En moto, como una moto

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Ante todo, debo empezar admitiendo que si fantaseo con estar en poder de un hombre, que me haga de todo y que me guste, es porque nunca me he encontrado en esta terrible situación en la vida real. Es sólo eso, una fantasía, un juego de rol. Mi profunda solidaridad con todas las mujeres que sí han pasado por esa tremenda experiencia y que, seguro que no les hace maldita la gracia que alguien como yo escriba relatos eróticos con esa base. Acepto humildemente todas las tartas que ellas me puedan estampar en pleno rostro. Comprendiendo su ira, no la comparto. Me niego a dejar de ser yo misma, ni a permitir que nadie tome en serio lo que para muchas de nosotras no es más que un divertimento en la intimidad personal. Agatha Christie no dejó de escribir magníficas novelas de misterio y asesinatos para no ofender a todas las personas que habían sido víctimas de esos delitos en la vida real. Aunque, si he de ser sincera, tal vez sí hubo momentos en que viví experiencias similares y que también me hicieron estar en el lado de las intolerantes por ser yo la víctima. Que yo recuerde ahora, dos: una de muy, muy desagradable en el metro pero sin más consecuencias que la repugnancia y otra, más placentera, pero que condicionó en cierto modo mi vida familiar futura.

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Comentaré la primera muy por encima, no se merece más. El metro iba lleno hasta los topes. Yo llegaba tarde a un examen. Al abrirse la puerta del vagón, había tanta gente dentro que parecía que no cabría un alfiler más. Empezamos a apretujar y, no sé todavía cómo, pero cupimos los tres o cuatro que nos lo propusimos. Otros decidieron permanecer en el andén a la espera del siguiente convoy. Al cerrarse las puertas, yo me quedé con los apuntes del examen casi tocando la cara, enlatada como sardina en un ambiente claustrofóbico y asfixiante. El vagón traqueteaba muchísimo pero nadie se caía, era físicamente imposible. Yo ya notaba roces por todas partes pero era lo normal. Cuando llegamos a una estación bastante céntrica, la mayoría de la gente se apeó. Quedamos prácticamente los que íbamos a la universidad. Pude bajar los brazos y disponer de un poco de espacio. Fue en ese mismo instante que me percaté de la asquerosidad que había quedado pringada en la parte de atrás de mis pantalones. No puedo describir la rabia que me dio saber que algún hijo de perra se había masturbado frotándose contra mí. Aunque quedó relativamente limpio tras un rápido paso por un aseo, todo el día me sentí sucia. Desde entonces observo los metros cargados de gente con otros ojos.

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La segunda es mucho más compleja de explicar. También me sucedió en un medio de transporte en el que jamás pensé que pudiera suceder algo así: una motocicleta. ¿Imposible? Lean a continuación y sorpréndanse. Yo, porque lo viví en propias carnes, que si no, tampoco me lo creería. Ya lo dicen que la realidad supera muchas veces a la ficción. Tenía yo por aquel entonces veintidós años y era verano. Iba y venía cada día de casa a la gran ciudad, donde trabajaba como socorrista en unas piscinas públicas. Aquella vez no volvería a mi hogar tan pronto terminara mi jornada laboral sino que, como tenía un par de días libres, iba a salir de estampida a disfrutarlos con mi novio. Él, como toda su familia, pasaba las vacaciones en un camping de la Costa Brava. Ni conducir tenía porque me iba a llevar su hermano menor, aprovechando que había venido a resolver unos asuntos privados en la capital. Cuál no fue mi sorpresa cuando me lo encontré esperándome en la puerta de las piscinas, sentado encima de una moto de gran cilindrada, ofreciéndome un casco. ¿En moto? ¿Casi doscientos quilómetros en “eso”? Su autosuficiencia, su sonrisa chulesca, montado en aquel monstruo de dos ruedas, rayaba la insolencia. Me puse el casco sin decir nada, para que no se burlara de mis más que notables reticencias. Él llevaba una 3


camisa blanca, unos shorts tejanos y unas zapatillas deportivas de una famosa marca americana. Yo, que no me esperaba viajar en ese vehículo, me había limitado a ponerme una camiseta de tirantes y unos pantaloncitos cortos muy holgados por encima de las braguitas y del sujetador. Lo que sí estuve obligada a cambiarme fue el calzado, no podía ir en moto con chanclas. Me puse unos calcetines cortos azul cielo y las zapatillas de igual color que me ponía para ir por la calle. Estuve dudando en preguntarle si no pasaríamos frío pero, como él también iba muy ligero de ropa, supuse que no iba a ser así. Me ayudó a colocar mi bolsa en el maletero de la moto. Me puse el casco y me acomodé detrás de él. Levantó la visera y me preguntó si estaba lista. Iba a contestar que sí cuando el motor empezó a rugir de tal modo que mi respuesta quedó en apenas una afirmación con la cabeza. Me abracé a su tronco con fuerza, apretando las piernas contra el lateral trasero de la moto, temerosa de no caerme de espaldas. Si el rugido había sido inquietante, la arrancada fue digna de un toro mecánico. El monstruo nos lanzó hacia delante con una potencia espectacular y escalofriante. De buena gana me hubiera bajado. Empezaba a arrepentirme de haber aceptado esta temeridad.

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Mientras estuvimos en las calles de la ciudad, el motorista se controló bastante. Supongo que el miedo a los agentes del orden y a las multas, debieron influir. Por lo menos me ayudó a adaptarme a las condiciones del vehículo (bastante incómodas, la verdad). El conductor quedaba encajado cómodamente mientras el “paquete” de atrás quedaba elevado y en una postura hacia delante algo forzada. Quedé casi literalmente con el pecho aplastado contra su espalda. La cosa cambió cuando enfilamos la autopista en dirección norte. Los vehículos de nuestro entorno empezaron a quedar atrás. La aceleración de aquella motocicleta era escalofriante. En un visto y no visto, el aire se tornó violento sobre los bordes exteriores de nuestro perímetro. Nuestras ropas vibraban violentamente amenazando con romperse de un momento a otro. Esto y una bajada tremenda de la temperatura, me hicieron acurrucarme todavía más contra su espalda. Se me empezaba a enfriar la parte frontal de los brazos y de los muslos desnudos. Que él se llevara la mayor parte del impacto del viento y, como consecuencia, mucha más agresión gélida, no hacía que yo sintiera menos frío. Me adosé a él como una lapa a la roca, guareciéndome en lo posible. Mis manos se aferraban a su barriga. El aire golpeaba con tanto ímpetu que empezaron a dolerme los dedos por la baja temperatura. Tal vez buscando algo 5


de calor, fueron desplazándose en los pliegues cimbreantes de la parte frontal de su camisa. Encontré un resquicio y las metí dentro. Encontré una recámara que, si bien no era excesivamente caliente, por lo menos resguardaba los dedos. Su barriga era dura como el mármol. No lo parecía a simple vista, escondida tras la blanca prenda. Debía hacer abdominales como un poseso. Si le molestó que yo metiera mis manos bajo su camisa, no lo demostró. Siguió dando gas por la autopista. Yo repasaba mentalmente el trayecto para saber cuándo y dónde encontraríamos la primera área de servicio. Allí le haría detenerse y aprovecharía, además de para que mis piernas se recuperaran del frío, para ponerme un chándal por encima antes de continuar hacia la Costa Brava. Todavía no podía comprender cómo, siendo pleno verano, se podía pasar tanto frío montado en una moto. Entonces aún no lo sabía pero el condenado había superado los 180 kilómetros por hora en más de una ocasión. Divisábamos un área de servicio. Le golpeé varias veces el pecho para indicarle que nos detuviéramos. No pudimos hablar porque el viento se llevaba el sonido. Él se limitó a negar con la cabeza y a tocarse el reloj de pulsera. Tenía prisa, el muy cabrito. “Pues como no nos detengamos, vas a tener un témpano de cuñada pegado a tu espalda”, pensé muy enfadada. Le aticé con el 6


casco un par de veces. Giró levemente el suyo. Le hice gestos de estar pasando frío. Volvió a señalar el reloj y luego frotó su guante varias veces por encima de uno de mis brazos desnudos. El mero hecho de protegerlo del ataque furibundo del aire, ya me proporcionaba un cierto alivio. No es que me hiciera mucha gracia pero en esas condiciones hasta me veía capaz de aguantar hasta el camping. Fue calentándome los brazos y las piernas alternativamente a base de caricias con la mano que no sujetaba el manillar. Yo era consciente de que, de encontrarnos con algún contratiempo inesperado, tener una sola mano dominando la moto era sinónimo de catástrofe. Pero sentía tanto frío y recibía tanto alivio que intenté no pensar en desgracias. De repente sucedió algo inesperado, un cambio sorprendente. La mano izquierda que ahora incidía sobre mi pierna izquierda mostró un tacto mucho más cálido y suave. Mi conductor se había quitado el guante. ¡A saber cómo ni dónde lo guardó! Por extraño que pueda parecer, este cambio me complació, le daba un sentido mucho más agradable y acogedor a los roces sobre la piel. Además de guarecer del frío, me proporcionaba leves dosis de calor. Me sentía tan reconfortada como una perrita a la que su amo le acaricia el lomo. La luz del sol empezaba a declinar y la 7


amenaza de una nueva bajada de temperatura se cernía en el horizonte. A la velocidad a la que íbamos, traté de calcular cuánto nos faltaría para llegar. No más de veinte minutos. No tardé en descubrir la verdadera razón por la que se había quitado el guante izquierdo. Y no era preocupándose por mí precisamente. Noté sus dedos alcanzar el borde de mis pantaloncitos. No había motivo térmico alguno por lo que me quedó claro lo que pretendía el muy cerdo. Le propiné un par de violentos cabezazos de mi casco al suyo. No se inmutó. Sus dedos se introdujeron bajo el borde y continuaron hacia el interior. ¿Qué podía hacer yo? A gran velocidad sobre una moto, ¿cómo lo hace una para cerrar las piernas? Le volví a atizar con el casco buscando hacerle daño, ahora en la espalda. La tenía granítica. Cuando las yemas de sus dedos alcanzaron el borde lateral de mis braguitas, le pegué un arañazo con todas mis fuerzas en esos pectorales tan definidos suyos. Noté su estremecimiento y la líquida presencia de la sangre sobre mis dedos. En respuesta a la advertencia de mis uñas, sus dedos se metieron por entre las braguitas y mis ingles tirando de mi pelo púbico. No es que tirara de él adrede, es que los introdujo tan velozmente y yo estaba tan acurrucada que no podía suceder otra cosa. Llevé las uñas a su costado, amenazando con rasguñarle con fuerza esa zona tan 8


sensible, la de las cosquillas. Mis gritos furibundos atronaban en el interior de mi casco cuando uno de sus dedos se puso a juguetear por la parte alta de mi sexo, allí donde los pelos escondían algo que yo hubiera deseado se hubiera quedado en la gran ciudad. Lo detectó con gran destreza y se puso a frotármelo con determinación. Fue sentir mi clítoris mancillado y marcarle cuatro surcos profundos a cada costado. Se puso rígido pero, en vez de sacar su mano de donde no debía tenerla, el muy cabrón va y hunde el dedo corazón en mi vagina. Me sentí terriblemente asustada, vejada, herida en lo más profundo de mi dignidad. Siempre he sido una mujer de paz pero en ese instante le hubiera asesinado sin el menor remordimiento. Su dedo salió lentamente y, cuando yo pensaba que todo había terminado, noté como volvía a enfrascarse en frotarme el clítoris circularmente. Lo hizo con mayor facilidad aprovechando que yo había elevado algo las caderas para que pudiera sacar la mano. Lo que consiguió fue poder mover los dedos sin tener que tirar de mis pelos púbicos. Yo sentía ganas de llorar. Y estuve en un tris de hacerlo pero empezó a sucederme algo terrible. Sus maniobras parecían no caer en saco roto. Todavía hoy no sé exactamente qué me sucedió: si fue la sorpresa, el frío, la manera cómo me lo acariciaba o simplemente que yo ya venía medio caliente al llevar toda la 9


semana esperando el momento de poder estar íntimamente junto a mi novio. El caso es que empecé a destilar como una degenerada y a sentirme muy pero que muy alterada. Si antes no podía eludir su contacto, ahora no podía dejar de sentirlo. Me odié (y sigo odiándome) por ese despertar involuntario de mis carnes que hizo que mis caderas se menearan cada vez con mayor intensidad, siguiendo la cadencia de sus caricias. Todo se iba tornando borroso, bochornoso, surrealista. Por entre aquella fiebre sexual indeseada, emergió todavía un rayo de luz consciente y decente, un intento de luchar por mi dignidad. Bajé la mano derecha hacia su entrepierna. Estaba convencida de que si a mí, sus dedos me estaban fundiendo, tal vez una amenaza directa sobre su pene o alrededores, pudiera detener el incendio que me provocaba aquella bola de fuego cuesta abajo. No fui capaz. Mis dedos se encontraron con algo duro y erecto, tanto que me asusté. Por nada del mundo estaba dispuesta a tener aquello entre mis manos, aunque fuera para hundir mis uñas en él. Hasta ahora sólo aquel bellaco había traspasado la línea roja. Meter yo la mano debajo de su pantalón, hubiera sido como si yo también lo hiciera. Y yo era mil veces mejor que aquel cuñado aprovechado. Cambié el objetivo y me acordé de una vez que me peleé con mi hermano y le vencí. En vez de dirigir mis 10


manos hacia abajo, las elevé. No tarde nada en alcanzar sus pectorales marmóreos y, en el centro de cada uno, unos pezoncitos rodeados de una corte de pelillos. Agarré las dos aureolas con la punta de mis dedos pulgar e índice y empecé a presionarlos con determinación. Ahora sí noté que le afectaba. Trató de menear el tronco sin conseguir evitar que yo siguiera aferrada a ellos. De hecho, cada vez que él intentaba zafarse, lo único que provocaba era unos tirones mucho más pronunciados sobre sus, cada vez más aplastados pezones. Me sentí triunfadora, sin hacer nada indecoroso y en una situación realmente complicada, había logrado dominar a la alimaña que conducía al otro monstruo, el de dos ruedas. Aunque deportista, yo, una mujer normalita, había mantenido a raya a un tiarrón de más de metro ochenta. Me pilló una extraña euforia, como si acabara de ganar una prueba de natación, contra mi más dura rival, en la última brazada. ¡Cuán equivocada estaba! No era felicidad por la victoria sino una sensación emergente de mis entrañas, algo que aquel hijo de su santa madre había iniciado y que ahora se negaba a detenerse. Y no era por la acción de sus dedos sobre mi clítoris sino por el de mi clítoris sobre sus rígidos dedos. La situación me estaba empezando a superar. Mi cuerpo se adueñaba de mi voluntad de 11


un modo lento pero total y absoluto. La gran bola de fuego había prendido salvajemente en mis entrañas y ahora erupcionaba sin remedio. Me sentí terriblemente avergonzada y a la vez excitada. Era la primera vez que un hombre me obligaba a sentir placer contra mi voluntad… o no, porque el pobre estaba ahora muy quietecito y asustado. Me corrí como una perra en celo frotando mis pechos contra su dura espalda y acariciándole los pezoncitos como si fueran los míos. A pesar de que ya no se los amenazaba, de que yo ya no le intimidaba directamente, él no volvió a tener iniciativa alguna. Dado lo vil que había sido lo que me había obligado a hacer, por lo menos tuvo la “delicadeza” de no interferir en mi reacción final. Dejó que yo gozara de esta masturbación psicodélica hasta sus últimas consecuencias. Terminé dejando los pantaloncitos, las braguitas y el asiento de la moto, hechas un asco de tanta humedad. Fue entonces, y sólo entonces, que él se atrevió a sacar la mano del interior de mi regazo. Los escasos diez minutos que transcurrieron desde que terminé de orgasmar hasta que cruzamos la puerta del camping, me los pasé frotándome dulcemente el sexo sobre el asiento. La familia nos estaba esperando con mi novio a la cabeza. El ruido de aquella moto era totalmente reconocible en aquel remanso de 12


paz y naturaleza. Yo no sabía cómo iría la cosa. Nada más detenerse la moto, salté fuera y, luchando porque mis piernas (entumecidas por el frío, la inactividad y la tensión de lo sufrido) no se me doblaran, saqué la bolsa del portaequipajes y la coloqué delante mismo de mis pantaloncitos. No quería que se notara la humedad. Luego me quité el casco (mi cuñado ya no lo llevaba puesto y ponía cara de circunstancias). Cuando mi novio me abrazó y me besó con lengua, el resto de la familia agarró a mi cuñado y, tirando de él, se propusieron dejarnos a los tortolitos a solas. A partir de ese día, mi cuñado y yo mantuvimos una distancia crítica mínima entre nosotros. Yo no podía ni verlo y él no se atrevía a estar cerca de mí por si yo le contaba algo a su hermano y se montaba la de Dios es Cristo. Hablo en pasado porque, ya puesta a confesarlo todo, no puedo terminar mi relato sin desvelaros una conversación que tuve con mi cuñado hará más o menos un par de años. Él había sufrido un accidente y yacía convaleciente en la cama de un hospital. Si pudiéramos olvidar el asunto de la moto, él siempre se había venido portando como un hermano perfecto y, debo reconocerlo, también como una buena persona.

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En la intimidad de la habitación, con la soledad de una tarde de domingo (ya que mi marido se había llevado a los niños a jugar a un parque), por fin tuvimos la charla que habíamos eludido desde siempre. Me pidió perdón. Yo le escuché en silencio, con un cierto recelo. Se puso a llorar y a jurarme que todo había sido por su mala cabeza y por un tonto malentendido. Entonces sí le presté atención. Dijo que él interpretó mal el hecho de que yo metiera mis manos debajo de su camisa y le acariciara los abdominales. Que empezó a tener una erección. Para él, yo era la novia atractiva, moderna y deportista de su hermano y tenía un concepto de mí como de una pantera devoradora de hombres. Se montó su película mental y actuó en consecuencia. Luego, sobre la moto, cuando todo estaba en marcha y se percató de su metedura de pata, no tuvo valor para echarse atrás y… Sus disculpas venían acompañadas de lágrimas de profundo sentimiento. Tuve más lástima por su estado anímico que por el de convaleciente. Se notaba que lo llevaba guardado dentro desde hacía tiempo. Le abracé con emoción. También yo llevaba encerrada excesiva amargura y necesitaba soltarla. Aquel hijo de perra de la moto no era la misma persona que yo había conocido los siguientes más de veinte años y necesitaba reconciliarme con él. De repente me detuve, me separé un palmo y le dije con una 14


sonrisa torcida: “No vayas a interpretar mal esto de ahora”. Nos echamos a reír. Cuando mi marido regresó con los niños, se dio cuenta enseguida de que habíamos arreglado entre cuñados lo que fuera que hubiera entre nosotros. Se alegró enormemente. Hasta el día de hoy, su hermano y yo hemos convivido menos separados (unidos va a ser difícil después de tantos años guardándole rencor). Un mensaje para todas aquellas que se ofendan por mis relatos ficticios: tenéis razones suficientes para ello. Aguardaré el impacto de vuestras tartas para, inmediatamente después, comérmelas con gusto.

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