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La tríada del arte: originalidad, personalidad y genio creativo

Raúl Solís

…un escritor, si tiene la fuerza de voluntad suficiente, va a escribir su obra contra viento y marea, con tiempo o sin tiempo, en la guerra o en la paz. Con amigos o enemigos. Así sea.

Humberto Guzmán

En el número pasado dejé abiertas algunas conversaciones necesarias. Para esta ocasión abordaré la que me parece la más compleja, por lo subjetiva y polémica que resulta cuando hablamos de arte: ¿qué es la originalidad, o qué podemos concebir como una obra o un artista original? ¿Quiénes son los genios en el arte: los que inauguran corrientes estéticas o los que consiguen una obra personal? ¿A qué nos referimos con una «obra personal»?

Originalidad

Cuando hablamos de originalidad solemos decantarnos casi siempre o de inmediato por aquello que se cataloga como nuevo, o novedoso. Es decir: algo que puede comenzar una tendencia o moda. Visto así, lo «original» no es otra cosa más que una «nueva forma» de algo preexistente: un artículo renovado con más funciones o aditamentos, una manera distinta de vestirse, accesorios extravagantes para complementar algo, o incluso una corriente literaria que por sus principios y discurso se emparenta más con la propaganda política, o que responde a una etiqueta comercial más que con una aspiración estética…

¿Qué es la originalidad en el arte? ¿Dónde está la originalidad en la literatura? ¿Para ser original hay que subirse a una ola, al movimiento contemporáneo, o a las modas?

En sentido estricto, lo original tiene su raíz más profunda en el «origen» de algo. En el caso del artista, su raíz está en su origen étnico, cultural, económico, sociopolítico, etcétera, y será la tierra fértil en la que cultivará los primeros intereses de su expresión: es lo que lo conforma, sí, pero no es ni puede ser lo que lo define.

Al principio, durante su formación, el prospecto de artista tratará de parecerse, en mayor o menor medida, a los que lo precedieron, ya sea usando las técnicas o temáticas que sus antecesores crearon o perfeccionaron; ensayará con ellas, o intentará reproducirlas con fidelidad. Hasta aquí aún no podemos hablar de «originalidad», porque el artista en ciernes está en busca de su voz. Y para encontrarla tendrá que ver, de forma inminente e inevitable, hacia dentro. Quien no lo hace, no puede aspirar a convertirse en un artista. Y como nadie, excepto él, puede decir lo que quiere decir, tendrá que inventar el modo y la forma para hacerlo. Solo hasta que comprende que su obra es el resultado de su capacidad de inventiva podemos hablar de originalidad, que no tiene que ver necesariamente con inaugurar corrientes estéticas o instaurar modos propios.

En el caso del artista, su raíz está en su origen étnico, cultural, económico, sociopolítico, etcétera, y será la tierra fértil en la que cultivará los primeros intereses de su expresión: es lo que lo conforma, sí, pero no es ni puede ser lo que lo define.

Un creador que se sube a una ola o participa de una moda difícilmente será «original», ya que su discurso, por lo visto, estará motivado principalmente por un movimiento externo. Esto no significa que deba negarse la oportunidad de experimentar con ellos porque tal vez ese movimiento pueda removerle algo dentro, y puede ser que a partir de ahí descubra lo que quiere o es capaz de decir.

Pero el arte, como podrá deducirse de estas líneas, no se conforma solo con la originalidad, entendida como una nueva creación porque, como he dicho, puede que el prototipo de artista descubra algo al participar en un movimiento con creaciones novedosas, pero ¿qué hará cuando ese movimiento se agote, o esa moda pase? Su obra, al igual que la ola, quedará petrificada en un momento y una tendencia que, con el tiempo, parecerá más un fósil en un museo que una pieza de arte capaz de trascender el tiempo y a las sociedades, como El Quijote de Cervantes, las sinfonías de Beethoven o las pinturas de René Magritte, por mencionar algunos ejemplos.

Entonces, ¿qué más falta?

Personalidad

La personalidad y la originalidad comparten un rasgo común: son cualidades que destacan o distinguen a algo o a alguien. La originalidad es la que da forma al molde que más tarde será replicado por otros. La personalidad es lo que le da a una persona el carácter de individuo: un ente particular y distinguible. Por eso, cuando estamos en presencia de alguien original (es decir: auténtico) decimos que tiene «personalidad»: que su forma de ser, hablar y/o pensar, e incluso de vestirse, es consecuente con lo que hace y exhibe. Así, y al igual que con las modas, habrá quienes intentarán emularlo, pero al conseguirlo pierden inevitablemente su individualidad. Por lo tanto, carecen de una personalidad auténtica.

En el arte, la personalidad juega un papel fundamental: un artista original no puede ser otra persona que él mismo. Puede parecer una obviedad, pero reflexionémoslo. Ya he dicho que el artista está buscando su propia voz. ¿Y dónde va a encontrarla sino dentro de sí mismo? Lo mismo pasa con la personalidad: va a encontrarla cuando sepa lo que quiere y se atreve a crear. Esto no significa que su personalidad va a surgir de la nada, o por generación espontánea. El artista original y con personalidad toma elementos de sus maestros, o a los que considera como tales: vivos o muertos, coterráneos o extranjeros, de su mismo mundo cultural o ajeno, por igual mujeres que hombres. Pero tomar elementos no es copiarlos: debe ser una acción transformadora que lo haga cambiar por dentro, un arma con la que pueda combatir al silencio, o una luz que alumbre el camino que elija recorrer. Hay ejemplos muy claros para ilustrar lo dicho.

Un creador que se sube a una ola o participa de una moda difícilmente será original, ya que su discurso, por lo visto, estará motivado principalmente por un movimiento externo.

Cuando pienso en artistas con personalidad veo a Miles Davis, el trompetista que renovó varias veces el género musical más longevo de la música popular, y del que han surgido grandes y espectaculares artistas: el jazz. Davis formó parte de la misma banda que Charlie Parker y Dizzy Gillespie, dos titanes del género que inauguraron una nueva forma de hacer música: el «bebop». Luego de tocar con ellos, Miles le puso fin a ese movimiento con su modo más intuitivo y ligero de hacer música; años después se casaría con una mujer más joven que él, Betty Mabry (mejor conocida como Betty Davis), llena de vitalidad y cadencia que lo llevó a su mundo: el funk, del que Miles tomó muchos elementos para crear el «hard bop». Con su música, Davis fue elegante, eléctrico, ecléctico, incomprensible…, todo en distintas etapas y con distintos resultados, pero siempre motivado por un interés personal y genuino: la experimentación musical, tan característica de él. Un artista con mucha personalidad que adecuaba hasta su vestimenta según el periodo creativo en el que se estuviera desarrollando.

También veo a Salvador Dalí y su obra surrealista, que es la más reconocida. Sabemos que Dalí admiraba profundamente al pintor español Diego Velázquez, el autor de «Las Meninas», por su extraordinario talento y originalidad. Lo estudió con detenimiento y pasión para comprender mejor su obra. Fue tal su admiración por Velázquez que incluso Dalí se dejó el bigote como él. Sin embargo, su obra y sus temas, motivos y necesidades expresivas son auténticas, propias de su genio creador y personalidad. Es por eso que es imposible confundir la obra de uno con la del otro, aunque la del catalán se haya nutrido, desarrollado y motivado con la del sevillano. Incluso su bigote es más recordado que el de Velázquez, a tal grado que se popularizó en una serie televisiva en la que los personajes usaban una máscara con su rostro para realizar un atraco bancario.

Siguiendo este camino, el surrealismo fue un movimiento en el que una pléyade de excepcionales artistas participaron. Pero no fue un movimiento que surgiera de una moda, etiqueta comercial o movimiento político, hay que decirlo, ni enarboló banderas a favor de ciertas causas o grupos sociales, sino que surgió de una inquietud estética que tenía como pieza central al individuo y su mundo interior. Sin embargo, sí encontró un adversario que pronto se irguió en el horizonte: el fascismo del siglo XX, contra el que se manifestó, no para intentar derrocarlo e instaurar un nuevo orden político o social, sino contra el dogma que atentaba con erradicar la libertad creativa. El surrealismo, o mejor dicho, los surrealistas advirtieron el peligro: el fascismo despojaba a la persona de su condición de individuo para convertirlo en una pieza más del engranaje político, económico y social de ese ente del que se les llena la boca a los políticos demagogos, el pueblo monolítico, xenófobo y homogéneo, nacionalista y patriotero, controlado por el nuevo dios Estado omnipresente que extendía sus tentáculos en todas las direcciones. Servir al líder, destruir al enemigo (al que está en contra del régimen), morir por la nación. Ante esta amenaza, en la que el arte es imposible de existir (no hay arte donde no hay libertad), los surrealistas alzaron la voz, pero no con panfletos ni obra alusiva en contra un partido o un dictador en particular, sino ejerciendo su libertad creativa.

Genio creativo

El genio está definido como una «capacidad mental extraordinaria para crear o inventar cosas nuevas y admirables», según el diccionario. Sin embargo, el genio también es el carácter o pundonor para hacer o decir algo en lo que se cree.

Así que la tríada virtuosa del arte coincide en estos aspectos: inventiva, individualidad y disposición para realizar lo propuesto. El artista es un creador: entiéndase que el genio es la fuerza de ánimo o espíritu para crear (inventar) una obra personal (individual) y original (auténtica, o personal). Por lo tanto, no hay nadie más que pueda crear la obra de un artista salvo él mismo. Tal vez parezca otra obviedad, pero volvamos a reflexionarlo cuando nos encontremos con obras que curiosamente se parezcan mucho unas a otras.

Y si alguien se pregunta cómo puede iniciarse a alguien en una disciplina artística, solo se me ocurre una respuesta que leí en el ensayo del escritor mexicano Humberto Guzmán, Aprendiz de novelista: en sentido estricto, no se puede enseñar a alguien a escribir, a pintar o a componer música porque en el arte no hay fórmulas ni métodos preestablecidos que determinen cómo se consigue una obra que pretende ser íntima y personal. Lo que puede hacerse, en todo caso, y como sugiere Guzmán, es «ayudar a un aprendiz (…) a dar los primeros pasos» en la disciplina que elija. Esto es: compartiendo la experiencia personal y técnica de quien ejerce el mismo oficio con la esperanza de alumbrarle un poco el camino que el artista en ciernes ha decidido tomar, ya que «el mayor desarrollo ―sigue Guzmán―, el grande y personal, lo tendrá que hacer él mismo frente a los retos que representarán cada una de sus obras», y nadie más.

Así, pues, la tríada del arte estaría completa. Lo que queda es seguir experimentando. O parafraseando lo dicho por Samuel Beckett: hay que intentarlo y fracasar, fracasar nuevamente, pero fracasar mejor.

El artista original y con personalidad toma elementos de sus maestros, o a los que considera como tales: vivos o muertos, coterráneos o extranjeros, de su mismo mundo cultural o ajeno, por igual mujeres que hombres.

Una cosa más

Es posible que quien haya llegado hasta este punto sienta una especie de vértigo o desesperanza. Al menos yo todavía la siento porque cada que lo pienso, asumo que mi obra no alcanzará la categoría de arte. Y es probable que no lo haga. Sin embargo, no hay otra forma de descubrirlo que seguir creando.

Como última reflexión de este texto puedo decir que, si bien hay quienes poseen un talento nato, no debemos apostar todas nuestras fichas a esa sola carta. En realidad, el talento solo facilita el trabajo, pero de nada sirve si no está acompañado por la disciplina y la tenacidad. Es en este par de cualidades en las que podemos y debemos entrenarnos si queremos crear una obra personal. Tal vez no alcancemos la talla o relevancia de Joyce en la literatura, pero si somos capaces de evitar la tentación de imitar a otros a destajo, o de controlar el furor que causa pertenecer a algún grupo con una etiqueta, especialmente de origen comercial, tal vez podamos escuchar nuestra propia voz y crear, a partir de ella, una obra quizás modesta, sí, pero auténtica. Y eso es mucho más valioso que aparecer en la fotografía grupal de alguna corriente, o como la de las graduaciones universitarias, donde apenas se distinguen unos rostros de otros, y que no dicen nada más que yo estuve ahí (¿cuántos colados habrán aparecido en ellas?).

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