrada precariamente a la manilla de la puerta abierta y a la jamba del umbral, suspendida sobre el vacío. Su sombrero con el ridículo lazo rosa había desaparecido monte abajo. —Dios… Dios… —tartamudeaba la mujer—. ¡A… yuda! Los que murieron te saludan -59-


Quizá la apelación divina estuviera allí muy fuera de lugar, pensó Jonas, mientras él mismo se asía con una mano al pomo del inmediato excusado y con su derecha sujetaba la frágil muñeca de Alison que le quedaba más cerca, la aferrada al marco. A riesgo de rompérsela de un empellón, usó aquel punto de apoyo para intentar impulsar a la mujer de vuelta al estómago del autobús. Sus dos primeros intentos fracasaron, en parte debido a que el autobús no solamente no había aminorado o detenido su marcha, sino que súbitamente pareció arreciar en su embestida con un inesperado acelerón. —¡Pa-paren el bus! —barbulló Jonas, apretando los dientes debido al denodado esfuerzo por sostener a su compatriota—. ¡¡Maldita sea, chófer del infierno, para de una puñetera vez!! Pero el autobús no paraba, antes se lanzaba a una mayor velocidad por aquel demencial y accidentado trecho. Entretanto, ni uno de los pasajeros hizo intención alguna de ayudarle o acusó en su rostro la tensión de aquel contexto de vida o muerte. Jonas percibió que todos parecían mirar con bovina mansedumbre hacia el fondo del abismo. Entonces él también lo vio. Más que verlo, lo presintió: unos ojos intensos y embrujadores, de dimensiones inabarcables, cuya mirada le envolvía desde el fondo de la hondonada, embargándole con una abrumadora flojera y el deseo de dejarse ir y soltar a su compatriota al precio de matarla. Paulatinamente, le asediaron unas enormes ganas de ceder a la misma pasividad inerte que había invadido a todos los pasajeros. Esa breve rendición al hechizo del paraje estuvo a punto de costarle la vida a Alison. Por suerte para ella, Jonas recuperó el dominio de su voluntad, y meneando la cabeza como para expulsar de dentro un mal pensamiento o un influjo que le embotara, aprovechó un nuevo bandazo vehicular a su favor para completar finalmente la acción de remolque y atraer consigo el ligero y quebradizo cuerpo de la californiana. La mujer se abrazó desesperada al macizo cuerpo de su salvador, Hernán Migoya -60-


hipando llorosa y tremolante ante el pánico vivido. Sin aguardar ya muestras de auxilio por parte del resto de la concurrencia, Jonas los apartó casi a puñetazos para conducir a la rescatada de vuelta a sus asientos. Ninguno de los viajeros protestó o exteriorizó gestos de pesar o algarabía: apenas les miraron. Sus presencias se limitaban a la nula intervención de un vegetal, eran apenas arbustos, helechos de la Pachamama que estorbaban el paso. Al menos sus asientos continuaban vacíos. Un sudor frío se había extendido por el semblante crispado de Jonas. Ayudó a sentarse a Alison del lado del pasillo, y la arropó con sus brazos durante unos minutos, hasta que sintió que aquellos temblores incontrolados remitían. Por fin se atrevió a retirar su cuerpo para corroborar el estado de su protegida. Alison seguía con la mirada zambullida en su terror interior, y alguna contracción facial delataba el trauma recién digerido, pero ya parecía más entera y al mando de sus reacciones. —Gra-gracias… —murmuró, alzando el rostro hacia Jonas para subrayar su consciencia de que le debía la vida. El escritor reparó en algo que turbó visiblemente su expresión. Ella se dio cuenta y, sin perder la compostura, recolocó el enredado pelo que se había desplazado en conjunto, ladeado sobre su cráneo mondo. Al hacerlo, incluso se permitió una amarga sonrisa. —Ahora sabe adónde me dirijo. —A la Laguna del Inca… —confirmó él, con acento pesaroso. Jonas fue consciente por vez primera del estrago que aquella mujer activa y extravertida debía albergar en su interior debido a la enfermedad. Un irreprimible acceso de lágrimas (mitad compasión, mitad descarga de adrenalina) le hizo desviar la vista hacia la ventanilla. Sus ojos húmedos se enredaron en las nubes cuyos vientres rascaban los riscos que les sitiaban, rondando subrepticias los andenes practicados en las montañas que habían dado nombre propio a los Andes. Ni por todo el oro del mundo hubiese osado volver a mirar abajo, hacia aquel abismo, hacia aquellos ojos de la cordillera que iba a morir en aquella extremidad del norte. Los que murieron te saludan -61-


—¿Usted también se dirige allí? —La voz de Alison sonaba serena y agradecida por su arranque de empática adhesión. Jonas se sorprendió al responder sin pensar: —No. Yo voy a una casa.

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«Los ojos de mar de Jonas acariciaron aquel gran charco transparente que le acogía ya hasta el nivel de su cuello, flotantes entre hirvientes remolinos, progresando en el bullicio líquido hasta arribar a la cascada: comprendió que tras la gruesa barrera acuosa, al resguardo de su carnosa gruta, esperaba Ella, la mujer cuyo espíritu empapaba todo aquel entorno y su complexión más que la propia agua decantada.»


NUESTROS TÍTULOS

Línea General -Los Cantos de Maldoror, del Conde de Lautréamont (Edición limitada y numerada) -El que se esconde, de Tony Jiménez -Babilonia, de Richard Calder -La leyenda de Kell, de Andy Remic -Los que murieron te saludan, de Hernán Migoya

**** Línea Pensamiento Nómada -Juguetes Rotos, de José A. Bonilla

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Próximamente -Drake, de Peter McLean (Abril 2017) -En el lago, de Javier Martos y Jesús Gordillo (mayo 2017) -Un lugar mejor, de Michael Wehunt (Septiembre 2017) -Al final del bosque, de Tony Jiménez (Octubre 2017) -No hay Santos, de Gabino Iglesias (Diciembre 2017) -La oscuridad innombrable, de Ted E. Grau (Enero 2018)




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