El frasco azul

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Washington Benavides


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El frasco azul y otros frascos

Washington BEnavidEs

gesti贸n cultural a la uruguaya

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E frascos 4 l frasco azul y otrosWashington Benavides © Washington Benavides © ediciones abrelabios http://abrelabios.com

Arte de portada Pablo Benavidez Corrección y cuidado de la edición Zenia García Ríos Diagramación Wilson Javier Cardozo Diseño de página web Andrés Benítez

Impresión Mastergraf

ISBN 978-9974-649-23-1 Hecho el depósito que marca la ley.

abrelabios ed.abrelabios@gmail.com Montevideo–Uruguay http://abrelabios.com (+598) 9946 9399


Siquiera el arte, a veces. El frasco azul

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Advierto al lector que estoy contestando a la cuestión planteada por John Filiberto en el epílogo de estos frascos. A partir del pretexto de estos poemas de Washington, John se pregunta si el arte o el frasco es azul. Cita a Rubén Darío; por su intermedio, a Víctor Hugo. Recupera a Novalis y a Coleridge; de paso, a Maeterlinck. Empañados de azul. Ahora bien, si el arte es la creación y/o recreación que involucra modificación de la visión habitual de la realidad, el observador es la clave. En él y desde sí se definen la forma y la perspectiva de lo observado. Aquí una aparente digresión. La luz, como el sonido, es una forma de energía que se transmite en ondas. Su comportamiento varía en función de la naturaleza del material sobre el que incide. Por esto, la luz es el origen de todos los colores. Algunas de sus longitudes de onda (las que resultan perceptibles para el ojo humano) constituyen nuestra gama de colores. El color, por ende, es la impresión que producen –en la retina del ojo– los rayos de luz reflejados por los objetos. Por eso el espectro cromático solo existe en función del observador. Decimos, por razonable economía del lenguaje, que los objetos son de tal o cual color; sin embargo, no sucede en ellos el color sino en quien los percibe. El autor de poemas de Fotos y de Selva Selvaggia, el de Tata Vizcacha y de buena parte del cancionero popular uruguayo, ha visto a los objetos, a los seres humanos y a las situaciones bajo un espectro cromático amplio y diverso. Acaso azul en Fotos, rojo en Tata Vizcacha,


6 Benavides próximo al gris en Washington casi toda Selva Selvaggia, multicolor

en Las milongas. Las materias sobre las que trabajó su poesía eran opacas o transparentes, texturadas, pulidas. Pero las lentes de las que se valió para la empresa fueron las que determinaron que recogiera suficiente luz como para enfocar este o aquel otro aspecto en la realidad que apreciaba desde sí. Su posición particular, su enfoque –vale decir, su propia existencia– es la que explica esa percepción. Jamás separada de los demás individuos y objetos, pero sí distanciada críticamente de las situaciones para generar una percepción que –sin el concurso del poeta– acaso no hubiera podido conocerse. Y esto porque el espectro cromático, relativamente amplio y compartido por todos, mediante las estrategias del arte se distorsiona para permitirnos apreciar un enfoque particular, a veces inesperado respecto del que estábamos habilitados a comprender mediante la gama de colores comunes. Allí el azul del líquido que expelen los seres humanos cuando son felices en Hombre mirando al sudeste, o el de Bleu de Kieslowski (para citar referencias cinematográficas). Allí el azul de esta mirada sobre objetos que el propio Washington Benavides reconoce descoloridos, cuando recuerda los tomos grises de Emecé, con las obras de Borges. Entonces, jamás el frasco, John Filiberto; pero, a veces, siquiera es azul el arte. Lector, por favor, sugiero que no te enfrasques en esta discusión con el otro. Destapa, en cambio, y disfruta la constelación de palabras que comparte con nosotros el poeta. Wilson Javier Cardozo


