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Hola, Sancho Panza

Chen Peng

Como un árbol plantado junto al agua […] En tiempos de sequía sus hojas no se marchitan y seguirá rindiendo frutos.

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Jeremías 17:8, Antiguo Testamento

Se recomienda conocer Madrid, pero nosotros decidimos ir a Barcelona. No solo está junto al mar, es también la ciudad de Gaudí, de Picasso. Y, por supuesto, es la ciudad de Lionel Messi.

El tercer día, al salir de la estación de metro, nos recibió un anochecer apenas interrumpido por unos cuantos haces de luz. Era como si alguien hubiera lanzado un puñado de arena al aire. Las calles eran amplias, los peatones, escasos. Y yo me sentía como transportado a la época del rey Carlos I.

Guiados por GoogleMaps, caminamos hasta la costa. No eran las siete aún pero ya no se veía el mar; era noviembre, el sol se ponía y salpicaba con sus últimos rayos las olas que lamían la orilla. La playa no se extendía por mucho y la arena podría haber sido más fina. A nuestra izquierda había un puerto atestado de pequeñas barcas pesqueras, blancas como la nieve y con las velas bajas. El sol tramontaba, arrancando destellos de atardecer al bosque de mástiles mientras las gaviotas que circunvolaban el cielo soltaban graznidos tenues como bocanadas de humo. Nos quitamos los zapatos y luego los calcetines para sentir la arena bajo nuestros pies descalzos. Suli iba a mi lado, guardando la misma tibia distancia de los últimos tres días. Tres días en los que cada quien dormía en su propia cama. Ya no éramos dos jóvenes.

No muy lejos de nosotros, unos muchachos jugaban volleyball de playa. Dos contra dos, que es la alineación estándar del deporte. Suli quiso ir hasta la orilla para mojarse los pies en el agua. Yo solté un suspiro y, vigilando desde lejos su silueta, me dirigí hasta la red de volleyball. La brisa le levantaba el largo vestido color rosa pero ella lo aferraba con una determinación que no le hacía perder la elegancia.

Las dos parejas que jugaban al volleyball eran muy jóvenes (trece o catorce años, niños aún). Los cuatro usaban pantalones cortos y ninguno tenía camiseta. Su piel era blanca y lustrosa y en sus vientres se advertía claramente los surcos de abdominales, como una barra de chocolate. La precisión del servicio y la fuerza de los remates me hicieron preguntarme, admirado, si unos niños a esa edad ya eran capaces de jugar a ese nivel. Suli no era más que un punto en la distancia. No estaba ni a cien metros de mí, pero en esa playa semidesierta parecía inalcanzable. Pronto se perdería de vista. Yo no lograba determinar si seguía recorriendo la orilla o no, quizás solo estaba allí de pie, contemplando la inmensidad del mar. Me di vuelta y vi las sombras desdibujadas de los chicos correteando de aquí para allá. De golpe, percibí la pelota silbando en mi dirección y en un acto inconsciente alargué la pierna derecha y, sin aspavientos pero con soltura, la recibí con el empeine e hice que aterrizara en la arena. Sentí mi pie descalzo arder allí donde había impactado la pelota. Ardí yo entonces, pero de ganas de jugar fútbol. Estaba en España, en la Barcelona de Messi. El gran Messi. Deberíamos ir mañana al Camp Nou1

Uno de los chicos llegó corriendo hasta mí y a través de los rayos de una luna que ascendía por el cielo me hizo señas para que le entregara la pelota. Dominé con el arco interior del pie el esférico, elevándolo apenas para que quedara a la altura del pecho y aterrizara suavemente entre los brazos del chico. Una risa le iluminó el rostro. Era la viva imagen de la juventud catalana, cálida y sencilla.

—¡Hola! —me saludó alzando la voz.

—¡Hola! —le respondí también en español.

El chico soltó una sarta de bisbiseos sibilantes en español. Le pregunté si hablaba inglés.

—¡Claro, hombre! —contestó en inglés—. Te decía que sabes cómo darle al balón.

—Solía ser futbolista.

—Pero, tú eres chino, ¿no?

Sentí una punzada de incomodidad, pero no tuve otra que aceptar que sí, en efecto provenía de uno de los países con el peor addy en todo el mundo.

—¡Claro! Wu Lei es chino, ¿cierto? Él juega en el Barça, ¿no?

—Sí, es chino. Pero juega en otro equipo, en el RCD Espanyol.

—Mi papá lo ama. No dije nada.

—¡Nos vemos!

—¡Adiós!

Los chicos siguieron jugando al volleyball a la luz de la luna, parecían cuatro duendes translúcidos. El cielo se tornó negro sin que yo me diera cuenta.

Ahora, es mi deber decirles —decirnos—que, así como en ese atardecer las cosas resultaban indescifrables en medio de la oscuridad, ahora mismo este relato y lo que me lleva a escribirlo me es esquivo. Solo sé que debo apurarme a escribirlo. Eso que llaman desahogarse. Solo que este es diferente a mis relatos anteriores, estas letras van a tientas en medio de la bruma; y ese yo —me refiero al Chen Peng que escribe— es ahora inevitable.

No huyamos, pues. El novelista ha de ser honesto. Sí. Me deshago de la ficción, me escribo a mí mismo, a mí mismo y a nadie más.

¿Está bien?

Caminé hasta donde se encontraba Suli. La brisa marina soplaba fuerte y el rosa de su vestido cobraba tintes azulados mientras que su largo cabello ondeaba al son del viento. Había perdido toda gracia y ahora solo se veía frágil y aterida de frío. Temí que fuera a resfriarse. Me llegó su aroma y pensé que de espaldas parecía un niño. Quise abrazarla por detrás, como hace Jack con Rose en Titanic, pero no lo hice. Deseché el pensamiento con la premura y el pasmo de quien traga una espina de pescado que siente atascada en la garganta.

