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Higgins, el excéntrico

Raúl Solís

PARECE ARRIESGADO AVENTURARSE a escribir una obra cómica en castellano, y más cuando se tiene un sentido del humor bastante inglés. En primer lugar porque, en la era de las redes sociales, el sentido del humor tiende hacia la simplificación; no por nada el fenómeno cultural del meme (que casi por regla general son un chiste fácil y de «actualidad») ha permeado en casi todos los círculos sociales. En segundo, porque comienzan a erigirse temas, cosas o asuntos de los que está prohibido reírse, y que crecen día a día. Y en tercer lugar, porque parece que el humor inglés no echó raíces muy profundas en nuestra cultura. Un ejemplo claro está en las versiones británica y estadounidense de la serie «La oficina», del actor y comediante inglés Ricky Gervais, en la que la más popular y vista en tierras americanas es la estadounidense. Pero ejemplos hay muchos: basta con mencionar las exitosas comedias de sitio (que no de situación, como se traduce erradamente al español) norteamericanas y sus invariables pero necesaria risas enlatadas, que le indican al espectador dónde está el chiste y cuándo tiene que reírse.

Por estas razones sorprende encontrarse con un libro de relatos como el del escritor mexicano Francisco Moreno Ramírez: «Las aventuras del señor Higgins». Sorprende y refresca por su humor británico tan bien manejado, y su sentido del humor refinado.

El libro está conformado por cinco relatos que comparten tono, modos y personajes. El excéntrico señor Higgins parece un lord de estirpe: lo descubrimos a través de sus modales, contexto y recursos. De hecho, sorprende que, al ser un excéntrico que está siempre en medio de alguna aventura extraordinaria (y costosa), no se haya ido a la quiebra. Esto puede explicarse, tal vez, por su origen aristocrático.

Las narraciones comienzan el día que, tras leer un curioso anuncio en el periódico, Colbert Higgins decide contratar un mayordomo. Higgins es un hombre maduro, pero no viejo, que fácilmente podría pasar por un loco, que tampoco lo es. Pareciera, más bien, un niño ansioso por realizar cada ocurrencia que le cruza la mente. Tiene dos hijos: la neurótica Laura, que siempre trata de controlar las acciones alocadas de su padre, y como consecuencia vive hecha una furia, y Claude, un joven aparentemente indiferente a lo que haga su padre, aunque ávido por compartir con él sus aventuras y peripecias. A la familia se suma Truffaladino, que, más que un mayordomo, parece el escudero de Higgins, y al que podríamos considerar el mejor amigo del aristócrata.

Curiosamente, en el primer relato no vemos a Higgins más que como una comparsa: le cede el protagonismo al recién incorporado Truffaladino, que junto a Laura, preside la reunión del club de lectura de la muchacha. Con una sobriedad ridícula, Truffaladino cambia el papel de mayordomo por el de un influyente crítico literario, por encargo de Higgins, para deshacerse del pedante e insoportable Nathan Jay, un engreído poeta y crítico al que su séquito de aduladores y los miembros pusilánimes del club idolatran, y que son capaces de aplaudir todo lo que estos dos impostores afirman con tal de no parecer incultos.

Ya sea en un banquete en el jardín de su palacete, resolviendo desastrosamente los líos amorosos del amigo de su hijo (con pasajes que recuerdan a los sketches de los Monty Python), o una extraña carrera en canoa contra un deportista de élite, Colbert Higgins y su escudero encuentran el modo de hacer de cada situación una verdadera aventura que a unos asombra, a otros ayuda y otros afecta, pero que a su hija siempre irrita.

Los relatos se sostienen principalmente en los diálogos, lo que les da una connotación representativa. Son tan comunes que de pronto dejamos de percibirlos en el texto para verlos en acción, como en una pantalla. La narración precisa de los ambientes crea una escenografía sólida en la que los personajes cobran materialidad y se ponen a actuar. Este modo de escribir entraña un riesgo: la «superficialidad». Esto es: que solo podemos ver la superficie o lo evidente de los personajes, como en las series televisivas o en la pantalla del cine.

El juego de palabras de los diálogos crea situaciones cómicas, aunque se enfrenta también a un problema: la diferencia cultural del lenguaje. Algunas frases o expresiones no terminan por integrarse del todo a los personajes porque hay un juego de palabras que solo se sostiene en un contexto hispano, lo que le choca con su origen británico.

En los textos sostenidos en los diálogos solo es posible ver la superficie de los personajes: sus gestos, algunas sensaciones vagas o generales y pensamientos fugaces. Con esta técnica narrativa no es posible ahondar en ellos porque el narrador se concentra en mostrarnos lo que sucede en la escena. La consecuencia inevitable es que el lector no puede sino admirar (contemplar) desde su butaca lo que los actores representan con una insalvable distancia entre ambos, como sucede en el cine o la televisión.

Al igual que en los sketchesde los Monty Python, Francisco no necesita destripar la psique de sus personajes para que las situaciones cómicas que propone consigan su cometido. Basta con que parezcan verosímiles, incluso en sus extravagancias, para tomarlas como ciertas. Y ese es el logro de los cuentos.

Aunque en otro tipo de narraciones esto es un problema, los relatos cómicos de Francisco Moreno logran sortear el contratiempo con eficacia porque están concebidos para mostrar algo en particular: las extraordinarias aventuras del señor Higgins. Son estas, más que los personajes, lo que el autor se dedica a desarrollar. Y al igual que en los sketches de los Monty Python, Francisco no necesita destripar la psique de sus personajes para que las situaciones cómicas que propone consigan su cometido. Basta con que parezcan verosímiles, incluso en sus extravagancias, para tomarlas como ciertas. Y ese es el logro de los cuentos.

La lectura de «Las aventuras del señor Higgins» es muy recomendable porque el humor que concibe Francisco está elaborado con inteligencia y picardía, lo que se agradece si tomamos en cuenta la simpleza del humor en las redes sociales. Para ejemplo, un botón: en la contraportada del libro, que está disponible en Amazon, un tal Conde de Raggiro (búsquelo así en su navegador de internet y verá el resultado) la recomienda, así como un afamado y anónimo crítico de alguno de los tantos periódicos Times que hay por ahí, y por supuesto, no podía faltar un no-lector de la prestigiosa revista New Yorker. Estas parecen suficientes credenciales para aventurarse con el aristócrata inglés en sus excéntricas peripecias. Y lo son. Porque, como el mismo Higgins dice, y con razón, para justificar sus extravagancias (rasgo que comparte con el autor de este libro): lo importante es divertirse.

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