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FRASCOS AZULES

De niño, en Tacuarembó, alguna vez me tocó ir por remedios a la farmacia de la familia. Digo, de la farmacia a la que acudía mi familia. Estaba en pleno centro, y recuerdo su olor (indefinido) que me tomaba de la nariz y me introducía en una sala hipóstila; partida por un mostrador de maderas oscuras, sobre el cual resaltaban un espejo circular y la cabeza calva del reclame de Geniol, agredida por clavos y tornillos. Altas vitrinas como armarios se me venían encima, tan altas que parecían escapar al techo y perderse en las nubes; en ellas, alineaban frascos ventrudos con etiquetas irreconocibles y los frascos azules. Sobre estos frascos era imposible que mis ojos no se detuvieran, fascinados. A veces, no sé cómo, llegaba al vientre azul de uno de ellos una luz que creaba algo así como un mínimo de big-bang y, en el azul intenso, parecía revivir un juego molecular que me llenaba de miedo pero, a la vez, me hechizaba. Y ahí quedaba, paralizado, el niño del mandado, apretada la receta en el puño dentro del bolsillo. Sin escuchar los reclamos del farmacéutico (hombre alto, de lentes al aire y un gesto permanente de poner distancia con el interlocutor). La voz preguntaba cada vez más alto: ‘‘Vos, gurí,


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¿qué querés?’’ Nada le respondía, y ponía pies en polvorosa (muy adecuada frase para las calles de la ciudad) de vuelta a casa, como alucinado. Y después, pensando, qué inventaría ante su padre, sobre el fracaso de su mandado. Así me sentí, de muchacho, cuando destapé los frascos azules, mejor dicho, los tomos grises de Emecé, con las obras de Borges. Desde aquella tarde que, en la biblioteca del liceo, descubrí, en una pequeña revista Proa (n.º 6, Buenos Aires, Año 2, enero de 1925) trabajos que marcarían mi vida, nombres imprescindibles: Borges, Joyce, Thomas Browne. Los frascos azules de la botica contenían palabras, una constelación de palabras, no de estrellas. (2009, Montevideo)


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OTROS

FRASCOS

El niño observaba (arrobado) al saltamontes verde, detenido en el frasco de cristal que contuvo mermelada. Allí estaba, con su figurita próxima a una danza futurista con un Nijinski de pesadilla; o con algo de Don Quijote, diseñado por Salvador Dalí. Pero, a la verdad, era un saltamontes verde. Paralizado, en su sarcófago de vidrio, ofrecía su geométrica estructura, su robótica imagen. El niño también había atrapado, en sus excursiones furtivas por el arroyo Tacuarembó, a un caballito del diablo, a una libélula roja que era un pequeño objeto de arte, una maravilla de insecto, aunque también era un tigre volador de mandíbulas insatisfechas; un caballito del diablo, un pirata del aire. Ahora, paralizado en otro frasco de mermelada, rutilaba como un puñal de rubíes. Detenidas para siempre sus voraces mandíbulas. Pero no su belleza, de manualidad japonesa, de manos de danzarina birmana. Ahora, paralizada por la muerte, la libélula sobrevolaba el tiempo; suspendida en él, que para nada o nadie se suspende. El adolescente/crisálida de aquel niño descubrió, en un oscuro armario de su casa, los dos frascos. Uno, con


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su vidrio fracturado, estaba vacío como la carcaza de la cigarra; el saltamontes verde se habría fugado (redivivo) o lo devoró una rata que siempre anduvo inspeccionando rincones del armario. El otro frasco sobreviviente contenía su libélula roja. Allí estaba, como esperando un alfiler de plata para clavarlo a una solapa de velludo, femenina; o a un alfiler corriente y largo, para crucificarlo en el madero de un coleccionista. El muchacho/adulto (supongámoslo mariposa) en una compraventa de su ciudad, donde se entremezclaban arados con pieles de mao pelada, faroles con platos de loza blanquiceleste, bolsas de arpillera conteniendo enigmas, verjas de fierro, ropa de 2a mano, allí encontró un frasco que lo detuvo un instante. Un frasco que fue de mermelada y contenía un caballito del diablo que, alguien, creyó oportuno liquidar en la sucia compraventa... (Esto también pertenece al mundo borgeano, aunque no lo creas; noviembre 26 de 2010, Montevideo)