Cayó el sol y la luna se deshizo entre las olas. Le pregunté a Suli si no quería recoger un par de conchas de la playa. No, fue su respuesta. ¿Qué hacemos, entonces? ¿Qué quieres que hagamos? Ella había calculado la velocidad de crecimiento de la marea; más o menos cien metros cada segundo. ¿Y eso se puede medir? Le pregunté. Ella fijó la mirada en la luna, el rumor del mar perdía sentido con cada ola que pasaba. ¿No vas a seguir jugando con ellos?, quiso saber Suli. No me interesa, no es fútbol. Ella no dijo nada. Yo tampoco. ¿Cuál fue el técnico que dijo que el fútbol era una religión? Mourinho, le contesté. ¿O sea que ese Mourinho lo que quiso decir fue que si profesas la fe de fútbol entonces no puedes adherirte a otras religiones? Quizás, contesté y luego solté una risa que seguro me hizo quedar aún más como un imbécil. Lejos, los chicos que jugaban al volleyball eran retazos imprecisos rodeados de oscuridad, incluso sus gritos nos llegaban embrumecidos por la noche.

El viento nocturno arreció. Estiré un brazo y tomé a Suli por la cintura pero ella ni se inmutó. Sentí su carne firme bajo mis dedos; su cuerpo era aún joven, cálido y terso.

Abandonamos la playa y nos adentramos en una larga avenida. Casas en su mayoría de techos planos y generosas terrazas que, bañadas por la luz de la luna y de los escasos postes de luz encendidos a esa hora, parecían un leopardo nevado agazapado y al acecho. La cuadra entera estaba sumida en una espesa oscuridad.

Evidentemente, hicimos este viaje antes de que la pandemia se desatara; no voy a divulgar la fecha exacta, pero un día, sin más propósito que el salir de Kunming y sin ningún destino en concreto, compré un boleto de avión que resultó ser a Barcelona. Después iríamos a Madrid o a Lyon, o quizás regresaría- mos antes de lo presupuestado. Estábamos empezando a vivir la treintena y ya parecíamos una pareja de ancianos… seis años llevábamos de pareja. Ocho si contábamos el noviazgo. En el transcurso de esos ocho años habíamos perdido a dos hijos.

Uno había muerto prematuramente a los seis meses de nacido; el otro fue un aborto espontáneo. Entre la muerte de uno y de otro pasaron escasamente tres años. Es muy poco tiempo, tres años. Venir a Barcelona fue idea mía, ella quería ir a Atenas pero yo me negué. Así se zanjó el asunto. Suli no solía discutir conmigo ese tipo de cosas; claro, que no dijera nada no quería decir en lo más mínimo que no tuviera sus reparos al respecto. Tal vez la indiferencia que sentía hacia Barcelona fuera precisamente debido a su aversión por el fútbol. ¿Messi le caía así de mal precisamente porque no me soportaba a mí? No lograba entenderlo. Y estaba exhausto, no daba más. Aquello que se agitaba en mi interior con la turbulencia del océano pareció aquietarse un poco luego de que llegamos a Barcelona, pero seguía sin saber a dónde dirigirme.

—¿A dónde vamos? —preguntó Suli.

—A dónde nos lleven los pies —le contesté.

—Todavía es temprano.

—Cierto. Acá anochece muy rápido.

—De haberlo sabido nos hubiéramos quedado en un sitio más por el centro. Podríamos tomarnos algo cuando se nos diera la gana.

—¿Quieres ir a tomar algo?

—Ayer quería. El vino español es muy bueno.

Mi idea inicial era dejar pasar las horas al lado del mar y ver el cielo ir del amarillo de la tarde al arrebol del ocaso, pero el negro de la noche se instaló con una rapidez inesperada y con la luz del día también se esfumó el atractivo de la playa.

—¿Tienes hambre? —quise saber.

—También tengo sed —fue su respuesta.

Señalé un café unos treinta metros más allá. Una “P” en luces neón y lo que le seguía parecía deletrear la palabra “perla” en inglés.

—¿Ese?

—Bueno.

Entramos a un lugar que parecía sacado de una novela de Hemingway: una cantina larga y estrecha que se ensanchaba en la parte de atrás. El pasillo de entrada era espacioso, con un total de cinco mesas, una barra a la izquierda y la entrada se le oponía perpendicularmente; un mesero joven y apuesto que atendía tras la barra me trajo a la mente al Nick Adams de Los asesinos. ¿Se habría escapado de Estados Unidos y dio a parar aquí?

La pared opuesta a la barra lucía una enorme pantalla de cristal líquido. Pasaban un partido de fútbol. En un rincón había dos ancianos españoles comunes y corrientes. Una copa de vino reposaba sobre la mesa frente a uno mientras que el otro tomaba café de una taza. Este era al que más se le notaban los años y a pesar de su cabeza reventada de rizos negros, su cara estaba transida de arrugas y una ostentosa papada le colgaba de la barbilla. El que tomaba vino era rollizo y cuando respiraba abría mucho la boca e inflaba la barriga como si se quedara sin aire. Ninguno despegaba la mirada del televisor. Cada vez que el equipo de uniforme blanco y azul cometía algún error, el anciano rechoncho sacudía vigorosamente su enorme cráneo y refunfuñaba una sarta de improperios en un español que no entendíamos; supuse que sería algo del estilo de “imbéciles de mierda”.

Nos sentamos en una mesa del centro. Desde ahí se veía el partido con claridad, ¿por qué esos dos viejos habían decidido sentarse en un rincón? ¿Costumbre? ¿Serían clientes habituales? Supuse que sí, seguro habían hecho de esa mesa apartada su lugar predilecto, su espacio. Igual que Hemingway tenía el suyo en el Café De Flore en París.

—¿Qué comemos?

—Lo que quieras—. Estaba cansada. Habíamos caminado bastante. Muy cansada estaba.

Me dirigí a la barra.

