La conquista del tropico · Exploradores y botánicos en el Ecuador del Siglo XIX

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LA CONQUISTA DEL TRÓPICO Exploradores y botánicos en el Ecuador del Siglo XIX Fernando Hidalgo Nistri

QUITO · ECUADOR Febrero 2017


Dr. Fernando Ponce León, S.J. Rector Pontificia Universidad Católica del Ecuador Dr. Fernando Barredo Heinert, S.J. Vicerrector Lcdo. José Nevado de la Torre, S.J. Director del Centro Cultural PUCE Gaby Costa Ullauri Coordinadora General del Centro Cultural PUCE Mst. Santiago Vizcaíno Director del Centro de Publicaciones PUCE María Antonieta Vásquez Hahn Silvia Larrea Araujo Transcripción de textos de Sodiro y Rèmy Irene Paz Durini Traducción Christoph Hirtz Ministerio de Cultura y Patrimonio - Fondo Fotográfico del Instituto Nacional del Patrimonio Cultural Colección de Matthias Abram Fotografía Freddy Coello Diseño Artes Gráficas Silva Impresión Portada El Antisana Año: 1904. Autor: A. Martínez. Archivo: Institut für Länderkunde, Leipzig Ministerio de Cultura y Patrimonio - Fondo Fotográfico del Instituto Nacional del Patrimonio Cultural ISBN: 978-9978-77-297-3 Quito, Ecuador Febrero 2017


AGRADECIMIENTOS

Ante todo quiero agradecer a las autoridades de la Pontificia Universidad Católica del Ecuador, en especial a su Rector, el Dr. Fernando Ponce León S.I, al Vicerrector, Dr. Fernando Barredo S.I. Asimismo mis agradecimientos van al Lcdo. José Nevado de la Torre S.I., Director del Centro Cultural de la PUCE, quien en todo momento auspició la publicación de este trabajo. Desde luego mis reconocimientos también van dirigidos a Santiago Vizcaíno, Director del Centro de Publicaciones, y a mi buena amiga Gaby Costa, entusiasta y eficiente coordinadora del Centro Cultural. No puede dejar de mencionar a Irene Paz Durini, quien llevo a su cargo la parte más dura de la traducción de los originales. Estos mismos reconocimientos van dirigidos a María Antonieta Vázquez y a Silvia Larrea, quienes trascribieron los textos de Luis Sodiro y de Jules Rèmy. Finalmente es de justicia mencionar a Soraya Larrea, quien en todo momento me ayudó desde la distancia con la logística que supuso editar este libro, a Carolina Calero del Instituto de Patrimonio Cultural y a Andrea Luzuriaga del CCPUCE. Fernando Hidalgo Nistri



Índice 7

Presentación La importancia de la información histórica Dr. Hugo Navarrete

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Estudio introductorio Fernando Hidalgo Nistri

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Excursión realizada al Río Napo William Jameson

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Notas botánicas William Jameson

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Excursión Botánica a Salinas, un pueblo indio en el Chimborazo William Jameson

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Una excursión botánica P. Luis Sodiro S. J.

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El Pichincha Estudios Históricos, Geológicos y Topográficos Jules Rèmy

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Ascensión al Chimborazo

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Anexo fotográfico de expediciones en el Ecuador

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Presentación

La importancia de la información histórica Dr. Hugo Navarrete Z. Profesor Escuela de Ciencias Biológicas Pontificia Universidad Católica del Ecuador Con el paso del tiempo la información que quedó plasmada en los documentos que recogen los hechos históricos sufre una transformación abismal. En primera instancia la historia reciente no reviste, al parecer, mucha importancia, debido a que prácticamente todos los hechos se hallan en la memoria colectiva, de manera que no reviste gran novedad para los lectores. A medida que pasa el tiempo, esta memoria cobra mayor y mayor valor... Con lo expuesto anteriormente, podemos decir que los documentos de William Jameson, Aloisio (Luis) Sodiro y Jules Rèmy, que componen esta obra, se constituyen en sí mismos en una fuente profusa de información variada que cubre algunos ámbitos del saber, que va desde las descripciones de situaciones de la vida diaria con anécdotas personales, de los autores y sus acompañantes, hasta detalladas descripciones de diversos aspectos de la cultura, de los paisajes y peculiaridades de un sinnúmero de especies de plantas y animales que viven en el Ecuador. Escudriñando un poco más en los documentos, encontramos singulares descripciones extremadamente detalladas y valiosas sobre la historia natural del Ecuador. Por ejemplo, en la crónica del viaje de Jameson al río Napo, él menciona: “a las doce llegamos a un punto llamado Guila donde encontramos una choza habitada por una sola familia cuya ocupación era la fabricación de artesas y tazones grandes de madera para los mercados de Quito”, haciendo clara referencia a las famosas bateas talladas en madera de Aliso, que hasta la actualidad se venden en los mercados de esta ciudad, así podemos colegir que esta actividad tiene por lo menos ciento cincuenta años (con seguridad se remonta muchos más) y que de igual forma que ahora vive el pueblo de Oyachachi de esta actividad, otras comunidades lo hicieron en el pasado. De igual forma se menciona el pueblo de Baeza, de cual se dice “ llegamos a Baeza, que son tres chozas en medio de la selva y habitada por indios. Se recogieron algunas orquídeas (nuevas para mí)”. Jameson, a lo largo de sus escritos prolíficamente describe la diversidad botánica, y hace alusión a las especies que eran nuevas o desconocidas por él; estas referencias ha sido, en muchos casos, de suma importancia para identificar especies y especímenes 7


