Isósceles

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Isósceles

Que Marcelo López Ruiz, periodista, respondiera a las miradas de Walter la vez

que lo conoció, es algo que nos mantuvo conmocionados por varias jornadas de aquel verano del ’90. Alto, rubio, ojos pardos, culto, seductor, con un ingenio hostil y un irresistible erotismo que desprendían sus rasgos masculinos, Marcelo era el objeto de deseo de las chicas de la cuadra. Annie, la escultural Annie, se babeaba cuando él salía a pasear su setter alemán por la cuadra del paredón de la calle Avellaneda, en bermuda y musculosa, que aniquilaba las miradas y despertaba la admiración de algunos de los machitos del barrio. O Liliana, la culona, que meneaba su trasero para atraparlo en un flash cómplice de seducción. Y Perla… mejor no decir nada de Perla. Hasta la tímida Verónica moría por Marcelo. Verónica, a quien su mamá cuidaba al punto de enviarla al Sagrado Corazón para borrar en su hija el fantasma de eso que ella ya había soslayado para siempre: el placer del sexo. Que él se fijara en Walter Benítez, también alto, medio rellenito, un empleado de supermercado de veinticuatro años, de ojos verdes y el pelo lleno de claritos Marcelo lo ignoró hasta que un día lo descubrió en la peluquería una tarde que salió antes de la facultad-; que ese divino, como solía llamarlo Perla, se fijara en Walter fue un toque que él no pudo rehuir, pero que rápidamente superó pues no podía perderse semejante oportunidad. Todos veían que algo se iluminaba, siempre, en la cara de Walter cuando aparecía Marcelo, algo se iluminaba en el rostro de todos, pero en el de Walter era distinto, siempre -desde el día que Marcelo se mudó a nuestra cuadra- había sido diferente.

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Walter y Marcelo se hicieron amigos, de esos pegotes que están juntos casi todo el tiempo, pero Walter pretendía algo más que eso. Lo confirmé el día que los vi tan acaramelados. Bebíamos unos tragos y noté algo raro en el ambiente. Bah… noté una chispa entre ellos, aunque hasta varios meses después no se me fuera revelado. Pero el primer paso lo dio Marcelo. Fue el día del cumpleaños 25 de Walter. Salieron a comer pizza, luego de una discusión que mantuvo el cumpleañero con sus padres y que Marcelo presenció. Para sacarlo del mal momento lo invitó a cenar, solos. Al regresar, en una madrugada plena de estrellas, Marce le regaló una rosa -ya consumida por el tiempo, aún conserva su aroma en el libro de Denevi que Marcelo le obsequió como presente, que hoy lo tengo en mi biblioteca-. Llegaron a una habitación, en la planta alta, una especie de altillo, donde se refugiaba Marcelo cuando necesitaba estudiar o despejarse de las intromisiones de sus hermanos. Se acostaron boca arriba mirando el cielo raso. Marcelo encendió el velador que tiene una lámpara roja, dio play al álbum de Bruce Springsteen, Tunnel of love, destapó un ananá fizz y se pusieron a charlar. Luego del brindis y de beberse un fondo blanco, Walter se tiró boca abajo mirándolo de costado, con su mentón apoyado sobre el cuerpo de Marcelo. Por momentos le soplaba el cuello, pero para Marcelo -que no paraba de hablar sobre los sueños que quería cumplir- era imperceptible. Fue Marcelo quien cruzó su brazo, fingiendo incomodidad, por debajo del cuello de Walter. Lo miró un buen rato. Su amigo lo enternecía. Estaba nervioso, a pesar de lo bien que se sentía. Imaginó varias maneras de acercar su boca a los labios de Walter. Dudaba. Construía en su mente una mala reacción de su amigo, quien no tuvo demasiadas vueltas para extenderse hacia sus labios y estamparle un largo y apasionado beso. Fueron los dos años más intensos de la vida de ambos. Tanto que a dónde íbamos todos, siempre estaban juntos. Para la mayoría era normal. Siempre había yuntas en el grupo: Paco y Eugenio, Beto y Roque, Ramiro y Chochi, Checho y yo, hasta Joaquín, el más molesto, se la pasaba de andanzas con Julio y Adrián. Supimos con el tiempo que fueron dos años de absoluta felicidad para Marcelo y Walter, “una caricia entre tanta espina”, como suele contar Walter. Marcelo se afianzó en su carrera, midió sus pasos a seguir como sabiendo qué sucedería. Percibía algo raro en su nuevo ambiente laboral. Las oportunidades estaban a su alcance, pero además bullía en su interior, me atrevo a decir. Y ocurrió lo que esperábamos, Marcelo consiguió notoriedad, un cierto nivel social y académico y con el crecimiento profesional se le pegaron las chicas. Thelma. El cable a tierra que Marcelo necesitó. Una esposa, una aparición fugaz oportunamente presentada por los López Ruiz a su hijo -me dio un poco de culpa, porque Thelma era mi mejor amiga de la secundaria y, tratando de ubicarme, tocó timbre en la casa de los padres de Marcelo-. Ella ocasionó un

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quiebre en la relación de los chicos. Walter no entendía qué sucedía con su amor, que le había prometido cuidarlo, amarlo, incluso la tarde que decidieron hacerse el test del VIH luego de conocer la noticia sobre la muerte de Freddie Mercury. Se prometieron asistencia en el caso de que alguno de los dos fuera seropositivo, porque lo habían dejado claro en una cena íntima entre los amigos más cercanos, a la que fui invitado: “Chicas, chicos, nos amamos hasta más allá de las estrellas, y más… y más…”. Repiquetearon en mi cabeza aquellas afirmaciones: “nos amamos, nos amamos, más allá de las estrellas… y más… y más…”. Thelma comenzó a aparecerse más seguido por la casa de los López Ruiz, impulsada por las frecuentes invitaciones de la madre de Marcelo. Cuando llegaba su hijo, los dejaba solos, guiñándoles un ojo y arrastrándome a la cocina, seduciéndome con su exquisito daikiri de durazno. Resultado de los ocasionales encuentros entre Thelma y Marcelo y las repercusiones que ello trajo en Walter, a quien Marcelo le había pedido un tiempo para pensar un poco, los chicos dejaron de verse, con visitas, en paralelo, al terapeuta. No hubo una discusión, ni llantos, ni acuerdo de separación. Solo sucedió…

Ya pasaron cinco años. El analista de Walter y sus amigos más íntimos podemos dar cuenta de lo que sufrió. El tiempo que le había pedido Marcelo se llevó las penas por fin, y la pasión. Walter pudo conectarse con otras personas, lo que le permitió desarrollarse en su trabajo -hoy ocupa el cargo de supervisor- y pudo terminar la secundaria. Una tarde, Marcelo lo llamó desesperado. Thelma había perdido un bebé. Solo eran dos meses de embarazo. Hablaron casi una hora por teléfono, Walter lo tranquilizó y quedó en verse con él al día siguiente a la salida del supermercado. Esa tarde, tomaron un café. Me confesó Walter que lo habían pasado muy bien, se habían divertido. Marcelo no dejó de halagarlo: que estás lindo, que la chivita te queda bien, que tus dientes tan blancos me matan. Walter fue más frío, pero no por ello menos cordial. En un instante pensó en decirle que quizá era mejor la pérdida del bebé, como ilusionándose de que Marcelo lo dejara todo y corriera a sus brazos. Pero se mantuvo en silencio. Se quedaron un instante muy callados porque sonaba de fondo Nada es para siempre, que acababa de lanzar Fabiana Cantilo y que pasaban todo el día por la radio. Justamente tenían una canción de Fabi que los identificaba, Mi enfermedad. Se miraron, Marcelo le preguntó si aún conservaba la rosa. Walter solo cerró sus ojos como afirmación y se dio cuenta que Marcelo estaba muy solo. Dos días después, Thelma y Walter fueron presentados. Marcelo le contó a su esposa una verdad a medias: que Walter era gay.

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Cuando Thelma lo vio entrar al amigo de su esposo, se apoderó de ella la loca sensación de estar viendo al hombre de sus sueños. Walter era gay, pero sin amaneramientos. Tenía una masculinidad que atrapaba. Los ojos de Thelma se encendieron. Rápidamente reaccionó, sabiéndose confundida en sus sentimientos, jugándose una mala pasada, quizá, pensó, porque no dejaba de estar impactada ante un fulgor que traducía en dulzura en el rostro del visitante, cuando en realidad, me atrevo a afirmar, tenía más que ver con una marcada atracción sexual. Esa era la manera en la que ella lo veía. Luego, en un instante en que Walter fue al baño, Marcelo le advirtió sobre la homosexualidad de su amigo. ¿Es que acaso Marcelo observó cierta complacencia en las intenciones de Thelma para con Walter o, simplemente, la estaba alertando para que no fuera indiscreta y preguntara algo fuera de tono, que luego lo pudiera comprometer? ¿Quién era en realidad Walter Benítez? ¿Cómo era que este supuesto gran amigo, desde siempre, irrumpiera así, sin aviso, en nuestras vidas? Qué raro, ¿un amigo de siempre? Marcelo lo había nombrado inconmensurables veces, pero como alguien lejano de su infancia. Y aquella afirmación “es gay”. No le cerraba. Tampoco quiso averiguarlo. No pudo. Thelma era feliz al lado de Marcelo, había logrado una estabilidad de pareja, iban a volver a probar tener otro hijo, su esposo le daba libertad y ambas familias se llevaban muy bien. Así que para qué preocuparse por cosas que no sucedían. Se contentó con atenderlo, con conocerlo cada día un poco más, ya que sus apariciones fueron más frecuentes, más intensas. Una noche que tenía sexo con su esposo, cerrando los ojos, imaginó que sobre ella estaba Walter. Desde aquel reencuentro en el supermercado, Walter y Marcelo se animaron a compartirse algunos secretos. Walter, sin vueltas, le dijo que estaba noviando con un flaco que no llegaba a colmar sus expectativas. Marcelo le confesó, no sin antes preludiar con varias manifestaciones chatas, que estaba celoso de la relación que Walter mantenía y que, desde la primera noche de sexo con su mujer, hasta la última, siempre tenía que cerrar los ojos para imaginarlo entre sus brazos, como la noche del primer beso. Para el asombro de los tres, las visitas de Walter habían enriquecido la relación de Thelma y Marcelo, la pareja había recuperado la alegría. Marcelo notaba que Thelma estaba como volada cuando Walter los visitaba y, en varias ocasiones, no pudo disimular su risa pintada con un marcado sarcasmo, característico en él, cuando su amigo llegaba acompañado por algún novio de turno. Se moría. Se incendiaba por dentro. Ponía la mejor cara de lápida hasta que se acostaba y tenía sexo con Thelma: en ese instante se relajaba, cerraba sus ojos para sentirse feliz.

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Una tarde de noviembre, Walter llegó con la noticia. Un puesto de coordinador estaba vacante en España y había sido propuesto. Había aceptado. Estaba feliz de haber vuelto a ver a Marcelo, estaba contento de la amistad que tenía con Thelma, sabía que los había ayudado para que ella quedara nuevamente embarazada, no sabía bien por qué, pero lo sabía. Le prometieron ponerle su nombre, sea varón o mujer, y elegirlo como padrino. Para Walter era una carga muy pesada porque aún estaba enamorado de Marcelo. Y este viaje era ideal para escaparse de todo eso. “Irme lejos, no volver”. “Los sueños no son todo en la vida, pero son necesarios e importantes”, dijo una vez Thelma, en uno de los asados que hacíamos cada quince días. Se la veía feliz, con esposo, nuevo embarazo, una casa grande, una mesa llena de parientes en pascuas y navidades. Marcelo tenía su prestigio profesional, era lo que siempre había querido ser. Tenía un status, una mujer, un hijo por venir, había recuperado a Walter, a quien extrañaba tanto. Había recuperado las charlas de café, las salidas en bicicleta por la costanera, los desayunos en la reserva ecológica, los paseos por los añorados secretos que guardaban para ellos solos. Eso le bastaba. Sin embargo, por las noches tenía pesadillas que le provocaban insomnio: aparecían calles que se bifurcaban, con gente que caminaba en ambos sentidos, él los seguía y siempre se quedaba detenido en un cartel que decía “una deuda” o “una duda”, muy borroso. Cierta vez le confesó a Walter que esperaba su ingreso en la iglesia, el día de su boda, para que evitara dar el sí. Marcelo se enojó porque Walter se desternilló de risa y le confesó que también lo había fantaseado y que esa utopía se había derrumbado al caer en la cuenta que, el día del casamiento religioso, Marcelo ya había dado el sí en el civil, dos días antes.

La tarde que Walter partió a Europa se encontraron todos en el aeropuerto para despedirlo. En el asiento C02 del Boeing, Walter se puso los auriculares, empezó a sonar el piano de Alejandro Lerner y la voz de Sandra Mihanovich: “…no me quedan más disfraces para actuar, no me quedan más palabras para no llorar, no me quedan más sonrisas para dibujar tanta felicidad que ya no tengo…”. Sacó un sobre que Marcelo le había entregado y lo leyó.

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Buenos Aires, 14 de junio de 1996 Amado Walter: Como cuando lo hacía antes y vos me decías algo que me producía como una sensación de crisis y yo te escribía algo. La verdad es que te voy a extrañar más que tu mamá o tu mejor novio. Pero no sé qué me pasa, o mejor dicho sé que me pasa algo y a eso le tengo miedo. Sé que estoy atado y no te puedo seguir. Me encantaría hacerlo, pero no puedo por eso es que siempre fracaso y fracasaré. Aunque tenga todo no tengo nada. Te juro que te seguiría. Tu barco es un crucero y tu viaje a España es como ir al paraíso (me gustaría estar a tu lado en el avión, ahora), pero no da. Estoy atado. Espero que cuando lo leas no digás que ya vendrán tiempos mejores porque cada vez estoy peor. Se me sale el corazón del pecho. Tengo un desgarro emocional que me quema. No sabés. Wal, te voy a extrañar más que ninguno. Ojalá triunfes, te lo merecés. Siempre perseguiste tus sueños. Siempre supiste lo que querías. No te animaste a jugarte por mí. No es un reproche. No, qué va. En todo caso el reproche es para mí por no haberme jugado antes. Qué iluso pensar que podrías entrar en la iglesia e impedir mi boda. Me da risa. Vos como un pelotudo, echado a patadas por todos, y yo en silencio, mirándote desangrar, una vez más. Pero sé que sabés esperar el momento. Te quiero un pedazo. Marce PD: no te enojés, no es envidia ni nada raro, es que me duele todo por dentro. Igual la vida pasa y lo que pasa no vuelve. Hacelo. Hacelo. Marcelo se subió al auto. No dijo una palabra a nadie. Puso play en el cd y escuchó llorando: “…no me quedan más estrofas que inventar. No me importa si no rima o si desafino al cantar. Solo un poco más de fuerza para imaginar, en este mismo lugar, volver a estar de nuevo juntos”.

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Tedeschi Loisa, Diego Publicado en © Tres de un par imperfecto. Cuentos a la crema 1º edición – Ciudad Autónoma de Buenos Aires. 360 p.; 17 x 24 cm. © 2014 Bubok Publishing S.L.

ISBN 978-987-33-4944-7 1. Narrativa Argentina. 2. Cuentos. I. Título CDD A863 Impreso en Argentina / Printed in Argentina Impreso por Bubok Fecha de catalogación: 06/05/2014 Hecho el depósito que impone la Ley 11.723 Prohibida la reproducción total o parcial de la obra sin citar al autor. Todos los derechos reservados.

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