Para mi gran alivio, el apuesto Nick no solo hablaba inglés sino que era bastante competente. Me entregó amablemente un menú y se apresuró a explicarme que hoy solo estaba él tras la barra, por lo cual apenas llegamos quiso venir a atendernos pero justo había recibido una llamada. “Era mi novia… en fin”. Se disculpó varias veces.

Afortunadamente, el menú también estaba en inglés. Pedí un plato de ensalada, una tortilla española, garbanzos con chorizo, un plato de paella y una serie de postres. Todo maridado con una botella de vino tinto. Quise saber si la paella era muy salada. Lo justo, respondió él. Pregunté si era suficiente para dos personas. Él me recomendó añadir un plato de pasta. Decidí hacerle caso a Nick. Era un joven refinado y cortés, su mirada era limpia y tenía un aire al Hemingway de los años treinta del siglo pasado, pero barcelonés. Le pregunté quién jugaba pero él confesó no tenerlo claro y me aconsejó preguntarles a los dos viejos. Le agradecí y volví a la mesa.

—¿Sabes quién juega?

—¿Tú no sabes?

—¿Será el Espanyol? No, no puede ser, no está Wu Lei. El uniforme se parece…

—…

—El otro, los de rojo… ¿Granada? ¿Bilbao?

—A mí no me mires.

—¿Lo puedes googlear?

—¿Qué?

—Que si puedes buscar en Google quién juega en la Liga Española hoy.

—No.

—No te molestes, ¿no puedes hacerme el favor de buscarlo? Sabes que no tengo instalado Google en el teléfono…

—No estoy molesta, solo no lo quiero buscar.

—Bueno.

No volvió a prestarme atención y se dedicó a deslizar el dedo a lo largo de su grupo de amigos en WeChat. Desde que entramos al café ya estaba conectada al wifi.

El partido estaba aburridísimo. Esto no podía ser la Liga Española. Por mucho habría unos tres mil espectadores en el estadio, las gradas estaban desiertas. Los del equipo de azul y blanco, a pesar de mostrar una clara superioridad en la cancha, se demoraban en jugar muy abiertos por la banda y no parecía que fueran a meter un gol pronto. El nueve era un mediocampista al que le faltaba garra. Nick nos trajo la comida. El vino no estaba nada mal y el chorizo olía delicioso. ¿Quién contra quién? Suli dedicaba toda su atención a comer y no me miraba ni a mí ni al televisor. ¿Serían de la segunda, la cuarta división? ¿Un amistoso? Por más que me estrujaba los sesos, me era imposible llegar a cualquier conclusión y poco a poco fui perdiendo interés en el partido. Mientras tanto, los viejos en su rincón soltaban un comentario de vez en cuanto o se rendían ante la sacudida de un suspiro, y cuando el error era craso, se desvivían en una ristra de palabrotas. El nueve había quedado solo contra el portero y falló. El pase del otro mediocampista, el diez, le quedó largo y no tuvo espacio para recibirlo. El nueve estaba en el área, cara a cara con el portero. Anda a saber por qué se decidió por ladearla, pero la pelota ya rozaba el palo izquierdo y lo pasaba de largo como un ave que emprende el vuelo.

—¡Mierda! —vociferé.

—No grites.

—Yo la habría metido.

—Por favor, Chen Peng, estamos en Barcelona.

—Un tiro así tienes que hacerlo al ángulo del fondo.

Suli se cruzó los labios con un índice y en su rostro afloró una expresión entre apática y altiva. Sabía de sobra que ella no podía ver a un futbolista bañado en sudor y no considerarlo un idiota, un organismo unicelular que no tenía nada mejor que hacer que perseguir a los tumbos una bola. Lo que ella no entiende es que el fútbol es también una religión. No crean que no sé que desear a una mujer que no solo aprecie sino que se apasione por este sacrosanto deporte es en realidad pedir demasiado.

El equipo blanco y azul —al cual llamaremos el equipo A— mantenía una clara superioridad en el campo, mientras que el equipo B, que iba de rojo, se empeñaba en conservar una férrea defensa que frenara las ofensivas constantes de su rival. El equipo A, empero las constantes oleadas de ofensiva, no lograba hacer gol. No es que le faltara técnica al delantero número nueve, era su confianza la que se desmoronaba y para aquel entonces no le quedaba iniciativa, motivación ni garra. ¿Por qué el técnico no hacía el cambio de una vez?

Cada vez se oía con más claridad a los dos viejos resoplar. Al flaco de pelo negro, el que tomaba café, se le había ido ensombreciendo el semblante; apenas había empezado el partido aún lanzaba gritos de indignación, pero ahora estaba impávido como una gárgola, los puños crispados y las pupilas imantadas en la pantalla del televisor. La mala suerte quiso que el número nueve perdiera nuevamente una buena oportunidad de anotar. El flaco se limitó a manotear varias veces como si estuviera espantando a una nube de moscas. El gordo estampó un puñetazo sobre la mesa y soltó una retahíla que parecía no tanto un hombre escupiendo quejas en español sino una ametralladora vomitando un cartucho de municiones. Adiviné que debía tener unos sesenta años, por lo menos. Podía incluso llegar a los ochenta. Ya no estaba en edad de ir al estadio.

—Ya ha pasado antes que un equipo bajo presión repunte de la nada, ¿sabes?

—…

—¿Me escuchaste?

—Te oí. Esta paella no está nada mal. —Está rica.

—Sí, será mía.

—Cómela toda si puedes. Debes comer más.

Habían pasado tres días sin desacuerdos entre nosotros. Ni una discusión ni una pelea. Ella procuraba cuidar mi imagen y no dejarme mal parado frente a los demás; por ejemplo, a pesar de que su inglés superaba con creces el mío, no era ella quien se comunicaba con los locales. Así velaba Suli por este adulto acomplejado y a mí se me aguaban los ojos del agradecimiento. En este par de días habíamos recorrido la ciudad a pie y visitado Casa Battló y la Sagrada Familia. Ella la había pasado de maravilla, moría por la arquitectura contrahecha de Gaudí. Por las noches regresábamos al hotel, hervíamos un paquete de fideos instantáneos, le añadíamos un huevo cocido en soya y vinagre y cada quien se iba a dormir a su propia cama. Cuando me levantaba en mitad de la noche para ir al baño y advertía la silueta contrahecha de Suli bajo las sábanas, me asaltaba la impresión de estar contemplando un cadáver.