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FRASCOS MARRONES DE ¿FARMACIA? Firmes como húsares ante el Emperador, también como colimbas ante el duro sargento; también como los álamos carolinos, viejos fantasmas, del antiguo puente del Paso del Bote; como los árboles negros ante el paso de un gato señorial en un dibujo de Rudyard Kipling; como botellas de cerveza negra Bosch en la estantería precaria de una penca fronteriza; como misses ante el jurado que casi ni las mira; como postes telefónicos ante el camino de fierro, o el de negro bitumen de buses y camiones; como postes de alambrado ante la tropa de polvo; como escolares con ganas de mear al paso del desfile de una fecha histórica que no conocen; como gansos del Capitolio cansados de avisar que llegaron los hombres con pieles y con hachas; como jugadores de fútbol para el saludo protocolar y cruce de banderines (antes del cruce de patadas); como familiares al borde del muelle o del aeropuerto despidiendo a los hijos, los nietos o los choznos, que buscarán, en duros europeos o desconfiados yankis, un salario mejor, un simple empleo; como gaviotas en las rocas junto al mar-océano... Así me figuré a los frascos marrones misteriosos


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de la botica o la farmacia de turno; rectos, como alguno de los símiles con los que te he aburrido; frascos marrones con etiquetas rúnicas, inalcanzables para el ávido ojo del chiquilín que se atrevió a cruzar el pórtico de marfil del sueño o lo desconocido... (Los frascos nos persiguen. Ahora llega el turno a los frasquitos. Más peligrosos que los grandulones de la botica antigua. Pequeños y terribles como bacterias; para todo servicio en la estación de parking de la muerte -según el poeta Jack Spice-; vaya uno a saber, en esta sociedad de consumo que nos consume... 24 de noviembre de 2010, Montevideo)


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UN

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FRASQUITO SINGULAR

El Buscador de antigüedades, tal vez cansado de la frecuentación a momias egipcias fraudulentas que seudo árabes -en el Barrio Chino- pretendieran vendérselas; o aquellas reducciones de los indios jíbaros que resultaron ser cabecitas de monos aulladores maquilladas; o ediciones/príncipe de Thomas Browne o caligramas verticales de Li Po que máquinas impresoras modernísimas, y computadoras, facturaban, casi idénticas a los originales... apenado de calibrar a viejecillos que le ofrecían relojes de bolsillo, de oro rojo y rubíes en las ruedas de sus delicados mecanismos; o lozas toledanas blanquiazules (que un anciano leonés, a la muerte de su esposa, con temblorosas manos señalaba al buscador, en el armario, negro y sólido como un armadura) y, con voz más temblorosa aún, tentaba precios... El Buscador, en otra compraventa de murciélagos, se topó, en un anaquel, con el frasquito. Extrañamente, limpio de polvo y manchas de moscas. Un frasquito que, cuando en su mano lo aproximó a la luz de una lamparita de pocos voltios, advirtió que contenía algo como un gusano curvo; carnal y deteriorado. Algo