que se hallan en los herbarios. También cabe resaltar la prolijidad de las referencias a las colecciones botánicas hechas por Jameson que incluye en sus escritos, estas se hallan mencionadas con números puestos entre paréntesis. Datos curiosos como el que hace Jameson sobre la caña de azúcar “La caña de azúcar alcanza gran tamaño, pero no es utilizada como en los países civilizados para la preparación de azúcar, ron o melaza” o “Los indios comen todo tipo de menudencias. Mientras yo preparaba la piel de las aves que había capturado en la selva, estos salvajes se apropiaron de las carnes más blandas y las devoraron”, nos hacen remontar en el tiempo y también brindan luces sobre los conceptos de desarrollo y civilización, que quizá no han cambiado mucho en más de un siglo y medio. Como se mencionó anteriormente, las descripciones del paisaje y su flora son muy bien logradas, que de alguna manera nos permiten transportarnos a ese lugar, en una de estas Rèmy describe algunas de plantas que encuentra en su ascenso al volcán Pichincha: “... encontramos una Lobelacea de flores rosadas, un Liláceo elegante y otros Monocotilos, un Labiatifloro de bellísimo color azul, Arabis, Helechos, un Gnafalio y otras compuestas; Escrofularias de flores amarillas, un Efedro, un Bacharis de ramas aplastadas por la disposición de las hojas que se hallan sobrepuestas”. La peripecias y dificultades no están ausentes de los relatos, y van desde situaciones triviales a casos donde la vida estaba en peligro, dos de los más decidores los reproduzco a continuación: “La mitad de los indios que llevaban mi equipaje habían huyeron durante la noche a Archidona mientras que otro, en quien tenía mucha confianza, tiró mi colección de plantas e insectos y se fue en la dirección opuesta, con el ridículo pretexto de que —me lo dijo después— iba a acompañar a un cura católico ignorante recientemente nombrado para oficiar en una parroquia de la provincia”, este pasaje describe lo importante que era para Jameson sus colecciones de la flora y fauna ecuatoriana y también podemos inferir lo difícil que era viajar en esas épocas y menciona: “ya no podía seguir esperando a los indios y poner en riesgo mis colecciones...” Leer estas notas, nos transportan en el tiempo, y sin duda que para un naturalista, biólogo o historiador son fascinantes. Pero sin temor a equivocarme, el mayor valor de estos documentos radica en que sentaron las bases para la comprensión y posterior desarrollo de las ciencias naturales en el Ecuador. La contribución hecha por los tres autores que abarca esta obra, y por muchos otros, constituyen el pilar fundamental de lo que después se desarolló en los centros de investigación de las universidades ecuatorianas, entre ellos tenemos los museos de la Escuela Politécnica Nacional, el Herbario de la Universidad Central, el Herbario del Padre Luis Sodiro, cuyas colecciones son el testimonio de que lo descrito por sus científicos y expedicionarios en sus relatos, y sin duda representan vívidamente la realidad de esas épocas. 8


Pienso que aún falta mucho por explotar estos grandes yacimientos de información que constituyen las notas de viaje y las colecciones históricas con que cuenta nuestro país. Sin lugar la información habrá que organizarla y poner en formato actual, la fitogreografía descrita es fascinante, se podría pensar que con dedicación se podría reconstruir y describir con mucha precisión el cómo se veía el paisaje de esa época. Además, contrastando la información histórica con los datos actuales sobre el clima, el paisaje y su vegetación, podríamos entender mejor los cambios y las presiones a los cuales los ecosistemas ecuatorianos han sido sometidos por acción del ser humano. Finalmente, el remitirse a la historia que se halla en estos documentos, siempre nos dará una visión en perspectiva de cómo ha evolucionado el pensamiento, la cultura y la ciencia en nuestro país.

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Estudio introductorio Fernando Hidalgo Nistri

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De entre las muchas cosas que se pueden hacer para el progreso de las humanidades en el Ecuador, una es la de empezar a recuperar todas esas fuentes históricas dispersas por todo el mundo o bien volver a poner en circulación las que por cualquier circunstancia se han convertido en piezas de difícil acceso. En este punto hay que tener presente que el país ya ha perdido una buena parte de su patrimonio documental y no puede darse el lujo de seguir haciéndolo. Muchas veces la incuria de los responsables en custodiarlos como la negligencia de las autoridades ha dado lugar a que muchos archivos públicos y privados hayan visto mermar sus fondos. En este sentido cada documento localizado y puesto a disposición de los usuarios equivale a llenar los espacios en blanco de la memoria y del complejo tejido de la historia ecuatoriana. Si bien es cierto que esta empresa de recuperación ya viene dando sus frutos y que los archivos han empezado a reorganizarse, lo cierto es que todavía falta mucho camino por recorrer. Actualmente ya tenemos dos buenos ejemplos de estas operaciones de rescate. Se trata del fondo de la Presidencia de Quito del Archivo General de Indias y de la magnífica colección digital de imágenes procedentes del Museo Grassi de Leipzig. No debemos, sin embargo, contentarnos con estos dos grandes hitos y más bien debemos proponernos la recuperación de otras fuentes documentales que yacen desperdigadas como si fueran los restos de un gran naufragio y que muchas veces ni siquiera sabemos que existen. Las universidades norteamericanas albergan papeles, expedientes, cartas, diarios, etc., que sería muy recomendable llevarlos a un soporte digital y ponerlos a disposición del público interesado. Pero también hay que prestar atención a una serie de documentos que en su día pasaron por la imprenta y que no por ello son de fácil acceso. Como muestra vayan dos ejemplos representativos. Por increíble que parezca la Geografía y Geología del Ecuador de Teodoro Wolf, todo un monumento a la geografía del país, solo ha visto una reedición que ahora es sumamente difícil de conseguir. Con sus Viajes científicos la cosa es peor ya que el libro ha visto una y única edición. Esta es solo una pequeña muestra de una larga lista de agravios editoriales que están sufriendo ciertos textos emblemáticos del país. Aparte de las razones ya expuestas, la publicación de estos documentos obedece a un acto de ineludible justicia. La actividad de los exploradores no ha sido valorada en su justa medida e, incluso, podemos decir que ha sido ninguneada. A la figura de Jameson, por ejemplo, no se le ha dado el relieve que en realidad tiene. Este vacío es más culposo si se tiene presente que fue uno de los más importantes científicos que trabajó en el Ecuador del siglo XIX. Sus diarios, a más de ser casi totalmente desconocidos en el país, nunca se tradujeron al castellano. Solo esto ya de por sí justifica el resucitarlos y el ponerlos en 13