—¿Es la Eurocopa? —dijo ella de pronto.

—No, no. La Eurocopa la juegan países, estos son clubes.

—Pues debe ser entonces la Liga Española.

—No creo. Es más, estoy seguro de que no.

—Ya sé, es la Champions.

Le expliqué que tampoco era posible, porque cuando pasaban las repeticiones en cámara lenta no se veía el logo de las cinco estrellas características de ese torneo por ningún lado en la pantalla.

—Pregúntale a él, entonces.

—¿A quién?

—Al mesero.

—Bueno.

Me dirigí hacia el apuesto Nick y se lo pregunté pero él tampoco tenía idea. No le interesaba el fútbol.

—¿Un español que no le gustaba el fútbol? —me asombré.

—Lo lamento —dijo y soltó una risa que acentuó aún más su atractivo—. Sepa que tampoco todos los españoles somos hinchas de Messi.

—Pero si Messi le dio todo a esta ciudad. Renombre, turismo, futuro…

—Esa es su opinión.

—Pero, ¿no tengo razón?

—No, no. Tan solo le digo que hay españoles a los que no les interesa ni el fútbol ni Messi.

Me aconsejó que fuera a preguntarle a los viejos que, en efecto, eran clientes habituales y acostumbraban irse casi de madrugada.

—Viven en el barrio, además uno de ellos… —pero Nick dejó la frase a la mitad.

—¿Uno de ellos…?

Nick parpadeó varias veces y dijo:

—Es una persona muy reservada, no le gusta que anden por ahí diciendo quién es.

—¿Es decir…?

—Mejor vaya usted y pregúntele. Es mejor así y yo no me pongo a hablar de lo que no me toca.

—¿Es un futbolista? ¿Uno famoso?

—Disculpe, señor —Nick soltó otra risa que le sonrojó las mejillas —si quiere saber, pregúnteselo.

—¿Tienes amigos que jueguen al fútbol? —le pregunté, reacio de ir a la mesa donde estaban los dos viejos.

—Claro, tengo muchos. Todos los fines de semana van a jugar, pero a mí de verdad no me gusta. Prefiero quedarme en casa tranquilo, oír música, leer un libro. No me agrada la idea de quedar bañado en sudor después de estar corriendo de un lado al otro de una cancha. Además, es un deporte bastante riesgoso, varios de mis amigos se han roto huesos jugando.

—¿Y tus amigos siguen jugando después de lesionarse?

—¡Obvio! —dijo y esta vez me uní a su carcajada. Le conté que jugando en los torneos amistosos de Kunming en una ocasión me había roto una pierna trágicamente (y que había escrito un cuento corto en el que contaba esta tragedia personal. El cuento se llama El mediocampista de noviembre).

—A usted le encanta el fútbol, ¿no?

—Hasta la muerte.

—Espero no ofenderlo, pero precisamente es por eso que no me gusta. Se lesionan, una y otra vez, pero siguen jugando como si el partido fuera su propia vida y las opciones fueran ganar o…

—¿O morir en el intento? —dije y Nick soltó una nueva carcajada que reveló dos hileras de dientes blanquísimos como conchas de mar. En verdad era muy guapo, me sorprendió que Suli no hubiera reparado en él con más atención.

—O morir en el intento, exacto.

Regresé a nuestra mesa y vi que Suli había desistido de la paella luego de comerse la mitad y ahora estaba enfrentando el plato de pasta. El flaco de pelo negro había estirado las piernas por debajo de la mesa y se había cruzado de brazos. Pude ver que tenía puestos dos zapatillas New Balance color gris. Era un modelo de hace años. Desde que habíamos entrado, el viejo no había siquiera dirigido una mirada en nuestra dirección y no parecía siquiera advertir nuestra existencia. El gordo, en cambio, le echaba a Suli un vistazo de vez en cuando. El partido se había avivado. El equipo A se estaba viniendo a pique y el B aprovechaba para contratacar, habían tenido al menos tres oportunidades de gol en los últimos minutos.

—El mesero me dijo que uno de ellos fue futbolista.

—¿Profesional?

—Sí, parece que fue de los grandes. Me imagino que en sus tiempos jugó acá en Barcelona.

—Ya veo. Normal, ¿no?

—No me quiso decir quién era.

—¿Y te interesa?

—Pues claro.

—Ve y pregúntales entonces. Invítalos a tomar algo.

Pero no me sentía cómodo comunicándome en inglés. ¿Qué más daba reunir el valor para ir y hablarles si no nos entendíamos? Además, me preocupaba no lograr entender su inglés, que muy posiblemente hablara con un fuerte acento español. El flaco hacía rato que no se movía de su posición: las piernas estiradas y los brazos cruzados. La decepción le agravaba el rostro. Ese era el futbolista del que no había querido hablar Nick, se veía en su complexión atlética, propia de un deportista de este calibre. Además, cada vez se me parecía más a Zico. ¿Pero de quién se trataba? ¿Quién había jugado en el Barcelona y que correspondiera con la edad? Me devané los sesos pero no se me ocurría nadie. No había seguido tan de cerca el fútbol español.

—Ve, pregúntales.

—Pero…

—¿Qué te preocupa?

—Que no me salgan las palabras.

—¿Ahora resulta que no sabes cómo hablar con la gente?

—Pues sí.

—No te va a pasar nada. Si te animas a ir, vas a ver que todo va a estar bien. Bueno, claro, si no vas es como si no te hubieran salido las palabras. Te entiendo.

—Me parece que no del todo.

