El pimpollo

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El Pimpollo 1

Entró

como una tromba, un terremoto, arrasó con todo en su camino: escritorios, sillas, ventiladores, personas: a Elvira con el mate -por suerte la bombilla estaba fuera de su boca-, Marisa con los expedientes, Espósito lo metió en su computadora; todo para darme un beso, para abrazarme, para regalarme su amor, su calidez, su desesperada alegría. Leti, el Pimpollo, Leticia, Pimpo. Hacía casi tres meses que no la veía, pero cuando entró y me vio sentado allí en el fondo de la que fuera la oficina en la que trabajé durante cinco años, su enfoque fui yo -como cuando las hormigas salen del hormiguero en busca de alimento, o mejores sitios para habitar, y enfocan, como un cuadro radiográfico a lo Terminator, el lugar desde donde salieron para volver a ubicarlo, con el registro visual que grabaron, centrando destino y memoria sensorial, para cuando reingresan en el hormiguero-. Su enfoque fui yo. Y nada le impediría realizar su cometido. Leti había llegado hacía un año y medio, tenía 28 años, venía de otra provincia y llegaba para instalarse definitivamente en esta ciudad, porque estaba mucho más cerca de su casa. Aquel 28 de marzo, mi regalo de Pascuas fue conocer a Leti. Y fue amor a primera vista. Esos amores que surgen para quedarse, como aquel compañero que te compartió una galletita en preescolar y hoy, treinta años después, es tu mejor amigo. Son esas relaciones perfectas, sin engaños, entramados ni mentiras. Como la de Leti. Se sentó en un escritorio estratégico, a un metro de la jefa, a dos metros de mí. Esa tromba, que cada día se mataba por cebar los mates, tirando todo a su paso para ganarles a Inés, Marisa y Elvira el privilegio de los amargos con algún yuyito de su Córdoba natal, debutó de diez en la oficina, debutó de diez con todos y con todas. Con los meses algunas cosas se entorpecieron, se fueron quebrando entre algunos de los compañeros y algunas de las compañeras y el Pimpollo, y es tiempo de aclararlas.


Trabajar en un espacio estatal tiene sus ceremonias, a pesar de lo relajado y tedioso que pudiera resultar ante la inmensa papelería burocrática que se debe atender, amén de los reclamos permanentes de la ciudadanía: gritos desbordantes, puñetazos en los mostradores, algún encadenamiento -vaya si los hubo- y los menesteres diarios como ser “¿Me están forreando?”, “¡Acá se rascan todos las bolas!”, “¡Manga de parásitos, a ver si alguno me resuelve algo!”. Leti encajó perfecto allí. No porque se rascara nada o fastidiara a alguien o fuera un típico parásito estatal. Más bien, todo lo contrario. Ella le ponía pilas, ganas, alegría. Eso mismo, Pimpo era alegría. Lo es, aunque ya la vea menos que antes. Leti, cuando entró, se pegó a la jefa como una hija putativa. Ese pimpollo de felicidad que irrumpía cada mañanita nos daba un poco más de luz al ostracismo generalizado que vestía las seis horas de trabajo. Sus ganas de hacer cosas, sus cebadas matinales con cedrón y las vespertinas con peperina nos endulzaban la jornada laboral. Durante el primer semestre nadie la apartó de lo que naturalmente era su lugar. Un escritorio con una computadora 486 (de las más lentas, pero a los fines de lo que ella podría realizar estaba bien), sus ositos de peluche, que cada día sacaba de su casillero para ubicarlos con rigurosidad a los costados del monitor, como sus fotos más entrañables en las que tenía a sus papás con ella -en blanco y negro- en su pueblo Bell Ville, a sus compañeras en la fiesta de egresados, a sus amigas de fernet con cola y maníes en un canto bar y otras tantas con sus familiares. Nadie quiso aparatarla de ese espacio. Y nadie hubiera podido. Sus primeras tareas fueron cebar mate; eso lo hacía más que bien y le gustaba. Vino de Córdoba, de un pueblo al sudeste de la capital. Hacía tres años que estaba en la ciudad de La Plata. Sus papis habían muerto de viejitos -era la más chica de cuatro hermanos y seis hermanas- y Leti se instaló en la casa de su hermana mayor y compartió habitación con sus sobrinas. Le gusta mucho escuchar música, es hincha fanática de Gimnasia y Esgrima La Plata. Disfruta leer noticias en el diario o por Internet -“estar informada” sostiene- y adora ir a bailar. Esos amargos matizados con hierbas de su pueblo reivindicaban a los pobres amargos y semidulces, con edulcorante, que cebaban nuestras compañeras de oficina. En el trabajo, había días de relajo y calma. Los más. Y estaban los otros, los momentos de presión -justamente en las previas de elecciones-, en los que aquellos políticos de turno ordenaban estadísticas que pudieran facilitar luego una caja chica en aumento para el presupuesto del siguiente año, o por el mero hecho de hacer notar que algo se estaba concretando. Un político no solo debe ser honesto, sino que debe parecerlo solía repetir Leticia. De parecerlo, tenían el abc ideal. Y los empleados se alborotaban para atender lo que un Coordinador