manos de la comunidad académica y del público en general. Con Sodiro ocurre algo más o menos parecido. Aunque ha sido más reconocido y homenajeado, su obra tampoco se ha valorado en su justa medida por los historiadores. Al igual que en el caso precedente, unos cuantos escritos suyos permanecen ocultos o son de difícil acceso. Esto es por ejemplo lo que ha ocurrido con su Excursión botánica que vio la luz pública en 1881, pero que desafortunadamente nunca más fue reeditada de modo que hoy es considerada como una auténtica rareza bibliográfica. Finalmente con la figura de Rèmy se repite la historia. Este es otro personaje curioso que visitó el Ecuador pero cuya obra es totalmente desconocida y eso que fue publicada en el país. Su relato de la ascensión al Pichincha apareció primero en el número 182 de La Democracia, un periódico que se editó en Quito a fines de la década de 1850 y luego fue reeditado en los números 122 y 123 de Anales de la Universidad de Quito. Por su parte la ascensión al Chimborazo apareció en un número misceláneo del Hooker´s London Journal of Botany (IX-1857) y jamás fue traducida al castellano. Antes de entrar en materia advirtamos que los seis textos que ahora el lector tiene en sus manos no coinciden con el clásico perfil de la literatura de viajes, ese género que actualmente está siendo muy valorado por ciertos estamentos académicos. En realidad más bien se trata de informes y de diarios redactados con fines exclusivamente científicos por parte de exploradores que recorrieron el Ecuador a lo largo del siglo XIX. Quizás los únicos que se salen de la regla sean los de Rèmy que de alguna manera están a medio camino entre ambos géneros. El hacer esta distinción resulta pertinente debido a que hay la propensión a confundir uno y otro tipo de literatura cuando en realidad muy poco tienen que ver entre sí las temáticas que tratan. Los relatos de viajes fueron muy generalistas y abarcaron temas muy diversos como las costumbres, la política, tipos humanos y, cómo no, ese clásico de la época, la descripción de la escena pintoresca.1 Asimismo y de manera correlativa, el abanico de sus usuarios era muy amplio y variado. Como bien aclaraba Édouard Charton, en el prefacio del primer tomo de Le Tour du Monde, «no está dedicado a un género específico de lectores. Si así fuera, no respondería a los propósitos de sus fundadores... no sería una publicación tan variada y universal».2 Este carácter se refleja, incluso, entre los propios viajeros que fueron personajes lo más variopinto de lo que uno pueda imaginarse. En este cajón de sastre es posible encontrar desde diplomáticos, agentes enviados por gobiernos extranjeros, trotamundos, deportistas y en algún caso hasta uno que otro aventurero de poco fiar. Los diarios y crónicas que ahora publicamos, por el contrario, tuvieron a la ciencia y al hecho del descubrimiento como eje central y exclusivo de sus narraciones. Pocas y muy contadas veces abrieron algún resquicio a la narración 1 Cada uno por su lado, Jorge Gómez Rendón y Gabriel Judde formularon dos tipología de viajeros. Véase en Jorge Gómez Rendón, “Miradas desde la orilla”, en: Ecuador en las páginas de “Le Tour du Monde”, Consejo Nacional de Cultura, Quito, 2011. Gabriel Judde, El Ecuador en el siglo XIX.Edit. Abya-Yala, Quito, 2011. 2 Édouard Charton, «prefacio», en: Gómez Rendón (Edit), Ecuador, p. 63.

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de las escenas de la vida cuotidiana, de las costumbres o bien a reflexiones sobre la economía ecuatoriana. El perfil de sus autores coincide, asimismo, con el de científicos profesionales adscritos a academias, a redes o centros de estudio de mayor o menor rango. Nada pues de diletantes o de meros aficionados a las ciencias naturales y desde luego los poetas, descartados de plano. Incluso en ciertos casos, como por ejemplo, en dos de los diarios de Jameson (Botanical notes y la Excursión botánica a Salinas), no se redactaron para ser leídos por el gran público, sino como memorias adjuntas a las colecciones botánicas que remitía fuera del país. El hecho de que estos textos no lleven a cuestas todo ese caudal de información generalista que sí en cambio traen Teodoro Wolf los libros de viaje, no debe llevarnos a penAño: 1910?. Autor: NN. Archivo: Fondo Jijón y Caamaño sar que se trata de meros repertorios de la actividad científica y de descripciones muy especializadas de la flora ecuatoriana. En realidad si se escudriña bien encontraremos que en aquello que no se explicita por estar asumido hay mucha sustancia a extraer y ahí es, precisamente, donde vamos a incidir. Concretamente lo que vamos a abordar en esta introducción son las actitudes, los procedimientos y los modos de ser de los exploradores y los contextos en donde se inscriben sus trabajos. A nuestro modo de ver las cosas, el interés que revisten estos diarios radica en que exponen de manera fidedigna todas esas nuevas formas de pensar, de entender y de procesar la naturaleza que instituyó la cultura científica moderna. Detrás de esta literatura yace nada más y nada menos que la mathesis universalis, esto es ese impulso moderno de culminar la expansión de occidente sobre la Tierra y de formar una imagen unificada del mundo y de sus saberes. Un capítulo más de esa consigna que consistía en doblegar al planeta y de poder mirarlo bajo una sola mirada a fuerza de medirlo, cartografiarlo, clasificarlo, etc. Más aún y en paralelo a esto, el valor de este tipo de literatura radica en que pone de relieve las conquistas y la historia de ese factor básico de la cultura científica: la objetividad. Los diarios y narraciones que el lector tiene en sus manos son la expresión de una nueva manera de ser y de estar que empezó a tomar cuerpo con los geodésicos y con esa gran figura que fue Alexander von Humboldt. Ellos fueron los portadores de una nueva forma de pensar, de entender y de vivir el espacio. 15


Cotopaxi. En: A. von Humboldt, Atlas der kleineren Schriften. Stuttgart und Tübingen, 1853. Fondo Jijón y Caamaño, Biblioteca Banco Central del Ecuador, Quito.

1. Disciplinar el pensamiento Los naturalistas, en tanto que agentes de la ciencia moderna fueron los encargados de aplicar todos esos nuevos criterios metodológicos que tuvieron como propósito imponer al pensamiento un patrón de disciplina. En el Ecuador, la praxis exploratoria fue la puerta de entrada de una nueva forma de razonar, de construir el saber, de legitimarlo y de pensar la naturaleza. A los naturalistas hay que verlos como los ejecutores de esa gran empresa de purificación lógica del conocimiento con miras a producir conocimientos sólidos y de buena ley. A través de su ciencia y de la metodología que emplearon tuvo lugar el tránsito de la magia y de la fantasía al saber experimental, inductivo, regulado y puramente constativo. Los exploradores fueron los agentes que se dedicaron a despersonalizar el conocimiento y a dejar que la naturaleza fuera la que hablara por sí misma. Ellos obraron el traslado del centro de interés, de los llamados universales, fuente de inspiración de filósofos inescrupulosos, poetas y charlatanes, al hecho de la observación y del acopio de datos empíricos. Esta operación es la que hizo del explorador ese testigo fidedigno capaz de describir con lujo de detalles y sin distorsiones todo aquello que veía en directo. Su presencia, por lo tanto, fue uno de los factores que promovieron el retroceso de todo tipo de subjetivismo. En todo momento su propósito fue combatir esa física popular que tantos estragos y tanta confusión causaba entre los ecuatorianos de todas las clases sociales. Una 16


de las tareas que se propusieron los científicos fue disolver el rico imaginario de los pueblos que a su juicio interfería en los progresos del conocimiento. Así, pues, los exploradores propiciaron el paso de una cultura centrada en las maravillas de la naturaleza a otra que más bien concibe a la naturaleza como maravilla. Ellos fueron los encargados de deshacer todo ese largo catálogo mitos y absurdos geográficos que los pueblos habían venido acumulando como si fueran capas geológicas. Faltarían páginas para efectuar un inventario de los puntos negros de la geografía ecuatoriana en donde lo fantasioso y lo numinoso tenía sólidos puntos de anclaje. Basta revisar el corpus toponímico para darnos cuenta de la intervención de hombres sobre los cuales lo mágico ejercía un poder descomunal. Buena muestra de ello es la insistencia con la que se repite el término «encantado». Los exploradores refutaron todas esas teorías, cada cual más disparatada, como las que sostenían que el Ilaló albergaba dentro de sí un núcleo de hierro; que el Imbabura había echado agua y preñadillas por su cráter; que el Cotopaxi mantenía comunicación directa con el mar, etc. Desde luego esta campaña también estaba dirigida contra las visiones religiosas y numinosas de la naturaleza que consagraban un dualismo totalmente inaceptable para una modernidad que había decidido experimentar el Ser como mundo. Ahora la naturaleza se entendía como res extensa y ya no como simbolum. Para estos hombres de ciencia imposible pensar que una erupción de Tungurahua hubiera sido dispuesta por Dios en su deseo de castigar a un pueblo disoluto. Esta actitud de la ciencia positiva, como puede verse, rechazaba toda plurivocidad a efectos de privilegiar un auténtico monoteísmo de la razón y de la función lógica. Fruto de ello fue la aparición de una iconoclasia que en todo momento procuró recluir a la imaginación y la fantasía en el cuarto de los trastos viejos. Pero no todo quedó ahí, los científicos también se propusieron destronar a las viejas autoridades que gracias a su prestigio habían logrado convertir estos absurdos en verdades como puños. Esta operación de caza y captura empezó hacía finales del siglo XVIII y se cebó con las máximas cumbres de la metafísica aristotélico-tomista. El Obispo Pérez Calama y en general los que presumían de ilustrados se mostraron muy hostiles hacia la escuela peripatética y hacia todo eso que llamaron «ergotizar». En un arranque de indignación Caldas llegó a sostener que la «jerga escolástica» había «corrompido a los más bellos intelectos» del Reino.3 Ya en tiempos republicanos, los dardos de la crítica apuntaron al padre Juan de Velasco a quién se le acusó de haber prestado demasiada atención a los indios y a los simples. Pedro Fermín Cevallos, uno de sus críticos más incisivos destacaba como el jesuita había tratado las cosas «no como un sabio ni para sabios, sino como un labriego instruido y diligente y para el vulgo».4 De las críticas no se salvaron ni siquiera los propios del gremio a quienes muchas veces se les reprochó el no haber sido lo suficientemente rigurosos a la hora de seleccionar las fuentes. A Humboldt, por ejemplo, también se le recriminó el haber dado demasiado crédito a un indio embustero y fanfarrón como el cacique Zefla y Oro. 3 Jeanne Chenu, Francisco José de Caldas, un peregrino de las ciencias, Historia 16, Madrid, 1992, p. 122. 4 Pedro Fermín Cevallos, “Ecuatorianos ilustres”, en: El Iris, Nº 3, Quito, pp. 44-45.