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como una uña sustituía la posible cabeza. Se caló los lentes, puteando por no haber traído su lupa de bolsillo. Miró mejor... Era un dedo anular, por su estructura, de varón recio, con una alianza, por demás elocuente. Allí estaba, como un ludión horrendo en su baño de formol. Buscó la ayuda del propietario del baturrillo aquel, como para interrogarlo o pedirle cuentas de tal producto en venta. No había nadie. El dueño con sus barbas andaría engañando a otros turistas. El Buscador observó, en el culo del frasquito, un papel circular, de tinta amarronada por los años. Decía, en algo como un lunfardo torpe: Cara Stefanella: questa joia e tutta vostra. Felice boda. Lucky Luciano, 1932. Chicago. Abandonó el frasquito que le quemaba entre los dedos. Soñando siempre el deslumbramiento de hallar, entre bagatelas, una greba de centurión romano, la agenda perdida de Marilyn, una babucha de Scherazada, el medallón con el perfil de Lucrecia Borgia, obra de Bellini, el revólver de Pancho Villa con sus iniciales en las cachas de nácar... Pero tener entre las manos el frasquito siniestro lo decidió a volverse, y pronto, a su Sevilla a un patio donde madura el limonero... A detener la cortesía diplomática con Fundaciones, Museos y coleccionistas ricos que duplicaban sus años; a mezclarse con su gente y a saber que unas buenas alpargatas blancas, y un buen vaso de vino, los volverían a la vida. Esa, la corriente. Limpia. (Ahora el frasquito lo dice todo. Mano en el corazón, lo dice todo.)


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¿UNA REDOMA...? El tipo, caminando despacio, pasó la zona de los puentes sobre el Tacuarembó Chico y su sangrador; inevitablemente, pensando en la joven estudiante, violada y estrangulada por un malviviente que se refugiaba en las ruinas de la Casa del Mayor Suárez; casa, por otra parte, borrada de la faz de la tierra, permaneciendo las enormes palmeras y restos de los arriates o la pérgola de rosas: Las niñas de los ojos del Mayor y su eterno servidor Atilio. Pensando, dolorosamente, en las destrucciones que vivimos (una joven vida preciosa; un hombre todavía joven que malbarató su vida en una sociedad inclemente. ¿Cómo llegó a ser un hombre cavernario? ¿cuál fue su origen, su familia? Claro que duele en el pecho la estudiante del estupro...). El tipo siguió por la carretera que va a Las Grutas viendo crecer, en ambos márgenes, un basurero enorme ya vuelto un campo basural. Se entreparó. Lo único parecido a una manifestación de vida era la loca danza de las bolsas de polietileno y los fugaces combates de los gatos malevos y las ratas sublevadas. Aquello que veía le recordaba (vagamente) su visita al primer asentamiento de la ciudad de Santa Fe, luego trasladada, por las inundaciones irremediables, a su fijación actual. Pero


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donde fue su primera fundación quedó como un campo de batalla, y buscadores vuelven y revuelven, descubriendo restos, muchas veces valiosos por su material o su historicidad (copas, platos toledanos, cuchillos o tenedores de oscurecida plata). Y claro que no podía comparárseles: Santa Fe y un oscuro basural de Tacuarembó Chico. Pero eso tiene la memoria, siempre confrontándonos con el presente. Sus reflexiones cesaron de golpe; por un golpe metálico o de cristal que llegó a sus oídos. Trató de mejorar su vista orientándose, y allí estaba el causante del ruido: un hombre, con un resto de sacón o sobretodo, disimulado en barbas y melena, con su bastón golpeaba entre escombros de la devoración urbana: paquetes, envoltorios siniestros, miles de botellas, miles de latas de cerveza o conservas, entre asaltos de gatos y defensas de ratas. El tipo se le acercó al ‘‘hurgador’’. Este, sabiéndolo allí, no le daba crédito. El tipo pensó: ‘‘Para este viejo, yo soy un maniquí destartalado, o como un torso roído por los años que alguna sastrería o costurera jubilada abondonó a su suerte’’. ‘‘Viejo -le dijo- y perdone, pero ¿consigue algo de estos trastos?’’ El viejo -no era un viejo- era un hombre maduro y muy abandonado, quedó en silencio un rato, el bastón en suspenso; y luego, como quien piensa en voz alta y no está contestando a otra persona, expresó -con voz dificultosa-: ‘‘Una redoma, un pedazo al menos, pero una redoma; aquí, en este andurrial del mundo vengo a toparme con una pieza de las Mil y Una, o de un laboratorio alquímico... ¿Cómo vino a parar aquí, se le cayó en el vuelo de un servidor mágico? ¿qué insólito coleccionista, ya desaparecido, lo poseyó? Y, luego de su muerte, cretinos herederos que desconocían el valor de la redoma la echaron al


