Una etapa convulsa

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Mis padres me tuvieron ya un poco mayores, por lo que, cuando yo llegué a la etapa difícil de la adolescencia, ellos no creo que estuvieran preparados para afrontar mis salidas de tono, mis ansias de vivir emociones, mis ganas de locura, ni mis constantes cambios de humor. Total, que se limitaron a hacer acopio de paciencia y a esperar a que amainase el temporal. Supongo que como todos los padres. Algo parecido tuve que hacer yo cuando me llegó el turno. Hubo días que hubiera triturado a mis hijos (en sentido figurado) y otros en que me los hubiera comido a besos (en sentido literal). No nos desviemos del tema. He venido a contar un secreto que he llevado guardado durante años. Hijos míos, si alguna vez descubrís que esta autora erótica es vuestra madre, os suplico que tengáis la condescendencia conmigo que yo he tenido con vosotros toda mi vida. Mamá se dedicaba a ser ama de casa cuando papá se vio obligado a dejar de trabajar de albañil (autónomo) por culpa de una invalidez parcial. Como no disponíamos de seguro ni de nada, tuvimos que buscarnos la vida. Mis padres hicieron de todo, hasta que parecieron encontrar algo de estabilidad al hacerse cargo del bar del cine del pueblo. Lo que suponía un alivio económico, para una adolescente como yo era toda una tortura. Tener que trabajar cuando la mayoría de mis amigas y amigos se 1


reunían para pasárselo bien, era algo de difícil digestión. Y lo peor era cuando venían al bar a comprar algo y las más crueles se reían de mí en la cara. Más de una vez estuve a punto de saltarles a la yugular. En casa necesitábamos que lo del bar funcionara, por lo que me tenía que morder la lengua y sonreír amargamente mientras les servía lo que habían venido a comprar. Mis padres se daban cuenta de mi rabia pero no sabían qué hacer para consolarme. Tal vez por ello, me permitían dejar el bar hacia las ocho de la noche y meterme en el cine a ver las películas. Digo películas porque en aquella época siempre daban dos, una de buena y otra de relleno, en sesión continua. De vez en cuando, las imágenes de la pantalla eran más claras e iluminaban la platea. Era cuando podía ver la muy poca gente que quedaba y, si entonces daban la peli de relleno, eran los momentos en que las parejas del fondo se aplicaban retozando. Yo había llorado en más de una ocasión sentada en aquellas incómodas butacas de madera en la oscuridad de la sala. Me sentía sola y amargada. Me quería morir. Era una porquería, alguien sin valor, despreciable. Cuando salía, pasadas las once de la noche, preguntaba a mis padres si necesitaban ayuda y ellos siempre me decían que no, que podía marcharme a casa. De hecho, las últimas sesiones del

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domingo eran las más flojas y ellos ya se las apañaban para atender y limpiar. Eso fue así durante bastante tiempo. Pero llegó una época muy difícil para mí, mi cuerpo había cambiado. Empezaba a mirar con interés a los chicos del instituto y a ser deseada por alguno de ellos. Yo me daba cuenta y trataba de seguir los consejos de mi madre que me sermoneaba que no debía dejar “que me metieran mano”, que debía de ser una muchacha decente y respetable. Ahora hace un poco de gracia pero por aquel entonces era una cosa seria. Los cambios afectaron a todos los ámbitos de mi vida pero fueron mucho más prominentes cada vez que yo entraba en la sala de proyección. Las películas tenían un mayor significado para mí y me sentía mucho más identificada con las protagonistas. Me alteraban la sensibilidad sobremanera. Luego, el quilómetro aproximado de camino de regreso, por unas calles oscuras, después de haber visto según qué películas, era un auténtico calvario para mí. Veía peligros por todas partes: sombras que no eran más que gente saliendo a tirar la basura; pasos acercándose por mi espalda que eran convecinos que corrían a sus casas y que me saludaban al pasar por mi lado; hasta aquellas intrigantes cabezas que sobresalían por algún 3