Suli soltó una risa seca llena de implicaciones. Una bola de spaghetti colgaba de su tenedor. A ella le encantaba comer pasta así, no tomando porciones pequeñas sino abultando la pasta en madejas que se tragaba enteras de un bocado.

—Ve. No te hagas tan de rogar.

—No digas eso.

—Pero si cuando se trata de fútbol no te lo piensas ni medio segundo.

—¿Te parece?

—Ve.

Nick me indicó con un gesto que podía acercarme a la mesa donde estaban sentados. No moví un músculo. No lograba entender qué era lo que me retenía. Ya ni siquiera estaba pendiente del televisor. El partiducho amistoso entre dos equipos desconocidos me traía sin cuidado y en cambio ahora hacía cálculos en mi mente: si tenía sesenta, entonces hacía al menos cuarenta años que se habría retirado. Coincidía con la generación de Zico. ¿Pero quién era? Di Stéfano ya había muerto, y en Madrid. ¿Paco Gento? No, no podía ser. ¿Hugo Sánchez? Tampoco. ¿Emilio Butragueño? No, no. La verdad, no tenía idea. Ahora, ¿quería tener idea? Si ni lograba reconocerlo, ¿para qué ir y hablarle? Era como si dos españoles se encontraran en un bar en China con una estrella de ping-pong como Jiang Jialiang o Chen Longcan, ¿qué sentido tendría ir a saludarlos si no sabía ni cómo se llamaban?

Nick entonces dejó la barra y se acercó a la mesa de los dos viejos.

Sentí el corazón desbocarse en mi pecho. Esto no me pasaba nunca. ¿Cómo era que podía parar a cualquier español en la calle para preguntarle dónde había un baño o cómo llegar a un museo y ahora me asaltaba un súbito ataque de pánico escénico? Esos dos viejos barceloneses de apariencia apacible no eran muy diferentes a cualquier transeúnte que me encontrara por la calle.

—Si yo estuviera en tu lugar, iría a hablarles y ya.

—¿Sí?

—Tan simple como ir y hacerlo.

—Pero tienes que ayudarme.

—¿Ayudarte? ¿Y a qué?

—Con el inglés.

—Pero esto no tiene nada que ver con el inglés.

—¿Y con qué tiene que ver, entonces?

—Pues con el fútbol.

—Ya sé que no te aguantas el fútbol, y tú sabes tan bien como yo que no hablo de otra cosa, por eso…

—Por eso vinimos a Barcelona y no a Atenas.

—¿Estás molesta?

—Ni siquiera vale la pena estarlo. La he pasado muy bien este par de días, me encanta Gaudí.

—¿Me estás siendo sincera?

—Claro que sí.

—Anoche, bien tarde, como a eso de las tres… ¿estabas llorando? —le dediqué una mirada a Suli.

—Por supuesto que no —dijo mientras se llevaba una bola de espagueti a la boca. El bocado era demasiado grande y la salsa de tomate le manchó los labios, dándole por un instante un aspecto feroz— Yo creo que estaba teniendo una pesadilla.

—¿Me quieres contar?

—No me acuerdo.

—Yo anoche soñé que volvíamos a nuestra primera casa, en Beijing, ¿te acuerdas?

—No hables de eso. No es algo que haga falta mencionar. Chen Peng, de verdad, no me interesa.

—Está bien.

El ambiente se había enrarecido. Me arrepentí de haber empezado a hablar de las tonterías que se me presentaban en sueños. Pero ¿en realidad lo había soñado o habían sido imaginaciones mías? Pero estaba seguro de haberla oído sollozar la noche anterior. Gimoteaba como una niña pequeña y yo no supe si estaba dormida o despierta, así que, tras dudar por un rato, de pie en medio de la oscuridad, frené el impulso de ir y abrazarla. Era como si ella fuese una trampa. Frente a mí, su blanco contorno era frágil como un diente flojo a punto de caerse. Estuve parado, inmóvil, respirando la opresiva y árida atmósfera que reinaba en el cuarto de hotel hasta que decidí volver a la cama. Me quedé dormido sin darme cuenta.

Nick, de pie junto a la mesa de los dos viejos —un mesero no podía ir tan campante a sentarse junto a los clientes— les hablaba en voz baja. Se dirigía en especial al flaco, para lo cual tenía que agacharse bastante y así conseguir que el hombre, que se mantenía inmóvil, lo oyera bien. Era como un hincha de Messi que no podía evitar querer arrodillarse ante su ídolo. El corazón me dio un vuelco cuando vi que el apuesto mesero apuntaba en mi dirección. Uno de ellos, el rollizo, nos dedicó abiertamente la mirada y saludó con la mano lanzando un ¡hola! en español. Le devolví el saludo en su lengua. El otro, el delgado, apenas alzó un poco los párpados con aire misterioso. Sentí una punzada en el pecho. Nick se acercó a nosotros y me dijo en un susurro que no les gustaba que los interrumpieran si estaban viendo un partido.

Le agradecí su gestión.

—¿Estás molesto? —me preguntó Suli. Ya casi había barrido con el plato entero de pasta.

—No.

—Claro que sí, se te nota.

—¿Y a cuento de qué debería molestarme?

—Te conozco, que no se te olvide —me dijo—. También estás molesto conmigo.

—¿Cómo voy a estar molesto contigo?

—Pues porque no te presté mi teléfono ni te quise ayudar a ir y hablar con ellos.

—Da igual.

—Está bien. Si de verdad quieres saber quién es, te ayudo.

—No hace falta.

—Ve y los invitas a tomarse algo. Seguro les va a dar gusto. Además —añadió—, el gordo no me ha quitado el ojo de encima desde que entramos.

—No pasa nada, en serio.

Empujé mi plato de pasta y se lo puse enfrente a Suli. La salsa estaba deliciosa, tenía un leve aroma a canela. El vino también era exquisito; sentías cómo el bouquet te inundaba las papilas cuando entraba en contacto con la lengua. En Kunming habría sido imposible tomar un vino de esa calidad a ese precio.

—¿Te acuerdas de la vez pasada que te acompañé al campo en Haigeng? —preguntó entonces.

—¿La vez pasada? Si no has ido más de dos veces…

—Me refiero a la última vez.

—¿La cancha número cinco?

—Sí, la vez que te caíste, ¿te acuerdas?

—Sí, me acuerdo.

—¿Te acuerdas de que salí disparada al campo para ayudarte cuando pasó y me mandaste a la mierda?

—No te mandé a la mierda, nunca te dije eso.

—¿Ya te olvidaste? Qué memoria selectiva que tienes…

Claro que no me había olvidado. Apenas caí al suelo, Suli entró en la cancha como un caballo asustado. Todo era un teatro, una simulación que me encargué de exagerar. Tenía esperanzas de que el árbitro me valiera un penal, pero con la irrupción de Suli en el campo de juego todo mi espectáculo se desinfló y para calmarla y demostrarle que estaba bien tuve que ponerme de pie como si no hubiera pasado nada. La dejé inspeccionar un raspón en mi pantorrilla, que ni siquiera ardía. Al ver esto, el árbitro canceló el penal que ya me había concedido. Saqué a Suli a los gritos de la cancha y poco me faltó para arrastrarla fuera del campo.

—Ya te lo he explicado antes. Cuando hay un partido en curso, las tribunas no pueden meterse al campo cuando les parezca.

—¿Sabes por qué me metí a la cancha?

—Sí que lo sé. Y te lo agradezco, Suli.

—Por eso es que dejé de ir a verte jugar.

—A ti nunca te ha gustado el fútbol.

—Es cierto.

—¿Qué te gusta entonces? ¿Ir a correr, el yoga, la natación?

—Siento decepcionarte pero a mí no me ha gustado nunca —y nunca es nunca— ningún deporte.

—No estoy decepcionado. No te tienen por qué gustar los deportes.

—¿En serio piensas eso?

—Sí, es lo que pienso.

—¿No te ha dado por pensar un poquito más? ¿Pensar cómo me sentía cuando me despertabas a las seis de la mañana para ir a correr? ¿Cuántos eran? ¿Dos, tres kilómetros todos los días?

—Lo siento.

—¿Qué es lo que sientes?

—Solo lo siento, disculpa.

Ella no dijo nada, se llevó a la boca el último bocado de espagueti y se acabó de un trago media copa de vino.

Yo tampoco dije nada más.

Fijé los ojos en la pantalla del televisor sin reparar en el partido. Ya no me importaba cuánto iba el marcador, que un equipo declinara y el otro repuntara me traía sin cuidado. Eran tan solo un puñado de imbéciles organismos unicelulares. Malparidos. Sentí un vacío de silencio como un globo en la garganta. Vi que el viejo gordo le decía algo al flaco. La actitud del segundo me exasperó, se comportaba como uno de esos déspotas arrogantes a los cuales les interesa poco o nada lo que tienen que decir los demás.

Me puse de pie y fui a pagar la cuenta, aunque aquí no sea esa la costumbre. En todos los bares, lo que se solía hacer era meter en una copita dorada la cantidad del consumo más una propina y eras libre de partir sin más del local. Claro, los meseros siempre tenían el gesto de devolverte el cambio exacto y tú decidías si dejar o no propina.

Por ello, Nick pareció sorprendido cuando recibió de mis manos el dinero. Sin embargo, lo hizo en el acto con su habitual sonrisa, me dio las cuentas en inglés y en voz alta: dieciocho euros. Le di veinte. Me dio dos de cambio y yo le dejé un euro de propina.

—Se lo agradezco mucho.

—Ahora sí, dime, ¿quién es?

Él sacudió de un lado al otro la cabeza.

—Lo siento mucho, no puedo.

—¿Es de la generación de Zico? ¿Jugó con la selección española?

—De verdad, no puedo, lo lamento.

Me di la vuelta y fui directo a su mesa. Mientras me aproximaba, no dejé de fijarme en el flaco con la mirada. Mis dudas se habían disipado y ahora tenía la plena confianza de que entendían y hablaban el inglés sin problema. De lo contrario, Nick no habría ido a preguntarles si accedían a hablar conmigo.

Ay, llegados a este punto en mi relato no sé muy bien cómo terminarlo. Yo sé que la conclusión de un cuento no es poca cosa. También sé que Suli tiene la sospecha de que hay fragmentos en mi historia que ventilan la privacidad de nuestra relación y por ello en ocasiones pareciera que se opone tanto a que juegue fútbol como a que escriba novelas. Hay tantas obras maestras en este mundo, ¿qué ganas de gastar energías en escribir una pila de historias que no van a trascender a la posteridad? A sus ojos, todo lo que no tiene trascendencia es basura. ¿Qué necesidad de sumarle más basura a un mundo agobiado de basura? ¿Qué sentido tiene que haya gente (eso te incluye a ti, que lees esta historia) leyéndome? No lo tiene, en lo más mínimo. Cuando Nietzsche mató a Dios también dio muerte al sentido. La muerte es el sentido, ¿o no? La muerte es tan solo el gigantesco sentido que yace en la omnipresencia del sentido mismo. Ella había llorado. Si mis novelas de mierda no lograban redimir ni cambiar nada, ¿entonces en qué se diferenciaban de una película taquillera, de un guion cómico? ¿Qué sentido había en dejarme la piel en escribir?

Suli siempre tenía la razón.

Pero yo solo puedo escribir. Debo escribir.

La literatura y el fútbol se parecen solamente en que te dedicas y luego te olvidas. Es una manera de aguantar. ¿El sentido no proviene de aquello a lo que te resistes?

Ahora voy a intentar concluir mi historia. Una conclusión bien larga.

