10 minute read

Hacia una pedagogía pandémica

Arturo Molina

Malditos maestros, endilgarnos a nuestros hijos.

Homero Simpson

ASÍ DEBE SENTIRSE UN TAMAL oaxaqueño cuando lo amarran fuerte y parte de la masa se le desborda por las fisuras de la hoja de plátano: los zapatos me aprietan. Muevo los pies en círculos pero los bordes tiesos se me clavan en los tobillos. Trato de contar las veces que utilicé estos remiendos de calzado en los últimos dos años: ¿tres?, ¿cuatro?, ¿ninguna?

Lo único que pienso antes de volver a la oficina es en nuestras nuevas dotes pedagógicas que desarrollamos desde aquel día trágico en que los maestros nos endilgaron a nuestros hijos por la pandemia. Mi esposa y yo tuvimos que recurrir a los tutoriales, pues los escasos recuerdos de nuestros años escolares no sirvieron para nada.

***

Método Kowalski*:

Llamado así por el pingüino de la película Madagascar, este método se caracteriza por hablar con voz gruesa, melódica y certera para decirle a los niños: «gorditos y bonitos». La técnica consiste en disfrazarlos de pingüinos y emular la escena: se forma una fila militar, todos erguidos y el mentón en alto, a continuación una perorata en donde se le inyecta de respeto a los soldados, aunque no supimos bien a bien que debía decirse, he ahí el origen de su fallo en nuestro sistema. Si funciona, se prometen dos resultados: primero, se les infunde cierto temor al que muchos llaman respeto gracias al discurso seudomilitar; y segundo: logran acostumbrarse al traje de oficina.

Pero yo fui el primero en señalar lo ineficaz del método, principalmente porque ver a los chicos con el sudor de la primavera confinada me ponía los pelos de punta y las axilas anegadas, sin mencionar la cantidad de cerveza que tuve que ingerir a causa de esto. Mi esposa dijo que yo fui el culpable del desabasto en la ciudad.

Aquella sensación se parece tanto a la de hoy: esta corbata me está asfixiando.

***

Método del escritor:

Quizá fue el calor lo que nos llevó al camino más errático de nuestro desempeño docente; es decir, cuando quisimos convertirlos en escritores: ensayistas, novelistas, cronistas, cuentistas, ¡poetas!, o cualquier alternativa descabellada que a un padre de mente en crisis pueda azotarle. Lo descartamos por nuestra fobia a los lectores esnob, que a estas alturas ya dejaron de seguir el cuento porque «si voy a leer algo parecido a tal, prefiero al original»; o bien, los que encuentran en estas líneas «algo original, y yo lo sé porque he leído mucho».

***

Me pregunto cómo será volver a pisar la oficina. Después de dos años pienso en mis compañeros como unos recuadros pequeños que a veces me marean por el brillo de la pantalla, con fondos de playa, bibliotecas o retoques en el rostro. En lo personal, solo utilicé uno que escondía mi raquítico vello facial. Sin la necesidad de visitar o ver personas directamente, me di la libertad de no rasurarme. Pero hace rato sentí una especie de duelo por esos pequeños pelitos que cayeron en el lavabo.

***

El Carlos Monsiváis:

La decisión de no rastrillarme la barba fue en aquellos días en los que intentamos aplicar el método Carlos Monsiváis, consistente en abrumar al educando con textos de disertaciones sobre la grey astrosa, la gleba y su papel dentro de una politización institucionalizada, que se valen de púberes canéforas para repartir bocadillos y boletas electorales. Pero fracasamos antes de ponerlo en práctica por la falta de comprensión de cualquiera de aquellas palabras juntas; durante una de las lecturas en voz alta, nuestro gato no maulló, pero sonrió.

***

Aquella noche desperté en medio de la madrugada, con Netflix pausado; la pantalla me consultaba si quería continuar viendo la serie. Le di «play»: un Pablo Escobar con acento gringo le apuntaba a otro hombre, de camisa floreada y sombrero Panamá. Desinstalé Netflix. Luego lo volví a descargar tras reflexionar que bastaba con que ignorara ese tipo de contenido. Todavía, cuando se me ocurre darle a la derecha de la pantalla para rebuscar en los programas pendientes, aquel cartel me llama con mi propia mirada: vamos, púchale «play». Y tres descargas de revólver.