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cajón de los deshechos... ¿Qué filtró esta redoma de un intestino de cristal bullente? ¿qué buscó su dueño, el otro, no el coleccionista; el que escapó de un cuento persa, el alquimista alucinado?’’ El viejo-que-no-lo-era levantó algo, difícil de precisarlo, a no ser su hermoso verde de cardenillo... ‘‘Bueno, y a su vez, qué hago yo aquí, removiendo deshechos, por extrañas noticias que me acompañaron desde que desembarqué en la patria de Maldoror, desde mi lejana Sevilla. ¿Soy un anticuario, un personaje de Las Mil y Una o un frustrado alquimista...?’’ El viejo-que-no-lo-era recomenzó su inspección del basural; su bastón sonaba al tropezar con latas, cuerpos o cristales... El tipo lo contempló un rato. Perplejo. Después (con mucho frío) regresó a la ciudad.

(Washington Benavides continúa visitando anaqueles u otras oficinas abandonadas. ¿Qué busca? 2/1/2011, Iporá)


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EL

FRASCO MILAGROSO

Le gustaba el fútbol. Mucho más que otros juegos de niños: la mancha, la escondida, las estatuas, indios y cowboys, que exigían rapidez y fuerza. El fútbol en el campito de la manzana inmediata a su casa. Con la dificultad de una zanja que partía por el medio la cancha. Había otra dificultad (enorme), el dueño del predio había sembrado con estacas el perímetro para evitar los partidos. Era un hombre solitario, maduro, siempre rezongando por todo, con un cigarro apagado en los labios murcios. Era un viejo maniático, decían las vecinas. Era un viejo de mierda, decían los gurises. Pero le temían. Dos por tres andaba con un garrote recorriendo su campito. Solo asustaba por un rato al casal de teros que, a la verdad, eran los verdaderos propietarios del campito. Los niños, desde la trastienda de sus casas, acechaban los movimientos del Viejo. Luego que este alborotaba los teros, golpeando con su garrote las estacas agresivas, y se marchaba para su oscura casa (calle de por medio de la famosa cancha), los niños se agrupaban, cinco o seis; uno, era el rey, por ser el dueño de la pelota. La dura pelota, con piripicho protegido por los tientos. La pesada pelota de fútbol de la época de la 2a Guerra Mundial (que presenciaban en los noticieros de la matiné, en el Cine/


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Teatro Uruguay, los domingos). Siempre con un ojo puesto en la desvencijada puerta de lo del Viejo; acordaban el partido. Y, extrañamente silenciosos, corrían tras la pelota, esquivando estacas y bordeando la zanja, llena de renacuajos y desperdicios. De pronto, el barbilla delator del Viejo ladraba enfurecidamente. Crujía la puerta, los futbolistas se refugiaban en la zanja como soldados en la trinchera, entre camalotes y caraguatás obserbaban las acciones del enemigo. Se hablaban por señas y, si el Viejo amagaba salir, era la desbandada de teros y gurises, bajo las puteadas del señor del campito. Con tales contratiempos, resolvieron jugar en La Comuna. ¿En un monte de eucaliptus? Sí; allí, por lo menos, tenían que esquivar troncos y rivales sin el temor de clavarte una estaca en el talón. Y no había que rajarse por un viejo de mierda. Después de la escuela, liberados los potrillos, tragaban (algunos) su pan con manteca y el café con leche, y salían en disparada para reunirse con los otros futbolistas y enderezar a La Comuna; que estaba a unas cinco cuadras de los hogares de los atletas. En esa cancha insólita jugaban un fútbol ágil (agilidad para sortear rivales y eucaliptos). Uno de los futbolistas era asmático. Si andaba en la buena, podía entreverarse con entusiasmo. Si sobrevenía la pulsión asmática, miraba a sus compañeros pateando y gritándose como locos. Era un niño flaco y menudo, ‘‘dominaba la guinda’’ según sus camaradas, pero le faltaba resuello. En esos picados se picaban duro, y las canillas (si no tenían, por lo menos, medias gruesas o canilleras de diarios) ofrecían un panorama de rasguños y hematomas. El niño flaco volvía (a veces) derrengado a su casa. Pero


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sabía que su padre guardaba, junto a un ejército de frasquitos homeopáticos, el frasco azul de ‘‘árnica’’. Con la etiqueta ilustrada con el rostro de un señor serio y con barbas y las instrucciones para el uso del medicamento. El niño, sigilosamente, frotaba sus piernas agredidas con el remedio mágico. Y, esperanzado, pensaba las jugadas para el futuro encuentro, en La Comuna. Su confianza en el contenido del frasco azul secreto era inamovible. Por más que le doliera el tobillo izquierdo (era zurdo), frotaba con el líquido milagroso la extremidad agredida y creía en su solución, con más fuerza que un fundamentalista en su profeta o su mesías. Una tarde, después de un recio encuentro, buscó la medicina de sus males. Paso a pasito, esperó que ningún familiar anduviese cerca y abrió el aparador paterno en busca del Bálsamo de Fierabrás. Allí estaban, como soldaditos en una parada, los frasquitos homeopáticos, pero el frasco azul no estaba. Buscó y rebuscó, asustándose del gritito cristalino de los frasquitos entrechocados. No estaba. El miedo le erizó la pelusa de la nuca. ¿Dónde lo habrían puesto? No se animaba a preguntar, porque ello revelaría su asiduidad a utilizar el linimento. Sin el conocimiento de sus padres. Se salió a la vereda, desconsolado, justo en el momento que pasaba el camión municipal recolector de la basura y el obrero que descargaba los tachos en la gran panza del camión volcaba el tacho de su casa, y alcanzó a vislumbrar que, algo como un frasco azul, iba a parar entre latas de conserva y bolsas con desperdicios de comidas, al ogro del camión. Desesperado, el niño gritó: ‘‘¡No!’’ mientras el camión arrancaba, alejándose. Esa noche soñó que caminaba por una calle larguísima. Que, en lugar de álamos


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carolinos o fresnos municipales, una doble fila de frascos azules se extendía hasta perderse en la distancia... (Recuperando el fútbol del campito y los sueños y los milagros de la infancia. 13/1/2011, Iporá)


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Y EL FRASCO ROJO... Que nadie tocaba, casi desaparecido con una capa de telarañas, y el ‘‘padre polvo’’ maquillando su vidrio borroso. Yacía en unos estantes temblequeantes de la compraventa de Don Aarón Aisemberg. En pleno centro de la ciudad norteña, tan polvorienta como el frasco rojo, con sus calles de macadam rojizo. La compraventa exponía arados para ser tirados por mulas blancas como en los campos sureños de los Estados Unidos, o por bueyes rojos como en los campos uruguayos. En una jungla de fierros oxidados convivían restos de trilladoras, bicicletas, guardabarros azules, ventiladores más aspirantes a tréboles metálicos o esculturas de chatarra que provocadores de aire caliente para el sudado dueño. Colgaban, en vecindad amable, cueros de carpinchos, de lobitos de río o de nutrias, esperando (no ‘‘la mano de nieve’’ becqueriana) sino un viajero de comercio o un traficante de pieles para, después de prolongadas discusiones por sus precios, remitirlas a las boutiques que comercian con tapados y cuellos/boas finos, que los aderezarían para la obsesión o la vanidad femenina (¿o masculina?). Como clarines ignorados: cafeteras y teteras se apilaban en otros estantes. Underwood o de otras marcas, máquinas de escribir añoraban a su