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La presencia del científico explorador con su nueva manera de ser, de ver y de pensar el mundo fue un hecho inédito en el país; un elemento de contraste en la sociedad ecuatoriana. El encuentro del naturalista, ya sea con los miembros de las elites, ya sea con los simples y analfabetos tuvo el efecto de activar la dialéctica razón-sin razón y verdad-fantasía. Entre unos y otros la incomprensión era absoluta. Esta confrontación, desde luego, tenía su complejidad e incidía directamente en las maneras de percibir y de sentir el entorno. Así, pues, ahí donde los ignorantes veían gigantes, Wolf veía megaterios o mastodontes. Ahí donde unos no distinguían sino simples pedruscos, los otros veían tobas volcánicas o andesitas. Pero el choque de mentalidaAlfonso Stübel des también derivó en críticas profundas al Año: 1890?. Autor: NN. Archivo: Fondo Jijón y Caamaño bajo nivel de ilustración y a la falta total de curiosidad de las elites. Alfonso Stübel, un sujeto de difícil trato y algo cascarrabias, por ejemplo reprochaba con acritud la ignorancia de los «grandes señores del país». Por su parte, desde el punto de vista de la población local, la figura del explorador generó todo tipo de suspicacias e incluso de temores. Humboldt relata cómo en Quito corrió el bulo acerca de que los temblores que había sufrido la ciudad tenían su origen en «ciertos polvos» que el ilustre viajero había echado en el cráter de Pichincha. Boussingault, refiere cómo los porteadores de su equipaje albergaban la sospecha de que la manipulación de instrumentos científicos era un asunto relacionado con las artes de magia. Stübel, por su parte, detectó que su presencia y la de su compañero Reiss intranquilizaban a las gentes del lugar.5 Por último incluso podríamos concluir que este encuentro supuso el choque de dos tiempos distintos: por un lado el tiempo de la vanguardia que portaba la antorcha de la civilización y por otro el de una sociedad que vivía en un estado de permanente anacronía. El lamento de los exploradores relativo a lo difícil que resultaba encontrar a un ecuatoriano con el cual poder tratar asuntos científicos o interesados en ascender a las altas cumbres andinas lo dice todo. Este desinterés ponía en evidencia a una sociedad estancada en el pasado y practicante de valores caducos. A su modo de ver, la religiosidad barroca y la obsesión por el derecho que embargaban a los ecuatorianos no hacía sino mostrar a un pueblo ignorante y una sociedad retrasada. 5 Michaela Stütgen, Tras las huellas de dos viajeros alemanes en tierras latinoamericanas, Biblioteca Luis Ángel Arango, Bogotá, 1996, p. 31.

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2. Estudios de campo Los exploradores fueron los ejecutores de esa gran innovación que ahora constituye uno de los pilares de las ciencias naturales: los estudios de campo. Inspirados por el plus ultra, esa divisa que imprimió Bacon en su Instauratio magna y que animaba a abatir las viejas barreras que frustraban el ansia por saber, los naturalistas decidieron salir de sus gabinetes y respirar el aire fresco de la naturaleza. El incremento del conocimiento no tendría lugar si antes no se rompía con las vetustas bibliotecas y con todos esos saberes farragosos, memorísticos y repetitivos que ya no conducía a ninguna parte. Sobre todo la modernidad en su vertiente más romántica, abrió un nuevo capítulo de la antigua confrontación entre libro y naturaleza. Para las nuevas generaciones de filósofos Wilheim Reiss y de científicos había llegado la hora de Año: 1890?. Autor: NN. que el liber naturae sustituyera a los viejos Archivo: Fondo Jijón y Caamaño y polvorientos libros. La redefinición de la ciencia exigía poner un definitivo punto y final a la cultura enciclopédica que instituía un conocimiento fijo, estanco, cerrado, inamovible y que como tal no estimulaba el descubrimiento. Los sabios enclaustrados en sus gabinetes no estaban en las mejores condiciones para atender las demandas que exigía el moderno espíritu de curiosidad.6 El gran escenario de la naturaleza, por el contrario, prometía un saber nuevo, abierto, fresco y, sobre todo, inabarcable. «Cuantas especies nuevas y endémicas quedarán todavía ignoradas en esos bosques aun intactos que, sin exageración, podemos llamar mares vegetales».7 A la naturaleza era preciso estudiarla in situ y no de lejos, ni de oídas. Muy en consonancia con esto, el explorador, operó el traslado del laboratorio al corazón mismo de las selvas. 6 El ilustrado obispo de Quito, Pérez Calama ya había elevado sus críticas a la educación excesivamente libresca de las universidades del universo español. “...que en nuestras universidades y colegios académicos de España y de las Indias (en el siglo pasado y presente) se ha estudiado mucho inútil y muy poco útil. Todo ha sido disputar y ergotizar sobre puntos de mera imaginación y entre tanto franceses e ingleses han puesto en grande elevación su comercio, su agricultura, su industria y manufacturas”. Josep Pérez Calama, “Edicto exhortatorio”, en: Anales de la Universidad de Quito, Quito, julio de 1893, p. 44. 7 Luis Sodiro, “Ojeada general sobre la vegetación ecuatoriana”, en: Anales de la Universidad de Quito, Quito, 1883, Nº 2, p. 75.

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Hacer ciencia presuponía tres fases: un «irse», luego un «estar ahí», en el lugar preciso de los acontecimientos; y, finalmente, el poder demostrarlo con evidencias fehacientes. De por medio estaba presente la idea acerca de que solo la cercanía era capaz de desvelar la naturaleza tal cual, mientras que la lejanía tendía a crear visiones distorsionadas y hasta fantasmagóricas. Una de las críticas que formuló Nicolás Martínez al geólogo Karsten, fue que sus teorías eran insostenibles, entre otras cosas, por el hecho de no haber visto de cerca al volcán Cotopaxi.8 Como se aprecia, el factor distancia era determinante para establecer el rigor y la calidad de la observación. Como ocurrió en otros ámbitos, detrás de todo había un ferviente deseo de autenticidad a efectos de que las cosas se vieran tal cual eran. Humboldt, por ejemplo, manifestó en repetidas ocasiones la desazón que le provocaban los invernaderos artificiales en donde se quería imitar el espectáculo de las selvas tropicales. Para él, nada era más provechoso y gratificante que una buena excursión a través de los bosques de las zonas ecuatoriales. A la actividad exploradora hay que verla como una respuesta a esa demanda de la ciencia moderna de objetividad, de trasparencia y de visibilidad. En palabras de Caldas, «la única manera de salir del error era penetrando en el Augusto santuario de la naturaleza».9 Conforme los nuevos protocolos de la episteme, los trabajos de campo cumplían con el propósito de suprimir todos esos molestos intermediarios que mediatizaban la relación con la naturaleza. Nada mejor para ello que un bis a bis con las selvas, con las montañas o con las potentes estructuras geológicas de los Andes. Esta era una buena forma de evitar a los ignorantes, a los «sabidillos» de turno y a las viejas autoridades. Detrás de la actividad exploradora operaba una lógica eminentemente restrictiva que se encargaba de seleccionar lo que era relevante para construir un saber de calidad. En los ambientes académicos se reconocía que muchos errores geográficos se habían originado precisamente por la falta de testigos. La ciencia moderna restó credibilidad a la información que venía de oídas y peor si esta se había originado en lugares distantes y en personas culturalmente diferentes. En este sentido se puede decir que los exploradores hicieron las veces de notarios autorizados que daban fe de unos hechos determinados. Dentro de este contexto, el viaje del naturalista se convirtió en un vehículo cognoscitivo. Si algo hacían los trabajos de campo era minimizar las discordancias entre lo distante y lo próximo; entre el centro y la periferia. Dicho más llanamente, la actividad exploradora era la que permitía que los signos fueran coincidentes con los referentes y que lo que se decía de la realidad fuera un fiel reflejo de ella. El explorar permitía expandir los límites de lo conocido y sobre todo operar el retroceso del caos y de las brumas de lo ignorado. Esta es la manera cómo la alteridad fue arrancada a la ignorancia y cómo en definitiva la naturaleza se completaba. 8 Nicolás Martínez, AUQ, Nº 128, p. 214. 9 Francisco José de Caldas, “Del influjo del clima sobre los seres organizados”, en: Obras completas de Francisco José de Caldas, Bogotá, 1966, p. 102.

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Desde luego a este impulso por salir al aire libre también se le atribuyeron una serie de virtudes muy variadas. Para toda una generación de filósofos, el contacto con la naturaleza suponía un crecimiento moral y una terapéutica útil para la construcción del nuevo hombre. La filosofía de Rousseau y la pedagogía de Pestalozzi son tan solo dos ejemplos representativos de ello. En la línea más clásica del liber naturae, el paisaje fue tenido como un excepcional pedagogo y como un predicador moral. Incluso en el campo artístico operó con fuerza esta pasión por experimentar de cerca a la wilderness. Solo por citar un caso: Caspar David Friederich, el gran paisajista alemán, exigía pintar al natural con el propósito de lograr un efecto de realismo y de más verdad. A su modo de ver el trabajar encerrado en un estudio empobrecía la producción artística. Décadas más tarde y con la irrupción del positivismo, el prestigio de los trabajos de campo alcanzó su apex.

Nicolas Martínez en el Guagua Pichincha Año: 1931. Autor: NN. Archivo: Fondo Jijón y Caamaño

3. Sensualismo e instrumentos de precisión El contacto en directo con la naturaleza vino aparejado de ese deseo tan propio del moderno sensualismo que consistía en explorar y en expandir al máximo las posibilidades del aparato sensorial. Sin esta operación no era posible ese efecto de inmediatez tan reclamado y la producción de un saber enteramente nuevo y de calidad. De todos modos había un sentido que tomó la primacía respecto de los demás: la vista. Para la ciencia moderna el ojo era el órgano por antonomasia de la evidencia y del descubrimiento. Solo los naturalistas expertos en usarlo podían merecer el título de descifradores de nuevos mundos. De hecho hoy se ha abierto un amplio campo de estudio en torno a lo que ha dado en llamarse como visual epistemology. Fue en el ámbito científico donde se revalidó la razón de ser ese viejo dicho popular de «ver para creer». El mirar sujeto a regulación y al seguimiento de unos protocolos se convirtió en una nueva forma de pensar. Tal como bien lo advirtió Humboldt, el asunto tenía su enjundia: la observación combinada con 21