Quizá fue el calor lo que nos llevó al camino más errático de nuestro desempeño docente; es decir, cuando quisimos convertirlos en escritores: ensayistas, novelistas, cronistas, cuentistas, ¡poetas!, o cualquier alternativa descabellada que a un padre de mente en crisis pueda azotarle.

Método Avtomat Kalashnikova 47:

El peine en mis cabellos relamidos es como un revólver amenazante: mi vida vuelve. Entonces, el gatillo se dispara tres veces. Es como una Avtomat Kalashnikova 47, en el que el hueco de la punta del peine viene a ser la del arma en cuestión, recargado en las sienes de los chicos, para decirles que si el jefe no nos paga, la siguiente AK-47 estará cargada con cuatro balas para cada uno; y los corres a gritos.

***

Eran de esperarse alternativas pedagógicas de todo tipo, más en los momentos rojos del primer confinamiento. Estábamos rayando la neurosis. Mi esposa dormía en la jardinera; yo, en algún escalón de por ahí; mi hijo, el menor, no dejó su cama, pero el mayor también intentó dormir en varios lugares. El fin último radicaba en no vernos, no tocarnos, no sentir nuestras presencias. Y lo conseguimos: la indiferencia se enganchó como aguijón dentro de la casa. No olíamos siquiera los gases del otro, y vaya que es un logro evadir un pedo de mi hijo el mayor. Pero ni así. Entonces nació la práctica pedagógica de la «revista de peluquería».

***

Revista de peluquería:

Paulo Freire dijo que «la concepción educativa busca el pleno y auténtico desarrollo del otro, porque se constituye en la justa medida en que el otro se constituye, es un acto biofílico que busca el pleno desarrollo de la libertad, del diálogo, de la comunicación, del desarrollo con y por el otro». Esta técnica la descartó Freire en Brasil por la falta de peluquerías. Consiste en relegar al estudiante a ser la última opción de atención, un contenido que solamente consume la gente aburrida, a la espera de su turno; no tiende hacia lo autodidacta, sino al desdén; equivalente a las orejas de burro que, en mis tiempos, se colocaban en la cabeza del niño problema, arrinconado en un banquito.

Utilizamos la impresora que compramos por internet (una noche pidiendo el súper), para imprimir cartulinas gigantes con portadas de revistas de las más diversas gráficas. Con la impresora 3D (adquirida una tarde mientras ordenábamos hamburguesas), hicimos un revistero del tamaño de un humano promedio. Así los dejamos durante dos semanas, pero las cosas se complicaron cuando llegó a la peluquería para administrarla un gerente antisistema que, en un primer acto simbólico, cambió las revistas por unas del último grito de la moda.

***

No sé cuál es el nombre de mis compañeros: a todos los tengo guardados en el teléfono con sus apodos, los que yo les puse, y no puedo sino pensar en lo incómodo que será para ellos cuando no pueda llamarlos por su nombre para regresarles el saludo. Creo que ese es el menor de mis malestares; quizá todavía es más agobiante la tenacidad con que las trusas se me aferran a las ingles.

***

Me veo una última vez en el espejo y así, rasurado, encorbatadoy demás adjetivos, recuerdo el método «separador de libros», el más exitoso de nuestra incursión docente, más de lo que esperábamos. Quiero decir: funcionó, pero no significa que haya resultado bien.

Mi hijo, el menor, no dejó su cama, pero el mayor también intentó dormir en varios lugares. El fin último radicaba en no vernos, no tocarnos, no sentir nuestras presencias. Y lo conseguimos: la indiferencia se enganchó como aguijón dentro de la casa. No olíamos siquiera los gases del otro, y vaya que es un logro evadir un pedo de mi hijo el mayor.

