11 minute read

Una paloma apestosa

Next Article

Nalu B

ME DESPERTÓ LA PESTE, un olor a rabia y miedo que se me atoró en la garganta en forma de náusea. Tuve que levantarme, correr al baño y vomitar lo poco que había cenado. Era asqueroso. Wáter no dijo nada, Lavabo tampoco. Se me quedaron viendo un tanto asustados mientras me enjuagaba la cara.

Mi primer impulso fue abrir cada ventana. Hasta la chiquitita del baño que se atora desde que el gato trató de escaparse por allí.

―¿Qué chingados…? —exclamó Tele cuando pasé a su lado—. ¿No sabes que está entrando un frente frío? Avisó ayer mi novia, la del clima. ¿No la viste?

―Quiere que nos congelemos —tosió Sofá hundiéndose bajo la sábana que le había echado.

―Necesito ventilar la casa, ¿no sienten que está hedionda?

Ventilador negó con la cabeza. Estaba como adormilado porque lo acababa de despertar de su hibernación para que removiera un poco el aire.

―Lo que necesitas es un pinche loquero —dijo Tele, y los demás se rieron nomás por seguirle la corriente. Radio fue la única que no se rio.

―Ella tiene razón. Hay algo raro en el ambiente —dijo con su voz rasposa.

―Revisa la cocina, no vaya a ser Estufa —sugirió Tele poniéndose serio. Le traía desconfianza desde que vimos esa serie de Mil maneras de morir y una estufa había protagonizado varios episodios—. Puros pedos con esa. Mejor deberías comprarte un microondas. Para mí sería como tener un hermanito.

―Y de paso probar que la diferencia entre tener uno o mil canales es que el de uno te calienta la comida, no te la deja enfriar en lo que decides qué ver —exclamó Refri.

Los demás se rieron. Tele miró a un lado y fingió no escucharlos.

―Ya córtenla, güey —dije y olfateé en el aire—. No chinguen. Todavía huele.

―¿Desde cuándo huele? —preguntó Reloj.

―Mejor hay que llamar a Beto para que venga a repararlo —agregó Teléfono.

―Abre la puerta para que entre más aire —dijo Tele.

Así que abrí la puerta pero al segundo siguiente traté de cerrarla porque la vecina ya venía a buscarme.

―Ay, no, es la vieja que vende Avon —susurró Tapete.

―¿Cómo está, seño? Hace rato que la ando pillando —saludó y se acercó a la reja hasta recargarse en ella—. El otro día toqué y toqué pero no me oyó. ¿Ha estado enferma? Por cierto, ¿ya terminó de ver el catálogo? Se lo eché al buzón el martes. ¿Le gustaría pedir algo?

Dije que no y me quedé quieta, mirándola. Únicamente podía esperar a que se fuera y me dejara volver a lo mío. Mientras seguía hablando de quién sabe qué cremas y mascarillas, me di cuenta de que, aunque tenía la puerta abierta, la peste seguía allí, igual de intensa que cuando desperté. Como un fantasma punzándome en la nariz.

―Oiga, ¿usted no siente ese olor? —la interrumpí. Parpadeó varias veces en lo que mi pregunta se acomodaba en su cerebro de catálogo.

―¿Qué olor? —se volteó hacia la calle y levantó su nariz—. No huelo nada.

―No, hacia acá. Creo que viene de mi casa —la señora se volteó hacia mí y olfateó.

―Sí, ahora lo siento —contestó con los ojillos cerrados—. Es un olorcito rancio, como de fruta echada a perder. ¿No tendrás algo podrido en el refri? A mi nuera le pasó que…

―¡Claro! —entré a casa y cerré la puerta.

Fui directo a la cocina y eché un vistazo a Refri. Estaba tan vacío como la noche anterior. Quedaban un huevo, una rebanada de queso amarillo, dos papas y un cartón vacío de leche. Nada más. Regresé a la puerta para decirle, pero la vecina ya se había ido.

―Pinche vieja —murmuré y azoté la puerta.

―Revisa la cocina, no vaya a ser Estufa —sugirió Tele poniéndose serio. Le traía desconfianza desde que vimos esa serie de Mil maneras de morir y una estufa había protagonizado varios episodios— . Puros pedos con esa. Mejor deberías comprarte un microondas. Para mí sería como tener un hermanito.

