Revista del Instituto de Cultura Puertorriqueña

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baleame, oprimiendo su pecho contra el pretil, sus brazos extendidos en actitud frustrada de capturar la sombra que quedó donde estuvo antes el cuerpo. Cruzó por su cerebro, pasajera y oscura como un ave surgida de la noche envolvente. la certeza trasmutada en imagen de lo que presenciaría segundos. minutos después. Deseó con todas sus fuerzas hacer, dedr lo que fuese. cualquier cosa que pudiera impedir aquello. pero la chica lo miraba con ojos de ciega. perdidos quietamente en la búsqueda de algo en su interior. y su silencio era la declaración más persuasiva de que cumpliría lo que se había propuesto. Todavía hoy a él se le hace imposible precisar cuánto tiempo transcurrió así, los dos inmóviles y sumidos en un mutismo pastoso que eternizaba el momento. Sólo cuando la brisa recreció y la figura de la muchacha empezó peligrosamente a dar señales de ser agitada como una veleta. el policía salió de su marasmo y pronunció palabras que le parecieron inauditas. como expresadas por otro. pues él -que -llevaba años sin pisar una iglesia- no sabía que era capaz de decirlas: Señorita. no lo haga. por amor de Dios. eso es un pecado mortal. En el rostro de la chica sucedió entonces algo similar a un derrumbe. Toda la calma huyó como si él hubiera manoteado para espamar a una paloma posada en la barandilla. Incluso su voz crujióquebrándose al declamar áspera: No ha de alcanzarte el mal. ni la plaga se acercará a tu casa; que él dará orden sobre ti a sus ángeles de guardarte en todos sus caminos. Te llevarán ellos en sus manos para que en piedra no te lastimes el pie. y hada esguinces. ya obviameme fatigada por el esfuerzo de permanecer agarrada de allí y verse obligada a resistir las corrientes de aire. Desesperanzado y hasta rencoroso con ella por seguir ajena a sus tentativas de salvarla. Feliciano adelantó impaciente otro poco más. pero resultó ser en vano. Con rapidez la muchacha desvió la vista hada un resplandor creciente que ascendía sangriento y pulsátil desde algún punto allá abajo, y cuando él creía que iba a mirarlo de nuevo. la vio realizar una especie de baile con los brazos y el tronco -parecido al de un equilibrista en la cuerda floja-que se la arrebató de enfreme.

A lo largo de los días siguientes nos fuimos enterando a retazos de algunos pormenores de su vida. Entre todos construimos un rompecabezas incompleto (cada cual aportando su pieza de lo que había escuchado aquí en boca de éste o de aquél) que contenía suficientes fragmentos como para formamos una idea bastante predsa que satisfizo nuestra curiosidad hasta el puma de poder empezar a olvidarnos del suceso. El

periódico fue la prindpal fuente de noticias: su nombre era Carmina y era casi seguro que vivía en un refugio para niñas y adolescentes pobres llamado San Andrés de la Montaña. Eso se supo porque en los bolsillos de su traje llevaba dos o tres tarjetas en las que había escrito su nombre sin apellido y un número de teléfono. Al llamar nadie quiso ofrecer información alguna; la monja que respondió se limitó a agradecer el aviso y colgó en el acto. Los periódicos decían también que la chica no había· muerto, que se hallaba en estado comatoso, con la mitad del cerebro funcionándole. y que probablemente habría que amputarle una pierna. Además. por medio de una amiga de Mabel. que era a su vez amiga de alguien que aseguraba conocer a Carmina, vinimos a saber que el día anterior a su desgracia. después de asistir a misa temprano en la mañana. lo dedicó a repartir su ropa y sus escasas pertenencias por una de las míseras barriadas que bordean la capital. No tengo manera de averiguar cuánta verdad o mentira hay en estos repones. pero de lo que sí puedo dar testimonio es de lo que pasó y vi con mis propios ojos esa noche. Ya me había acostado y estaba la habitación totalmente a oscuras, y de ahí que quisiera levantarme. porque de súbito tuve la impresión de que me ahogaba en la tinta negra de la sombra y me asfixiaba una angustia desconocida que en algún instante se corporeizó hasta hac~rme reconocible como una corazonada de su presencia. la de Carmina, conmigo en el cuarto. Semí un terror aleado con cierta paz que endurecía metálicamente mi cuerpo. quedándoseme hirviente el interior como la cera de una estatua al ser fundida. Me parecía que alguien iba a tirar de mis pies. no para amedrentarme, sino a fin de hacer notar su penosa cercanía que duplicaba la lobreguez del dormitorio. donde ya creía oír ruegos de ayuda escurriéndose grisosos como ratas por los cuatro rincones. Entonces no pude soportar más y me levanté y abrí las persianas; pero el enjambre de luces esparcidas que aclaró la habitación no desalojó la penumbra de ansiedad y congoja aposentada adentro. Me puse la bata y salí al balcón. Primero me resistia a hacerlo, pero después, a pesar mío. volví la cabeza en dirección del sitio donde había ocurrido todo. El balcón se combaba blanco ante mis ojos antes de acabar armoniosamente inofensivo más o menos a cien pasos del punto en que me encontraba yo. Era el mismo balcón curvilíneo once veces reiterado que transformaba la estructura del condominio en un sólido arco· ladeado apuntando hacia el sur. Imaginé a la muchacha descendiendo ferozmente mientras en cada apartamiento colocado uno endma del otro los habitantes cenaban. miraban la televisión, se duchaban. hadan el amor. dormían. Tuve la sensación, a esa altura. de que se mecía el edificio infinitesimalmenle como resultado del rotar eterno del planeta sobre su propio eje: quizás ésa había sido la causa del vértigo que precipitó a la chica hacia su muerte (¿estaba muerta?, tendríamos que aguardar a los periódicos de

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