balcón que no eran más que las viejas que (no pudiendo dormir) fisgoneaban constantemente y que te decían que una muchacha tan joven y bonita no debía de transitar a aquellas horas. ¡Sólo me faltaba eso para morirme de pavor y echar casi a correr! De los perros ni quiero acordarme, los muy cabritos pegaban unos sustos de muerte ladrándote súbitamente al pasar junto a sus verjas. Cuando llegaba a mi casa, era como si hubiera terminado una maratón hostigada por mis propios fantasmas. Fuera quedaban todos los peligros y angustias. Ahora sólo tenía que subir los tres pisos a pie y meterme en casa, seguramente calentarme la cena que había dejado mi madre preparada y mirar la aburridísima televisión en blanco y negro hasta que el sueño o la llegada de mis progenitores me enviaran a la cama. Al día siguiente había que ir al instituto. El bloque de tres pisos donde vivíamos lo había medio construido mi padre. Arriba del todo estaba la terraza: trastero y almacén de las numerosas plantas que mi madre cuidaba. Luego venía el tercer piso: donde vivíamos. Debajo encontraríamos el segundo piso: que debía de ser para mi hermano mayor cuando se casara. Estaba a medio hacer, con la cocina y el aseo acabados pero el resto de la casa con los tabiques de las habitaciones y 4


poco más. Le seguía el primer piso: en este no había nada de nada, sólo las paredes maestras y mucho material de construcción por todas partes. Y debajo de todo, a nivel de calle, se encontraba el garaje: almacén de mucha comida y bebidas tanto de casa como del bar. ¿Por qué he descrito dónde vivíamos? Porque había que subir tres pisos antes de llegar a mi hogar. Y esas tres plantas eran toda una tentación. ¿De qué tipo? Enseguida os lo cuento. Una vez traspasado el umbral de la puerta que daba a la calle, desaparecía toda tensión o pánico a lo que pudiera sucederme fuera. Me hallaba en un lugar seguro pero mi corazón seguía latiendo con fuerza. Costaba horrores subir cada escalón. No era por el cansancio ni las prisas, tampoco por el miedo pasado, y ni mucho menos por los sesenta que debía ascender hasta el tercer piso. Era por esa desazón que anidaba en mis entrañas, una especie de rebeldía que detestaba la idea de encarcelarme en casa, recalentar la comida y limitarme a observar las imágenes en blanco y negro de la caja tonta. Era mi momento. En todo el fin de semana no había hecho más que trabajar y ahora disponía de unos minutos para mí sola. Me los merecía, los necesitaba. ¿Por qué no aprovecharlos al máximo? Un día hice algo absurdo: abrí la puerta del primer piso, me metí y cerré con llave. Estaba en 5


nuestro mismo bloque pero era un lugar tétrico. Las dos miserables bombillas apenas iluminaban casi nada. Hacía un poco de frío y era un lugar desangelado. Recorrí aquel espacio repleto de material de construcción con pasos temblorosos. Sabía que no había nadie pero quería creer que tal vez pudiera haberlo. Miraba alrededor como si una figura humana fuese a aparecer en cualquier momento de detrás de un bulto o de una columna. Y veía troncos, sacos, ladrillos rotos por doquier… y también cuerdas. ¡Santo Cielo! Cuerdas de albañil, burdas y sucias pero cuerdas al fin y al cabo. Había visto a las pobres heroínas en las películas cuando estaban en poder de los malos a la espera de que los buenos acudieran en su ayuda. Todas estaban inmovilizadas con cuerdas y amordazadas con enormes pañuelos. No puedo expresar lo que sucedió en mis entrañas. Creo que si no orgasmé, se le pareció muchísimo porque me estremecí como nunca antes. No era el cine, era la vida real. Y sin embargo, tampoco había motivo alguno porque sólo me lo imaginaba, ningún malo estaba allí para cogerme como rehén, ni ningún bueno acudiría a salvarme. Como una zombi, me acerqué a una de las cuerdas que había tiradas por el suelo. Acerqué las yemas de los dedos con recelo como si pudieran quemar. Estaba sucia de polvo, tal vez cemento, 6