Volví a la sala, me eché en Sofá y puse el canal de películas.

―¿Y lo del olor? —me interrumpió Tele—. ¿No ibas a investigar? Apesta.

―¿Verdad? —respondí. Olfateé y me di cuenta que desde allí el olor era peor porque se sentía más intenso—. Aquí huele más. ¿No será Sofá?

Me arrodillé ante Sofá y olí justo donde me había sentado.

―¡Puaj! ¡Es este wey! ¿Por qué no habías dicho que eras tú, pendejo? Estás hediondo.

―Perdónenme. No sabía —contestó Sofá tratando de esconderse bajo la sábana, todo avergonzado.

Me apoyé en su brazo y lo empujé al baño.

―¿Qué haces, a dónde lo llevas? —gritó Tele tras de mí.

―Voy a darle un enjuagón, a ver si así se le quita.

―No, pérate, se te va a echar a perder.

―No le pasa nada —dije y seguí empujándolo hasta el baño.

Tuve que hacer malabares en la puerta para hacerlo pasar a la regadera. Hasta se nos cayó la cortina y me pegó el tubo. Ya en la ducha, abrí el chorro de agua; Sofá y yo gritamos porque estaba helada.

―Por lo menos debieras prender el pinche boiler. Hay un frente frío —oí a Tele gritar desde la sala justo antes de estornudar—. Te vas a acatarrar.

Ya ni modo, pensé mientras le quitaba la sábana a Sofá y le untaba champú por todas partes. La sábana era asunto perdido, así que la arrojé a Wáter y tiré de la cadena, pero el tonto se atragantó con ella y empezó a echar agua como una fuente. Lavabo solo nos miraba aterrado.

―No te quedes mirando, güey, ¡haz algo! —dije y le di una patada pero no reaccionó, así que lo pateé más fuerte, hasta que me dolió el pie— . ¡Hijo de…!

―¿No te estás ahogando? Se está saliendo el agua al pasillo. ¡Viene hacia acá, güey, haz algo! —grito Tele, que se preocupaba porque estaba en el piso y tenía miedo de mojarse.

―¡No puedo hacer todo sola! ¡Haz algo tú!

Yo seguía tallando a Sofá, con el agua a los tobillos, pero la peste seguía allí. De repente, dejé de tallarlo y me le quedé viendo. Pobre Sofá. Escurría miserablemente, temblando de frío. Y seguía hediondo, el muy cabrón.

―Creo que tendré que tirarte —dije —. Ya no sirves. Hueles a muerto.

―No, por favor —chilló—, no me eches a la calle así. Nadie me va a querer todo mojado. Me van a echar a la basura, se me meterán las ratas al cerebro y no me dejarán recordar las partes lindas de mi vida. ¡Por favor, no! Te lo suplico.

―No puedo ayudarte —contesté y salí del baño para que no me viera llorar.

Fui al patio por jergas para tapar la rendija de la puerta y que el agua no se siguiera saliendo.

―Ahora sí la cagaste —comentó Tele.

―Hay que llamar a Beto —dijo Teléfono.

―No, eso es lo que él quiere: que lo llame para venir después a reclamarme que no puedo cuidarme sola. ¿Escucharon lo que dijo la última vez? Que si sigo así hará que el doctor me encierre. ¿Y saben qué pasará con ustedes? Los van a tirar a todos a la basura, como a mí.

Se callaron y me miraron espantados. Menos Tele, que seguía vigilando el charco que se formó en el pasillo. Entonces noté que el olor no se había ido aunque Sofá estaba en el baño, repleto de champú y agua. Seguí el olor con la nariz y me di cuenta de que se sentía más si me agachaba. Viene del suelo, pensé. Así que fui por el pico que Beto guardaba en el jardín y me puse a golpear el piso sin lograr hacerle más que un rasguño.

―Deja de hacer eso, no sirve de nada. El olor no se va a ir. Se te ha metido en la cabeza. Está dentro de ti —dijo Tele.

Tenía razón. Así que fui a la cocina y busqué el cuchillo de la carne. Beto siempre me decía que tuviera cuidado con él. Como si fuera una niña.

