Elogio del teatro

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ELOGIO DEL TEATRO



Alain Badiou en conversaci贸n con Nicolas Truong

ELOGIO DEL TEATRO Traducci贸n de Idoia Quintana Pr贸logo de Mar铆a Folguera

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Badiou, Alain y Nicolas Truong, Elogio del teatro, editorial Continta Me Tienes, Madrid, marzo de 2016 Edición y colección Escénicas a cargo de Sandra Cendal. 112 pp. 16 x 10,5 cm. Depósito legal: NA 298-2016 ISBN: 978-84-944176-9-6 IBIC: AN_Estudios teatrales

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Badiou, Alain y Nicolas Truong de la traducción: Idoia Quintana del prólogo: María Folguera de esta edición: Continta Me Tienes

Título original: Eloge du théâtre © De la edición original: Flammarion, 2013

Colección Escénicas, 13 Diseño de cubierta: Marta Azparren Esta obra ha recibido una ayuda a la edición del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte.


Índice

Prólogo.........................................................................9 I. Defensa de un arte amenazado........................19 II. Teatro y filosofía.................................................43 III. Entre la danza y el cine.....................................65 IV. Escenas políticas.................................................91 V. El lugar del espectador.......................................99



Prólogo: El pan, la luz y la pena

Tienes entre tus manos una preciosa oportunidad: dos franceses van a contarte, como si estuvieras con ellos una cálida tarde de verano a orillas del Ródano, acerca del teatro. Dónde nació, a qué peligros se ha enfrentado, cuáles son sus poderes mágicos y qué efectos produce en aquellos que lo prueban. Si has elegido abrir este libro es seguramente porque amas el género, y si no lo amas, seguramente frecuentas los libros de filosofía, o el nombre de Alain Badiou, y te preguntas por qué el teatro necesita un elogio; por qué, como dice uno de los epígrafes, está amenazado. Si eres de los que aman el teatro no llegarás a preguntártelo: a los teatreros nos encanta situar en él el origen del mundo, de lo humano y de la invención de Dios, y por ello mismo lo consideramos una víctima de la incomprensión de la 9


mayoría de los mortales, que rara vez se sienta en un patio de butacas. Este texto surgió del festival de Aviñón en 2012, en el marco de unas charlas tituladas «El teatro de las ideas». Es, por tanto, un diálogo dicho desde el corazón de la tradición teatral europea, en la atmósfera más propicia. Por aquí desfilan las sombras de Esquilo, de Beckett, de Aristófanes, de Brecht, de Nietzsche, de Corneille. Si quieres conocer un historial cardíaco del teatro occidental, lo tienes en unas 100 páginas; fabuloso recorrido hecho con inteligencia y pulcritud. Incluso aparecen Jan Fabre y Romeo Castellucci, los últimos iconos de creador escénico del siglo XX, los últimos vestigios de la «autoría teatral» reconocida. La voluntad de dilucidar qué ha pasado hasta ahora, y de darle el nombre exacto: Badiou hace equivaler la figura de Maestro a la de Filósofo, y tal condición asume, sin petulancia, pero convencido. Y es asombrosamente placentero dejarnos guiar por él, cuando creíamos no necesitar otra visita a los tíos Debord, Pirandello o Koltès. Badiou no se limita a dialogar con el coro de voces que ha formado el teatro a lo largo de los

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siglos. También propone una tesis, un teatro situado entre la inmanencia-cuerpo-danza y la trascendencia-imagen-cine. No me corresponde desarrollar esto; eres tú quien va a descubrirlo de su mano. Y no diré más sobre la propuesta del filósofo. Basta de spoilers. Pero sí explico el título que he puesto a este prólogo. Después de leer el texto, pensé en el teatro como pan, por esa inmanencia tan apegada a lo cotidiano, una especie de recurso presente en todas las épocas y culturas; pensé en el teatro como luz, por esa aspiración a iluminar aquello que no comprendemos o que nos disgusta; y pensé en el teatro como pena, por ese fracaso continuo en la negociación entre el pan y la luz. Cuando alguien que ama el teatro y vive en Madrid lee este libro no puede dejar de recordar ciertas diferencias en cuanto al papel que juega el teatro en la vida pública del país. En el caso de Francia, el propio Badiou menciona varias veces que siempre ha ido ligado al Estado, en una relación «objetiva, orgánica». En España no ha sido así; no hemos dejado de ser Lope de Rueda y su teatrillo ambulante hecho con un palo y una manta vieja. Es cierto que este arte se desarrolló

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bajo el contrato con la Iglesia: la gestión de los corrales de comedias por las cofradías, la propaganda a través de autos sacramentales espectaculares. Nuestro teatro clásico, además, hizo la pelota descaradamente a los reyes, pero esa vinculación al Estado no bastó para consolidarse como en Francia. Hoy vivimos en un país que solo respeta el teatro cuando quiere afrancesarse, en determinados periodos de bonanza económica; el resto del tiempo se le considera una especie de broma extraescolar de la que algunos caraduras viven –como si llegar a vivir de ello no fuera, en España, una auténtica rareza–. Juro que he escuchado decir a un programador de teatro que los artistas «tienen mucho morro porque viven de lo que les gusta». Este tipo de ideas comunes en nuestro entorno provocan que quien se considera artista esté a la defensiva, entre la victimización y la euforia con aspiraciones épicas. Badiou y su interlocutor Truong, en cambio, respiran seguridad en sí mismos y en el medio que habitan. He aquí un buen motivo para acompañarlos: se convierten de verdad en un refugio. Mientras los leas, puedes descansar. Y lo bueno es que es un libro de papel, no un artículo en una página web; por lo tanto no te encontrarás al

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final de la página con una ristra de comentarios desdeñosos de otros lectores. El hecho es que resulta asombroso que aún queden personas serenas como Alain Badiou, dispuestas a dedicar horas y horas a discernir entre los hilos que componen una madeja hecha de tradición, caprichos e impulsos como es la historia del teatro. Mientras leemos –tú y yo, nosotras– este texto, en 2016, tenemos en la boca un regusto amargo, de sangre, de sed: Europa vive una salvaje crisis de identidad, la guerra y el terror dividen los mares y nos escupen imágenes de náufragos sirios de tres años de edad; y en medio de todo esto, se sentencia a los dibujantes de viñetas y a los titiriteros que intentan jugar a la ironía. El candoroso artista pone la mejilla y los partidarios de la gravedad aprovechan. Tiene, pues, toda la razón Badiou cuando afirma que el teatro es un arte amenazado: quizá cuando él lo dijo en 2012 parecía que la amenaza venía exclusivamente por el lado de la molicie, del triunfo del teatro huero y complaciente. Y resulta que en 2016 la amenaza vuelve a ser, más bien, la censura o el crudo castigo, como en los viejos tiempos. En Madrid un juez acaba de retener en

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prisión durante cinco días a dos titiriteros por hacer una parodia policial durante la representación de un espectáculo en Carnaval. En París, enero de 2015, la oficina de un semanario cómico recibió la sangrienta visita de dos pistoleros, y diez meses después, en la misma ciudad, le llegó el turno a un concierto de rock. Sí, los espacios destinados al humor, a la toma de distancia, a la «algazara» que dice Badiou, se llevan la primera hostia. Una se pregunta: ¿no hay gente más importante a la que machacar, no hay espacios más trascendentes donde ejecutar la venganza? ¿Por qué esa saña para con una función de títeres o una caricatura? Desde luego se les ataca primero por estar indefensos, de eso no hay duda. Pero, ¿es posible también que el teatro, o, ampliemos, las artes en vivo, susciten ese odio porque emanan una especie de poder? Casi da risa decirlo. Suena ingenuo, suena a principios del siglo XX o incluso a siglo XIX. Después de tanta deconstrucción y tanto hastío, va a resultar que el arte sí lleva el germen de una potencial transformación, y propone un grado de apertura –social, mental, colectiva, una especie de sueño fugaz en el exocerebro que formamos los que nos reunimos en la sala y cuchicheamos a la salida– incontrola-

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ble, por lo tanto peligrosa. Badiou, un filósofo, un Maestro, un arquetipo de anciano sabio de la montaña, nos da un consejo necesario. No olvidar que todo esto, el teatro, las ganas de subirse a un escenario o de sentarse delante a mirar, el delgado pero fuerte hilo que une a Sófocles, a Molière y a la última obra estrenada ayer, no va a desaparecer. Quizá se sumerja y no lo veamos durante un tiempo, pero el teatro retorna; por qué ignorar entonces sus posibilidades. El teatro merece la pena, merece el pan y la luz. María Folguera*, Madrid, febrero del 2016

* María Folguera (Madrid, 1984) es escritora, directora de escena y dramaturga. En 2009 estrenó Hilo debajo del agua, Premio Valle-Inclán de Textos Teatrales 2009. En 2011 puso en escena El amor y el trabajo, publicada por Continta Me Tienes (2012). En 2013 estrenó La guerra según Santa Teresa (Continta Me Tienes, 2015). Como dramaturga y escritora ha obtenido numerosos premios y renocimientos. Recientemente ha aparecido su última novela, Los últimos días de Pompeya (Caballo de Troya, 2016).

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