Llegué hasta la mesa y con toda la educación les dije que durante muchos años me había dedicado al fútbol semiprofesional en mi China natal. Habíamos venido con mi mujer de vacaciones a Barcelona y quisiera saber quiénes eran ustedes. Me da la impresión de que usted (me dirigí al flaco) fue en su momento un jugador de fama mundial. Era, para mí, un honor conocerlos a ambos.

—Hola, amigo de la China —dijo el gordo luego de soltar una risotada.

—¿Puedo sentarme con ustedes?

—Claro, claro.

El flaco parecía no haber reparado en mi existencia. El fuerte acento castellano con el que hablaba inglés el gordo por fortuna no impedía que le entendiera.

—¿Has oído hablar de Manuel Negrete? —me preguntó.

—México 86, la media tijera en el partido contra Bulgaria… ¿usted…? —estaba boquiabierto.

—Entonces también sabrás que, después del Mundial, Negrete se sumó al Sporting de Gijón.

Le dije que en ese entonces a China no llegaban estas noticias. No fue sino hasta 1988 que la televisión china empezó a pasar los partidos de la Serie A de Italia.

El gordo le dedicó una mirada al flaco. Seguía con ambos ojos —un par de ojos rapaces y ambarinos— imantados en la pantalla del televisor. Su presencia era imponente. Me sentí transportado a mis nueve años, sirviendo de addy para uno de los jugadores profesionales, y no supe poner en claro si ese pequeño era una ficción fabricada por mí o por el novelista Chen Peng.

—¿No te acuerdas de cómo luce Negrete?

—No, la verdad no lo recuerdo. En ese entonces tenía apenas once años y la calidad de la transmisión en ese entonces era muy mala.

—Bien, entonces te voy a contar su historia —el anciano entrado en carnes no era mal orador. De vez en cuando pausaba su relato para, muy a su pesar y casi irrefrenablemente, dedicarle una mirada lasciva a Suli. Todos los viejos españoles que había visto tenían esa misma mirada —¿Qué tal un trago?

Le pedí a Nick una copa de vino.

—La primera temporada de Negrete en el Gijón fue bastante llamativa, pero la segunda se fue a pique estrepitosamente. Fue un desastre. La culpa la tuvo esto… —el anciano dio dos golpecitos a su copa de vino— si no te sabes controlar, esto te destruye la vida.

¿Ese viejo de complexión magra sentado allí en serio era el mexicano Manuel Negrete? ¿El mejor gol en la historia de los mundiales? Carajo, ¿cómo no me acordaba de su rostro? Además, ¿quién no me garantiza que en treinta años envejeció drásticamente? De ser así, el hombre no había cumplido aún los sesenta.

—Un oscuro viernes, el entrenador sacó a un Negrete hecho un desastre del campo antes de lo acordado y este abandonó el estadio antes de que siquiera terminara el partido. No se me olvida nunca… estaba jugando contra el Mallorca —el gordo enderezó la espalda, entusiasmado—. Se largó y se fue derechito a un bar. Regresando ya muy de noche a su casa, se estrelló contra un autobús.

Sentí un vacío en la boca del estómago.

—La gente no se aguanta una historia sin ir directo al grano, ¿no? —el gordo dio un trago a su copa de vino y chasqueó la lengua—. Pero ¿cuál es el corazón de una historia? ¿Una historia es una historia y basta? Y cuando te la terminan de contar no es que todo lo que no fue fundamental deje de ser parte del relato. La única función de un relato es contar su historia y nada tiene que ver con quién la escucha. Como tú y yo, que nada tenemos que ver el uno con el otro —el viejo arrastraba las palabras, divagaba, parecía borracho. El otro seguía sin moverse y solo de vez en cuando gruñía con desaprobación cuando el equipo A (¿sería el Gijón?) cometía un error—. Bueno, el caso es que Manuel Negrete estaba acabado. Se rompió la pierna izquierda y se perdió toda la temporada. Voló de vuelta a México y un año después regresó a España para ser entrenador en una liga de jóvenes talento, pero eso también se vino abajo cuando lo pusieron de ayudante del asistente de entrenador. Era el tercero en mando.

—¿Y luego? ¿Qué pasó?

—Nada, esa es la historia de Manuel —dijo el gordo y se acabó la copa de vino de un trago.

¿Así sin más? ¿Esa era la historia del artífice del mejor gol en la historia de los mundiales?

Afuera, la noche estaba cerrada. Quería llamar a Suli para que escuchara al viejo gordo divagar, pero pronto deseché la idea. No estaba seguro de si iba a continuar hablando. A veces, esa mezcla de arrogancia y fragilidad suyas me hacían odiarla un poco. Un mucho, en realidad. Sus llantos en mitad de la noche hacían parte de esa rabia que me provocaba.

La oscuridad nocturna era densa y digna de una noche sin adjetivos; estábamos irremediablemente perdidos en ella. Lancé una mirada furtiva bajo la mesa y atisbé un pie izquierdo enfundado en las New Balance. El mismo pie izquierdo que había dejado boquiabierto al mundo entero en México 86.

—No, ese no es el final de la historia.

Ese hombre delgado, ya entrado en años, hablaba muy bien inglés. No tenía casi acento y hablaba en voz muy baja, despacio, como si tuviera que masticar bien cada sílaba antes de pronunciarla.

—Después conoció a una mujer y te lo juro por Dios que fue gracias a ella que dejó el alcohol. Luego ella quedó embarazada. Escogieron un día para ir a su iglesia —la catedral de Santa Eulalia de Barcelona— con la esperanza de que, luego de atender a la misa, el padre Omar les diera su bendición —dijo esto e hizo una pausa durante la cual el gordo lo miró y negó con la cabeza. Sin prestarle atención, continuó hablando—: Era el tercer día de Semana Santa. La Biblia dice que la Semana Santa no habla solo de la resurrección de Jesucristo sino también de sus penurias. Por ello, Manuel vistió entre sus trajes el más elegante y sus mejores zapatos de cuero para llevar a su mujer a la iglesia. La misa acababa de empezar cuando le dijo que salía por un momento, que ya volvía. No fue al baño, cómo crees. Exacto, salió de la iglesia y se metió en un callejón unas cuadras más allá donde había un bar. Las letras cursivas de laca descascarada que rezaban el nombre Hola, Sancho Panza coronaban la ruinosa fachada del local. No lo olvidaré jamás. Manuel entró y luego…

Lo miré a los ojos.

—Luego de tomarse dos copas de un trago, un par de chicos entraron al bar. Eran hinchas del Gijón y cuando lo reconocieron quisieron invitarle a un trago, y luego a otro y al siguiente. El cielo ya estaba oscuro cuando se obligó a regresar. La misa había concluido hacía rato. Al comprobar que ni el padre Omar ni su mujer estaban allí, se sentó en una de las bancas de la catedral y contempló los vitrales multicolor derramar su luz opaca en todas direcciones. La imagen de la Virgen estaba anegada en lágrimas y la iglesia estaba desierta. Era enorme, nunca había reparado en cuán grande era ni en lo amplia que se sentía. Pronto, la sensación de ebriedad abandonó su cuerpo. Su traje se había arrugado y sus zapatos estaban sucios. No se atrevía a moverse de allí, mucho menos a marcharse. Sintió el miedo apoderarse de él, temió el castigo de Dios, que le arrebatara lo que había logrado recuperar de su vida hecha añicos. Rezó, rezó sin parar hasta que se hizo de noche. Pero su mujer no regresó.

—¿Y luego?

—Luego el celador de la iglesia se le acercó y le aconsejó volver a casa —el hombre ya no me miraba. Guardó silencio y luego prosiguió—: Pero él no se fue. Llegó la medianoche y el vigilante se limitó a sentarse en el banco de atrás, ninguno medió palabra.

Volteé a mirar a Suli.

—Después, se fue. Estuvo yendo y viniendo por unos tres años. Estuvo en el Münich y en el Sporting de Lisboa. Pasados esos tres años, se vino a Barcelona.

—¿Y después qué ocurrió?

Por fin, el hombre giró la cabeza y me miró a los ojos.

—Nada. Hizo trabajitos para una que otra asociación de fútbol y todos los días fue a rezar a la iglesia. Se volvió muy devoto. Oía con suma atención los sermones del padre Omar y se hizo amigo de Rivas, el vigilante. Se veían casi diario y de vez en cuanto este convocaba a los niños de la calle a que vinieran a aprender a jugar al fútbol con él. Este pobre hijo de la chingada, al que el trago le había jodido la vida y Dios lo había olvidado, terminó siendo un buen tipo.

—Pero ¿siguió bebiendo?

Gol.

Fue el defensa número cinco del equipo A quien, en un tiro de esquina, mandó el balón de un cabezazo hasta el fondo de la red. El hombre interrumpió su relato y estampó una palmada contra la mesa seguido de una sarta de español que a mis oídos llegó como una jerigonza incomprensible. El gordo rugió entusiasmado y casi tira al piso la copa de vino. Con una sonrisa pintada en el rostro me miró de frente. Entendí lo que me quiso decir.

—Muchas gracias por su tiempo —les dije a ambos y pedí a Nick otra copa para la mesa.

—¿Nos vamos? —le pregunté a Suli cuando estuve de vuelta en nuestra mesa.

—Vamos.

Me despedí de ellos con un gesto de la mano. El gordo me lo devolvió y el flaco no pareció inmutarse. Salimos del bar. Afuera, la oscuridad lo había engullido todo y el frío calaba los huesos. Se adivinaba en el viento un tufillo a pescado.

—¿Y sí era él?

—¿Quién?

—El tal Negrete.

—…

—¿Cómo nos volvemos?

—Pidamos un taxi.

Esperamos al carro en una esquina, abrazados bajo un farol. Su cuerpo, rígido en un inicio, fue relajándose poco a poco. La suavidad de su carne me transportó a otros tiempos, llenos de bellos recuerdos. Quise besarla pero ella me esquivó.

—Nos queda todavía una semana de vacaciones —le dije.

—No, Chen Peng. No importa.

Guardé silencio.

—¿Para qué vinimos tan lejos? —le pregunté.

—¿Si crees que fuera él?

—¿Quién, Negrete? Pues el otro viejo lo dijo desde el principio, es apenas una historia.

—Una historia hueca.

—No me gustan las historias así.

—Seguro que hubo algunas cosas que no te contó. Algo importante, si no es que lo más importante de todo.

—¿Qué? ¿Que los futbolistas van todos los días a la iglesia?

—No, no creo que sea eso.

—¿Entonces?

—No sé, pero seguro que era importante.

—Es posible.

—Quizás seas tú. ¿O fue él quien omitió lo más importante?

—…

—El hotel queda al lado de esa catedral, ¿no te acuerdas? Desde la ventana podemos ver el campanario.

—Es cierto. ¿Quieres decir entonces que Negrete vivía también cerca?

Estábamos de pie, no nos separaba ni medio metro pero había algo entre nosotros que parecía sacudirnos.

—¿Te dijeron quién jugaba? Negué con la cabeza.

—Era un partido de la UEFA, de la Liga Europea. Málaga contra Estrasburgo. La miré, estupefacto.

—¿Lo buscaste?

Ella soltó una carcajada.

—Ay Suli, mi querida Suli. Seguro que hasta hoy no habías ni oído hablar de Manuel Negrete.

—Mundial de México del 86, el gol de media tijera.

—¿Lo viste por la televisión cuando ocurrió?

Suli negó con la cabeza y dijo:

—Pero, Chen Peng, apenas tenía dos años.

Ma Ke 马可

Originaria de Kunming, provincia de Yunnan, editora de la Academia de Letras TAETEA. Ha publicado ficción y poesía en revistas como Jiangnan, Literatura de Hong Kong, Literatura de Beijing, Obras (Zuopin), Literatura de Shanghai y Octubre