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Ernest o su Onetti; botellas de licores fenecidos, de alcoholes más famosos que los poemas de Apollinaire, botellas del guindado oriental que solamente tomaban los porteños, porrones de ginebra holandesa, botellas de perdida aristocracia, con un resto de rojo Campari o de pálido Vodka auténtico; se codeaban con bustos de Geniol con su tormento craneano de clavos y tirabuzones; con afiches de metal de la cerveza Bosch y un gordo barbado sorbiendo de una jarra la cebadita refrigerada que mencionaba Cantinflas en un filme. El frasco rojo, con su capa fantasmal de heredero de castillos en Transilvania; con sus redes de arácnidos, con su soledad absoluta, más parecía una muestra del planeta rojo, aún inalcanzable para las botas de astronautas. Y era un frasco de vidrio rojo, probablemente nunca fue recipiente de nada, y hace muy bien en remitirnos a La Nada. Seguramente, Don Aisemberg no lograría jamás vendérselo a su farragosa clientela.


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¿EL ARTE O EL FRASCO ES AZUL? El Viejo* me pidió que escribiera algo sobre su Libro de los frasquitos. Ando en una atmósfera aproximada a la que se vive en Egipto y otras naciones árabes. Quiero decir que no ando. Pero el pedido del profesor me regresó a mis verdaderas preocupaciones. Y me dije: bueno, vamos a ver qué sale (como dijo la Coca en un chiste verde conocido). El novelista Juan Valera le escribió dos cartas a Rubén Darío a propósito de su libro ‘‘Azul’’ (Valparaíso, 1888); tal vez mosqueado por la invasión francesa en las letras hispánicas, el novelista español le escribe «Confieso que al principio, a pesar de la amable dedicatoria con que usted me envía un ejemplar, miré el libro con indiferencia..., casi con desvío. El título Azul... tuvo la culpa. Víctor Hugo dice: ‘‘L’art c’est l’azur’’ pero yo no me conformo ni me resigno con que tal dicho sea muy profundo y hermoso. Para mí tanto vale decir que el arte es lo azul como decir que es lo verde, lo amarillo o lo rojo». Más adelante confiesa: «En resolución, yo sospeché que era usted un Víctor Huguito, y estuve más de una semana sin leer el libro de usted.» Luego, el viejo novelista profun* ‘‘El Viejo’’ es el profesor y escritor Washington Benavides.


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diza en el libro de Darío, y descubre bellezas, y termina por decirle: «Veo, pues, que no hay autor en castellano más francés que usted... Y usted no imita a ninguno... Usted lo ha revuelto todo.» En el libro del nicaragüense alterna prosa y verso, así aparece el cuento ‘‘El pájaro azul’’; pero podríamos agregarle en torno a azules el motivo de la ‘‘flor azul’’ en Enrique de Ofterdingen (1802) de Novalis, la flor azul traída del sueño en Coleridge y aún en el Simbolismo, ‘‘El pájaro azul’’ (1908) de Maeterlinck. Sostengo, Maestro, que su frasco azul nada tiene que ver con los ilustres precedentes que hemos recordado. Para usted, y es probable que para mí también, estamos hablando (como espoleta) de su libro, de frascos azules vistos en la realidad o el sueño casi alquímico de las viejas farmacias o boticas. El punto de partida no es un azul simbólico. Es un azul real. Y a quien esto lea no le sonará difícil recordar que también él ha conocido estos frascos, los ha visto. Acaso tiene alguno en su biblioteca y le costaría una Teoría de la Relatividad explicarse por qué lo colocó junto a libros de Dickens o Tolstoy, de Hoffman o Borges. El frasco azul es un objeto visible y al alcance de muchos, en casas de antigüedades o de canje. El Profesor los sacó fuera (en compañía de otros frasquitos; algunos amables, otros no tanto) porque ocuparon un anaquel de su memoria y ahora Alguien, Nené o alguna doméstica, de un plumerazo lo derribó. Con el estallido azul despertaron sobre su presencia al viejo profesor y poeta. Son frascos o frasquitos. Contienen algo o en el pasado guardaron una pócima, un caballito del diablo, un saltamontes verde, un dedo con la ferocidad de la mafia, un ‘‘Bálsamo de Fierabrás’’ en la árnica para el futbolista niño contusionado. O bien