y tenía un tacto áspero y rígido. Los dedos me temblaban. Tiré de las puntas de la cuerda y soltó una nube blanca que me hizo toser ligeramente. Era tanta la tentación que no me eché atrás, al contrario, toda esa incómoda realidad hacía más intensa la travesura que estaba llevando a cabo. Envolví una muñeca con la cuerdecita e hice un nudo. Temblaba tanto que no podríamos definirlo como tal. Tiré del extremo de la cuerda y el lazo sobre la muñeca se constriñó. Sentir el leve dolor de la presión sobre la piel hizo que perdiera el aliento durante un segundo. Era un contacto real, furtivo, contundente, seductor. Se me secó la boca. Había tomado la primera píldora de esta droga y nada ni nadie iba a impedir que siguiera tomando más. La cuerda era bastante larga, tal vez un metro, por lo que pude envolverme la otra muñeca del mismo modo que la primera. Quedé con las dos manos conectadas por las muñecas. No era mucho porque apenas me inmovilizaba pero yo me sentía la mujer más indefensa del universo. Lo he dicho bien: mujer. Porque en mi calenturienta alucinación, yo era una mujer deseable que había caído en manos de unos desalmados. Y entonces escuché abrirse abajo la puerta que daba de la escalera a la calle. Corrí a apagar las luces del primer piso, a abrir y cerrar rápidamente la puerta y salir de estampida escaleras 7


arriba, intentando no hacer ruido ni ser pillada. Una vez arriba grité: “Papá, mamá, gracias a dios que habéis llegado. Me he olvidado las llaves de casa”. Mentí luchando por deshacer los nudos de las muñecas antes de que ellos subieran los tres pisos. Lo logré y escondí la cuerda en el bolsillo. Cuando llegaron, rendidos de un fin de semana agotador en el bar, me riñeron por haberme dejado las llaves, abrieron y entramos. Cené con rapidez y me fui a dormir aduciendo que al día siguiente tenía un examen. Era otra mentira. Lo que hice aquella noche fue masturbarme. Nunca antes había sentido tantas ganas de hacerlo. Fue una semana muy larga. El domingo parecía resistirse a llegar. Para colmo, sólo faltó que en una de las películas del cine, a una muchacha la secuestraran y, aunque en la escena no se veía, representaba que habían abusado de ella. Luego, su padre se vengaba con un torrente de sangre en la pantalla (era la peli de relleno, claro) Esta vez, me interesó infinitamente más que lo que sucedía en las butacas del fondo, como si a mí aquel film me transmitiera muchas más cosas que al resto de los espectadores. En cierto modo, así era. Mis ojos se hallaban clavados en la pantalla pero no la veía en realidad. En mi cabeza iban repitiéndose una y otra vez las escenas en que la muchacha era secuestrada por los facinerosos, los primeros planos de su 8


expresión de pánico y las imágenes también cercanas de sus manos y pies atados y de la enorme mordaza de su boca. No pude esperar a que terminara y salí. Mis padres se extrañaron. Aduje que me encontraba un poco mal. Papá quiso decir algo pero mamá le aconsejó silencio y que me dejara marchar, que eran cosas de la edad, que me estaba haciendo una mujercita. Supongo que se refería a la regla y a sus consecuentes malestares pero a mí me vino muy bien. Corrí hacia casa por entre unas calles todavía iluminadas por un crepúsculo naciente. No tuve miedo ni recelo, sólo una obsesión: ir al primer piso. Llegué, abrí las puertas de la escalera y del piso y me metí. Entonces descubrí algo sorprendente: no era lo mismo de noche que con luz diurna, aunque fuera escasa. No tenía el suficiente ambiente tenebroso que yo tanto ansiaba. Algo decepcionada, salí y me puse a subir escaleras mirando la punta de los zapatos. Al llegar al segundo piso me negué a continuar. No podía meterme ya en casa. Se me iba a hacer muy difícil la espera hasta el domingo siguiente. Tampoco bajé al primer piso. Allí no había nada para mí (por lo menos de día). Abrí la puerta que tenía enfrente y entré. Al tener los tabiques de las habitaciones y las persianas bajadas, el segundo piso tenía un aire relativamente claustrofóbico. No era tan sugerente como el 9