“el ejercicio del pensamiento” era el método que permitía al sabio “encontrar las causas de los fenómenos.”10 Los exploradores debían afinar muy bien sus sentidos a fin de captar cualquier fenómeno de la naturaleza por mínimo que este fuera. Para estos menesteres la ciencia exigía un ojo experto, esto es un ojo que previamente había sido entrenado para ver más y mejor. Así, pues, el científico que aspiraba a desentrañar los secretos de la naturaleza estaba obligado a prescindir de la vieja mirada cuya tendencia era a distorsionarlo todo. Para ello no tenía más remedio que someterse a un período de adiestramiento que en teoría debía liberarlo de todo prejuicio y de toda tentación subjetivista. Ahora bien, el relieve que se dio a los sentidos y la necesidad de potenciarlos fue en paralelo al protagonismo que se dio a los instrumentos científicos. La utilización de telescopios, cronómetros, barómetros, etc., fue otra manifestación de la determinación de ese propósito de superar un saber libresco así como una expresión de una voluntad de orden y de economía moral. El deseo de ver más y mejor demandaba especialistas cualificados en el manejo de estos aparatos. Hay que tener presente que para esta época el hacer ciencia ya se había convertido en un asunto cada vez más de orden técnico. De este modo, pues, un naturalista desprovisto de estos artilugios no podía ser merecedor de mucha confianza. Incluso muchos de estos efectos pasaron a formar parte de la identidad del explorador. Para la ciencia moderna, ya no solo se trataba de estar ahí, sino también de estar con un barómetro o con un telescopio en la mano. Todos estos aparatos son los que hacían posible que el laboratorio se trasladara a las selvas o a las soledades de las montañas. Estos portentos de la ciencia y de la tecnología permitían interrogar a la naturaleza, volverla más trasparente y extraerle de manera más eficiente sus secretos. En realidad su proliferación fue una respuesta a eso que ya de manera reiterada hemos visto: a la necesidad de llevar a cabo una purificación lógica del pensamiento y de aproximar más la naturaleza al nodo de los laboratorios. Una observación bien hecha a partir de un equipo de instrumentos perfectamente calibrados, a la vez que permitía diversificar la mirada, garantizaba la ausencia de fraudes. La producción de saberes de calidad, sin adherencias espurias y plenos de legitimidad, obligó a idear fórmulas que hicieran posible el logro de la exactitud y que fueran capaces de minimizar el error. Si algo hacían los barómetros, los telescopios, etc., esto era contrarrestar ese factor que tanto distorsionaba la realidad: el subjetivismo. La utilidad que ofrecían es lo que llevó a Hans Meyer a preferir la fotografía a la pintura en sus labores científicas. A su modo de ver las cámaras «excluían el elemento subjetivo» en favor de un mayor grado de objetividad y de una mayor capacidad de representar al objeto.11 Fue por todas estas cualidades que los aparatos de precisión se convirtieron en una fuente de autoridad. Pero desde luego no todo se reducía a solucionar un problema de legitimidad, sino que esta parafernalia tecnológica también resultaba clave para expandir el conocimiento e incrementar el saber de manera cuantitativa. Ella era la que hacía posible la dinámica acu10 Alejando von Humboldt, Cosmos, Edt. Glem, Buenos Aires, 1944, p. 32. 11 Hans Meyer, En los altos Andes del Ecuador, Edit. Aby Ayala, Quito, 1993, p. 10.

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muladora de datos que tanto exigía la ciencia. En paralelo a esto, digámoslo brevemente, todos estos prodigios son los que implementaron un lenguaje común (el de las cifras) y que como tal podía ser entendido por toda la comunidad científica. Los instrumentos se desempeñaron como un elemento clave en los procesos de normalización y de estandarización de la información que circulaba por las redes. Gracias a la copiosa cantidad de datos que producían es que la naturaleza podía migrar de las selvas al corazón de las academias y de los laboratorios. Finalmente no nos resistimos a decirlo, el tema de la mirada abrió las puertas de par en par a ese otro capítulo de las relaciones con la naturaleza: el paisajismo. Esta nueva experiencia estética será definida como un arte de la percepción visual.

4. Ciencia, orden y lenguaje Toda esta campaña de purificación lógica del saber encontró en el lenguaje un potente aliado. Para la ciencia moderna, tanto un léxico adecuado como su uso correcto eran requisitos ineludibles para que la verdad quedara expuesta con diafanidad. Digámoslo más claramente: lenguaje y conocimiento estaban íntimamente relacionados. Así, pues, si algo contribuyó a legitimar la ciencia de un Humboldt, de un Jameson o de un Sodiro, esto fue la destreza que mostraron a la hora de emplearlo. Esta conexión entre lenguaje y conocimiento fue lo que permitió definir a la historia natural en términos de «denominación de lo visible» o bien como un saber de tipo nominalista.12 Los filósofos determinaron que la falta de un lenguaje normalizado y regulado era un factor que inevitablemente hacía fracasar la episteme. Así, pues, la inteligibilidad de la naturaleza solo era posible a partir de un reordenamiento de la narrativa y de la implementación de una nueva sintaxis capaz de nombrar mejor y con exactitud. Precisamente esto es lo que quiso decir Foucault cuando sostuvo que las ciencias eran «idiomas bien hechos».13 De este modo para que la naturaleza apareciera tal cual, antes era preciso desalojar todos esos sedimentos lingüísticos inútiles que deformaban la realidad. Lo mejor era prescindir de todos esos términos inadecuados y de ese trasfondo histórico que llevaban a cuestas. La modernidad se propuso instituir un lenguaje neutro, constativo, con respuestas fijas y estables que hicieran posible la objetividad y que facilitaran la comprensión entre los miembros de la comunidad científica. A diferencia de los virtuosos de la metáfora y de la poesía, ya no se trataba de transformar la realidad sino de reproducir y de trasmitir fielmente lo que había sido captado por el aparato sensorial. Esto obligó a construir relatos verosímiles y que fueran capaces de objetivar los diversos fenómenos de la naturaleza. Aquí estamos frente a un estilo literario que dejaba poco espacio a la fantasía y a lo mágico. Nada de utilizar un lenguaje figurado y ampulosamente retórico tal cual lo hacían los barrocos. Una natu12 Michael Foucault, Las palabras y las cosas. Una arqueología de las ciencias humanas, Siglo XXI, Madrid, 2010, p. 136. 13 Ibid, p. 92.

