rápidamente del caney, y tras él sus seguidores. -¿Por qué no castigas a ese subalterno revoltoso, noble Otoquí? El brujo sonrió, sin darle importancia al asunto pues tenía otras cosas de qué hablar. -Dime, gran cacique, ¿enviaste los corredores a Toa, a Bayamón y a Guaynabo para que sepan allá que les visitaremos? -Sí, Otoquí, y también al Coabey, al Otuao y a Guainía. Ya pronto sabrán todos en Boriquén que Yocajú te ha favorecido. Durante el resto del día Otoqui y sus ayudantes prepararon todo lo necesario para el largo viaje. El discípulo preferido, Juamay, y los otros cinco aprendices del brujo le servirían de escolta. El nitaíno Corí también les acompañaría. En unas abultadas bolsas de maguey metieron los viajeros sus alimentos, hamacas, incienso de tabonuco, tintes de bija y de jagua, mantas, la cojoba sagrada y otras cosas esenciales para el viaje. Otoquí llevaba también regalos para Macuya, uno de los caciques del Toa, para Majagua, el cacique de Bayamón y para el cacique Mabó, señor de Guaynabo. Estos eran los tres caciques amigos que visitaría Otoquí durante el transcurso de su viaje a la casa de Yocajú. A la mañana siguiente, antes de que saliera el sol, Otoqui y su gente emprendieron la marcha. Pronto dejaron atrás los últimos bohios de la aldea y, luego de cruzar el gran batey, tomaron la vereda que bajaba de las montañas pasando por bosques tupidos y gigantes, donde aún dormían las cotorras y las palomas. Llevaban los peregrinos, jachos encendidos de tabonuco para alumbrarse, y el aroma peculiar de la resina quemada se esparcía por el monte dormido. Bajando y subiendo por las oscuras montañas, atravesaban aquel territorio virgen poblado de grandes bosques de cedros y úcares. Salió el sol finalmente y se empezó a disipar la neblina. Entonces, ante Otoquí y su gente, apareció el paisaje en todo su esplendor. Habían llegado a un claro en lo alto de la cordillera y allí Otoquí detuvo la marcha para mostrar a sus acompañantes la hermosura de la Isla, y la gloria del dios Yocajú, creador de Boriquén. Desde 10 alto, divisaban plenamente aquel océano infinito de montañas. Otoquí, emocionado, les señalaba la belleza grandiosa del paisaje. quedando todos sorprendidos, como si fue· ra la primera vez que 10 veían. El brujo Otoquí, descubridor de las bellezas de Boriquén, les mas· traba, exaltado. las trazas de neblina que aún re· posaban sobre las "joyas n y riscos de aquel paisaje maravilloso de Jatibonicu. Continuando su camino descendieron de la colina, internándose nuevamente en el bosque milenario y no volvieron a ver el sol hasta que. cayendo la noche, llegaron a la aldea de Macuya, junto a la orilla del amado río Toa, el río sagrado de Boriquén.
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Allí fueron recibidos con gran alegría, a los acor. des de tambores y fotutos festivos, pues el bujití Otoqui era muy querido en la región del Toa. Luego de hablar por varias horas y de ser festejado por Macuya y su gente, Otoquí se retiró a descansar al bohío que tenían preparado para los visitantes ilustres. Luego, todos en la aldea se retiraron a dormir a sus hamacas, y pronto se apagaron los fuegos, quedando la aldea sumida en la más profunda oscuridad. Poco después de la medianoche, despertáronse los pobladores muy sobresaltados, pues un pavoroso maboya comenzó a lanzar sus horribles gritos desde el espeso bosque de capás situado detrás del batey. Aterrados, enmudecieron todos, sin poder volver a dormir con excepción de Otoquí, quien allá en su bohío se meda en la hamaca, despreocupadamente, sonriendo en la oscuridad. A la mañana siguiente los viajeros reanudaron la marcha, y llegaron por la tarde al yucayeque de Bayamón, la segunda etapa en el viaje a las montañas del este, donde mora Yocajú. A la entrada de la populosa aldea, los recibió con gran júbilo, Majagua, el joven cacique, quien lucía en su pecho un reluciente guanín. Esa noche se celebraba el areyto de la luna llena, Marojo, en el gran batey comunal y los nitaínos de la aldea, pidieron a Otoquí que dirigiera la ceremonia. El brujo, gustosamente, accedió y para deleite del púo blico cantó la canción de Jatibonicu, sirviéndole de coro las mujeres del yucayeque. Después los hombres bailaron la danza de los murciélagos, y las mujeres -Y los niños cantaron los coros de Urayao y Anateni, los amantes de Taita. Al termin~ el gran areyto, el anciano Turey los embelesó a todos, contándoles cuentos de antaño, entre ellos la historia de Anaman y las mariposas... y las aventuras del inmortal Jaicoa, el héroe legendario, quien trajo las ceibas a Boriquén. Todos escucharon emocionados, en medio de gran silencio, aquellas historias de otros hombres que antes que ellos habían vivido en la Isla. Al callar Turey, Otoquí conmovido, se dirigió a él y abrazándole, le colgó del pecho el primoroso collar de piedras azu· les que era su mayor tesoro. -¡Que Yocajú te bendiga, noble Turey! -le di· jo emocionado el maravilloso cantor-. ¡Eres la canción de la tierra; guardas en tu corazón el alma de nuestro pueblo! ¡Que tus historias perduren siempre en Boriquénl Al día siguiente, Majagua acompañó a Otoquí y sus compañeros hasta la aldea de Guaynabo y allí Mab6, el cacique, les colmó de atenciones y regalos. Otoquí le entregó a Mabó un cerní que miraba al cielo, y el cacique, muy complacido, le dio en cambio, una flauta de barro para la ceremonia del guanín sagrado. . Al mediodía, el brujo se despidió de Mabó y de