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General, que estaría en ese cargo por un espacio corto -hasta que el gobernante de turno -que lo puso ahí- cayera en las urnas-, les demandara, con la esperanza de conseguir una efectividad o una firma para un ascenso de categoría. Todo resultaba miserable, pero Leti parecía no hacer caso a los frenesíes cuando el capo mayor daba una orden y todos salían a justificar acciones. Ella estaba feliz con lo que hacía y eso le bastaba. Cada agente estatal fue convocado para los relevamientos: abrir expedientes y notificaciones para ajustar cada detalle de los informes de inspección. Leti se quedaba al margen. La sobreprotegían, como para que no se contaminara de aquellos acelerados operativos. Yo me preguntaba: “¿y la capacitación para cuándo?”. Nadie verificaba su presencia. Solo las notables de Administración que la perseguían, cada día con Hugo para que firmara la planilla de asistencia cuando ingresaba y que ella, como desairando la burocracia estatal -lógica por el control del presentismo-, eludía yéndose al piso donde estábamos esperándola para arrancar la mañana de cebadas. Y las advertencias de la jefa, como si le hablara a un bebé: “Pimpo, andá a firmar”. Capacitación cero. Un templo verificable de ello es la ausencia de control y seguimiento para con dos compañeros y una compañera que también trabajan allí, que tienen una discapacidad: Hugo, Pauli y César. Hugo tiene una discapacidad mental. Su aspecto no lo denota en apariencia hasta que comienza una conversación. Tiene 46 años de edad, pero su estado mental es de un niño de 11 años. Lo ponen a hacer cuentas sus compañeras de Administración, como para que pase el tiempo. Suma y resta, algo que jamás termina de hacer bien. Hugo es cuasi independiente para movilizarse. Viaja solo en colectivo, de su casa en Ensenada hasta la oficina, de la oficina hasta el colegio y de allí a natación. Sabe discernir entre lo bueno y lo malo y no puede realizar dos tareas al mismo tiempo. Así que su trabajo, por decisión de alguien, es que saque fotocopias y persiga a quienes no firman el ingreso y el egreso, lo que hace a diario con Leticia. Es un niño eterno para el sistema. Algo que su familia logró desestigmatizar, el sistema lo vuelve a ubicar allí, en la sobreprotección. Y no por culpa de sus compañeras. ¿Qué saben ellas de cómo tratar a un niño eterno? Pero los controles y seguimientos no llegan, más que las visitas de una agente de recursos humanos que viene a verificar que cumplan con su asistencia, cada tres meses. Pauli tiene una dificultad rayando la esquizofrenia, aunque con medicación se mantiene con cierta normalidad. Los períodos en los que sufre delirios de persecución la domina la antipatía y es mejor alejarse de ella. El jefe de su sector es el único que puede controlarla. Bueno, menos aquella vez que se enojó tanto, pero tanto, que se puso en penitencia, ella misma, de espaldas a sus compañeros y compañeras, mirando el inmenso ventanal que da a la calle. Lo que nos había

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provocado risotadas se transformó en miedo repentino ante el temor de que alguno de sus monstruos internos la pudieran hacer saltar hacia el vacío. Y está César. Con un leve retraso madurativo cumple adecuadamente con su trabajo, tiene mucha pinta, las chicas se enamoran fácil, hasta que lo escuchan hablar o hasta que alguien les cuenta de su discapacidad. César me recuerda a Tim, el personaje con retraso madurativo que hizo Mel Gibson en una película de fines de los ‘70, en la que el joven y una docente se enamoran y se terminan casando. Hablar de sexo con ellos, jamás se lo escuché a nadie. Hablar del sexo de ellos, todo el tiempo. Hacer chistes al respecto, en sus ausencias o presencias, es moneda corriente. Es que salvo Pauli, César y Hugo se prenden en los chistes. Hugo no entiende nada, pero se ríe. César contesta con su parecer, siempre acertado parecer. Hugo tiene fama de pajero. Varias veces lo tuvieron que retar por encerrarse tanto tiempo en el baño de caballeros y masturbarse. César siempre está persiguiendo a alguna compañera. Los compañeros lo envuelven haciéndole creer que las compañeras quieren llevarlo a la cama. Y le dicen “Soco” por “socotroque”, ya que dicen, los que lo vieron, que está muy bien dotado. Pauli es toda ternura hasta que algo se apodera de ella y le gana una seriedad seca que mantiene a raya a cualquiera. Así pasa la vida de estos tres ex compañeros, sin control, sin un detallado resumen de sus avances, estanques y retrocesos. El gobierno se siente bien porque ha respetado el cupo de discapacitados. Los compañeros y las compañeras están felices porque creen que estas personas con discapacidades son felices porque tienen un trabajo, solo por ello. Y vuelven a caer en la permanente figura de niños eternos. Repetirán esas labores hasta que un día reciban el regalo de una jubilación sin poder siquiera progresar a partir de una mejor manera de capacitación. Así le pasa también al resto del personal. Así le pasa a Leti. Lo importante parece radicar en firmar la entrada y la salida, en tiempo y forma; si esa burocracia está finiquitada como corresponde, está todo bien. En los tiempos de relevamientos en la vía pública, cada cual tiene su cometido. El de Leti es cebar mates a quienes están procesando informaciones. Siempre estaba cerca de mí. Una tarde se animó y preguntó si podía ayudar con algo. “Sí”. Sin autorización, indicación, permiso, venia, consentimiento, aprobación, connivencia de nadie, le dije “¡Sí! ¿Te animás a sellar?”. “Exactamente” largó. Desde ese instante fue la selladora de la oficina. Sello escalera -para las señalizaciones de quienes confeccionaban las notificaciones y despachos-, sellos fechador, de los jefes y del gobierno al pie, como disparador de un trámite de lo que luego, por la árida e inmensa capa de la burocracia, recorrerá estamentos, delegaciones, departamentos, direcciones, oficinas, hasta regresar con una

