que sin rumbo cierto va de aquí para allá, a detenerse para contemplar encrucijadas, vericuetos, callejones y callejas, cuya angostura es defensa generosa, sedativo placentero ahuyentador de todo lo asfixiante. Murallas anchas que cual amplios abanicos dan su fresco y su sueño, abren el paso a patios una vez ámbitos de luz y alegría, de flores y pájaros, de risa cascabeleante y trinos melodiosos, que hoy sólo guardan el silencio meditativo de un ambiente que nos dice cosas del ayer sanjuanero, lleno de galantes devaneos, de jubilosos donaires, encantado con la música de una guitarra gitana, que sabía de los toques majos, del flamenco y otras veces quejumbrosa decía en notas y armonías las quejas de la tierra chica, sus anhelos y sus amores. Patios de mi San Juan arcaico que se abren al alma como microcosmos de la quimera. Patios de macetas olientes a claveles y rosas, a campanillas azules, en donde el duelo de la iguana y el gato moruno danzaba en trágicas acrobacias, en desafiantes iras. Patios que se fueron ante la picota cruel para dar ocasión a las casas hacinadas, ratoneras humanas, contrasentidos del trópico y ganancias de Shylock. Patios cuyas murallas de ladrillos cobijados por el musgo, con adosadas trepadoras en donde las golondrinas, esas nómadas avecillas, saben traer todo un paraíso de líricos ensueños. ¿En dónde estás, oasis del trópico, incitador de ensueño, embriagante mago de tierras calientes, soñador hidalgo, empapado de luna y de suspiros, celoso de la luz, musitadar de historias legendarias que hablan muy hondo en el corazón? ¿Dónde está la mano piadosa, los ojos compren· sivos de tu agonía que en vez de ofrecerte el tósigo que da muerte, brindara a tu alma el bello encanto de tus mocedades, con el hábito de amor y de fervorosa dedicación espiritual por tus viejas grandezas de antaño? ¡Quién pudiera cantar las gestas de un pasado glorioso en la vida de nuestros abuelos galantes, de nuestras elegantes abuelas, cuya risa fue canto de sierra perfumada, y su airosa parlería, puñados de cristales! ¡Cuán donosos decires, cuántas genuflexiones de minué, coturno de rigodón y alti· veces criollas! Cada patio de aquéllos, cual viejo arruinado. puede darnos el secreto de su historia. Fueron teatros de diálogos cortesanos, de juegos milenarios, en don· de la joven ruborosa supo dejar caer a tiempo su diminuto pañuelo oloroso a esencias de Francia, para que el muy apuesto galán venido del sur, o de Jas internas montañas, hijo de ricos hacendados, estudiante en el Seminario, o pronto a doctorarse en La Habana, lo recogiese con aquel atildamiento riel más rendido enamorado. Hubo patios que sin duda alguna fueron santua· rios internos en donde jamás la planta de varón al· guno penetró. Pero en la penumbra de sus arbustos, la dama inquieta, que la esquela ansiosa esperaba, leía con avidez un libro de oraciones. También hubo
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patios con aljibes profundos, cuyas aguas fre!';cas, servirían para correr sobre las líneas arquetipales de la niña mimosa, que aquella noche pensaba bailar en el gran salón del trono de la Capitanía General. Patios de trágicos desvelos, cuyos chinos amanecieron ensangrentados por la linfa roja que del pecho herido de más de un enamorado brotaba, en respuesta a la amada esquiva y veleidosa. ¿Y qué diríamos del patio que sirvió de escape a la fuga feliz de la amante pareja; que tras el enrejillado de c¡u portal desaparecieron para no volver más? También hubo patios donde la inocencia retozona dialogaba con los ángeles, donde los más puros amores de madre tuvieron sus íntimos coloquios y donde viejas hazañas y antiguos recuerdos de luchas, desastres, ciclones y batallas contra corsarios y herejes, el abuelo, abogotado en su silla cangrejera, contara a su profusa progenie. ¡Oh los patios del San Juan ya ido! El sabe de cosas para decirlas muy quedo. a los locos del tiempo. Del lenguaje de los abanicos, del idioma de los pañuelos, de los cantares de amores, de los decires galantes, de las románticas poesías, del libro sabroso leído a ratos bajo sus macetas y sus arbolillos de rizados helechos y de las jaulas doradas en donde el jilguero o el ruiseñor, o el canario traíd~ de tierras lejanas, preludiaban armonías al infinito. ¿Por qué la barbarie no te respeta y te acata con el alma a flor de labios? ¿Por qué ha decretado tu muerte anticipada e impiadosa y trata de arrancarte tus encantos milenarios? Ya tus macetas. están mustias, rotos los tiestos de barro añoso. Tu~_ arbolillos fenecen en la incuria del abandono y tus jaulas están vacías como tu alma desolada por el burdo negocio del siglo. Estás enfermo. Tu ambiente ya no huele a rosas y claveles o a acacias y madreselvas. Sucias aguas corren por doquier y grandes mosqueríos inundan sus rincones otros días llenos de luz. Allá está el pozo tapiado. Sus aguas se agotaron para siempre. Ya no sirve para dar de beber al recién llegado, ni para bañar a la hermosa de rizos negros, para lustrar su piel trigueña por el sol enardecido de nuestra tierra. Estás triste, llorando la muerte de tus comnañeros y temiendo por los días funestos que te deparará la picota modernista que abre ruta a los cúbicos ángu. los de geométricas figuras. Ya los patios van sufriendo una lenta y trágica transformación. Ya no son aquellos oasis perfumados de líricos ensueños. Son más bien habitáculos del escándalo, de la gritería estridente de la muchacha soez. Podéis entrar y ver allá en el fondo una vieja mujer con las mangas arrolladas ante un balde de agua gris, frotando fuertemente ropas sobre la tahla de lavar. A sus pies está un chiquillo desnudo y sucio cuya palidez indica una anemia mortal. Más acá hablan dos comadres con voz estentórea todos los chis-