la nieve Había también ocres. El ocre dominaba. Es lo que recuerdo. Ocre. Ocre. Todo esto he debido haberle dicho en mi otra carta. Esto fue cuando volaba entre los picos andinos camino a mi destino y mi desatino. Porque todo fue un error horrible, aunque fatal. Mientras el avión eludía suave· mente nubes y picos, de pronto se reveló ante mis ojos una choza de adobe, tierra, piedra o lo que fuese. Ocre también. Todo era ocre. Era una casa aislada. No se veía ninguna otra cosa humana alrededor en medio de aquella desolación de nube, nieve, tierra, ro· ca; nada, salvo una figura humana absolutamente solitaria, aislada de todo aquello que no fuese lo elemental del globo terráqueo. »La atmósfera en aquellas latitudes enga· ña. Uno nunca sabe qué está lejos y qué está cerca. Aquel indio alzó su cabeza y se irguió pétreo y mineral a contemplar y rechazar aquel ingrediente de escándalo que era el avión en que yo iba. Me pareció verle los ojos antes de verle seguir, con lo que me pareció ser desdén, subiendo hacia su choza. ¿Qué tengo que ver con ese animal humano, si es que es humano?, pensé.
..¿A qué seguir? Salí huyendo de aquel país. ¿El hombre de la quena, qué quiere de mi? »Todo es peor de lo que pueda decirle. Salí huyendo y me refugié en mi sitio. Hice lo que le dije: fui a escuchar las conferencias del joven inglés sobre la escritura cretense y fui a Salzburgo. ¡Troppo tardel »Troppo tarde he dicho, porque, aunque con rabia y vergiienza, hay que confesarlo; soy un poseso. ¡Un posesol Ridículo, ¿verdad? Pues poseso. »Lo que ya ha comenzado a ocurrir era cosa prevista. Va sucediendo según mi terror lo ha ido adivinando. Adivinando no, viendo, sabiendo 10 que fatalmente ha de ocurrir, no importa lo que yo haga. Sé dónde se me espera y hacia allí tengo que ir. Lo otro sería, y es, infinitamente peor que la muerte. »Desde antes de alcanzar lo que ingenuamente creí que iba a ser refugio, sueño y vigilia se me habían convertido en una continua pesadilla. No tuve más reposo; el tiempo que estaba echado en el lecho era un sumergirme en una realidad remota que cada día se tomaba más inmediata, más imperiosa, más absorbente. »Mi estadía en Salzburgo fue un fracaso. La melodía de la quena me asaltaba cuando menos lo esperaba: en el sueño, en los momentos en que iba a cruzar una calle, cuando tendía la mano para saludar a un conocido. A veces me dejaba arrastrar por la melodía -o la melodía me arrastraba a mí- y era como si hubiese emprendido un largo viaje a geografías y tiempos ajenos. ¿Ajenos? Las cosas me iban siendo familiares; los paisajes inhóspitos de tierra ocre, de picos nevados, de alturas inhumanas me iban despertando me· marias, entrándome en un mundo al que no quería entrar, en el que presentía que iba a dejar de ser lo que era. Más de una vez he
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visto la casa solitaria en la cumbre de aquel pico p~lado, entre los tres picos nevados, con el sendero que tantas veces he emprendido, sabiendo que dentro de aquella casa se me espera. Me espera, sí, quien sé; quien me hala, quien pretende arrastrarme a ese mundo entrevisto y previsto en mis pesadillas y del cual he pretendido huir hasta hoy. »Sé que todo esto le sonará a literatura, a embeleco, a locura. ¡Ojalál Vea lo que me ocurrió en Salzburgo. Tocaba esa noche el segundo quinteto de Mozart, el quinteto en sol menor, un grupo de Praga al que había oído en Londres inte~retar soberbiamente un cuarteto de Britten. La sala familiar, los viejos amigos me hicieron olvidarme un poco de mi -no sé cómo llamarlo- problema, digamos. La maravillosa música de Mozart me hizo irme sumiendo en ese agradable sopor, en esa especie de desvanecimiento que me asalta frente a algo que real y verdaderamente me halague los sentidos: un ser bello, un buen vino, un verso logrado. Fue en el Adagio, cuando la segunda viola intercala sus ominosas notas, que sentí con absoluta claridad la intervención de un sexto instrumento. Sobresaltado, miré a mi alrededor buscando la reacción de las otras personas en el auditorio. Nadie parecía percibir nada extraño. Nadie parecía oír lo que no había modo que yo dejase de oír porque el sonido de la quena desarrollaba su sinuosa melodía y se iba infiltrando en el adagio mozartiano hasta adueñarse de él. Renuncié a hacerme preguntas y escapé del local y de Salzburgo. ¡A qué seguirl Ya soy, como le dije antes, un poseso. La región de donde se me llama con obstinado imperio me es ya tan familiar como aquel agradable rincón de la Ile Saint-Louis donde tanto tertuliábamos mientras nos era dable ver el reverso de Notre Dame bañado en la aureoplateada luz del atardecer parisino. ¡Qué distinta aquella vida de mi remota vida actual! Vivo ya en otro mundo extraño y familiar al mismo tiempo, al que debo ir. No me he rendido sin lucha. No puedo luchar más y no lucharía aunque pudiese. Mañana tomo un avión... » La carta de Ciro Doral añadía otros detalles que no vienen al caso. Sí, debo decir, que me describía con minuciosidad exagerada y vivísima plasticidad el paisaje sobre el cual volaría y al cual iba a tratar de llegar luego por vía terrestre a desentrañar y a entregarse al misterioso destino que creía inevitable. Lo demás, está en los periódicos. El avión en que iba Ciro Doral jamás alcanzó su destino, desapareció entre las cumbres andinas, prácticamente inaccesibles, y las circunstancias del suceso fueron tales que provocaron el criterio unánime de que no había podido haber sobrevivientes. Se afirmó que, aun en el caso de que milagrosamente algunos de los noventitrés pasajeros que llevaba el avión hubiesen podido quedar con vida, era im· posible rescatarlos antes de que pereciesen de inanición y de la inclemente acción de los elementos.