Diálogo (dic. 1992)

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aquí. Y~ se le conoce la pinta y su juego. Y de hacerlo, le mandaran uno que le dé "Golpe de Gracia• en los primeros palos ... Otra más ... -No estoy pensando pelearlo por ahora. - ...Otra más, decía yo, eso si es usted quien lo hace. Pero en caso de ser yo, ese gallo estará mañana mismo en el palenque, jugando con ventaja de tres a dos y quizá de cinco a ~no. Eso si creen que es de mi gallera. De otro modo ... Yo mtsmo ~engo gallo para el suyo. Así que ya verá. -¡Aceptele el trato, gallero. Le conviene -intervino La Caponera que desde hacía rato estaba sentada frente a Dionisio Pinzón-. ¿No entiende la combinación que le propone aquí don Lorenzo? -La entiendo; pero a mí no me gustan los enjuagues. Ella rió con una risa sonora. Luego prosiguió: -Se ve a leguas que usted no conoce de estos asuntos. Ya cuando tenga más colmillo sabrá que en los gallos todo está permitido. -Pos ahorita he ganado con legalidá. Y... con su permiso -dijo Dionisio Pinzón al parecer ofendido, dedicándose a engullir su pollo placero y dando por terminada aquella discusión. La Caponera se alzó de hombros. Se levantó de la mesa y en compañía de Lorenzo Benavides fueron a sentarse un poco más allá, no muy lejos de él. · -¿Qué te tomas, Bernarda? -oyó que el tal Benavides preguntaba a la mujer. -Pues por lo pronto que nos traigan unas cervezas ¿o no? -¿Y qué te parece si pedimos antes un mezcalito para que no nos hagan daño las cervezas? -Me parece bien. El mesero se acercó y le pidieron una botella de mezcal. Desde su sitio, mientras daba buena cuenta de su cena, Dionisio Pinzón los observaba. Sobre todo a la mujer ¡guapa mujer! que bebía un mezcal tras otro y reía y volvía a reír con grandes risotadas ante lo que le platicaba Lorenzo Benavides. En tanto acá, el Pinzón, examinaba el brillo alegre de sus ojos, enmarcados en aquella cara extraordinariamente hermosa. Y por la forma de sus brazos y los senos, sobre los que estaba terciado un rebozo de palomo, suponía que debía de tener un cuerpo también her-

moso. Vestía una blusa escotada y una falda negra estampada con grandes tulipanes rojos. Entre un bocado y otro, no apartaba la vista de aquella mujer que había intervenido para apoyar el trato propuesto por Lorenzo Benavides que, por su apariencia, debía ser un gallero famoso. Terminó de cenar y se levantó. Antes de retirarse dio un saludo de despedida a los ocupantes de la mesa contigua, mas éstos no parecieron oírlo. El hombre estaba enfrascado en su plática, tal vez convenciendo a la hembra de algo. Y ella no apartaba la vista de él, una mirada ya medio vidriosa, debido al mezcal que seguía bebiendo en abundancia.

Dos meses después, le mataron su gallo dorado en Tlaquepaque. Desde al abrir careo encontró que se enfrentaba con un rival dispuesto a matar. Era un bonito animal. Giro, finísimo, con una golilla enorme y espesa de plumas y, sobre todo, una mirada de águila y unos ojos enrojecidos por el odio que seguramente no se aplacaría hasta no ver muerto a aquel infeliz gallo dorado. Al carearlos, fue tan rápido el otro en acometer, que Dionisio Pinzón no tuvo tiempo de librar a su gallo, el cual comenzó a sangrar de la cresta a con-

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