El frasco azul

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El frasco azul

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Y EL FRASCO ROJO... Que nadie tocaba, casi desaparecido con una capa de telarañas, y el ‘‘padre polvo’’ maquillando su vidrio borroso. Yacía en unos estantes temblequeantes de la compraventa de Don Aarón Aisemberg. En pleno centro de la ciudad norteña, tan polvorienta como el frasco rojo, con sus calles de macadam rojizo. La compraventa exponía arados para ser tirados por mulas blancas como en los campos sureños de los Estados Unidos, o por bueyes rojos como en los campos uruguayos. En una jungla de fierros oxidados convivían restos de trilladoras, bicicletas, guardabarros azules, ventiladores más aspirantes a tréboles metálicos o esculturas de chatarra que provocadores de aire caliente para el sudado dueño. Colgaban, en vecindad amable, cueros de carpinchos, de lobitos de río o de nutrias, esperando (no ‘‘la mano de nieve’’ becqueriana) sino un viajero de comercio o un traficante de pieles para, después de prolongadas discusiones por sus precios, remitirlas a las boutiques que comercian con tapados y cuellos/boas finos, que los aderezarían para la obsesión o la vanidad femenina (¿o masculina?). Como clarines ignorados: cafeteras y teteras se apilaban en otros estantes. Underwood o de otras marcas, máquinas de escribir añoraban a su


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