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respuesta, que en la mayoría de las veces -entre seis y ocho meses después, con plácida suerte,- no solucionará nada de lo reclamado o relevado. Leti encontró su altar. Sellar se hizo rito y guarda que alguien osara interrumpir o le solicitara una vuelta de amargos. Implacable respondía: “Estoy trabajando, no me molesten, ahora no puedo. Decile a las chicas. Yo no puedo”. Sellar era su mundo, como el arte de cebar, como lo es para cualquier persona que trabaja en el Estado hacer algo, aunque fuera engorroso, tedioso, repetitivo, moroso, pero que regalaba por unas cuantas horas un espacio de distracción inapelable. Hacer algo suma puntos y recategoriza. Con el tiempo fuimos generando un lazo de intimidad y comenzamos a beber unos tragos a la salida del trabajo. Aunque la jefa pronunció la regla de oro: “ojo con lo que le dan, porque más de dos copas le hacen mal”, Leti se acunaba cerca de mí para recibir un vaso extra. Un par de tragos relajan, sobre todo luego de una semana de vida perdida en un trabajo chato y repetitivo. Ese trago frío, en compañía, era el elixir más perfecto. Y se veía que Leti la pasaba lindo también. La confianza nos dio más sustancia como equipo. Pero la proximidad al escritorio de la jefa y otras cuestiones que por caballerosidad no manifestaré, Leti empezó a ser relegada: molestaba. “¡Shhhhh que ahí viene!”. Ella es simple, inocente, una dama, pero en la oficina se quedaban con que por sus características amigables podía llevar información al equipo de los enemigos número 1: los asesores de la Coordinación General de turno. También hicieron correr que la utilizaban para saber. ¿Saber qué? En el Estado se sabe todo lo que pasa, están los alcahuetes de turno, que son funcionales a quien dirige. Así que hubiera estado de más pensar que Leticia podía pasar algún tipo de información pertinente que no conocieran ya. Leti fue separada de las mateadas matinales, eran Marisa, Inés o Elvira las que lo hacían como antes. Esos mates lavados, edulcorados, fríos. Así que Leti pasó a enfocar su único trabajo en la oficina: sellar. Y bien lejos, al otro extremo de la oficina, con el atinado, pero inverosímil argumento de que alejada y tranquila estaría más concentrada. Así Leti se fue apagando y se fue apagando esa llama de alegría que tanto contagiaba. Se fue potenciando el Gollum que llevaba adentro. Jamás hizo nada consciente para herir o molestar. Era así de simple. Quizá un poco de capacitación la podría sacar unas horitas y de paso resultaría beneficioso para ella. Pero ¿quién quiere capacitarse o que alguien se capacite?, ¿para qué? si la estigmatización les viene bien. Si tenés más de diez años de antigüedad ya sos parte de la decoración, un mueble más del engranaje estatal que mi ex jefa describe como la impregnación más miserable de un sistema perverso que salpica al resto de la población, que esgrime su potencial de contención para aquellos que no podrían trabajar en otras partes (por las circunstancias que fueran), pero

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jamás se preocupa en hacerlos resurgir. Solo los contiene. ¡Y les paga! Y los aprovecha. Y Leti no fue la excepción de nada. También cayó en el tacho del olvido gubernamental, de la repetición cíclica de tareas, de la marginación de compañeros y compañeras que tenían el tupé de fichar un horario, luego salían a relevar un pedido de la ciudadanía, o dos, o cinco, y jamás regresaban a presentar los informes respectivos y menos a firmar la salida. Todo era connivencia de “las notables” y los jefes. Justo en ese instante, cuando Leti había llorado por cuarta vez en el mes, ante lo que ella consideraba un mal trato de sus pares (la mayoría de las veces, con razón, le señalaban un error, aunque lo hacían de un modo equivocado y de la forma que acentuaban su angustia) a mí me despidieron. Cambio de gestión, me borraron de un plumazo. Fue una hecatombe en mis finanzas, se imaginarán, pero no estoy para hablar de mí sino de Leti, que se puso considerablemente mal. Pensé: “¿Estaría enamorada de mí?”. De la misma manera se pusieron César, Hugo y Pauli, y mis compañeros más queridos, y hasta los menos cálidos. “No pueden estar todos enamorados de mí”, pensé, riéndome. Supuse que algo brotaría para mi futura vida laboral. Lo que no seguiría brotando, entre Leti y yo, serían las risotadas de cada día, escuchar sus aventuras en su pueblo natal, las cargadas por el triunfo o la derrota de su lobo y mi pincharratas, y pensar que cada día, con una de sus típicas salidas -simpáticas para mí, irritables para otros-, me daba el mejor regalo para saberme alegre en las horas que nos depararía la jornada laboral. Tres días antes de terminar allí, Leti estaba empezando una aventura nueva. Se embarcaba en un curso de medio ambiente, en la zona céntrica de la ciudad y no tenía la más pálida idea de cómo llegar. Así que le indiqué qué colectivo debía tomar y dónde estaba la parada. Le dije: “salís, caminás por esta misma vereda hasta la otra esquina, cruzás y ahí está la parada, ¿ok?”. “Exactamente”, me dijo. Una lluvia torrencial se había disparado un instante antes y Leti no tenía su paraguas. Saludó, con la suerte deseada por todos y a los diez minutos me sonó el celular. Era Leti que no encontraba la parada. Así que tuve que salir con mis estrenados zapatos de gamuza. Fui hasta la esquina y no la vi, hice otra cuadra más. Nada. De repente, entre mis anteojos empañados y a pesar de los autos y colectivos pasando de un lado para el otro, la divisé. Estaba haciéndome señas, como Canezza y Parrado al parroquiano que los encontró al otro lado del río, cuando bajaron de la cordillera de Los Andes, emprendiendo el camino hacia la civilización. Le dije que cruce. Cruzó. Empapada, riéndose como siempre. Le dije que había cruzado mal. No tenía que cruzar la avenida sino hacer una cuadra y cruzar la diagonal. Se rio, como siempre. Y qué iba a hacer, me reí también. Le indiqué sus pasos hasta la parada, tomó el colectivo y se fue. Mis zapatos fueron a la basura.