primero de noche, aunque tenía su encanto. Eché a andar por el pasillo a la luz de las bombillas. Iba echando vistazos al interior de cada habitación (sin puerta) que encontraba a mi paso. Hasta que llegué al cuarto de baño. Ahí me detuve. Había muchos motivos para meterme en él: estaba acabado (solíamos utilizarlo cuando el de casa estaba ocupado y había prisa), tenía sus toallas, sus albornoces y estaba limpio. Aunque lo que me atrajo de un modo casi hipnótico fue el espejo. Ese sí que era un fascinante descubrimiento. Pude ver unas aureolas sonrosadas en mis mejillas y esa mirada pilla de cuando alguien está a punto de hacer una de las suyas. ¡Y vaya si la hice! También me observé las curvas. Intentaba imaginar cómo me las miraría uno de los malos. No sé si fue el deseo pero me veía muy mujer, sin apenas nada que envidiar a las artistas de la gran pantalla. ¿Podía ser yo una bella cautiva? Me toqué. Noté cada centímetro de mi piel muy receptiva bajo la ropa. Casi cierro los ojos. No debía. ¿Cómo si no podría gozar de observarme en mi peculiar carnaval íntimo? Llevé las manos a la espalda. Mirada de frente, hasta parecía que las tuviera atadas. No me era suficiente. Miré alrededor y encontré rápidamente lo que buscaba: la toallita de manos. La cogí de las puntas y la volteé hasta convertirla en una especie de tira alargada y gruesa. Metí la parte central en la 10


boca y me puse a anudar las puntas en la nuca. La imagen que veía reflejada en el espejo era alucinante, soberbia, superaba todas mis expectativas. Mis labios deformados por la presencia silenciadora de aquella toalla enrollada casi hicieron que el corazón se me saliera del pecho. Era una cautiva magnífica: un primer plano con los máximos detalles, iluminación adecuada y… una protagonista más que conocida y familiar. Además, sentir la aspereza de la toalla en mis labios y lengua, la tensión en las comisuras, la sensación de impotencia oral, añadían un plus de veracidad de valor incalculable. Mordí la toalla con fuerza, me encantaba poder descargar en ella la tensión de mis mandíbulas. Grité. Se escuchó un potente alarido rebotando contra las paredes del piso. Casi me muero de espanto. Apreté un poco más el pañuelo en el interior de la boca y tensé los nudos para, luego sí, poder vociferar desde lo más profundo de mi garganta logrando apenas emitir unos apagados mugidos. Sudaba de emoción. Aquello estaba siendo mucho más perturbador que lo del primer piso. Estuve unos largos instantes observándome en el espejo. Llevé las manos a la espalda. Me fijé en aquellas protuberancias puntiagudas que se dibujaban claramente sobre la blusa en la cúspide de cada uno de mis pechos. Era la primera vez que me 11