Pedagogía de absorción:

Si la hipnosis penetra la mente a través del oído y el subconsciente, ¿por qué no arropar a los chicos con los libros? Así como reposa eternamente un separador de libros en aquel ejemplar que juramos terminar antes del fin de año, que los pendientes y el trabajo en general no permitieron acabar con la lectura de esa novela cuyo título navega en una botella sobre el mar de la memoria. Después, la pregunta es inevitable: ¿qué pasó con el separador tan bonito que usaría con tantos y tantos libros? Para entonces, el separador habrá absorbido una cantidad de conocimiento inconmensurable, en tanto que aquel libro es su mundo total. Por ello la intención de una pedagogía de absorción.

Para entonces ya nos había aburrido utilizar la impresora 3D y volvimos a lo básico: sumergimos a los chicos en un chapoteadero inflable de lo que, según nosotros, sería la mejor enseñanza. Mi esposa enterró al menor en La crítica de la razón pura, El príncipe, El contrato social, Leviatán, Contra la intolerancia, El universo en una cáscara de nuez, La estructura de las revoluciones científicas, La banda de Moebius y el último número de TV Notas.

Yo le puse al mayor Las batallas en el desierto, Aura, El laberinto de la soledad, Casi el paraíso, Historia general de México, La verdadera historia de la Conquista de la Nueva España, el compilado de mis ejemplares de Memín Pinguín, que tengo encarpetados en cuero, y tres números de la revista Proceso.

Al principio nos sorprendió su funcionalidad: el menor comenzó a redactar sus primeros ensayos científicos y algunos cuentos de ciencia ficción bastante decentes (y nosotros que queríamos hacerlos, mucho antes, escritores); el mayor daba visitas guiadas en el Centro Histórico (para entonces las restricciones sanitarias eran menos duras) y enamoraba extranjeros con su conocimiento profundo de la literatura e historia mexicanas; cargaba siempre con copias de poemas y los obsequiaba.

Tardó un poco pero, ante la aceleración de la gente en las calles, los chicos tuvieron acceso a otras ideologías que pusieron en duda el aprendizaje por absorción. El menor comenzó a encerrar sus textos en parcelas (de literarios pasaron a académicos) y, so pretexto de un contrato social con la Academia, vendió sus conocimientos científicos al partido del gobierno en turno.

No sabría decir si al mayor le fue mejor o peor, no a estas alturas. Él se hartó del mismo discurso y quiso derribar aquellos textos tan solemnes y cerrados; se puso a escribir sus propias novelas, que arrasaron en ventas, y de paso servían para despistar a los turistas. Debo decir que las primeras me sorprendieron, y hasta incentivé el talento de mi hijo creyendo todavía en la efectividad de nuestros métodos pedagógicos. Pero ese hijo de mi esposa, una vez consolidado, siguió haciendo lo mismo. Se estancó en su conformismo. Nació rebelde y murió trillado. Los pequeños héroes.

Si la hipnosis penetra la mente a través del oído y el subconsciente, ¿por qué no arropar a los chicos con los libros?

Mi esposa me pasa el maletín con papeles enmohecidos y le digo que al menos debimos sacarlos a orear. Lo sacudo; le quito algo de moho con un trapo. La corbata me asfixia, la barbilla me pica con pequeñas agujas, los zapatos me atenazan los pies. Meto algunos papeles que me encuentro porahíporacá, y agrego las facturas para cobrar en la oficina todo lo que gasté de papelería. Me aflojo la corbata, busco el termo de café, jalo el cinturón para ver si así queda más flojito. Me regreso antes de salir: casi olvido llevarme la factura de la impresora 3D.

*El pedagogo Lev Vygotsky (1934) señala que todo aprendizaje en la escuela siempre tiene una historia previa, y que todo niño ya ha tenido experiencias antes de entrar en la fase escolar. Por lo tanto, aprendizaje y desarrollo están interrelacionados desde los primeros días 54 de vida del niño. Y qué más cercano al ideario popular que los dibujos animados.

https://cuentistica.mercadoshops.com.mx/

https://cuentistica.mercadoshops.com.mx/

This article is from: