ENSAYO
ENSAYO
cuencias en perpetuo master shot, voces en off para cubrir el pietaje faltante, incongruente música guapachosa para dramatizar una escena de violación... ¡y estoy hablando sólo de La pulquería (1980)! Pasar el cine de albures por el rasero de lo políticamente correcto sería otra estrategia redituable para alguien interesado en desacreditar al género. Otro mérito del Güero Castro fue retomar la burda homofobia de una cinta como Cuatro hembras y un mach-omenos (1979) para multiplicarla, magnificarla y trascenderla en un sentido casi kantiano. «¡Ay, Santo Tomás, que no me guste más!», imploraba el propio Castro en uno de sus innumerables papeles de reparto, al ser ultrajado por un negrazo y ese mismo pánico al contagio gay se convertiría en el motor, leitmotiv y fuente de inspiración inagotable para sus más de setenta películas como director, a partir de una forma de entender la sexualidad que ya era anacrónica al momento de ser filmada. El Santo Grial de los héroes albureros era la erección perenne, capaz de satisfacer a los cientos, si no miles de mujeres que insospechadamente asediaban a un Alfonso Zayas o a un Rafael Inclán. Filtros, pócimas,
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aplausos y pactos fáusticos serían sólo algunas de las soluciones propuestas por los guionistas para levantarles el ánimo a sus personajes. Dentro de esa lógica cuaternaria las mujeres sólo podían ser vírgenes impolutas o "mujeres públicas" y los hombres no tenían más elección que ser machos priápicos o muerdealmohadas resignados. ¿Cómo entender entonces el triunfo de un género tan limitado? Acaso porque posee virtudes que residen en el punto ciego de la teoría del autor o de los planteamientos narratológicos. El espacio profílmico es ocupado por cómicos y vedettes capaces por sí mismos de suplir las deficiencias del guión o de la puesta en escena. En Burlesque (1980) Pompín Iglesias interpreta a un productor de cine a la caza de talentos en un cabaret de moda. Abrumado por las dimensiones de Lyn May, el pobre hombre musita «No, no me sirve» y, ante la incredulidad de su asistente, explica «¡Es que no cabe en la pantalla!». Grace Renat, Rossy Mendoza, Rosario Escobar, Angélica Chaín, Gloriella, Jacaranda Alfaro y la nunca encuerable Lina Santos llenaban la pantalla y atraían multitudes, mientras que los tristes remedos de nouvelle vague de les auteurs mexicains se exhibían en salas vacías.
Las figuras públicas idolatradas por el pueblo por haber surgido de éste mismo como el excampeón mundial de box, Rubén "El Púas" Olivares, encontraron en la sexicomedia el regreso a los orígenes del barrio que los vio nacer. En La pulquería, lugar de reunión obligada de las clases bajas se llora y ríe en un interminable juego de palabras que enarbolan la agilidad mental del que se educó en el arrabal. © Cinematográfica Calderón.
Las razones saltan a la vista, como también es evidente el ingenio en los retruécanos de Chaf y Queli, Pedro Weber “Chatanuga” o Carmen Salinas. No hace falta escribir una tesis doctoral sobre lo carnavalesco según Bajtín para divertirse con los duelos verbales de estos actores. La vitalidad de los cómicos, así como su capacidad para recrear padrotes, teporochos o merolicos, se resisten al análisis que privilegia la mise-enscène o las intenciones ocultas del director. Más prometedor es un enfoque sociológico, que intente discernir en qué grado estas películas reflejaban las experiencias de sus espectadores, desde el entorno (vecindades misérrimas) hasta sus actitudes ante la autoridad (patrones explotadores, policías corruptos), sin olvidar que estas realidades se combinaban con fantasías, como ese lujoso burdel de Las computadoras (1982) donde el cliente podía especificar las cualidades que buscaba en su acompañante («Quiero una que tenga mucho uyuyuy y mucho ayayay»). Dicha fantasía podía alcanzar terrenos poco frecuentados por el cine mexicano, como la ciencia ficción (Dos nacos en el planeta de las mujeres, de 1991) o los monstruos surgidos de la literatura de terror (El vampiro teporocho, de 1989), aunque es más frecuente encontrar cintas que caen de lleno en ese surrealismo involuntario del que Juan Orol fuera pionero. Tres lancheros muy picudos (1989) es probablemente la culminación de este dadaísmo accidental, con un argumento en el que conviven sin el menor recato los albures, las leperadas, los encueres, el crimen organizado y las artes marciales, todo ello filmado por un Adolfo Martínez Solares que no se arredraba ante nada, incluyendo la transmutación de las comedias clásicas de Tin Tan en sexicomedias protagonizadas por Zayas. Así, El sultán descalzo (1951) sería el modelo inalcanzable para La negra Tomasa (1993), ya en las postrimerías del género. Si la presencia de Germán Valdés en estas sexicomedias era fantasmal, la de otros actores consagrados en épocas más pujantes del cine nacional fueron corpóreas, para su eterna deshonra. Lilia Prado (en Emanuelo, de 1984), Fanny Kaufman “Vitola” (en Las computadoras), Wolf Ruvinskis (en Los verduleros, de 1986), Eric del Castillo (en Blanca Nieves y sus siete amantes, de 1980) y Roberto Cañedo (en Hembra o macho, de 1991) son sólo algunas de las figuras que debieron pasar por las
horcas caudinas del cine de nalgas y calambures, so pena de quedar excluidos de una industria que para entonces se sostenía sólo sobre dos pilares, el de la comedia procaz y el de la acción justiciera personificada por Mario Almada. Incluso Felipe Cazals, uno de los más aguerridos exponentes del echeverrismo, debió apechugar con Burbujas de amor y Desvestidas y alborotadas (ambas de 1991). Es sólo cuestión de tiempo para que las nuevas generaciones de espectadores, las que crecieron viendo este material en video y ya no en la incomodidad de un cine piojito, las que ven cine popular sin remilgos, quieran saber más de cómo, cuándo, dónde y por qué se filmaron las películas que los han divertido tanto con sus retruécanos y sus encueratrices. He aquí una oportunidad dorada para que los intelectuales puedan, por fin, beneficiarse del género que inauguraron sin proponérselo. Sería un acto de elemental justicia que en los libros y documentales por venir se atribuyera la llegada de las ficheras a los intelectuales que reclamaban mayores libertades creativas. Ahora le corresponde a sus herederos llenar ensayos con sesudas reflexiones a propósito de estas cintas –reflexiones que bien pueden ser ilegibles– y complementarlas con hartas notas a pie de página6. I
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No tienen que ser notas bibliográficas, pueden
ser apuntes intrascendentes.
Alfonso Zayas se convirtió en ideal erótico del mexicano promedio: lumpen en perpetua holgazanería pero siempre dispuesto al encuentro sexual con la reina de la cuadra y sus doncellas. Feo pero cumplidor, le otorga al espectador promedio la fantasía de alcanzar el anhelado paraíso sibarita, aunque éste sea en Caleta, como en Tres lancheros muy picudos. © Cinematográfica Calderón.
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