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podría ser una redoma, escapada de Las Mil y Una, para el hurgador o cazador de antigüedades en un basural de Tacuarembó; o bien, bajo cierto rayo de luz, parecería contener un mundo en construcción, un Big-Bang, una constelación de palabras mucho mejor que estrellas. John Filiberto (Montevideo, febrero del año 2011)


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鱈ndice

Siquiera el arte, a veces. . . . . . . . . . . . . . . . . . . 5 LOS FRASCOS AZULES . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 9 OTROS FRASCOS . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 11 FRASCOS MARRONES DE 多FARMACIA? . . . . . . . . . . . 13 UN FRASQUITO SINGULAR . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 15 多UNA REDOMA...? . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 17 EL FRASCO MILAGROSO . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 21 Y EL FRASCO ROJO... . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 25 多EL ARTE O EL FRASCO ES AZUL? . . . . . . . . . . . . . . 27


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El arte deportada de El frasco azul estuvo a cargo de Pablo Benavidez. Pablo Benavidez (Tacuarembó, Uruguay, 1961) Profesor de Historia egresado del IPA; se desempeña en la docencia desde 1987 y, actualmente, ocupa el cargo de Sub Director en el Liceo 13 de Montevideo e integra el equipo coordinador de ProArte, el proyecto central del CODICEN de la Generalización Educativa de las Experiencias Artísticas y Creativas. Se formó como dibujante y pintor con el ejemplo de su padre, concurriendo luego a los talleres de Gustavo Alamón (en Tacuarembó) y de Nelson Ramos (en Montevideo). Ha ilustrado tapas de libros para editoriales como Banda Oriental, Alfaguara, Casa del Estudiante y –entre otros– para los escritores Washington Benavídez, Tomás de Mattos y Jorge Arbeleche. También ha ilustrado cubiertas de discos para Alfredo Zitarrosa, Los Olimareños, Carlos Benavides, Tabaré Etcheverry y Numa Moraes. Su trabajo se ha expuesto en varias galerías de capital e interior del Uruguay. Una excepcional recopilación de su producción y vínculos está disponible en WP Benavidez/dos generaciones (en formato electrónico, 2008) cuyo diseño y desarrollo estuvo a cargo de Juan Carlos González -webmaster@mvd2k5.com-.


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abrelabios es una asociación civil sin fines de lucro (con personería jurídica) que tiene por finalidades gestionar actividades culturales. Por ejemplo, espectáculos poético-musicales, representaciones teatrales de textos literarios, edición y presentación de publicaciones, en soporte papel o electrónico, fundamentalmente de poesía así como también de arte plástica. Gestionar en el sentido de diseñar los productos, la estrategia de mercado y de divulgación y el seguimiento a posteriori de los resultados. Para la elaboración de esos productos culturales (libros, compactos, espectáculos, etc.) generalmente se investiga y se forma especialmente al personal de la asociación. Así, en pintura, literatura o música. Para la estrategia de mercado y de divulgación, se aprovecha la experiencia acumulada durante la última década y media de vínculos con la prensa y con empresas más o menos afines. Se dispone, para la información sobre lo ya hecho y de las actividades en curso, de una página web de acceso absolutamente libre: http://abrelabios.com. En ella, además de información, se encuentran textos, archivos de audio e innumerables imágenes. La asociación edita, además, impresa y electrónicamente y sin periodicidad específica, una revista cultural denominada LSD (http://lsdrevista.todouy.com).


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Este libro se termin贸 de imprimir en la ciudad de Montevideo, Uruguay, en el mes de abril de 2011.



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