

RELATOS INTERIORES II
Antología de cuentos
Secretaría de Cultura de la Ciudad de México
Programa Social Colectivos Culturales Comunitarios, Ciudad de México 2021
Colectivo Comunitario Artes y Raíces
El contenido de los presentes relatos en esta antología es responsabilidad exclusiva de las autoras y los autores y no refleja la posición oficial de la Secretaría de Cultura de la Ciudad de México ni del Programa Social Colectivos Culturales Comunitarios 2021 o de alguna o alguno de sus integrantes
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Quien haga uso indebido de los recursos de este programa en el Distrito Federal, será sancionado de acuerdo con la ley aplicable y ante la autoridad competente.
La Secretaría de Cultura de la Ciudad de México a través del Programa Social Colectivos
Culturales Comunitarios Ciudad de México 2021, presenta el segundo volumen de Relatos interiores II, que es resultado del Taller de Creación Literaria, impartido por el Mtro. Eric Rodriguez Rodriguez, integrante del Colectivo Artes y Raices, quien encauzó el entusiasmo y el interés de quienes participaron en dicho taller. El presente volumen reúne plumas que ven la luz por vez primera, otras que, en su haber, ya han dado algunos pasos antes de llegar hasta aquí, y también algunas que ya han realizado varios viajes; cada una con un potencial que puede desarrollarse ampliamente, y que invita a la ciudadanía no solo a leer estas páginas, sino también a que, en la siguiente oportunidad, se sume y forme parte de próximas ediciones.
Quienes formamos parte del Colectivo Artes y Raíces, creemos que compartir algún episodio de ese mar de historias que llevamos dentro, nos puede ayudar a ver y a sentir que somos parte de una red, que la presencia física no determina la intensidad de la cercanía, que somos capaces de coincidir y comunicarnos con otras personas a través de nuestras vivencias y recuerdos; y que escribir nuestros relatos personales es una forma de compartir y de formar comunidad.
Es por eso que nos dimos a la tarea de organizar y de crear un Taller de Creación Literaria, para que la palabra escrita sea, no solo un vaso comunicante capaz conectarse con otros y lograr intercambiar emociones y sentimientos, sino también un medio de expresión que podemos desarrollar sin temor a la hoja en blanco; el único requisito necesario es querer escribir, querer compartir, querer escuchar.
Cada narración personal, es un fragmento indispensable de la historia de nuestra comunidad. En la presente edición pudimos reunir 25 plumas que escucharon y se sumaron a nuestra convocatoria y que participaron con entusiasmo y compromiso en la creación de sus relatos personales. La invitación seguirá abierta en esta red que late cada vez con más fuerza.
Colectivo Comunitario Artes y Raíces.
Escribir sobre la familia, es darle forma literaria al recuerdo, a nuestras infancias y juventudes, a esos años de inocencia y rebeldía. Cuando no sabíamos que existía la muerte y nos creíamos capaces de cualquier cosa. Pero escribir sobre la familia, también es hablar de la vida adulta y de cómo se envejece. De los años de madurez y las ilusiones del futuro. De cómo el cuerpo se va cansando y pide tregua, hasta que por fin regresa a la tierra. Escribir sobre la familia, es pensar en nuestros padres y abuelos, madres y abuelas, en nuestros hijos e hijas. Incluso en aquellos que amamos y ya se han ido. Escribir es ficcionar la realidad, darle vida a nuestros sueños e imaginación. Escribir un cuento nos devuelve a la niñez, nos permite inventar personajes, situaciones y lugares que el lector habitará. En estos cuentos que presentamos, los autores y autoras nos acercan a sus familias, a sus mundos interiores. En ellos, encontraremos: miedos, violencias, derrotas, ausencias y nostalgias. Pero también, y sobre todo, hallaremos: raíces, fuerzas, amores, logros, esperanzas y suspiros.
Eric Rodriguez Rodriguez
Índice
Catarina
Herrera Pérez Mónica
In memoriam
Carlos V. Bautista
Ecos
Diana Ortiz Vidaña
El anillo de dulce
Ana L. Oloarte
Felipe Ángeles cabalga un siglo después
Cesar G. Ángeles
Mi abuela Chuy
Adriana Vargas Ávila
Soñé a mi mamá
Alejandra Juárez Vázquez
Algodona
Jorge Negrete Castañeda
Amalio
Dayana Rodríguez
Andrade
Melina Maliachi Andrade
Ven conmigo
Santos Casimiro Castro
Raíces
Nayeli Recillas
Ausencias
Lorena Hernández Barragán
Y tú... ¿Conoces la verdadera historia de la abuela?
Elizalde Gutiérrez, Norma F.
Marina
Paulina M. Arteaga
Rufino Laborda
Andrés Vázquez López
Hoy llegasté al altar
Gela Visuet
Suspiros de mar
Katia Rodríguez
Familia fragmentada
Mayli Arabela Vázquez Ibarra
Leer a Lorca
Margarita Arnal Fernández
El hombre tuerto que se comió las flores
Désiree Rivera
El camino
José A. Muños
Volver al pueblo
Froyamel Corro Jurado
Aurora
María Verónica Flores Solares
Tradición y vida
Claudia Elena Fernández De Dios
Catarina
Herrera Pérez Mónica
Un día que nunca olvidaré, mi abuelita Cata y yo fuimos a su pueblo natal, Tepeji del Río. En los años ochenta era un lugar desolado, sin calles pavimentadas, polvoriento, con casas de ladrillo, muchos perros callejeros, autobuses y coches viejos. Llegamos en un camión todo destartalado, se sentía un calor seco, extenuante, nunca imaginé el espectáculo atroz que nos esperaba en la casa de mi bisabuela Vicenta.
¡Tsss, tsss, tsss! Desde la puerta de entrada, se escuchaba el zumbido de muchas moscas que salían del primer cuarto ubicado después del patio que separaba la cocina de las habitaciones, no tenía puerta, únicamente una tela, más bien un velo por donde una luz tenue dejaba ver la cama en el interior. Con cada paso, un olor intenso casi nauseabundo iba llenando el ambiente. Vicenta, estaba envuelta desde la cara hasta los pies en una nube de moscas verdes que me hicieron retroceder. ¡Tsss, tsss, tsss! Vicenta no podía moverse, ni quitárselas, estaba postrada, cuadripléjica. ¡Tsss, tsss, tsss! Les di de manotazos, me atacaron al unísono, casi se meten a mi boca, las espanté como pude.
-Abuelita, ¿tu mamá está muerta?
-¡Shhh! -Catalina me miró, puso el dedo sobre su boca- No, aún vive.
-¿Y cómo lo sabes?- fruncí el ceño y me tapé la nariz con la mano.
-Está respirando, ve cómo mueve su pecho. -En efecto sus hombros se alzaban con lentitud.
-¡Ya vámonos, huele mal!
-Espera
Mi abuelita Cata pasó un paño húmedo por el cuerpo de Vicenta. Los insectos no se fueron, al contrario, sólo se revolvieron para posarse sobre las paredes y el techo de la habitación que se tiñeron de negro.
Los hombros de Vicenta se fueron levantando con fuerza, sus pulmones jalaron un poco de aire por última vez, después del suspiro, vino una pequeña exhalación. El rostro de mi bisabuela cambió, se puso rígido.
-¡Ve a buscar a mi hermana!- Dijo mi abuelita Cata con voz temblorosa y los ojos llorosos.
Fui por la tía, pero ya no me dejaron entrar al cuarto de la bisabuela. Permanecí sentada en el patio por horas, veía entrar y salir gente de la habitación. No escuchaba voces, sólo algunos sollozos y el zumbido malvado de las moscas quienes estaban disfrutando del festín de carne en descomposición. Miré al piso, una pequeña catarina iba caminando muy despacio con sus manchas rojas, sus pasos cortitos, la observé comerse una de esas moscas verdes que salió del cuarto de mi bisabuela Vicenta. Algo tenía porque no volaba. Con mucho cuidado, la tomé entre mis manos, la puse dentro de una envoltura de papitas que me había comido.
Después de unas cuantas horas, nos regresamos al Distrito Federal. En el autobús, me acosté en el regazo de mi abuelita Cata, me acarició la cabeza con sus manos maltratadas, llenas de arrugas y de pequeñas manchas cafés. Aún recuerdo su voz grave, pausada, su cuerpo regordete con esas verrugas en la cara y el pecho.
Yo no me sentía triste porque nunca conviví con mi bisabuela Vicenta, ésa fue la primera y última vez que la vi; aunque pasé varias noches soñando con las moscas de su casa, con su cara pálida, su cuerpo inerte y esos quejidos graves, pausados como lamentos. Desde ese día dejé de acompañar a mi abuelita a Tepeji del Río porque me imaginaba que Vicenta saldría de su tumba con su carne llena de insectos.
La catarina sobrevivió al viaje, le hice una casita con pasto dentro de una caja de zapatos. Varias noches me dormí junto a ella en la sala o en mi cuarto porque no sabía si sobreviviría a la intemperie. Dicen que las catarinas son las guardianas de los jardines porque se comen las larvas de las moscas blancas y acaban con los pulgones que arruinan las plantas. Además, son muy bonitas, con sus cuerpos regordetes, su color rojo intenso, naranjas y he encontrado algunas verdes como camuflajeadas con las hojas.
Un sábado fuimos al departamento de mi abuelita Cata ubicado en la colonia Portales en el Distrito Federal, el lugar era amplio, con un patio donde mi abuelo Manuel hacía algunas cosas de carpintería; tenían una cocina muy pequeña y vieja. El refrigerador estaba en el comedor, siempre repleto de las deliciosas gelatinas hechas por mi abuelita. En una pared de la sala colgaba una foto de cuando ella era joven, con ese rostro siempre sereno como la recuerdo. Al final, estaban dos habitaciones con un pasillo muy oscuro por donde me daba miedo pasar, pues tenía colgado justo frente al baño un calendario con la imagen del rostro de
un Cristo ensangrentado, el cual permaneció ahí por muchos años como si el tiempo se hubiera detenido en esa casa. A veces prefería aguantarme las ganas de orinar para no pasar por ahí y no ver el calendario.
Lo primero que hice esa tarde fue lo que hacía siempre al visitar a mis abuelos, sacar una gelatina rosa con blanco cuando escuché la voz ronca de mi abuelo Manuel.
-¡Chamaca, qué modales, primero se saluda!- Le torcí la boca. -¡Desde acá te veo!- No sé cómo lograba mirarme sentado en el sillón de la sala con los ojos cerrados y unos lentes oscuros. Avancé hacia él, le di un beso en la mejilla. Yo le tenía miedo, sobre todo cuando alzaba la voz.
¡Catalina, los platos! -Mi abuelita corrió a cumplir con la petición. De nuevo escuché:¡Catalina, las servilletas! -Yo miraba de reojo, pero estoy casi segura de que mi abuelo le alcanzó a dar un golpe en las piernas con su bastón. Mi abuelita acudía a las órdenes de su marido, callada, con la mirada fija en el suelo, moviendo lentamente su cuerpo regordete, pero intentaba no dar importancia a los malos tratos del abuelo Manuel. Llevaban tantos años de casados, lo conocía demasiado bien, en el fondo, también le daba miedo, pocas veces lo contradecía. Aunque en cautiverio, atrapada en un matrimonio como “los de antes”, hacía las veces de una guardiana de su familia. Era callada, nunca me platicó cómo fue su infancia y juventud. Sólo sé que se casó muy joven y se fue a vivir a un pueblo de Querétaro con su marido donde nacieron algunos de sus hijos.
Todos amábamos a la abuelita Cata por ser amorosa, servicial, sobreprotectora, amable, siempre estaba ahí para nosotros. Ella enseñó a sus hijos a tener respeto y compasión hacia los demás. Yo en especial la quería por todo eso y por hacer la mejor ensalada de Noche Buena que he probado en mi vida.
A toda mi familia les conté sobre la catarina que tenía cautiva, no volaba, ni intentaba escapar, pero seguía comiendo. Dicen que las mariquitas comen mucho; su forma redonda es sinónimo de salud. La mía comía poquito, algunas hojas. También le gustaban las moscas, pero no le quise dar, por el asco que me provocaban.
Tengo algunos recuerdos muy entrañables de mi abuelita Cata como cuando ella y yo pasamos tres días juntas en las últimas vacaciones de verano que la vi. Mi abuelo Manuel había salido de viaje. Mi abuelita Cata me entretuvo enseñándome a coser en su vieja máquina Singer, de color negra, con un mueble enorme de madera y sus cajones para guardar hilos,
con un pedal muy grande, ruidoso como una matraca, el cual no me dejaba escucharla por completo. Con sus lecciones, logré confeccionar muchos vestidos para mis muñecas. Mientras cosíamos vi una mancha negra en un rincón de la habitación, era algo asqueroso, como pequeñas larvas de mosca. Mi abuelita se veía cansada y cabizbaja. Sólo estuve tres días porque tenía cita con el médico. No sabía qué, pero algo le pasaba.
Estaba preocupada también por mi catarina, la encontré con las patas hacia arriba. Las mariquitas se hacen las muertas cuando se sienten amenazadas. Vi a una araña metida en la cajita, pero no se la comió, pues las catarinas tienen un sabor muy desagradable y a ningún insecto les gusta. Quité la araña y mi catarina se movió de nuevo.
Con el tiempo fui presintiendo que algo le pasaba a mi abuelita Cata. Hubo una ocasión cuando fue a cuidarnos a mis hermanos y a mí a la casa de mis padres. Me levanté de la cama porque escuchaba ruidos en la cocina, vi a mi abuelita con sus manos cansadas y sus pasos cortitos, abrió el refrigerador. Intentó sacar las gelatinas que siempre nos preparaba; vaciló un instante, se retorció, tocándose el vientre, un temblor intenso en sus manos, provocó que las gelatinas cayeran al piso entre algunos malabares. Sus ojos grisáceos por las cataratas, se humedecieron un poco. Sus párpados caídos me impedían observar por completo su mirada, pero lloraba, estoy segura.
-Ya me voy, m’hijita, antes de que tus padres vean este desastre.
-¡Quédate, léeme un cuento!
-No, qué pena, mira el cochinero. Vete a dormir. -Tus papás no tardan en llegar.
Tomó un trapo, mientras se agachaba, escuché un quejido bajito. Recogió los pedazos de gelatina, tomó su bolso y se fue en medio de la noche.
Presentí que algo estaba mal, mi catarina dejó de comer, ya no quería las hojitas y tampoco intentaba volar. No abrió sus alas, apenas se movía. Saqué la caja de zapatos y la puse en el sol, pensé que tal vez así se sentiría mejor. La empujaba con mi dedo para que avanzara, pero se quedaba quieta.
Unos días después mi papá nos llevó a ver a la abuelita Cata al hospital La Raza. Como no nos permitieron el acceso a mis hermanos y a mí, mi padre nos subió al puente peatonal de Circuito Interior para saludarla desde ahí. La vi levantar su mano a través del enorme ventanal. Yo también alcé la mía, le enseñé mi muñeca Barbie, la cual traía puesto el vestido que cosimos juntas. Me alegré de verla, aunque fuera de lejos y por unos minutos.
La dieron de alta, la visité en su casa, la cual no se sentía igual, su pesado silencio me aturdía. Ya no se oían los pasos cortitos de mi Cata. Desde el pasillo apenas se escuchaba como un rumor, su respiración tenue, entrecortada. Entre una inhalación y otra, se aferraba a las sábanas. Sus párpados más caídos, apenas dejaban ver sus ojos verdes, pequeños; con la mirada fija en ningún lado, no se percató de mi presencia. Busqué la sonrisa que tanto amaba, toqué sus manos cálidas, ya no me acariciaron. Me angustiaba verla inmóvil, intenté charlar con ella, no contestó. ¡Tsss, tsss, tsss! De repente escuché el zumbido de muchas moscas verdes. Miré al techo y ahí estaban en un rincón, amenazantes. Pegué un grito de horror, volaron por toda la habitación, atacando a Catalina, se posaron sobre su cara y cuerpo.
-¡Haz algo! -Le grité a mi tía. -¡No dejes que se la coman!
-¡Muévete para allá! La tía me dio un pequeño empujón para que no estorbara. Con un balde de agua, limpió las llagas de la espalda de mi abuelita. Un grito como el de un animal herido, invadió la habitación.
Las moscas se me abalanzaron como si fueran el ejército más violento. Las perseguí con un periódico para espantarlas, pero ya estaban por todos lados. Coloqué las manos sobre mi cara para que nadie me viera llorar.
A toda prisa, fui a mi casa por la catarina para llevarla con mi abuelita y acabara con esas moscas horrorosas de su cuarto. Tomé la caja de zapatos, la observé, la mariquita ya no se movía. “Seguro finge”, pensé, porque ahí estaba de nuevo la araña. La sacudí, pero esta vez no pude reanimarla; permaneció quieta, con las alas y las patas estiradas. El cielo estaba muy negro, cayeron sobre mi cabeza gotas violentas, enormes. La sostuve entre mis manos, le soplé despacio, la acaricié. Todo fue en vano, mi catarina se había ido para siempre, no volvería a verla. Me preguntaba quién cuidaría de mi jardín, quién se comería las moscas. No me llevaron al sepelio de mi abuelita, sólo escuché decir a una tía lo mucho que sufrió por el cáncer de mama. En realidad, nadie me explicó el significado de perder a un ser querido, lo descubrí así, sola. Me quedé por primera vez con ese desconcierto, con ese vacío que sólo la muerte puede dejar.
Semanas después mi papá me llevó a visitar la tumba de mi abuelita Cata, la enterraron en ese pueblo donde me había jurado no regresar, Tepeji del Río, pero ahí estaba yo de nuevo, caminando hacia el panteón. Mi papá y sus hermanos se veían muy tristes, mi abuelo como siempre con su rostro inexpresivo y duro. El cielo lleno de nubarrones negros cual enjambre
de moscas fueron avanzando desde el cerro hasta caer sobre nuestras cabezas, el agua se convirtió en lodo que yo arrastraba con los zapatos. Mis lágrimas se confundieron con el agua de la lluvia. Saqué de mi bolsillo un papel medio arrugado, lo dejé ahí en un ladito junto al florero, no quería explicarle a nadie lo que sentía, sólo a ella se lo escribí: “Abuelita Cata, quería decirte tantas cosas, pero no hubo tiempo. Te creí eterna, inmortal. Pensé que podría abrazarte cada sábado, cada Navidad, todos nuestros cumpleaños. ¿Sabes? El día que supe que ya no estabas, encontré muerta a mi catarina, pero ya tengo otra, parece enferma, la cuido, la protejo, así te siento junto a mí, así te extraño menos”.
In memoriam
Carlos V. Bautista
“Y quiero morir cantando como muere la cigarra”
La cigarra, Raymundo Pérez Soto
Esa canción siempre me recordó a mi abuelo, en especial esa frase. Ochenta y nueve años tenía al inicio del año pasado, sin embargo hasta ese momento parecía ser mucho más joven; se mantenía lleno de vida, energía, y compromisos. Cuando la gente se enteraba de su edad le costaba creerlo, pero todo cambió el año en curso. Sufrió un accidente de cierta gravedad que lo mantuvo en reposo aunado al comienzo de la pandemia, lo cual terminó por agotarlo. Después de meses de aislamiento y recuperación; retomó su trabajo como músico y es que nada podía alejarlo de la música. Los chicos que conformaban su grupo norteño parecían inyectarle la vitalidad necesaria, pero al final no fue suficiente. Cada vez se le notaba más cansado, parecía comenzar a despedirse, a dejar asuntos en orden y su edad comenzó a notarse con claridad.
Cuando no hubo otro remedio que hospitalizarlo, tuvimos miedo, pero a la vez sabíamos que era lo más adecuado, pues su cuidado se salía de nuestras posibilidades. Aquella mañana nos encontrábamos esperando la llamada para saber cómo se encontraba, sin embargo fue la noticia de su muerte y un pésame lo que recibimos en su lugar. Estuve a punto de llorar, hasta que noté que mi madre y mi tía lloraban y que mi prima Dani observaba con aparente incertidumbre, sin entender lo que pasaba. En ese momento entré en modo automático, no quise sentir, me convencí de dejarlo para después. Tranquilice a mi mamá y a su vez se calmaron mi tía y mi primita. No sé si eso es lo mejor que se puede hacer en esas situaciones, no obstante había mucho por realizar y así nos mantuvimos ocupados. Al final todos éramos un poco como mi abuelo; primero lo primero. Así me mantuve durante ese día y al siguiente, solo pude desahogarme cuando abracé a mi prima más cercana, fue algo inevitable. Posteriormente, de nueva cuenta fue volver a la rutina, la escuela, el trabajo y demás ocupaciones. Cada noche, al regresar a casa solía preguntar si mi abuelito había llegado antes de cerrar la puerta, y al recordar lo sucedido, quería soltarme a llorar, pero no podía, sentía que debía mantenerme fuerte para mi familia, en especial para mi mamá. No fue
hasta que un día caminé al trabajo y estuve a punto de perder el control, entonces me puse a recordarlo, pensé en momentos que compartimos juntos, en lo que aprendí de él, en sus historias y en general en su vida. De pronto, como si alguien o algo me lo estuviera dictando, y aunque no sabía en ese momento qué, ni tenía claro el motivo, comencé a escribir. Las imágenes en mi mente eran vividas, se sentían particularmente familiares, como si hubiese estado yo ahí, viendo los momentos clave de su vida transcurrir en cuestión de minutos dentro de mi mente.
En aquel campo lleno de abundante y salvaje naturaleza nació. Él creció creyendo entender muy poco de cómo funcionaba la vida, pero a la vez comprendía mucho más de lo que la mayoría llega a comprender en el periodo completo de sus vidas.
Desde muy chico, una agridulce nostalgia cargaba; el dolor de su madre y el abandono de su padre, la pobreza y su cruel castigo, sin embargo nada de eso fue tan grande como su hambre de encontrar algo más, de descubrir qué tenía el mundo para ofrecerle a su sedienta alma.
Desde muy chico disfrutaba cantar, de contemplar la naturaleza, del amor de su madre y la compañía de sus hermanos, sin embargo él anhelaba tener un padre, quien fuera su ejemplo, guía y consejero, pero tristemente nunca lo tuvo. Él estaba contento en el campo, más poco a poco se fue percatando que hacía falta el dinero, escaseaba la comida cada vez más, iba creciendo y veía a sus hermanos estar menos tiempo en casa, y encontrar una mujer mientras él solo observaba.
Todo cambió el día en que cuando menos lo esperaba una mujer llegó a su vida, y así sin más, se enamoró. No pasó mucho tiempo antes de que se casaran, sin embargo ella se fue de pronto, sin decir ni una sola palabra. Él hizo todo lo que estuvo en sus manos por encontrarla y la esperaba con ansias, no hubo un día en que no sufriera por su partida, su ausencia le dolía lo inimaginable y la duda del por qué no lo dejaba dormir.
Tan centrado en su dolor estaba que no se percató de los problemas entre dos de sus hermanos, quienes al enamorarse de la misma mujer terminaron por hacerlo inimaginable, lo cual resultó en un violento y trágico final del que no se recuperarían. Él y su familia tuvieron que huir sin mirar atrás, ya que no hubo ninguna otra salida más que irse del pueblo jurando nunca regresar, de lo contrario no podrían volver a salir de ahí para contarlo.
“¿Hay otro color más negro que el color de mis pesares?”
La cigarra, Raymundo Pérez Soto
Una vez que logró escapar de aquel lugar que lo vio crecer y lo forzó a convertirse en un joven valiente, llegó a la ciudad de las promesas falsas. Encontró múltiples obstáculos en el trayecto y aún más al llegar, los primeros años fueron especialmente crueles, sin embargo de rendirse nunca, eso no estaba en él. Una noche caminando por la calle se quedó cautivado ante el mariachi, los norteños y los boleros; poesías hechas canciones que como nunca antes le brindaron una calidez que abrazaba su dolor y al cantarlas parecía desaparecer. Nada había tenido tanto sentido, pues desde que era un niño, cantaba solito alrededor de los sembradíos. Su voz acompañada del bajo, acordeón, tololoche o tambor fueron una extensión de todo aquello que siempre anheló expresar, y así aprendió por sí solo a cantar, tocar, llevar el ritmo y aprenderse las melodías con solo escucharlas.
Después de que en su natal Veracruz dejará atrás aquel insulto mal pagado que reconoció en su momento como amor, hasta que en su camino encontró a quien sí habría de amarlo, cuidarlo y más; una bella joven con sazón inigualable, quién le brindó el resto de su vida todo aquello que nunca antes tuvo. Juntos formaron una familia, un hogar y mucho, mucho más. Nadie dijo que sería fácil, y sin duda alguna fue como intentar vivir en un laberinto en el que diariamente era difícil volver a casa, ser un esposo, padre y al día siguiente regresar a ser el músico bohemio intentando vivir de su pasión.
La situación estaba lejos de ser favorable. Entre más años, más hijos, pero también más música, más trabajo y compromisos, sin embargo fue un músico pionero en su comunidad, un trabajador responsable y disciplinado. Muchos de sus colegas buscaban cosas simples, mundanas y efímeras, no apreciaban las letras, no les emocionaban con las historias de las mismas, sin embargo alardeaban de talento, hombría y galantería, él nunca se sintió cómodo al respecto, pero era feliz cantando, tocando, estudiando y aprendiendo.
Siempre quiso que alguno de sus hijos o nietos aprendieran a tocar algún instrumento, era notorio que era uno de sus sueños que alguien más dedicase su vida a la música, así como él lo había hecho. Nadie de sus hijos siguió ese camino, pero entre sus nietos hubo algunos que estudiaban canto o algún instrumento, aunque estaban aún lejos de dedicarse de lleno.
Él decía que no sabía cómo expresarse, odiaba las fiestas y reuniones, siempre encontraba la manera de irse, así fuera su propia fiesta. Nos enseñó mucho, a pesar de sus defectos y errores, siempre estuvo ahí, aunque fuese solo por momentos. Pareciera que tomamos por hecho por un largo tiempo que él no nos necesitaba tanto, puesto que era algo frío, pero siempre sostuvo que a pesar de que no lo dijera o demostrara con abrazos y apapachos, nos quería a todos.
Después de la muerte de su esposa quien fue el pilar de la familia; casi sin notarlo, aprendimos a quererlo más, a pasar tiempo con él, aunque no siempre fuera lo que él quería. Fue como un padre para muchos de sus nietos quienes tuvieron por desgracia uno que lo era solo de palabra.
Mi abuelo solía repetir algunas de sus historias, en especial cuando había tomado, parecía que en ese estado se encontraba más sensible, dispuesto a ser vulnerable. Entre su narrativa y la que en la familia hemos construido a partir de la misma, estas eran algunas de sus narraciones, que como toda historia que pasa de boca en boca y a través del tiempo ciertas partes pueden mezclar realidad y ficción; y a la cruda realidad mezclarse con cierto idealismo. Aun así, considero con firmeza que no le hizo falta todo eso, ya que siempre fue todo un personaje.
Su ausencia duele, pero seguirá formando parte de nosotros mientras mantengamos vivo su recuerdo, valoremos sus enseñanzasy así poder honrar su memoria, pues es lo mínimo que se merece.
En memoria de Laurencio Bautista
Ecos
Diana Ortiz Vidaña
El huir de mi país fue lo mío. Si, huí de mis fracasos y de las burlas que me perseguían por tener otro color de piel, otro color de ojos, además de esa sensación de orfandad, de sentirme que no encajaba en ningún lado, incluso dentro de mi propia familia. ¿Tu que me ves no te pasa igual?
Desde entonces es que voy en un continuo aprender a reinventarme.
No se crean que es tan fácil no, hay días más pesados que otros, por aquello de evitar tratar de no escuchar el pasado. Y no me negarán que todo pasado se disfraza de mar; a veces con una calma engañosa, y otras con tremendas tempestades.
¿A ti, te pasa igual?
Pero también hay momentos que ese pasado me devela miles de voces como ecos que retumban detrás de mis orejas; muchas veces me pregunto, si algún día saldrán de mi cerebro.
Si hasta parezco un árbol de navidad, donde el pasado y mis recuerdos con sus voces y sus rostros prenden y apagan, a cada rato en cualquier momento no importa la hora o si es de día o si es de noche, ellos solo prenden y se apagan y otra vez se prenden y después otra vez y una más y después nada y luego allá y después aquí y luego, todo revuelto… hay, ¡ya por favor ya!
Abuelita ¿Estás ahí? ¿Me escuchas? Hoy más que nunca necesito de tu té; del que me hacías de niña, ¿te acuerdas? De ese que cura los nudos en la panza; creo que lo hacías con ruda y un poco de orégano,y cuando no tenias simplemente me lo hacías de pasiflora. ¿Ves? Si te digo que todos los recuerdos están revueltos pero, a veces los pesco… yo no los controlo, ellos viven a su tiempo a su ley, uno solo está en ellos así sin más, sin voluntad alguna. ¡Qué fastidio!
Mi candelaria, mi abuelita Cande tu, con un eterno silencio, siempre lista para escuchar sin opinar y, ¡mira! Que lo único cierto en este mi delirio, es tú nombre, mi luz, la guía que me recuerda que debo continuar en esta vida.
Mientras tomo mi té ven, y déjame regresar a mi infancia, ven siéntate aquí muy cerquita de mi abue; mi té tan calentito con su miel y limón. Déjame que me acurruque en tu regazo y
por favor, péiname y ve trenzando mis chinos, quien quita y así todos mis recuerdos se ordenen,y el pasado me sonría.
Nudos, hay abue! Mira que esos mis nudos, ya brincaron tan alto, que ahora habitan en mis neuronas.
Bueno, al último piso; jajaja, además que se aferran a mi, como sanguijuelas eléctricas. Sí, es como si me dieran de toquecitos, de esos jodones que nunca paran, están ahí, de día y de noche y a todas horas. Definitivamente hoy este té, ya no me funciona, más bien lo que hace es ponerle el olor a recuerdos. ¿Puedes ver mis recuerdos ahora abuelita?
Déjame ver tus ojos, y recordarme en tu mirada cansada,déjame decirte que hay días que tu voz me acompaña, y entre tanto alboroto, la escucho como gota en cántaros de barro, repiquetea sin descanso a veces muy despacio otras se alarga y se multiplica como los ecos.
Naciste “hembra’’ hay mi niña! No ves que se ocupaba de un hijo varón-
Escucharte decirme todo eso, marcó mi vida.
Desde entonces, los murmullos me persiguen de día y de noche, hay algunos que no se de quien son, ellos dicen ser mis parientes ¿tú los escuchas abuelita? ¿Los ves?... Ya están aquí y me cuentan su verdad. ¡Dejen de cuchichear por Dios ! ni crean que yo lo diré como ustedes me lo cuentan. .. Yo, solo puedo hablar de lo que vi, y de cómo lo viví, así que; ¡Ya no jodan! Tan re machos, y ustedes mis parientas, tan achicaditas.
De verdad abuelita, si yo recuerdo a todas las parientas altas y bien formadas, claro antes de casarse, porque ya matrimoniadas, se fueron reduciendo, al grado que su voluntad cuelga del marido como amuletos de mal agüero.
Pero si parece que somos una maldición encarnada que va de generación en generación ¿a poco no?. Te das cuenta abuelita que con tan pocos años la vida me regaló el entendimiento. Tu decías que era mi legado, sabiduría ancestral. Pa’lo que me sirve, si es pura sufridera, pura llevadera de bolas en mipanza. Y yo que culpa tengo de nacer con ustedes
Ya hija, deja de renegar de tu sangre~
¡Abuelita, pero, Imposible de no renegar de la familia! Aunque sí le hice caso a tu pregonar “De la familia y del sol, entre mas lejos mejor” esa letanía me trajo al otro lado del charco, la uso de pretexto, para el que me pregunta.
Pero es aquí, donde más pesa la sangre. Por lo menos platicarte así como estamos tu y yo, ayuda a deshacer estos nudos. Eso me lo digo yo, para sentirme niña y acurrucarme cuando me visitas.
Figúrate abuelita, que en este adormecimiento, me vienen muchas imágenes que me jalan por las mañanas veraniegas vestida con mis batas de sedas floreadas y descalza, con mis cabellos rubios y chinos largos embarañados. Un despierta con el sonido chillante de la tetera con aroma a canela,que se mezclan con el perfume a estiércol fresco.
Pisar la tierra húmeda y sentir su latido, y a lo lejos, los ladridos de perros guiando algunos borregos, encontrarme con el alboroto de las gallinas, y descubrir a la luna que se esconde con el canto del gallo. Sentir al aguacate fresco colgando en racimos y como desayuno uchepos calientitos que mi abuela Maria mandaba comprar. Si, la madre de mi papá. También esos otros veranos buenita, donde habitaban los días calurosos, el brincotear en las acequias y refrescar mis pies, el morder de una tuna verde o roja, que importa el color, si el hambre se apaga con mezquites y jocoque, con el remojar de tortillas recién hechas y sopiarlas en caldo de frijol espolvoreados con queso de cabra.
Lo que tú no sabes abuelita es que, de vez en cuando visitaba el miedo empapado de sonrisas cómplices, de demonios que acechaban como sombras.
Un día te escuché platicando con mi mamá, le explicabas algo así que, el pasado comienza con la muerte. Lo cierto abuelita, es que a mi me viste,tú me vestistes ¿recuerdas? He perdido la cuenta de los últimos días que te vi. Ahora lo más importante es que estas aquí escuchándome como siempre; ¿los hueles? ¿los ves tú? Son sus rostros, mira se asoman, ahora se borraran entre las nubes grises de los mofles, cuando camino por la ciudad.
Hay días que me pregunto ¿Será que fue suerte el convivir con mis bisabuelos, y con el centenar de parientes que de ahí emergieron?
¡Míralos abuelita! Ahora vagan entre muros y para ellos no hay fronteras ni tiempo, ¡escúchalos! Ellos siguen murmurando a mis espaldas. ¿Los ves abuelita? ¡Abuelita Cánde! nada que me contestas.
¿Será por lo hermosa que es mi familia paterna? En ella todo lo malo se esconde como calzón cagado debajo de la cama. Cuidado con ventilar la verdad. La ofensa es tan grande que te cuesta un labio sangrado por impertinente.
Los 7 pecados capitales danzan entre porcelanas francesas que se mezclaron con loza de barro. ¡Shs! Secreto a voces. La locura viste y reviste a las mujeres del lado paterno.
Ni me repitas que yo también lo heredé. Si ser Vidaña me salva o no? ¡contéstame ya abuelita!
¡Hay hija! No ves que la sangre llama aunque nos cubran fronteras.
Abuelita y si algún día me preguntan por mi legado del lado materno, creo que tengo una palabra que nos describe: “Errantes’’.
- Mi niña, ¡cómo olvidar que nuestro terruño que nos vomitó! Juan Aldama Zacatecas y nuestro eterno andar en busca de mejores tierras, eso decía mi papá Natividad.
Sí, abuelita Cande, de ahí nace nuestra historia sin principio, donde las mujeres se casan con sequía en el corazón, y un rosario en la bolsa del delantal como acompañante inseparable.
Natividad, tu padre y mi bisabuelo, mi recuerdo entra en el azul profundo de su mirada, comprendí que su nombre lejos está de ser el suyo.
Mira abuelita ahí está tu papá ¿lo ves?
Recuerdo que cada vez que llegaba de vacaciones a su casa,me recibía muy alegre cantándome :
--Diana Diana música de León ..la pata tirante y el ojo pelón—
A tus 99 años Nati, se te veía caminar por todo el pueblo. Y amo me gustaba pasear contigo.
Si algún cristiano te saludaba, tú, levantabas tu carita para devolver el saludo y yo veía en ti, dos grandes grietas donde habitaban unos labios delgados sin perlas ni puentes que enganchar entre tus tantos recuerdos.
Tu cuerpo estaba moldeado por la vida de tal forma que parecía que la cargabas. Me llevabas de la mano a un paso lento muy lento, y con la otra te apoyabas de tu bastón de madera por que eso si,eras muy elegante, te vestías con pantalón de gabardina cafe claro y camisa de lino blanco, además de cargarte siempre un sombrero de tardan.
Fuiste el primer profesional de la familia, llegaste a este pueblo como “sastre”, tu mayor alegría era ser el dueño de un billar y de la cantina del pueblo.
¡Qué orgullo debió darte abuelita! Ser la hija de tan valiente personaje.
¿Pero qué va? Yo fui testigo que detrás de esa pinta de catrín, la tristeza lo abrazaba en sus ratos de descanso, al ir cerrando sus ojos se recorría mil veces dos continentes. Yo alcancé a escuchar sus susurros, al principio creía que rezaba,y después al poner más atención lo escuché abuelita! ¿Tú nunca lo escuchaste abuelita?
Decía:
- Los perros están sueltos, visten de negro y capucha blanca, huye y que no te alcancen o te quemaran -
En mi cabecita de niña, me imaginaba una bola de perros detrás de ti Natividad.
¡Qué lástima que no conociste a Antonino abuelita Candé! A él, los corajes y las tristezas bebieron su vida. Eso me contaba Doña Cruz, si Crucita, la señora que daba catecismo en su jacal,yo ya te había contado de ella y de su hija cuadripléjica. Me contó como mis bisabuelos se hicieron de tanta riqueza.
Que se le va hacer si Michoacán es tierra húmeda de sangre inocente que abonan los cultivos de aguacate. Fincas y ranchos repletos de esclavos conversos a un catolicismo inhumano y salvaje. ‘’Y ellos los gachupines, los catrines tan devotos y fieles’’
Deja te cuento como me lo contaron a mi abuelita...
Mi bisabuelo paterno, Antonino Esquivel ni se imaginaba lo que la vida le guardaba en esta tierra mexicana; le arrebató un hijo, a cambio de 16 nietos.
A veces me encuentro con su rostro en este divagar de mi memoria en la cara de mi padre,su primogénito, de mi hermano y mis hijos.
Crucita dijo que mi bisabuelo, descubrió en la mirada inocente de mi padre, la fé de mejores tiempos.
Muy lejos le quedaba el recuerdo de su hijo muerto Atónino ll.
Justo el día que cumplía los 12 años, su regalo fue un caballo de pura sangre traído desde la madre Patria, muy orgulloso y alegre lo jineteaba haciendo gala de su presente. Pero no contaban con Ramona.
Abuelita, ¿Sabías que mi abuela se llamaba así,? ¿Por qué se cambió el nombre a Maria?
Crucita continúa en su relato. Ramona fue una niña muy pero muy mimada y celosa. Ese día, no soporto que a su hermano le dieran un hermoso corcel llamado. “El Palomo”
Los peones fueron testigos, de una mano pequeña sostenía un clavo que sobró del herrar al caballo; y sin más pinchó la nalga del pobre animal.
Antonino ll trató de sujetarse de la crin,en eso, el caballo relinchó tan fuerte, dio un brinco y comenzó a correr como loco. El pobre muchachito que se había caído quedó enredado en un lazo que ajustaba la silla de montar arrastrándolo muy lejos muy muy lejos, cuando uno de los peones le dio alcance al ‘palomo’, de la silla solo colgaba un pedacito de pie. Dios lo tenga en su santa gloria.
Si algo aprendí de esos veranos abuelita Cande, fue que ‘’La ley del rancho’’ “todo trabajador que quiera estar en la huerta de los Ortiz , debe callarse y pretender ser ciegos, mudos y sordos”
Los fantasmas, se pasean entre los vivos. Solo el viento del norte nos recuerda que alguna vez se sepultaron miles de verdades.
Y hablando de demonios abuelita, déjame volver a ser niña y recordarme así, pero no sueltes mi mano, porque ahora veo a tú concuño el maldito Albino, el marido de la tía abuela Socorro; ‘’Soco’’ “Soquito” el nombre se le iba acortando al parejo de su voluntad, no más con la pura sombra del marido.
Esos días abuelita, esos días que como hoy, me acercan los aromas a frijoles recién hervidos y a tortillas hechas a mano por la tía soco.
Todavía no terminaba de salir el sol y ya se escuchaba el mugir de las vacas que pasaban enfrente de su casa, por estar en la calle principal del pueblo.Una casa con un jardín lleno de rosas gigantes. Jamás pensé ver flores tan bellas y tan enormes.
Además de solo imaginarme comiendo un trozo de queso de cabra con sal y jocoque, es recordar que ese era mi motor de arranque para pararme y correr directo a la cocina.
Pero en uno de esos días, me encontré a alguien sentado en una de las silla de madera con asiento de mecate. No me saludo y yo tampoco, recién llegaba de los Estados Unidos, Dijo la tía soco, pero a esa edad no se me daba ser muy sociable, además que a quién le interesan esos temas?
Al pie del fogón la tía Soco, se encontraba atisbando la lumbre y volteando las tortillas que la prima Marina, la hija menor de siete, estaba torteando. Yo, ignorando al extraño me senté del otro lado de la mesa para recibir mi tortilla con queso.
-Es mi apá- me explicaba la prima, muy contenta.
Solo contesté con un levantamiento de hombros al tiempo que mordía mi tortilla calientita.
—Mujer, en cuanto termines te vas pal’matadero y traes carne pa’ los invitados, también pasa a la botica por mi pomada-
El tío dando órdenes a la tía.
- También mándame a las grandes a lavar al río, que ya es hora de tener los trapos limpios-
- Miri! Anda usted muy mandón- Le contesta la tía soco,con risita nerviosa sin mirarlo.
Terminado el desayuno, el tío salió de la cocina y se fue al cuarto donde se guardaba el grano y el frijol, no sin antes dar una última orden.
- Marina te espero en el granero, pa’que me ayudes a desgranar el maíz. Tráete a la guerita pa’que nos ayude.
No recuerdo la cara de la prima. Lo que sí recuerdo es verme en ese cuarto oscuro desgranando el maíz mientras el tío besaba a la prima, ¿que papá besa a su hija y le va quitando la ropa? mi corazón comenzó a latir muy fuerte cuando la puso a bailar encima de él.
Parecía que montaba porque ella brincaba muy rápido, baje la mirada no quería verlos ni oírlos, yo solo quería salir de ahí, Jamás había visto nada parecido tenía mucho miedo.
Él hacía caras horribles y mugía como animal. Comencé a llorar No me gustaba lo que veía. Le quitó a mi prima de sus piernas y vi una cosa horrible que le salía a mi prima y era de él!
-No se espante Mija mi apa nos quiere tanto que nos enseña cómo ser mujeres ándale ven y dale un besito.
Mi prima tan contenta y animada me invitaba.
Yo solo quería salir de ahí
- Venga mi guerita ya no llore, mire que esto es un dulce para las niñas buenas, béselo pa’que le compre una muñeca.
Me abrazo dándome besos que no quería recibir.
En eso escuché la voz de mi abuelita a lo lejos que estaba buscando a la tía soco, mientras que yo trataba de zafarme de esos brazos fuerte como hierros, no podía en eso quise correr, pero él me apretó muy fuerte y me dijo:
- Cállese. Usted no vio nada, ni dice nada; ¿oyó?
Que se me hace que no le compro su muñeca-
Su mirada era como un toro enojado, con ojos enormes y rojos, me lastimaba mis bracitos, al quejarme del dolor, puso su cara demasiado cerca de mi, me dio asco, su aliento olía a flores podridas.
Trate de poner resistencia y voltear mi carita cuando él, con voz más amable me dijo:
--Ande, dele un beso a mi muñeco para que vaya a buscar a su abuela
Así que lo agarró con una mano y con la otra me tomó la cabeza para empujarme y acercarme a su asqueroso muñeco.
Tuve que hacerlo, tenía un líquido como el de los caracoles del jardín de mi escuela.
Por fin salí corriendo y sin voltear fui donde tú estabas abuelita, y te pedí que jamás me dejaras sola. Ya no quería regresar a esa casa. ¿Si te acuerdas verdad?
Pero era como siempre, ningún caso me hiciste, me tomaste de la mano y fuimos al mercado en busca de mis tías.
¿Abuelito, estás ahí? Pásale a tomarte un té tú también, mira que mi abuelita Cande y yo platicamos de todo y de todos, ¿Y que se le va hacer? Estando de este lado, el español se aferra a mi, como tinta negra en camisa blanca. Me taladra, solo en mi idioma se reviven mis recuerdos, a veces mi español es un cuchillo filoso que me hiere, tú más que nadie me entiende recuerda que fuiste bracero. ¿Te acuerdas verdad?
Abrázame abuelito, no dejes que me alcance ese mediodía, en la calle de la sur 24, de la agrícola oriental, mira que yo ya me veo caminar con mi abuelita, ella jalando y yo empujando tu cuerpo. Tu ibas arriba de la avalancha, quietecito, echo bolita ya ni respirabas, mientras yo me limpiaba los mocos con la manga de mi suéter. En una de esas, y con mucha dificultad lograste decirme:
- No, mi niña,no me llore, a la muerte no se le llora, se le hace fiesta-
Por fin los carros pararon y mi abuelita hizo otra vez la seña para que le agarrara la mano y poder cruzar la calle, te vi el rostro abuelita Candé ... descubrí que había bastado
caminar unas cuantas cuadras, para que todos los años se te pegaran como yema de huevo seca. No llorabas.
¡Mira abuelito Abundio!, pero mírala bien...por que mi abuelita Candé es tan diminuta como sus parientas, pero yo se bien que tú no le robaste la voluntad; fueron las penas y esas también pesan y mucho.
Eso sí, ella sí que se viste de determinación, mira que empujarte por 5 calles para que el doctor te viera. ¿Lo recuerdas?
No, yo creo que esa parte no la recuerdas abuelito porque fue cuando cerraste los ojos. Una mañana del 16 de julio del año 1974, y la ciudad de México se vistió de un frío mañanero muy gris.
Estábamos de fiesta.
El anillo de dulce
Ana L. Oloarte
El pitido era un sonido conocido para Cristina. Había puesto miles de veces la olla exprés; para la res o el puerco en los buenos tiempos y en los complicados para los frijoles, incluso, una vez había intentado hacer un flan para no dejar al pobre Julián sin celebrar su cumpleaños. Sabía lo que significaba el barloteo de la válvula, sentía el peligro avecinandose y aún así no se movió ni un centímetro, algo más bullía en ese momento y la olla era, irónicamente, la menor de sus preocupaciones.
Don Andrés ha vuelto.
— Había dicho Azucena cuándo se encontraron en el mercado, así cómo si nada, ignorando todo lo que desencadenaban esas palabras. Lo primero que sintió Cristina fue el frío, después, la sien palpitandole y tuvo que decir que había olvidado el dinero para justificar la rápida vuelta a casa. Las lágrimas se agolpaban en sus ojos y trataba inútilmente de recuperar la compostura concentrándose en el dolor de sus uñas enterrándose en su palma.
Ha vuelto Pensó antes de cerrar apresurada la puerta. Eran apenas las 12 del día, no había razón para que pusiera la llave, pero lo hizo, le temblaban las manos haciendo que las llaves se le resbalaran dos veces.
Ha vuelto dijo entre sollozos histéricos, mientras se dejaba caer en el patio y se quitaba del cuerpo a manotazos la sombra de los recuerdos. Quería gritar, quería escapar, quería escupir todo lo que desde hace años guardaba pero no lo hizo. Se pellizcó fuertemente el muslo como su madre solía hacer, cuándo ella no dejaba de quejarse por tener que asistir a misa. Respiro profundo, levantó las llaves y las bolsas vacías para dejarlas en una silla, mientras se dirigía al baño a meter la cara en una bandeja de agua fría. Se limpió la nariz y se sentó en el inodoro a esperar que su rostro recobrará su color natural, no tenía que hacerlo pues no había nadie más en la casa pero la mecánica de la rutina ni siquiera la dejó contemplar ese detalle.
Ha vuelto pero ya nada es igual pensó antes de salir a preparar la comida. Los niños volverían a la 1:30 o quizá a la 1:40, sí aquel señor con el puesto de algodones, se ponía afuera de la escuela, sabía muy bien que se detendrían y cooperarian para comprar uno
grande. Julián le dejaría elegir el color a Rosario y ella tomaría su tiempo para elegir el mejor. Julián era un buen hermano mayor, paciente y protector, el hermano que Cristina siempre quiso, él que siempre necesitó.
Puso los frijoles, antes de salir a lavar los trastes, empezó con los vasos. Algunas personas comenzaban con los cubiertos pero odiaba pensar que la grasa de la comida quedaría impregnada en aquellos utensilios encargados sólo de contener agua y la sensación de suciedad no la dejaría tranquila por más que los tallara. Escuchó las risas antes de que llegarán a la puerta y con una sonrisa se secó las manos y corrió a recibirlos. El algodón era morado y tenían los dedos y la boca manchados. Todo el terror que sintió en la mañana desapareció en un segundo.
Tomó un trozo de algodón mientras les ayudaba con las mochilas y escuchaba las voces entremezcladas de los pequeños contando las aventuras del día, cuándo de pronto, Rosario se detuvo antes de entrar y gritó entusiasmada
¡Taraaan! al mismo tiempo que agitaba triunfal un anillo de dulce frente a Cristina Mira mami, me lo dio uno de tus amigos, dijo que eran tus favoritos
. El sentimiento fue tan arrollador que dejó caer las mochilas. Sentía como si su sangre hirviera, la cólera inundaba cada parte de su ser, el algodón convertido en agua goteaba de su puño cerrado y ese pitido aumentó imparable en su cabeza hasta convertirse en silencio. No escuchó las preguntas asustadas de los niños, ni siquiera sentía sus manitas desesperadas tratando de hacerla reaccionar, habían sido opacados por un tumulto de recuerdos desencadenados por el maldito anillo de dulce, aquel que había recibido de manos de Don Andrés, cuándo tenía apenas unos años menos que su hija.
No tenía dinero para pagarlo, pero él había dicho que estaba bien, que era una buena niña y a las niñas así, sólo les pasaban cosas buenas, no debía hacer nada más que comportarse y guardar silencio.
El sonido de la válvula rompiendo el vidrio, la trajo de nuevo al presente y mientras cubría a los niños con su cuerpo tuvo la certeza de lo que debía hacer. Aún con las gotas calientes cayendo del techo, entró a la cocina. Tomó un cuchillo para carne y lo guardó en una bolsa del delantal. Salió para tomar las mochilas y tranquilizar a los niños. Los llevó con Azucena y le dijo que debía encargarse de hacer la limpieza, no debería tomarle mucho tiempo pero si era así su papá los recogería antes de las 3:00 para que pudieran comer.
Antes de irse se despidió de ellos con un beso y les dijo que no se preocuparan, que ella estaba ahí para cuidarlos y eso es lo que iba a hacer. Le pidió a Rosario el anillo y lo guardó junto al cuchillo. Se levantó y comenzó a caminar mientras escuchaba fuerte y claro aquél pitido retumbar en sus oídos
Felipe Ángeles cabalga un siglo después
Cesar G. Ángeles
─Ven niño Felipe Ángeles, no escapes a la ardua tarea de darme forma... Átate este cordelito a mi cola de cometa y hazme volar por el cielo como un papalote, desparramando frutos de colores... Hazme volar por las sierras... Atado a tu dedo niño, hazme navegar por mis cielos, tú abajo, guiándome, enseñándome a mí misma. Tú a caballo... Buscando una palabra que me apacigüe, ¡dónde está mi gente, dónde? ─¡Aquí estoy yo!, Felipe Ángeles, aquí estamos los dos. Cuando mi dedo engarruñado por la muerte no sostenga más este cordel, no permitas que nadie se lo lleve, hasta que otra mano predilecta tuya venga y lo arrebate con la piel de mi mano muerta…
Diálogo entre la Patria y Felipe Ángeles. Elena Garro.
Después de varias cartas y gestiones solicitando se produjera la obra de teatro Felipe Ángeles de Elena Garro, como parte de los homenajes del centenario de su fusilamiento, llegó la inesperada invitación. Era noviembre de 2019. Llenos de emoción asistimos mi madre y yo a este evento, el cual recrea un episodio muy importante en la vida del general, mi tío, como todos en la familia le decimos de cariño. Ya había visto algo de la escenografía, una escalera enorme y gris, casi una pared; en mi mente rondaba el nítido recuerdo de la puesta en escena de 1978 que de niño me tocó presenciar, donde salía entre la neblina un tren de vapor tamaño natural y un jinete revolucionario a galope en un hermoso caballo blanco; los sonidos ambientales me cautivaron.
Mientras investigaba a quien contactar para lograr mi objetivo, encontré un video de la versión de principios del siglo XXI donde un desesperado, angustiado y apasionado Felipe Ángeles se esfuerza por defenderse durante su juicio militar. Sucede en Chihuahua en el Teatro de los Héroes los días 24, 25 y 26 de noviembre de 1919; una adaptación de Luis de Tavira alejada de la personalidad real de Ángeles; sin embargo, subrayo, la actuación del maestro Rodolfo Guerrero fue una cátedra. La obra se presentó por cinco semanas en el recién remodelado teatro Juan Moisés Calleja del IMSS; más de 5000 personas asistieron en total. Nuestra primera sorpresa, fue la exposición fotográfica en el mezzanine sobre Felipe Ángeles,
con material proporcionado por el Instituto de Estudios Históricos de las Revoluciones de México (INEHRM), daba la bienvenida al público enmarcando la importancia del evento. Nos preparamos llevando la gualdrapa de la montura del General cuando fue director del Heroico Colegio Militar de Chapultepec; es un escudo bordado en hilo de oro sobre terciopelo negro ribeteado por una cinta color vino que va en la parte trasera de la silla de montar, y un cuadro de Ángeles pintado al pastel en 1980 por Castillo (no sé su nombre completo), mismos que entregamos a la productora quien con alegría exclamó: “En algún momento los presentaremos”. Tomamos asiento en los lugares de honor; el teatro lucía impecable: elegantes asientos rojos, luces tenues, y en el escenario que parecía estar de luto, se proyectó una frase conmovedora, potente... el silencio presente en la sala.
El pesado telón conforme se abría, dejaba ver la gran escalinata para remontarnos al desaparecido Teatro de los Héroes, como si con ese incendio del 17 de junio de 1955 los herederos políticos de Carranza, Obregón y Calles hubieran borrado ese cobarde y apócrifo juicio ordenado por el autoproclamado presidente provisional, Venustiano Carranza. ¡Qué ironía!, Parece que la vida se burlara; un teatro dentro de aquel teatro, se convirtió en una obra de teatro. La trama y las actuaciones formidables del elenco en más de una ocasión hicieron a mi madre aplaudir; las emociones convertidas en lágrimas eran su agradecimiento, a mí la corbata me asfixiaba, quería llorar y no podía, algo me jalaba desde dentro como freno de caballo.
Los asistentes nos convertimos en parte de la obra: éramos ese público de hace un siglo conformado por 5000 almas que se hicieron caber en un recinto planeado para la mitad; atentos del siguiente movimiento, del siguiente diálogo, prestos a gritar consignas o vivas, a objetar y emitir comentarios, la empatía con el prisionero era absoluta; ya odiábamos al tribunal, las emociones rebasan la razón. Durante el intermedio imagino al bisabuelo en la prisión de Fort Bliss, Texas; a la que fue conducido para evitar que rescatara a su hermano, escribir una carta más o menos así:
El Paso, Texas. Noviembre 24 de 1919. Hermano, tus hijos Chabela y Alberto, así como tu sobrino el Mayor Eduardo, (quien se encuentra detenido conmigo), hemos librado misivas a Carranza solicitando se te juzgue en un tribunal civil; petición respaldada por amigos varios, dentro y fuera del país. Los señores embajadores de Cuba y Japón, así como el cónsul francés, junto con la viuda de Madero, Sara
Pérez, creemos que nuestras voces serán escuchadas en la Ciudad de México y tu sentencia será menor. Espero verte al final de esta lucha y mientras tanto recibe el agradecimiento, recuerdo y cariño de tu hermano que te acompaña.
Coronel Eduardo Ángeles.
Este Felipe Ángeles es la esencia misma del tío Felipe. Rodolfo Arias magistralmente transmite su serenidad, nostalgia y amor… su convicción. Proyecta fuerza y determinación con la mirada. El movimiento de sus manos y el silencio remarcan la actuación con elegancia, el público se entrega. De su físico varias personas han escrito, pero yo te daré mi propia descripción: 1.78 m, moreno claro, bigote estilo prusiano, con sonrisa franca aunque escasa, ojos oscuros de mirada melancólica, su voz grave, educada y suave pero que se hacía obedecer; cuerpo de atleta, impecable, y por dentro un ser de paz y amor.
Regresamos a nuestros asientos; una vez más tomamos conciencia de que somos parte de la sangre de ese humanista que nos legó honor, justicia, compromiso y respeto. Buscar el bien a toda costa. A veces esto se nos olvida con facilidad. Llegó una escena donde el monólogo de Felipe Ángeles nos lleva a la casa donde nació en Zacualtipán, Hidalgo; a volar una cometa con un hilo rojo, a comer las ciruelas de su árbol, de las mismas que varias veces he comido junto a mi madre, levantándolas del piso, y así sin más las disfrutamos. Yo soy aquel que 100 años después toma ese hilo rojo que significa su lucha y sus valores, es tan pesado como un rifle; me doy cuenta que ese hilo lo dejó en la tumba de su padre, ─mi tatarabuelo─, y de ahí lo he tomado sin saber a ciencia cierta todo lo que debo de llevar a cabo para lograr esa misión que él empezó y no pudo ver terminada; sé que no seré yo quien la culmine, pero he empuñado esa arma que es la cultura, la educación, que procura bienestar a las niñas y niños, y también a los jóvenes, porque ellos son la semilla que se planta en la familia, que si se cuida con amor germina.
Como sociedad somos responsables de transmitir valores que formen mejores personas, ciudadanía consciente. Esta obra, y las acciones realizadas por cinco generaciones atrás, nos han dado la inspiración para llevar este compromiso al siguiente nivel, involucrando sociedad, gobierno y empresa, con la Fundación General Felipe Ángeles contribuiremos para apoyar a niñas y niños a que sean el mejor ser humano que llevan dentro. Así mi mamá una vez más sonreirá y yo a su lado. Soy César Ángeles y esta es una historia familiar. Gira en torno a mi tío bisabuelo: un héroe olvidado quien resultó ser el más notable de los militares de
carrera que abandonaron el ejército federal para incorporarse a las filas de la Revolución Mexicana. Idealista admirado, envidiado, traicionado, juzgado y asesinado.
Un patriota que antepuso sus ideales de libertad y justicia incluso sobre su familia. No hay nombre ni personaje de la revolución que no haya cruzado sus pasos con los de Felipe Ángeles, y sin embargo la historia oficial de los vencedores se encargó de echar una sombra de olvido sobre su memoria. A partir de su muerte, vive en la historia de México; 100 años después, de alguna forma entro yo en este relato, y por eso intentaré llevarte conmigo a través de este viaje en el tiempo, para que te emociones como me pasó a mí, y si lo logro, hagas tuyos los ideales del General Felipe Ángeles.
Yo tuve la fortuna de aprender esta historia desde niño con las pláticas noveladas de mi abuelo ─quien por las mañanas disfrutaba escuchar corridos de la revolución, y claro, yo a su lado─; con la asistencia a eventos cívicos, mediante viajes, lecturas, y amenas charlas con familiares de personajes ilustres como Madero, Pino Suarez, Villa, Zapata, Flores Magón, y con eminentes historiadores, hombres y mujeres especialistasen la Revolución Mexicana, todo esto me sirvió para hacer mi propia investigación. Pasaremos buenos y malos momentos, tal vez me escuches comentarte algo como si yo hubiera estado ahí, es producto de la pasión. A fin de cuentas, todo tuvo su razón de ser para estar plasmado en este relato. Noviembre 2000. Es la comida de los “Ángeles”. Los invitados vienen de varios lugares: Coahuila, Hidalgo, Querétaro, Cuernavaca, Ciudad de México; nos han puesto un angelito de papel como distintivo con nuestro nombre en el pecho para evitar la pena de no saber ni cómo se llama nuestro interlocutor; a algunas personas las recuerdo de cuando era niño, otros son completos extraños, al final de la tarde todos somos ya familia conocida. Mi tío, el que sabe más sobre los antecesores y quien organiza el convivio, nos regala unos apuntes engargolados que hizo sobre mi bisabuelo y por ende habla del tío Felipe y del tatarabuelo. Para mí es como un tesoro. En la pared del parián estilo tejano, al fondo del jardín, cuelgan las fotografías de Felipe padre, de Eduardo y Felipe Ángeles Ramírez en uniforme militar de gala; los siento felices de estar en esa reunión, aunque sea en foto. Al llegar a casa leí ese cuadernito de apuntes con avidez, me capturó la participación de mis ancestros en las diferentes etapas de evolución social en México. Trato de imaginar las peripecias, angustias y éxitos por los que atravesaron; pienso que hablaban entre ellos, que consultaban a su padre y a su abuelo sobre la independencia y las invasiones francesa y estadounidense porque con ellos son tres
generaciones de militares condecorados. ¿Qué sería de la familia si hubieran sobrevivido esas charlas?
Esto me motiva a ir tras sus huellas a Hidalgo, aunque ya he estado en ceremonias cívicas en Pachuca, me traslado a Zacualtipán; lugar de la casa de la familia Ángeles Ramírez, no sin antes haber cumplido el ritual del saludo militar al General en su monumento ecuestre a la entrada a Pachuca. El pelo y la piel se me erizan de saber que yo formo parte de esos Ángeles. Dos horas y media más tarde llego a mi destino, un lugar en la montaña. Parto del centro porque recuerdo las palabras de mi abuelo: “Siempre hay que visitar primero el centro, ahí están los tres poderes y la historia de cualquier lugar: política, religión y sociedad”; así que en ese orden mi primera parada es la presidencia municipal, para presentarme y poder tener acceso a los archivos; después me dirijo a la iglesia para ver la pila bautismal donde recibieron nombre mis familiares; al terminar, el hambre me guía al mercado, ¡qué cosas tan deliciosas se encuentran ahí!, el mole de olla, con sus bolitas de masa y tortillas hechas a mano son mi salvación.
Con el alma y la panza rebozando de alegría decido recorrer las calles aledañas, hasta que descubro una casita que en la barda tiene una placa donde se lee que ahí nació el General Felipe Ángeles. Más tardo en pensarlo que en intentar hablar con la familia que la habita, por más que toco nadie abre. Apunto mentalmente que debo conocerles en ese viaje. Voy más atento en mi añoranza; 40 minutos de pensamientos me llevan a Molango. Paso de largo el centro y me pierdo en esas calles empedradas que suben y bajan envueltas en espesa neblina, huele a tierra mojada, a hierba y a humo de leña. Se descubren antiguas edificaciones de adobe, teja y vigas y me pregunto cuál de ellas habría sido el hogar de mi familia, pues también radicaron aquí. De la nada aparece una “calle” recta perfectamente asfaltada; el bosque está a unos metros del lado izquierdo; prendo los faros de niebla de mi jeep y la recorro despacio. Me doy cuenta que es una pista aérea, en el flanco derecho una barda de piedra; al final, me sorprende un pequeño grupo de soldados; el de mayor rango me pregunta el motivo de mi incursión, solo atino a decirles que soy descendiente de Felipe Ángeles y sus rostros se tornan amistosos, me indican que me encuentro en una instalación militar y que esa barda es del panteón. Sin pensarlo mis pasos me llevan por ese camino; en las cruces o grabados en placas, leo nombres y fechas, algunos apellidos me suenan, Acosta, Melo, Cordero, Ramírez, Ángeles... y como si el tatarabuelo me hubiera dicho: “¡Oye! sigue caminando”. Una
abandonada plancha de cemento que se desmorona de tan antigua se me atraviesa literalmente a medio pasillo. Apenas se distingue una cruz templaria y una placa también de cemento que dice: “Homenaje al gran hidalguense Coronel Felipe Ángeles defensor de la patria en las dos intervenciones extranjeras 1847 1862 CSM”.
¡Ahora sí mi corazón revienta de gusto! Lástima que no llevo una cámara conmigo, solo Bruno, mi canino compañero schnauzer es testigo de ese recuerdo. Es hora de buscar un hotel, estoy abrumado y regresaré al día siguiente a buscar más. Dice el refrán: “Preguntando se llega a Roma” y así llego al Hotel de la Sierra. La dueña, una joven mujer muy amable, me cuenta sobre Molango y se ofrece a guiarme. Un día de campo en la laguna Atezca, rodeada por bosque, es el escenario para más plática y me imagino un día cualquiera en sus vidas en 1879 ─Los niños Ángeles recogiendo leña, jugando en el río y comiendo manzanitas rojas, de esas agridulces... ¡Ya es casi mediodía, se han demorado y es hora de regresar! Para ellos mañana será otro día de escuela, para mí 100 años de historia por descubrir. Felipe ha dejado en el ciruelo de su casa una cometa atada con un hilo rojo… Así debieron haberse enamorado de su patria, esa esencia fue nuestro legado.
El fin de semana se extinguió. La próxima vez llevaré a mi madre.
Mi abuela Chuy
Adriana Vargas Ávila
Cada familia es un tejido, uno que se va completando con las vivencias colectivas. Hay tejidos armónicos y otros caóticos. Todo depende si la urdimbre lleva en su hebra algo de amor.
Luego viene el entramado, la fortuna buena o mala darán diseño al tejido. Así la belleza y valor de este tejido familiar dependerán del amor y la fortuna que contengan entre sus hilos.
Pero ¿Qué sucede cuando en un telar familiar no hay ni amor ni buena fortuna? ¿Si una urdimbre se tensa a base de dolor y el entramado es la tragedia? ¿El tejido tendrá algún valor?
¡Si sabremos de tejidos y cortes en la familia!
Mientras moría, soñaba que cruzaba el Rio Santiago a nado en su natal Jalisco, se soñaba de niña, grácil y delgada. No se lo preguntó, pero hubiese valido la pena ¿Por qué recordamos lo que recordamos en nuestros últimos momentos?
La vida de María de Jesús ciertamente no tuvo muchos rincones amables. Nació en 1923, primogénita de una adolescente, Lupita, que quizás tendría 18 cuando la parió.
Lupita, su madre, había entrado a trabajar a los 16, como costurera, en la única fábrica que había en Juanacatlán, la fábrica de Textiles El Salto. Ahí era capataz Refugio Loza, quien quizás tendría unos 30. Dicen que perdió la cabeza por ella apenas la vio; alta, morena, con una gruesa trenza negra y lustrosa, de carnes apretadas y firmes.
A ella le daba miedo Refugio Loza, después de todo era una adolescente, que no pensaba en hombres y menos en uno tan viejo.
Refugio Loza que era alto, blanco y taimado, al ver que por la buena no lograba nada con la chamaca, dicen que, usó brujería para amarrarla. Un día, según cuentan, a propósito, le descompuso la máquina de coser. Cuando ella paró la costura para encontrar la falla, Refugio Loza sopló un polvo sobre la cara de Lupita que agachada buscaba el mecanismo de la máquina y no lo vio venir. A partir de ese día ese hombre se le metió en los tuétanos, y poco después, en los juncos cerca del río, se le metió en el resto del cuerpo. Luego se casaron. Apenas la sintió suya, en un sentido mercantil, Refugio Loza, comenzó a maltratarla y luego a cada uno de los hijos que procrearon. Así les transcurrieron los años. Después de María de Jesús, vinieron Irene, Rufino, Anselmo y Ángel.
Refugio Loza con el tiempo dejó la fábrica y se hizo comerciante, dicen que, de textiles, aunque yo pienso que comerciaba con mujeres.
Lupita y sus hijos vivían en casa de piso de tierra, con harta necesidad. A la par, el negocio de Refugio prosperaba cada día más. María de Jesús me contó, que como Refugio Loza era analfabeto y los números se le hacían bolas si eran muy grandes, apilaba centenarios en montones de diez monedas que guardaba en un cofre, debajo de su catre.
Lupita que se hartaba de ver sus hijos padecer, a veces le pedía a María de Jesús que entrara en la pieza del hombre y tomara una moneda.
Refugio Loza que estaba loco, se daba cuenta apenas llegaba de sus viajes y las dejaba a las dos, madre e hija, bañadas en sangre con el fuete del caballo.
Un día María de Jesús que fue muy lista a pesar de sólo haber cursado dos años de primaria, le dijo a su mamá:
-Se da cuenta porque solo tomamos una moneda, si tomáramos una moneda de cada montón no se daría cuenta enseguida, si no hasta que cuente bien todos los montones el sábado
Lupita que le tenía pavor al hombre, pero más a que dejara huérfanos a sus hijos. Se armó de valor y le pidió a María de Jesús que tomara una moneda de cada montón y que luego borrara sus pequeñas huellas con hojas de palma. Enterraron las monedas en la parte trasera de la casa y esperaron.
Refugio Loza llegó, pidió de cenar y se fue a su pieza, revisó su baúl y como viera todos los montones nivelados no sospechó nada.
A la mañana siguiente, apenas salió de su casa rumbo a su trabajo. Lupita empacó lo que pudo en bolsas del mandado y en guajes de madera, tomó a sus hijos y huyó de esa casa, de ese hombre. Sabía que tenía que irse lejos, a un lugar en donde la locura de su esposo no la persiguiera y si la perseguía, en donde no la encontrara. Sólo se le ocurrió la Ciudad de México y rumbó allá se dirigió junto con sus hijos.
Nunca regresaron. Los buscó, dicen, en Guadalajara y en poblados cercanos, pero no dio con ellos, será que no le interesó mucho porque, dicen, ya tenía otra mujer y otros hijos en otro pueblo, y al poco tiempo, se los trajo a la casa de Juanacatlán.
Lupita llevó a sus hijos a colonias populosas de la Ciudad de México, porque esperaba, que pudieran confundirse y fundirse en ese mosaico interminable de gente. Dicen que los centenarios les alcanzaron para vivir un año sin trabajar ni preocuparse.
Lupita que era entonces ya una mujer recia, enfrentó a las vecinas envidiosas que la mal miraban por ser madre sola en un tiempo en que las mujeres “cargaban su cruz con resignación”. En una de las vecindades en donde vivió con sus hijos, dicen que las vecinas le cortaban los mecates de sus tendederos y le pisaban su ropa, hasta que ella gritó bien fuerte en medio del patio:
-Donde sepa quien fue la jija que hizo esto, la mato, o ¿Qué se piensan que yo llegué aquí por buena?¡ No! yo llegué huyendo porque ya adelanté a dos viejas que se metieron conmigo. Dicen que desde ese día ya nadie se metió con sus mecates y mucho menos con su ropa.
Cuando se acabó el dinero Lupita y María de Jesús se dedicaron a coser maquila.
María de Jesús era ya adolescente, de mirada penetrante, pelo lacio y negro, morena clara, pequeña y menuda.
Un día me contaron, que mientras cosía a máquina en el cuarto de vecindad en donde vivían, su madre, sus hermanos y ella, se le fue la luz por causa de un fusible. Entonces Rafael aprovechó para ayudarla, tenía meses viéndola desde su propio cuarto, le arregló el fusible y de paso le hizo la plática.
Rafael no era guapo, solo tenía de gracia que era blanco y que los sábados cuando se bañaba y se cambiaba se le apreciaban los ojos un poco claros. Era herrero y trabajaba la forja, así que de lunes a sábado siempre andaba todo tiznado.
Él era ocho años mayor que María de Jesús, era alegre, sabía bailar bien, tenía una consola y la sacaba al patio para organizar los bailes en la vecindad. Sólo después de irse a vivir con él María de Jesús sabría que también era violento y flojo.
No se casaron de momento, pero apenas ella salió embarazada, Lupita habló muy seriamente con él. Debía de responder por la deshonra a su hija. Así ella se mudó al cuarto de él, en donde vivía con sus hermanas Tacha, Chona y la Güera, tres arpías que nunca la quisieron y que hicieron de todo por hacerle miserable la vida.
Rafael era un hombre muy corto, muy tibio, muy sin carácter. No podía contradecir a sus “hermanitas”, así que lo que decían esas tres desdichadas se hacía, cosa que incluía golpear a María de Jesús mientras Chona o Tacha la detenían.
Vinieron los hijos de María de Jesús, primero mi padre, Rafael, luego el resto hasta completar ocho hijos. Su vida fue miserable de todas las formas posibles. Debido en parte, a la predisposición de Rafael a trabajar poco. Se sentía criollo como si de la época de la Colonia se tratase, con cierto privilegio de sangre, recordaba la época en que tuvo “mocito” allá en su tierna infancia en Zacatlán de las Manzanas, Puebla. Y en parte porque lo poco que ganaba, lo jugaba a las cartas o comprando lotería. No hay datos de ninguna buena racha en su haber.
María de Jesús y sus hijos padecieron de todo con Rafael su marido, dicen que una vez harta de los golpes y de la miseria. María de Jesús tomó a sus entonces cuatro hijos y se fue a refugiar con una prima.
Rafael que por suerte tenía una foto de los niños y de ella en Chapultepec se la llevó a un pintor para que le hiciera un cuadro. Luego salió a las calles de las colonias cercanas, al Zócalo, a la Villa, cargando el cuadro preguntando a los viandantes si no habían visto de casualidad, a su esposa y a sus hijos. Quizás alguien los reconoció y lo guio hasta donde estaban, o quizás luego de un tiempo se le ocurrió en donde podían estar. El caso es que cuando llegó por ellos, ella no opuso resistencia y regresó con sus hijos al lado de ese hombre. Es fácil resumir la miseria porque siempre se repite ad nauseam, golpes, hambre, humillaciones, violaciones y luego de nuevo lo mismo. Quizás por esto María de Jesús comenzó a ganar cuerpo, a construirse una valla consigo misma para que el dolor fuera soportable. Y quizás lo consiguió, se hizo un ataúd de carne para pasar por muerta en vista de que nunca pudo atacar, ni huir de manera permanente.
Así ocurrió su vida, de la cama a la máquina de coser y de ahí a la cocina para preparar alimento para muchos. La comida por escasa se volvió en esa casa un bien codiciado, algo por lo que podían desatarse peleas.
Gracias a mi bisabuela, que con el tiempo se hizo líder social, mi abuela tuvo la posibilidad de tener casa en la Colonia Caracol, una colonia cerca del aeropuerto de la Ciudad de México. Pero mi abuelo le vendió el terreno y dos millares de tabique que ella, con sacrificios había comprado. Ese dinero lo perdió jugando cartas.
Mi abuela utilizó el sarcasmo y la ironía como defensa ante un mundo que siempre le mostró su cara más hostil. Así enseñó a sus hijos. No era raro que las reuniones familiares de los domingos estuvieran llenas de maliciosas risas. Era un deporte familiar agarrar de botana al más pendejo. Pero la víctima favorita de mi abuela fue sin duda, mi abuelo. Yo la vi hacerlo llorar con increíble saña, entonces yo era niña y me causaba empatía el débil. Ahora pienso que solo estaba devolviendo un poquito del daño causado.
Murió pronto, envejecida por la enfermedad y el sobrepeso, apenas podía moverse en la cama. Hacía años que la mitad de su cuerpo había desaparecido debajo de su panza y de sus mamas flojas y colgantes. Sólo soñar que nadaba cuando joven y delgada le aliviaba. Y así mientras nadaba, en su sueño, sacó la cara del agua para dar una bocanada de aire y expiró.
Recuerdo el funeral de mi abuela. Mi padre a quien solo vi llorar dos veces en la vida miraba hacia el piso, mientras una delgada lágrima salía de sus ojos. Yo que comprendía el dolor condesado de aquella incipiente lágrima, de verlo me sentí atravesada por su tristeza. Mi papá, era el único, de su familia, que se sabía conducir con sobriedad en la vida y las circunstancias. El resto, sus hermanos y sus familias, hicieron del velorio de mi abuela, una estampa tragicómica. Siempre creí que ver tantas películas de Pedrito Infante, quien fue el ídolo de la abuela, les había arruinado la manera de sentir irremediablemente.
Mi tía María Elena fingió un desmayo o un ataque junto a la caja. Mi papá sólo apretaba los labios y se ponía rojo. Yo que lo conocía sabía que estaba furioso.
Mi tía Rosa estaba en otra habitación de esa casa tan malhecha, en un rincón. Se quejaba cuando alguien pasaba cerca de ella. Y decía: -Yo no voy a ver a mi mamá así, yo la voy a recordar bien-. Lo decía en un tono tan lastimero que caía gorda.
Una de mis primas mayores, Chuy, llamada así por mi abuela, por supuesto, acababa de parir a su primer hijo, fue al velorio un rato, con la cabeza envuelta en un paliacate, para evitar la frialdad. Al llegar se abalanzó sobre la caja y lloró con todo la pobre, tanto, que cuando levantó la cara de la caja, un batidillo de mocos iba de su nariz a la caja. Fue asqueroso y a la vez muy cómico. Mi hermano y yo hicimos lo indecible para no reírnos muy fuerte.
Mi tía Araceli como siempre estaba encabronada, nunca he conocido alguien tan perpetuamente encabronado como ella, claro que con esa cara y esa voz que le tocaron, era hasta cierto punto comprensible.
En un momento mi hermano quien era un adolescente se le ocurrió hacer una broma sobre algo, mi tía Rosa le reprochó no querer a mi abuela, pero a ella le gustaba decir que uno no quería a la gente. Una vez cuando vi el cuadro con el que mi abuelo se salió a buscarlos cuando huyeron de él. Al no reconocer a mi padre, dije:
- Ahí mi papá se ve muy feo- Observación adecuada para una niña de siete años, considero.
A lo que ella me respondió:
- Para los que lo queremos, siempre lo hemos visto guapo.
¡Ah que mi tía tan venenosa y tan pendeja!
Afuera de la casa de mi tía María Elena, mi tía Patricia, rumeaba el resentimiento que tenía contra mi abuela, adentro tendida. Le reprochaba el que no la dejaba acercarse a su padre, que la regañaba cuando se iba a sentar las piernas de su papá. No entendía y probablemente nunca lo hizo, porque su mamá actuaba así.
En un momento del velorio, Víctor el esposo de mi tía María Elena, quien estaba frente de mí, me hacía señas con la cabeza, como de que fuéramos a la parte de atrás de la casa; al patio siempre lleno de ropa apestosa en remojo. Al principio yo que tenía entonces 17 años, no comprendía sus gestos, pensé que tenía el cuello torcido o algo así, luego pensé que las señas eran para alguien más. Volteé para ambos lados para tratar de identificar al receptor o receptora de su lenguaje no verbal. Al no ver a nadie me percaté que esas señas eran para mí. Me fui a donde mi madre y ahí me quedé.
Mi abuelo permaneció sentado, con su sombrero puesto, junto a la caja, no hablaba con nadie ni levantaba la cara. Aunque tampoco se le veía triste, quizás lo mordía la culpa, ojalá eso haya sido. Estaba sucio y olía mal, no es que fuera novedoso verlo así, sin embargo, mi impertinencia le sugirió darse un baño para despedir a su esposa.
-No porque se me abren los poros y voy a ir al panteón. Se me vaya a meter la tierra del panteón por la piel.
Así era mi abuelo, lleno de creencias sin fundamento.
Luego de velarla un día y una noche completos, cerca del mediodía del segundo día llegó la carroza, para sacarla, tuvieron que quitar dos puertas y cargarla ocho hombres, mi padre y sus dos hermanos entre ellos.
Nos fuimos al panteón, mismo que se encuentra en un cerro de tepetate, cerca de Altavilla, vimos como dos enterradores hacían con dificultad el hoyo en donde reposarían sus restos. Mientras picaban el tepetate y paleaban la tierra, un fémur se asomó. Era mi bisabuelo, el padre de mi abuelo, fue la única vez que lo vi. Sacaron todos sus huesos, los pusieron en un costal y los echaron en el cajón de mi abuela. Vaya uno saber junto a quién le toca volverse polvo.
Cuando bajaron la caja, mi tía Rosa quien se había mantenido todo el velorio en otro cuarto, hizo por aventarse, su hijo la agarró, y juntos hicieron una escena digna de Nosotros los pobres. A mi me hubiera gustado que nadie la hubiera agarrado para ver a donde sería capaz de llevar el melodrama.
A su modo, mi abuela Chuy me quiso y yo a ella. Es reivindicativo de mi historia familiar, él hecho de no haberme quedado en una relación en donde era maltratada, el no consentir el incesto, el llamar a las chingaderas por su nombre, el no hacer de tripas corazón, y embarcarme en un viaje de limpieza interior, porque todas esas memorias de dolor y abuso también son parte de mí.
Soñé a mi mamá
Alejandra Juárez Vázquez
Soñé a mi mamá, no me decía gran cosa porque los muertos no hablan. Solo agarraba de la mano a uno de mis niños y se lo llevaba a sentar en la sombra, yo me quede ahí parada nada más viéndola. Su rostro estaba hinchado con los ojos caídos como de cansancio. En mi sueño no estaba vieja ni joven, sino como la mamá que yo recuerdo antes. Nunca le gusto bañarse sola, se metía antes que todos nos fuéramos, o nos pedía que ahí nos quedáramos.
-Espérame tantito, no me tardo, ya luego te vas, -me dijo.
Al rato escuché el azotón en la regadera y ahí se murió.
Me despertó la lluvia, golpeaba fuerte contra la ventana, salí al patio, sentía al pisar a los pipioles estrujados por mis pies descalzos, se habían ahogado con la lluvia, me senté un rato, ya casi amanecía.
Algodona
Jorge Negrete Castañeda
Una pequeña parte de mi existencia la viví en el campo. Allá se tiene la oportunidad de convivir con todo tipo de animales; guajolotes, puercos, vacas y ovejas. Desde muy temprano me tenía que levantar para preparar sus alimentos; maíz, alfalfa y pastura. Una gran responsabilidad a mis escasos doce años y una actividad muy pesada. Todos los días terminaba rendido, con dolores en todo el cuerpo, pero me acostumbré. Mis papás me llevaron allá con mis abuelos, según ellos, porque tenía que aprender de dónde provenían y cómo se producían los alimentos. A las seis de la tarde ya todo estaba oscuro, no se veía nada, y entre más avanzaba la noche, más oscuro se ponía. Me asignaron un cuarto independiente de la casa, cerca de los corrales y de la milpa. Los primeros días no dormí de miedo, dejaba la luz encendida toda la noche. Después de unos días, con el cansancio, ni siquiera me acordaba de la oscuridad. Los coyotes aullaban hasta la madrugada, en ocasiones se escuchaban tan cerca que mi abuelo salía y con la escopeta tiraba un disparo al aire. Se hacia un silencio estruendoso y luego los animales se alborotaban como si los estuvieran correteando.
Un día por la madrugada, mi abuelo fue por mí y me gritó.
‒¡Apúrate, muchacho, la Bola está pariendo!
Con el alboroto que traía, hasta me asustó. Me vestí rápido y fuimos hasta el corral en que estaban las ovejas. La Bola estaba tirada en uno de los rincones y balaba con fuerza. Le fue saliendo poco a poco una pequeña bola negra. Una pequeña oveja negra había nacido, se paró de inmediato, las patitas le temblaban, pero después de un rato, ya estaba dando vueltas al corral. Mi abuelo me dijo
‒¡Póngale nombre, hijo!
Me agarró desprevenido con semejante petición. Traté de pensar rápido y al verla se me ocurrió que debía llamarse “Algodona”. Cuando se lo dije al abuelo, soltó la carcajada, pero así se llamó. Por muchos días le preparaba un gran biberón, era bien tragona. Algodona me empezó a seguir a todos lados, cómo si yo fuera su mamá. Me acompañaba de un lado a otro. Sentí mucho cariño por ella. Me miraba abriendo y cerrando los ojos como si los estuviera
guiñando. Cuando le hablaba contestaba ¡beeeee..beeee! moviendo la cabeza de arriba abajo. Creció muy rápido, la alimenté tan bien que ya estaba bien gordita.
Un día el abuelo me dijo
‒Ya esta lista la Algodona, ¿verdad?
Pensé, lista para qué. Por algunas noches no dormí tranquilo tratando de encontrar una respuesta. No tardé mucho en descubrirla. Mi cumpleaños sería el dos de noviembre y faltaban sólo dos días. Mis padres vendrían desde la ciudad para estar conmigo en esa fecha tan especial. Un día antes de mi cumpleaños por la mañana, el abuelo preparó el horno de la barbacoa. Al atardecer me llamó para que le ayudará. Ahí estaba Algodona, amarrada a una estaca y dando vueltas con desesperación a su alrededor. Cuando la ví quise desatarla, pero el abuelo me dijo:
‒Es hora de prepararla. Tus papás llegan mañana temprano y hay que cocinar la barbacoa para que tengan un buen almuerzo. Tu abuela ya esta haciendo las tortillas y las salsas.
‒Ven hijo, acércate. Toma ‒puso en mis manos un cuchillo muy largo‒. Yo la agarró y tú le cortas el cuello ‒ordenó
Los ojos casi se me salen de la sorpresa.
El abuelo agarró a Algodona, la inmovilizó, le tomó de la cabeza y se la levantó.
‒Ándele muchacho, ¡apúrese! ‒gritó.
Sentí que mi corazón se hizo chiquito. Tenía que obedecer al abuelo. Me acerqué y con las manos temblorosas puse el cuchillo en el cuello de mi oveja. En ese momento el abuelo me pegó un grito.
‒¡Corte… corte, no sea cobarde!
Pasé el cuchillo de un lado a otro de su cuello y la sangre comenzó a salir a borbotones. Después que se desplomó me fui llorando al cuarto con las manos ensangrentadas. Toda la noche aullaron los coyotes.
Han pasado algunos años y aún recuerdo a mi oveja negra; veo su triste mirada, escucho sus balidos, pero sobre todo, siento escurrir lentamente entre mis manos, el calor de su sangre.