fijaba en mis pezones erectos sin que el frío tuviera nada que ver con la reacción. Me sabía caliente y eso hacía que me sintiera todavía más mujer. Debía ir más allá. Mucho más lejos. Miré alrededor. Los albornoces… ¡perfectos! Busqué la parte central de cada albornoz, cogí una punta y tiré de los cinturones hasta sacarlos de sus guías. Conseguí tres. ¿Qué más necesitaba? Me senté sobre la tapa del wáter y junté los tobillos. Me los envolví con uno de los cinturones de felpa de un albornoz de mi madre. Era mucho más confortable y contundente que la cuerdecita de albañil de la otra vez, abarcaba más y dejaba las piernas bien adosadas sin apenas doler. Pude sujetarlas con fuerza. Envolví también mis rodillas con un segundo cinturón, éste de mi padre. Al fin, intenté algo casi imposible, atarme las manos a la espalda con un tercer cinturón. Y digo imposible porque necesitaba mover las manos para inmovilizármelas… y en la espalda. Como la necesidad hace el ingenio, me las apañé. Hice un nudo alrededor de mi mano izquierda y un nudo corredizo en el de la derecha. Una vez pasada la mano por el lazo corredizo de la derecha, tiraba para que se cerrara y luego volteaba varias veces la muñeca sobre el tramo entre manos hasta reducirlo a la mínima longitud. Se deshacía fácilmente volteando las manos en

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sentido contrario pero si me limitaba a tirar hacia fuera, parecía casi como si las muñecas estuvieran firmemente unidas. Me puse en pie y me acerqué saltando como una canguro torpe hasta colocarme frente al espejo. Una vez allí casi se me doblan las rodillas. La imagen, si no era la perfección, se aproximaba mucho. Yo era una cautiva con mayúsculas. ¡Lástima que no pudiera ejercer demasiada fuerza contra las ataduras de mis muñecas para separarlas! Luchar por liberarme era, tal vez, el sentido último de mi fantasía. Bueno, esto y otra cosa de la que me avergüenzo mucho confesar: me puse a insultar a mi captor imaginario. “¡Maldito cerdo, sé lo que estás pensando, hijo de puta! Ni se te ocurra. Soy una muchacha decente y pienso morir antes que dejar que mancilles mi cuerpo con tus asquerosas manos.” Y cuanto más luchaba por liberarme, por gritar, por ponerle las cosas difíciles a mi supuesto asaltante, más me iba excitando. Se me encendían las carnes por dentro. Necesitaba más realismo, más contacto,… más de todo. Me dejé caer sobre un albornoz que había dispuesto en el suelo para no ensuciarme y me revolqué como una gorrina sobre ella. Toda yo era una tea ardiendo necesitada de alivio. Reptaba como una serpiente lasciva sintiendo reconfortantes y placenteros roces sobre mis pechos. Me los aplastaba con fuerza 13


intentando que no quedara parte alguna de su anatomía sin su dosis intensa de presión. Me dolían los pezones. Varias veces estuve tentada de desenrollar mis muñecas y correr a acariciármelos con vehemencia. Otras tantas veces mordí la toalla de la boca para conseguir contener el deseo. A causa de los roces, un par de botones de la blusa se abrieron. No me pregunten cómo, el caso es que logré desplazar el borde del sujetador lo suficiente como para que, primero el uno y después el otro, ambas aureolas rosadas puntiagudas, quedaran expuestas al exterior, algo apretujadas pero suficiente como para que las caricias incidieran directamente sobre ellas. ¡Ah, no saben cuánto me gustó colocarlas sobre el frío blanco de la bañera! Ahora lo pienso y lo encuentro una locura pero entonces, sentir los rayos gélidos atravesándome los pezones, casi me parte por la mitad de tanta perturbación. Me volví a incorporar para verme en el espejo. Por la comisura de mis labios caían sendos hilillos de babas. Aquellas dos cosas erectas que sobresalían como podían por entre las copas del sujetador y la blusa abierta eran mis propios pezones. ¡Toda una mujer!, la cautiva del otro lado del espejo era diez, cien, mil veces más atractiva y apetitosa que cualquiera de las artistas de la gran pantalla. ¡Cómo vas a disfrutar, truhán!” grité deseando, ahora con todas mis fuerzas, 14


que alguien, quien fuera, tomara posesión de mí. ¿A qué estaba esperando? Me tenía a punto y entregada. ¿Ni así era capaz nadie de considerarme deseable? ¿Es que todos los hombres del mundo se habían vuelto ciegos? Me encogí apesadumbrada. Casi en el límite del llanto, empecé a agradecer unos roces íntimos entre las piernas, pubis abajo, dirigidas al centro más meridional de mis braguitas, allí donde la humedad se había convertido en mar de tanta excitación. No tuve necesidad alguna de mirar abajo qué era lo que estaba sucediendo. Lo sabía de sobras. Mis caderas habían adquirido vida propia y estaban frotando esa parte íntima de mi anatomía contra uno de los cantos redondos del blanco de la bañera, muy cerca de donde yo antes había aliviado la tensión de mis pezones. Los ojos se me empezaron a vidriar casi de inmediato. Una fiebre salvaje se adueñó de la carne que hacía que me adosara con vehemencia convulsa contra aquel saliente tan duro y acogedor a la vez. Tal vez se hundiera levemente en la tela de la prenda íntima pero a mí me parecía que me penetraba hasta el infinito. Y me gustaba. Ascendí eufórica hasta el cielo en busca del sol. ¡Qué más daba si me abrasaba en el intento! No tardé demasiado en llegar a él, en fundirme encogiéndome de cuerpo y alma, sintiendo las entrañas más enervadas que nunca, más adultas. Abandonándome a ese 15


goce descomunal, me sentí hembra y mujer por primera vez en la vida. Toda yo en comunión con el universo. Pero al clímax arrebatador le siguió la cruda realidad, el frío de la bañera, la suciedad en mis ropas, el dolor en mis muñecas, tobillos y boca, la vergüenza y el llanto. Lloré abochornada por lo bajo que acababa de caer. No sólo no tenía a nadie que me quisiera sino que además me había comportado como una patética mujerzuela. Si antes me había sentido nadie, ahora era peor, había descendido a los infiernos. Lentamente fui incorporándome, recuperando el aliento, tiritando de frío y de nervios, liberándome de toda la parafernalia que me envolvía, sin osar mirarme por un instante en el espejo. Era incapaz de soportar verme con los ojos de ahora, los de la consciencia, la cordura y el arrepentimiento. Temblando, fui devolviendo la toallita, el albornoz y los cinturones a sus respectivos lugares, procurando que no se notara que habían sido utilizados para fines distintos a los respetables. Anduve con dificultad hacia la puerta del piso y, tras cerciorarme de que no había nadie en la escalera, subí a casa. Cuando llegaron mis padres, yo ya hacía rato que dormía. Estaba rendida y apesadumbrada. No tuve ni ánimos para llorar sobre la almohada.

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Pero llegó el lunes, y con él el inicio de la semana. Y se hizo el domingo casi sin querer. Ya no sólo no me acordaba de mi patético final de la semana anterior, sino que me moría de ganas de volver a ser una niña mala en el aseo del segundo piso. Me las apañé para tener siempre lo necesario en su sitio y aprendí a montarme mis numeritos con una cierta destreza e imaginación. Necesitaba mi dosis semanal de perversión solitaria. Fue la etapa convulsa, que duró casi un año más o menos, de un alma perdida que luchaba por dar rienda suelta a un fuego que la consumía por dentro. Tuve que soportarla en solitario. ¿A quién iba yo a explicarle lo que hacía y por qué, si ni yo misma lo sabía? Todo terminó casi como empezó, de repente. Mi hermano se casó y fue a vivir al segundo piso. Yo me eché novio y degusté el placer del cariño en compañía. Mis padres dejaron el bar del cine para montar una tienda de comestibles. Abríamos en horas, digamos más normales y yo apenas iba a ayudar. Todo iba poniéndose en su justo sitio. Atrás quedaron mis correrías de niña traviesa y empezaron las de muchacha centrada en un futuro mucho más amplio y tradicional. El sol que iba a calentarme estaba ahora fuera de aquellas cuatro paredes del cuarto de baño del segundo piso. 17


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