―¿Qué vas a hacer? —preguntó Tele cuando volví con el cuchillo.

―Dime dónde huelo, para sacarme la peste.

―No sé. Empezó a molestarte en la nariz, ¿no? Luego se te fue a la garganta…

―Después a sus pulmones —dijo Radio.

―Después a su cerebro —agregó Reloj.

―¿Me lo corto todo? —pregunté. Nadie contestó—. ¡Que si me corto todo! —repetí.

―Hay que llamar a Beto —dijo Teléfono. ―No, eso es lo que él quiere: que lo llame para venir después a reclamarme que no puedo cuidarme sola. ¿Escucharon lo que dijo la última vez? Que si sigo así hará que el doctor me encierre. ¿Y saben qué pasará con ustedes? Los van a tirar a todos a la basura, como a mí.

De pronto, la puerta se abrió. Era Beto. No había escuchado rechinar la reja de afuera. Venía con la comida que me trae. Dejó las bolsas en el suelo y me miró con el mismo espanto que los demás.

―¿Qué estás haciendo, tía? —preguntó, y caminó lentamente hacia mí, como si fuera un gato callejero al que quisiera atrapar—. Dame el cuchillo, ¿sí? Por favor.

―Yo sé usarlo —contesté.

―Sí, lo sé. Pero, ¿qué haces con él? ¿Qué pasa con el baño? —el charco casi había llegado hasta la sala.

―Se descompuso. Empezó a echar agua —contesté. ―¿Me das el cuchillo, por favor?

―¿Para qué lo quieres? —contesté agitándolo como una espada.

Beto retrocedió.

―Lo necesito para cortar una rebanada del pastel que te traje, ¿te acuerdas? Ese de chocolate que te gusta un montón. ¿Quieres?

―Sí, por favor —respondí dejando el cuchillo en su mano— ¿Es el del súper o el de la pastelería del centro?

―El de la pastelería —respondió Beto y caminó hacia atrás sin dejar de verme. Luego dejó el cuchillo en el suelo, junto a la entrada.

―¡Oye! ¿Y el pastel? ¡Dijiste que me ibas a dar una rebanada!

―Sí, de postre, pero primero quiero que te cambies la ropa. Estás toda mojada y hace frío. Vas a pescar un catarro, como la otra vez.

Tenía razón. Comencé a subir las escaleras y me di cuenta de que estaba temblando, pero no me había dado cuenta porque todavía sentía el olor.

―¿Beto? ¿Tú también sientes ese olor? —Beto levantó la nariz y olfateó. Enseguida arrugó la cara y preguntó qué era—. No sé. Estoy buscando de dónde viene desde que desperté. Huele como a muerto.

―Cámbiate y ahorita revisamos.

En mi cuarto también olía. Era una cosa persistente que parecía aferrarse a las cortinas por más que el viento entraba y salía corriendo de la casa. Saqué un cambio de ropa. Cajonera preguntó qué había sido todo el escándalo de abajo. Primero me saqué la blusa y me puse la sudadera con un gato dibujado. Luego me saqué el pantalón y me di cuenta de que también traía mojados los calzones. Saqué ropa interior limpia. Me quité la otra. Y cuando dejé caer el calzón al suelo el olor estalló en el aire como un eructo. Entonces entendí todo.

Me di cuenta de que también traía mojados los calzones. Saqué ropa interior limpia. Me quité la otra. Y cuando dejé caer el calzón al suelo el olor estalló en el aire como un eructo. Entonces entendí todo.

Tomé el calzón sucio y lo arrojé por la ventana hacia el patio para que Beto no lo viera. El calzón se agarró de las ramas del limonero y se quedó allí, como una paloma apestosa. En cuanto lo eché fuera la peste se acabó. Respiré aliviada. Y luego reí bajando las escaleras. Beto estaba en la silla coja.

―¿Y ahora, qué pedo? ¿Por qué tan contenta? —preguntó Tele pero Beto interrumpió.

―¿Qué pasó?

―Ya vi qué era el olor.

―¿Y qué era? —preguntaron todos como un coro.

―Nada, no importa. ¿Comemos? Me muero de hambre.

https://cuentistica.mercadoshops.com.mx/

https://cuentistica.mercadoshops.com.mx/

This article is from: