Prólogo "Un fantasma", por Layla Martínez

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«Hay un refrán ruso que dice que es todavía más difícil predecir el pasado que el futuro.»

Layla Martínez es escritora y editora en el sello independiente Levanta Fuego. Ha publicado el ensayo Utopía no es una isla (Episkaia, 2019) y la novela Carcoma (Amor de Madre, 2021). Ha impartido talleres sobre literatura de terror y sobre arquetipos femeninos del mal y coordinado ciclos de cine sobre terror social y sobre la utopía en el cine. Actualmente trabaja en su segunda novela.

Un fantasma cuenta la vida de Celeste Esquivel. Su identidad, en palabras de Layla Martínez, autora del prólogo: «no puede ser asimilada por ninguna narrativa convencional: no es una empresaria exitosa que comenzó en un garaje ni una feminista liberal que ha pagado con la soledad el precio de su independencia, tampoco una militante que ha entregado su vida a unas ideas. Celeste no tiene una única pasión porque las tiene todas. Su vida no está guiada por un único objetivo sino por todos los excesos. Los de la carne, los de la libertad, los del dinero, los del amor, hasta los de la identidad, porque Celeste no será solo Celeste, no puede ser contenida en un único nombre».

Las habladurías de aquellos que la conocieron construyen esta novela collage, entre el drama y la comedia, escrita a cuatro manos por Raquel Verdugo y Alma López. En la escritura de estas narradoras la lectora «no encontrará ninguna complacencia con la moral de la época y ninguna complicidad con la violencia de la institución familiar. Su literatura es también temible, también apisonadora, también cuchilla de patín».

un fantasma

Raquel Verdugo (Sevilla, 1994) estudió Periodismo en la US y Escritura Creativa en la UCM. Allí conoció a Alma y esa misma noche soñó que las dos iban juntas a un bautizo. Después se fue a México a vivir al lado de donde murió Trotski. Estudió Estudios Americanos, ha escrito cuentos para varias publicaciones y en 2020 recibió el premio universitario Federico García Lorca de Poesía por La casa seca.

Alma López nació un 21 de noviembre en Albacete. Estudió Bellas Artes. Como pintaba francamente mal, empezó a escribir durante la carrera para no sentirse menos especial que sus compañeros. Al terminar, cursó diferentes estudios relacionados con la literatura y el arte. En 2018 ganó el premio de Narrativa de la Complutense, gracias al cual publicó su novela El volcán. Participó en la antología (h)amor5 húmedo y ha ganado varios premios literarios.

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Svetlana Boym
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Prólogo: Layla Martínez Raquel Verdugo y Alma López
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Prólogo:

La ferocidad del gesto

Layla Martínez

Existe una estirpe de escritoras feroces. Son esas que es criben como si acabaran de sacarle brillo a una apisonadora. La han dejado reluciente, bien engrasadita. Lista para triturar el buen gusto de la época, para aplastar la moral burguesa, para hacer pedacitos la complacencia de clase media. Son esas que escriben como si afilaran las cuchillas de los patines, como si planearan durante años una venganza. Son malhabladas, maleducadas, his téricas, horteras. Tan implacables como Tonya Harding enviando a su exmarido a destrozarle la rodilla a su rival, la pija de Kerrigan, la educada y estilosa Kerrigan, novia de América. Harding falló porque no lo hizo ella misma: a quién se le ocurre mandar a ese imbécil a algo tan importante. En realidad es bastante fácil romper una rodilla, puedes hacerlo de una patada. Lo único que hay que saber es que tienes que darle desde el lateral, como

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si pisaras con todas tus fuerzas. Y dar en el sitio adecuado, claro, no en el muslo ni en la espinilla, como el idiota del exmarido. A Harding le obligaron a retirarse del pa tinaje pero se pasó al boxeo. En otras palabras, aprendió una lección que reproduzco aquí porque nos puede ser de utilidad: los golpes los tienes que dar tú misma. Estas escritoras hardinianas tienen en común haber entendido que, como dice Cristina Morales, «la literatura debe ser una cosa temible, debe ser tal que nadie quiera casarse con ella». Me permito añadir: y si se casan, que lo paguen caro. Como John Wayne Bobbitt, al que su mujer Lorena Gallo amputó el pene la misma noche en que había sido absuelto de violarla y después de haberla maltratado durante años. Gallo confirma la lección de antes: mejor encargarse una misma.

Es posible que conozcáis a unas cuantas de estas escri toras hardianas, gallianas. Morales las llama desintegra doras y sabe de lo que habla, porque para nuestra suerte ella también pertenece a esa genealogía. Está además Elfriede Jellinek, que aplaude mientras nos clavamos un cuchillo en el hombro y volvemos a casa desangrándo nos por el camino. También Agota Kristof, despiadada y necesaria como una francotiradora. Y Kathy Acker, que hace temblar todas las tacitas de té guardadas en las vitrinas de Inglaterra, que hace estremecer al Imperio Británico mismo, guardado también en una vitrina sin una mota de polvo. Están Marosa di Giorgio, mística

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desquiciada; Anaïs Nin, amante perturbadora; Mónica Ojeda, conocedora de todos los tendones; Fernanda Melchor, precisa como un escalpelo; Teresa de Jesús, he reje temible.

Hay muchas otras, muchos otros nombres que pueden rastrearse en esta genealogía. Eso sí, una genealogía bastarda, porque otra cosa que tienen en común estas escritoras es el desprecio a esa institución normalizado ra que es la familia patriarcal. Una institución dedicada a la producción de buenos ciudadanos, de ciudadanos ejemplares, de ciudadanos ejemplarmente integrados. Una institución dedicada, por tanto, a la producción y reproducción de la violencia.

Todas estas escritoras, en tanto que anormales, en tanto que pulverizadoras, odian la familia. Todas han dedicado buena parte de su obra a exponer sus mezquindades y relatar sus miserias, a mostrar las crueldades que la sostienen. Algunas también a dinamitarla, ya sea por la vía del incesto con el padre o por la del éxtasis con Dios, al fin y al cabo otro incesto paternal. Una obra de demolición poco comprendida la vuestra, querida Anaïs, querida Teresa, pero terriblemente conmovedora.

Si la lectora quiere rastrear esta genealogía temible y bas tarda, puede empezar por este mismo libro. Le aseguro que no encontrará ninguna complacencia con la moral de la época y ninguna complicidad con la violencia de

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la institución familiar. La literatura de Raquel Verdugo y Alma López es también temible, también apisonado ra, también cuchilla de patín. Después de leer su libro, yo me las imagino vestidas con los maillots de Tonya Harding, que su madre cosía a mano. Pero que nadie se equivoque, no era este un gesto de amor sino de miseria: no había dinero para caros maillots adquiridos en tiendas especializadas de escaparates relucientes. Tonya y su madre se odiaban y se pegaban frecuentemente, Harding también quiso poner su granito de arena en la demolición de la familia y no solo en el derrumbe de la sana rivalidad deportiva. A Raquel y a Alma me las imagino también con esos maillots de colores deslum brantes, dando vueltas por el hielo como esas criaturas hipnóticas que son las patinadoras, frágiles en aparien cia pero letales en tanto que amantes de las cuchillas. Y la historia que cuenta este libro es también la historia de una demolición: la que lleva a cabo su protagonista, Ce leste, durante toda su vida. Celeste es otra mujer temible para todos aquellos que ansían una tranquilidad de clase media, de votante del PSOE, de propietario que acaba de pagar la última letra de la hipoteca. Una mujer capaz de provocar escalofríos en ciudadanos biempensantes, en padres de familia agobiados por la baja rentabilidad de su plan de pensiones y por la alta tasa de mortalidad del cáncer de páncreas, angustiados en definitiva por su pro pia insignificancia y por su flagrante mediocridad.

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Porque Celeste es doblemente peligrosa. Por un lado, por su evidente desdén a la familia y su negativa a for mar una, algo que la coloca inmediatamente bajo sos pecha, porque quién no querría ser normal, qué clase de loca, de desquiciada, de desgraciada hay que ser para ser voluntariamente anormal, para ser voluntariamente paria. Por otra, porque toda esta obra de cuidadosa de molición de la moral burguesa que será su vida no está guiada por ningún interés concreto. A Celeste no la guía un desmedido amor al dinero, tampoco el sacrificio por una causa. En Celeste no hay una única pasión que la haga zafarse de los convencionalismos y los mandatos de género, y eso la hace todavía más sospechosa para el orden porque su vida no puede ser asimilada por ninguna narrativa convencional: no es una empresaria exitosa que comenzó en un garaje ni una feminista liberal que ha pagado con la soledad el precio de su independencia, tampoco una militante que ha entregado su vida a unas ideas. Celeste no tiene una única pasión porque las tiene todas. Su vida no está guiada por un único objetivo sino por todos los excesos. Los de la carne, los de la libertad, los del dinero, los del amor, hasta los de la identidad, porque Celeste no será solo Celeste, no puede ser conte nida en un único nombre. Por eso la vida de Celeste no puede ser contada con una biografía convencional, con una tibia y ecuánime terce ra persona que la absuelva de los libertinajes y los des-

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órdenes, con una mesura democrática que pondere sus vicios en relación a sus virtudes. Una vida guiada por todas las pasiones y todos los excesos solo puede ser narrada como la narran las autoras de este libro: con los chismorreos que cuentan quienes la conocieron una vez que está muerta y pueden soltar la lengua bien a gusto. No sabemos siquiera si lo que cuentan estos chismosos es verdad, pero qué importa. Tampoco importa que a John Wayne Bobbitt le volvieran a implantar el pene, la amputación de Gallo es eterna. Eso es lo que de ver dad importa: la radicalidad, la violencia, la ferocidad del gesto. Eso es lo único que importa.

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