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Iba a reseñar libros pero me enfermé

Alan Santos

I

Cuando mi amigo Raúl Solís me invitó a colaborar en la revista que el amable lector tiene en sus manos (o ante a sus ojos, de ser el caso de encontrarse leyendo esto en medios digitales) lo primero en lo que pensé fue en hablar de libros. Reseñar mis lecturas y hacer anotaciones sobre ellas era, hasta hace poco más de un año, parte de mis actividades cotidianas, por lo que su invitación me pareció más que adecuada. Recuerdo que cuando me hizo el comentario, mientras compartíamos un par de cervezas, mi cuerpo resentía una serie de dolores de espalda y cuello que no hicieron más que escalar en los meses subsecuentes.

Para mi infortunio, me fui acostumbrando a esos dolores que, con el tiempo, se intensificaron, obligándome a tratar de acallarlos con pastillas y ungüentos, aunque cada vez con menos éxito. Sin embargo, y al cabo de unos meses, llegué al punto en el que mermarlos ya no me fue posible. Y no por los dolores en sí mismos, sino por la razón que los originaba: en mi interior crecía, sin que yo pudiera saberlo ni comprenderlo, una tumoración que, además de romper los huesos de mi columna cervical, comenzaba a limitar, como una camisa de fuerza invisible, toda mi movilidad.

En otras palabras: mis extremidades empezaron a resistirse a mis deseos y ya no pude usar mis brazos y mis piernas. Al menos no con normalidad. Caminaba, o intentaba caminar, apoyándome en una andadera, rengueando o arrastrando los pies y tratando, infructíferamente, de tomar objetos con las manos. Ya no me era factible hacerlo: el tumor se había adueñado de mi cuerpo.

Al final, y tras una complicada intervención quirúrgica, en la que estuvo en riesgo no solo la posibilidad de recuperar la movilidad de mis extremidades, sino mis facultades mentales, e incluso mi vida, los médicos que me trataron consiguieron remover la mayor parte del tumor. No obstante, y muy a mi pesar, desperté tras la cirugía sin poder mover ni un solo músculo de mi cuerpo. La experiencia de la inmovilidad total es una de las más terribles que he tenido que experimentar, aunque ya aprovecharé otra ocasión para relatarla con más detalle.

Nunca como hasta ahora consideré la relevancia de esa lucha infinita que la potencia de la salud libra con la potencia de la enfermedad.

Por lo pronto, puedo decir que me esperó una larga rehabilitación física y que, hoy en día, he vuelto a ser un lector funcional pese a que, tras esta experiencia, ya no me sienta el mismo. También he vuelto a escribir, o al menos a intentarlo, y cada vez que empiezo a buscar la forma de desarrollar mis ideas encuentro una potencia nueva, una especie de voz que no deja de llamarme desde las sombras. Aquella voz no es otra que la de la enfermedad. Nunca como ahora, tras vivir poco más de tres decenios, he pensado con tanta fuerza sobre la realidad de habitar un cuerpo enfermo. Nunca como hasta ahora consideré la relevancia de esa lucha infinita que la potencia de la salud libra con la potencia de la enfermedad. Y debido a ese cambio de paradigma que se gestó en mi interior, el centro gravitatorio sobre el que giraba mi vida, enfocado primordialmente en la literatura y sus formas, pasó a ser ocupado por la enfermedad. O más en concreto, por la enfermedad y el relato de su experiencia.

Narrar la enfermedad, usarla como combustible para explotar la creatividad, se convirtió en uno de mis intereses principales. Cuando me hallaba perdido, sin poder usar las manos, incapaz de sostener un libro, sentí que la literatura se desvanecía de mi vida. Y me mantuve en esa creencia por varios meses, alejado de mis textos, pese a que en mis peores momentos, internado en el hospital, conectado a un respirador en terapia intensiva, imaginé que la literatura, o algo similar a la literatura, quizás más en concreto la poesía, me llamaba con fuerza. Y en esos momentos vinieron a mí los recuerdos de algunos de los poemas que había leído, de algunos que había escrito, y supe, o supuse, que mi historia no podía concluir de ese modo, que no podía morir así, que merecía la oportunidad de contar lo vivido. Por primera vez en mi vida me vi como el capitán de mi alma, como un ser de carne y hueso dueño de su propio destino.

Aunque ahora que lo reflexiono de la mano de la escritura, considero que lo más probable es que aquella llamada que experimenté fue el irremediable producto de mis delirios al estar internado en la unidad de cuidados intensivos.

Cuando me hallaba perdido, sin poder usar las manos, incapaz de sostener un libro, sentí que la literatura se desvanecía de mi vida.

Fuera como fuera, desde ese momento en el que creí que la literatura se me escapaba de las manos y la enfermedad se adueñaba de mi cuerpo, comprendí que ambas cuestiones pasarían a ocupar un lugar predominante en mi quehacer literario.

De esta cuestión nació el deseo, a mi parecer más que justificado, de utilizar este espacio para aproximarme, en la medida de mis posibilidades, a experiencias estéticas que vinculen la obra de un autor con sus padecimientos físicos y sus dolores. O más en concreto: pretendo expresar algunas ideas sobre literatura y enfermedad.

II

La primera vez que pensé en enfermedad y literatura vino a mi cabeza, casi de forma automática, mi autor fetiche: Roberto Bolaño. Bolaño, como es bien sabido por sus lectores, falleció a los cincuenta años debido a una falla hepática. De ahí que en sus últimos años se dedicara a escribir a un ritmo acelerado, casi sin descanso, anticipando lo inevitable: su inminente muerte. Algunos de sus mejores párrafos, considero, se gestaron de ese modo: con la presencia de la muerte acechándolo desde el interior de su cuerpo.

En uno de sus cuentos, aunque cabría mejor clasificarlo como ensayo, o como ensayo narrativo, Bolaño habla con humor sobre la enfermedad y sus pormenores, o al menos escribe sobre su experiencia al habitar un cuerpo enfermo. Este texto se titula: «Literatura + Enfermedad = Enfermedad». En él, de manera resumida, Bolaño relata su deterioro físico y su encuentro, después de salir del consultorio de su hepatólogo, con una mujer que quiere hacerle unas pruebas para una investigación relacionada con su padecimiento. Pese a su reticencia inicial, Bolaño acepta y acompaña a la doctora. El encuentro le sirve como excusa para abordar algunas ideas relevantes en torno a la enfermedad: la literatura, el viaje y el sexo. Para Bolaño todos los enfermos desean follar, aventurarse al viaje para calmar los dolores del cuerpo y leer libros.

Sus disertaciones se mueven por estas tres cuestiones, por estos tres conceptos. Para el chileno, el deseo de fornicar, de viajar y de leer son infinitos, mientras que los posibles encuentros sexuales, los lugares por visitar y los libros son finitos. Y sin embargo, pese a la enfermedad, con todo y la enfermedad, en el espacio entre lo finito y lo infinito transita la experiencia de lo humano, del deseo humano y sus cualidades y defectos.

Una de las frases de este escrito que me parecen más memorables es la siguiente: «Follar cuando no se tienen fuerzas para follar puede ser hermoso y hasta épico. Luego puede convertirse en una pesadilla. Sin embargo, no hay más remedio que admitirlo». Y es que en la convalecencia o en la postración es cuando uno se siente más humano, o cuando añora más la vida. O al menos así me parece a mí. Y claro: pese a la debilidad del cuerpo, el deseo de tener un encuentro sexual con otro individuo se magnifica más que en cualquier otro momento. Es la imposibilidad de hacerlo lo que transforma en pesadilla la condición del enfermo.

Sobre ello, recuerdo que, cuando me dirigía a que me realizaran una biopsia tras mi periodo de internamiento en terapia intensiva, por un momento pensé que ese sería mi viaje más importante, o que sería lo más cerca que estaba de realizar un viaje trascendental en mi vida, aunque entre la unidad de cuidados intensivos y el área de quirófanos hubiera, en esencia, escasos metros de distancia. También recuerdo haber tenido, unas horas antes, una portentosa erección. Llevaba tres días sin dormir, y en los largos periodos de tiempo en los que esperaba que algo ocurriera y que no fuera la llegada de la enfermera con una aspiradora lista para remover las flemas de mi garganta (la neumonía había hecho de las suyas durante mi estadía hospitalaria) , creí haber agotado casi todos los pensamientos de mi cabeza, incluyendo los sexuales.

Y sin embargo, pese a la enfermedad, con todo y la enfermedad, en el espacio entre lo finito y lo infinito transita la experiencia de lo humano, del deseo humano y sus cualidades y defectos.

Visité, con las ventajas y desventajas de la memoria, mis encuentros sexuales pasados y añoré los futuros. No obstante, mi insomnio no cedió en ningún momento, y mi mente comenzó a divagar pasando del sexo a la literatura sin que hubiese relación alguna entre un montón de pensamientos que se volvían cada vez más desordenados. Y en ese divagar constante rememoré varias lecturas, varios versos. Pensé, por ejemplo, en el prólogo de Muerte sin fin, de José Gorostiza, escrito por el mismo autor, en el que habló con total certeza de las bondades del viaje inmóvil, es decir, de la poesía; al recordarlo, me sentía realizando ese viaje inmóvil, como si cabalgara sobre los versos que me venían a la mente casi sin cesar. También pensé en Mallarmé, un poeta, un gran poeta, al que Bolaño menciona en su escrito, que en uno de sus poemas (pero no en «Brisa Marina», que comenta el chileno en su texto y del que extrae las ideas del sexo y el viaje, sino en un poema menor, más pequeñito), titulado «El cigarro», el francés habla de la vida resumida en una bocanada de humo, o más bien, en el hecho de que se consume lentamente al fumar un cigarro, o dos o tres. Tiempo después pensé, tras reflexionar mis delirios de internamiento hospitalario, que para Mallarmé también somos (además de seres deseosos de carne y libros) viciosos y decadentes, y aun con eso, muy, muy hermosos.

El sexo como vicio, o los viajes, o los libros, o las drogas, son parte del deseo de vivir y de experimentarlo todo, o cuando menos, lo más que se pueda. Y lamentablemente nos vemos limitados por nuestras dolencias, por nuestras enfermedades. Con la edad debemos necesitamos volvernos más prudentes, más mesurados con nuestro actuar en el mundo. Yo lo he aprendido, muy a mi pesar, con mis propios padecimientos. Durante gran parte de mi juventud, e incluso de mi adolescencia, el cigarro me acompañó en casi todas mis reuniones. Fumaba como un poseso, y si salía de fiesta lo potenciaba dos o tres veces más. Pero hoy en día, con el paso de los años, el cuerpo, en parte, me ha cobrado factura, y un cigarro podría, y lo digo, claro, exagerándolo, porque en ocasiones es preciso exagerar ciertas cosas, costarme la vida. Esta mesura con la que he debido conducirme es la misma que debió haber tenido Bolaño cuando le detectaron su enfermedad hepática.

El sexo como vicio, o los viajes, o los libros, o las drogas, son parte del deseo de vivir y de experimentarlo todo, o cuando menos, lo más que se pueda. Y lamentablemente nos vemos limitados por nuestras dolencias, por nuestras enfermedades.

Aferrado a sus tés de manzanilla, a sus cafés con leche y a sus cigarrillos, Bolaño se la pasó los últimos años de su vida escribiendo lo que a todas luces es una obra monumental, desmesurada, viva, a la que regreso cada cierto tiempo. Y es justo el tiempo, ese maldito tiempo, el que lo alcanzó, más pronto que tarde, y se lo llevó sin que pudiese concluir 2666, su última novela. Aunque (y esto lo sabía el chileno mejor que nadie) los dados, desde mucho tiempo atrás, ya estaban tirados en su contra, y ante esto solo podía tratar de ganar unos cuantos días, meses o años más.

Creo que los dados ya han sido tirados para todos nosotros, solo que cada quien, a su manera, descubre sus números y lo que estos le dicen sobre su inevitable final. Los míos los descubrí hace poco y, como el autor de Estrella Distante por cierto, una de mis novelas favoritas , solo estoy aquí, un día a la vez, tratando de que la enfermedad tarde lo más posible en llevarme. Mientras tanto, aunque de forma muy modesta, me aferro como puedo, y hasta donde pueda, a la literatura y al relato de esta experiencia.

Encuentra el ejemplar de este número en: cuentistica.mercadoshops.com.mx

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