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En todo este tiempo, seguí chateando con ella, seguí vivenciando sus avances personales, su entrada en tromba, terremoto, llevándose todo al pasar, cuando la visitaba. Pasé por su cumple de los 30 en Córdoba. Pasó por el mío de los 35 en la disco Juana. Recibí una postal de sus vacaciones en Fortaleza, en el norte de Brasil -¿quién manda hoy una postal de vacaciones?-, como la recibieron todos y todas en la oficina, acompañada por un cd de Milton Nascimento, con un resaltado fluor en el título de la canción Canções e momentos. Se fueron pausando nuestros encuentros, pero su alegría permaneció latente, presente, en esa foto de la fiesta del anterior fin de año que tengo en mi escritorio de casa y en cada saludo nocturno cuando entramos al msn: “Hola, q acelga? Todo biennn?”.

Un año después de todo esto estaba mirando una competencia de discapacitados. Era una carrera en la que competían alrededor de veinte personas. Niños, niñas, adolescentes, adultos, todos con diferentes discapacidades, tanto motrices como neurológicas o de otros trastornos genéticos. Dieron el banderillazo de largada y salieron. Picó en punta una flaca rubia de unos 25 años con un andar desparejo, pero constante. Atrás de ella estaba otra mujer, adulta, con una prótesis en su pierna. Dos jovencitos veinteañeros las secundaban, con serios trastornos neurológicos a la vista. Los demás por detrás, todos muy cerca, unos de otros. La competencia de los cien metros había empezado hasta que en el entrecruce de andariveles tropezó un niño pelirrojo de unos 10 años y se cayó. Se puso a llorar tapándose la cara por vergüenza o, quizá, por dolor. Cada uno de los que iban corriendo por delante empezó a girar su cabeza mirando hacia atrás. Fueron aminorando su andar. Primero paró la que encabezaba, luego pararon los otros de la vanguardia. Así cada uno fue deteniendo su carrera. El nene que estaba en el piso sintió como una mano acariciaba su cabecita. Levantó sus ojos y esa misma mano, ahora tendida hacia él, le daba fuerzas para levantarse. Tomado de la mano de esta chica, que vestía una camiseta blanca con una franja azul horizontal, se incorporó. Ella le dio un beso en su mejilla, él sonrió. Miró para todos lados como buscando a sus papis, pero en realidad se quedó detenido en los rostros de los otros competidores que estaban parados, a su lado, mirándolo. Ante un aplauso ensordecedor, matizado con gritos, cornetas, babuzelas y pitos, todos los corredores hicieron los metros que restaban tomados de las manos, abrazados, riendo, con el pelirrojo y la chica en el medio, hasta que cruzaron la meta. Ganaron todos. De eso no cabían dudas. Pero para mí ganó ella, la chica que lo había socorrido. Leticia, que con su alegría le contagiaba todo su amor. Leticia, mi amiga. Ella, la que exactamente se presentaba muchas veces diciendo: “Hola. Soy Leticia, tengo síndrome de Down”.

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Tedeschi Loisa, Diego Publicado en © Tres de un par imperfecto. Cuentos a la crema 1º edición – Ciudad Autónoma de Buenos Aires. 360 p.; 17 x 24 cm. © 2014 Bubok Publishing S.L. 8

ISBN 978-987-33-4944-7 1. Narrativa Argentina. 2. Cuentos. I. Título CDD A863 Impreso en Argentina / Printed in Argentina Impreso por Bubok Fecha de catalogación: 06/05/2014 Hecho el depósito que impone la Ley 11.723 Prohibida la reproducción total o parcial de la obra sin citar al autor. Todos los derechos reservados.


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