Bogotá Comic: Desahogo Citadino

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Estaesmihistoria, ysí, yasé,cuálesla solución.

Desahogo Citadino

No era que Gustavo fuera un bruto, ni mucho menos. De hecho, en su barrio siempre le habían dicho que era un tipo brillante, de esos que podría estar en cualquier lado del mundo y comerse el planeta a mordiscos. Y, sin embargo, ahí estaba, metido otra vez en el hueco del que juró nunca volver. Bogotá.

La ciudad que lo había visto nacer, pero que ahora lo asfixiaba como un suéter viejo y maloliente que no podía quitarse.

No era que Gustavo fuera un bruto, ni mucho menos. De hecho, en su barrio siempre le habían dicho que era un tipo brillante, de esos que podría estar en cualquier lado del mundo y comerse el planeta a mordiscos. Y, sin embargo, ahí estaba, metido otra vez en el hueco del que juró nunca volver. Bogotá.

La ciudad que lo había visto nacer, pero que ahora lo asfixiaba como un suéter viejo y maloliente que no podía quitarse.

Dijo para sus adentros –Esto será temporal, seguro... Lo peor no era haber vuelto, lo peor era quedarse. Bogotá lo devoraba de a poquitos, como si la ciudad misma supiera que estaba al borde del colapso, al igual que él. Pero su familia, tan apegada a sus costumbres, parecía encantada con esa tortura diaria. Todos los días había un problema nuevo: o no había agua, o los trancones hacían que el trayecto al trabajo se sintiera como una expedición maldita al corazón del Averno. Pero, claro, ellos estaban ahí, tan tranquilos, como si todo eso fuera normal, como si la mugre que respiraban fuera parte del encanto "rolo" que tanto defendían.

¡No sigamos con eso, es que todavía no hay cómo irnos, mijo! ¿A dónde más vamos a ir? ¿Y así corriendo? ¡Tengo como 20 citas médicas de la EPS durante los próximos 8 meses! decía su mamá mientras le servía un café, mientras él tiritaba de frío en las gélidas mañanas que lo obligaban a despertar sin ninguna gana de seguir.

A cualquier lado, ma. ¡Cualquier lado menos aquí! ¿Vos no te das cuenta de que esta ciudad es como la peste bubónica? Nos tiene muertos por dentro y ni cuenta nos damos. Yo no entiendo cómo ustedes pueden vivir en este purgatorio sin perder la cabeza respondía Gustavo, con la desesperación latiéndole en las venas.

Se sentía como un condenado en una celda invisible cada vez que Caracol y RCN ponían noticias de robos, y lo peor, que pasaban cerca de la casa, o noticias de tipos asaltando cafeterías con armas o en motos. Mientras abuelo le recordaba a esos emperadores romanos que, mientras todo su imperio se derrumbaba, insistían en que todo estaba bien, que no había de qué preocuparse. Bogotá era la Roma en llamas, y sus viejos seguían tocando la lira como si fuera una serenata

Le daban ganas de agarrar las pocas cosas que tenía y largarse de una vez por todas, pero algo lo mantenía atado, como esas cadenas invisibles que los estoicos decían que uno mismo se pone

—Gustavo, no es tan grave… Es cuestión de acostumbrarse —insistía su padre, siempre optimista, siempre tercamente relajado, sin ver el sufrimiento en los ojos de su hijo

—¿Acostumbrarse? ¡Claro, acostúmbrense ustedes! Yo no sé cómo siguen aguantando, que nos quiten el agua cada semana como si estuviéramos en un maldito desierto. ¡Esto es Bogotá, no la Edad Media! Gustavo casi escupía las palabras, frustrado y agotado. Sabía que no lo entendían, o peor, que se hacían los de la vista gorda, porque enfrentar la verdad sería aceptar que él tenía razón.

A veces, cuando salía a caminar para despejarse, pensaba en la ciudad como una helada máquina voraz que se alimentaba del alma de quienes la habitaban.

Cada trancón, cada corte de luz, cada discusión ridícula entre los taxistas y los conductores de aplicaciones por la guerra del centavo, le quitaban a él un pedazo de su humanidad. Pero cuando salía, él se sentía en constante peligro, como si cada vez que pasaba por una estación de Transmilenio, le quitarían sus cosas. Y a la vez, se sentía como esos filósofos griegos que, habiendo alcanzado la sabiduría, eran ignorados por la multitud, cegada por su rutina.

Sabíaqueteníaquehaceralgo,pero¿qué?¿Decirleasufamiliaqueseiríaaunlugar másseguro?O¿Resignarseyserpartedelacárcelalaquetodoelmundollama“La capitaldelasoportunidades”?

Se sentaba en el parque más cercano, mirando los edificios, basura por doquier, las calles con huecos y parches, 2 carriles de la “Super Autopista” (¡Já! Como es posible) llenos de volquetas, camiones, mototaxis, buses abarrotados, taxis viejos, carros con conductores enfadados, humo y se le revolvía el estómago.

No entendía cómo seguían todos allí, viviendo como si Bogotá fuera el último bastión de civilización en medio del caos.

Yo no entiendo, hermano le decía a un amigo cuando se encontraban para tomarse unas polas . Es como si estuvieran enamorados de esta mierda. ¿Cómo van a decir que es vida cuando nos toca vivir con apagones, con calles destrozadas, y con una gente que parece que se conforma con la miseria? ¿Es que no se dan cuenta de que esta ciudad nos traga vivos? Que somos como el ganado, metidos en este corral gigante, mientras los poderosos siguen robándose hasta el último peso. Es absurdo, hermano, ¡absurdo!

Las palabras salían con rabia. Era su única manera de desahogarse. Sabía que, en el fondo, tenía que irse. Tenía que escapar de esa jaula de concreto que lo devoraba, pero algo lo retenía. Quizás el amor por sus padres, quizás el miedo a lo desconocido. Lo que fuera, lo mantenía allí, atrapado en la ciudad que odiaba, luchando contra fantasmas que su familia se negaba a ver

Quizásalgúndía,pensaba,Bogotádejaríadeseresemonstruoyse convertiríaenlaciudaddesussueños.Pero,porahora,soloerauna pesadilladelaquenopodíadespertar.

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