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Antisana, Los Crespos Año: 1903. Autor: Hans Meyer. Archivo: Institut für Länderkunde, Leipzig

raleza exótica y desconocida demandaba ya no al escritor convencional sino al científico que sabía interpretarla adecuadamente. Así, pues, la narrativa del explorador sustituyó a la del poeta, pero no a la literatura. El texto científico se caracterizó por una redacción un tanto fría, con un lenguaje preciso y exento de manierismos que distraían la atención o daban lugar a equívocos. Ya sean los informes, ya sean los diarios, estos se proponían ir al meollo evitando todo tipo de divagación o rodeo inútil. De todas maneras no caigamos en exageraciones, las descripciones del territorio y de sus objetos no pudieron evitar la inclusión de algún que otro tropo poético. Ante la belleza del paisaje, hasta los más duros e intransigentes del positivismo sucumbieron y dejaron caer sus perlas. Como ya viene siendo la norma, el gran problema epistemológico que había que solventar tenía que ver con lo popular. El lenguaje que utilizaban era inadecuado para hacer ciencia. El hecho de que estos sectores carecieran de un léxico lo suficientemente regulado y normalizado, les impedía exponer la racionalidad del mundo y menos aún trasmitir información fidedigna al nodo de las academias. Para los naturalistas, por lo tanto, el lenguaje venía a ser una línea roja que separaba a los doctos de los ignorantes. Su desconocimiento de las técnicas taxonómicas les dificultaba establecer de manera correcta el 24


nombre de las plantas, de los minerales o de los accidentes geográficos. La amplia variedad lingüística del pueblo generaba confusión más que otra cosa y si se trataba de las lenguas precolombinas, no digamos. Estas sí que estaban totalmente inhabilitadas para trasmitir cualquier tipo de saber. Aparte de que contenían un léxico «bárbaro» e impronunciable eran manifiestamente incapaces de expresar ideas abstractas. Casi, casi se podría decir que apenas eran algo más que un grito arcaico. Desde luego toda esta discursividad en torno a la palabra hay que inscribirla dentro del proyecto ilustrado y positivista que propuso abolir el caos lingüístico americano. Su propensión a unificar y a homologarlo todo implicaba dar de baja a las lenguas ancestrales a efectos de fijar el castellano (o lenguas «nobles» tales como el francés, latín o inglés) como únicos idiomas autorizados para la comunicación. El hecho de que Juan de Velasco hubiera insistido en utilizar las viejas nomenclaturas botánicas americanas, fue un argumento suficiente para vetar su entrada al stablishment académico de la época. Su gran pecado fue no haber sido riguroso y haber insistido en usar las impronunciables nomenclaturas populares. Uno de los ámbitos en donde el lenguaje desempeñó un papel estelar fue a la hora de organizar el ordenamiento taxonómico. La sistematización de las diferentes especies era una respuesta a ese propósito de la modernidad de imponer un orden temporal y por crear una visión omnicomprensiva de la realidad. A la taxonomía hay que verla como un método de apropiación de la naturaleza a través de la palabra. Gracias este «nuevo idioma» era posible asignar a las cosas el nombre adecuado y conveniente. A través de esta técnica es que se lograba identificar, ordenar, representar los objetos y, por último hasta nombrar su Ser.14 La posibilidad de conferir un nombre tenía la facultad de volver abarcable e inteligible el caos de la varietas rerum de la naturaleza. El ordenamiento taxonómico configuraba en medio de la confusión de la naturaleza el cuadro de los parentescos y en definitiva, el cuadro del orden oculto de las cosas. Digamos que sin una denominación exacta los objetos de la naturaleza corrían el riesgo de quedarse mudos e invisibles. Si algo tenía de fascinante un taxón esto era su capacidad de clarificar las cosas, de distinguirlas, de individualizarlas y de ponerlas en su sitio. La taxonomía, en la medida en que propendía a individualizar los objetos volvía real esa máxima de la ciencia que sostenía que a más número de divisiones, más posibilidades tenía la verdad de emerger. La clasificación taxonómica en tanto que individualizaba a las especies puso el punto y final a esa obsesión de los antiguos por la similitud. Su peculiar forma de ver la naturaleza les inducía a describir cosas de aspecto más o menos semejante con si fueran idénticas.15 Para los antiguos, la naturaleza era un juego de signos y de semejanzas encerradas en sí mismas según la figura duplicada del Cosmos.16 Así, pues, resultaba que los pumas eran leones; que los jaguares, tigres, etc. La taxonomía en cambio era la llamada a 14 Foucault, Las palabras y las cosas, p. 125. 15 Ibid, pp. 26-34. 16 Ibid, p. 39.

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solucionar este problema en la medida en que clasificaba las diferentes especies por afinidades genéricas y diferencias específicas. Insistir en pensar por similitud, ese ídolo de la tribu según Bacon, no hacía sino perpetuar el error. Como se intuye, detrás de esto había un problema de identidad. La taxonomía, en definitiva, lo que hizo fue elaborar una especie de “cédula de identidad” que circunscribía y separaba al objeto dentro de un espacio universal y homogéneo. Por último no puede pasarse por alto la función que desempeñó esta técnica como herramienta y como recurso conceptual necesario para describir y asimilar discursivamente lo extraño y lo lejano. Los científicos en general cumplieron con la misión de hacer que lo salvaje se convirtiera en algo ordenado, organizado, familiar e inteligible. Tal como bien lo señaló Foucault, el lenguaje confirió una ley a la diferencia.

5. Los exploradores y el espíritu de curiosidad Una de las novedades que irrumpieron en el Ecuador fue la figura del explorador. Este sujeto resultó un hecho inédito y su visibilidad se hizo aun más patente en una sociedad fuertemente estamentalizada en donde los tipos humanos eran unos y donde todo el mundo ocupaba el lugar que le correspondía. Pero aparte de esto, se trataba de individuos que hacían «cosas extrañas», estrafalarias y de difícil encaje para las mentalidades de la época. Por ello no debe llamar la atención que fueran tenidos como una especie de bichos raros. Curiosidades aparte, las incursiones llevadas a cabo por los botánicos se enmarcan dentro de esa tradición exploratoria que triunfó en el siglo XIX. Todos ellos se dedicaron a recorrer el país y llegaron hasta sitios que entonces eran tenidos como remotos. Pasaron sufrimientos y penalidades indecibles y el riesgo fue una constante que les acompañó. No solo les tocó lidiar con una naturaleza salvaje y llena de peligros sino también con los porteadores que los dejaban abandonados en medio de las selvas. Ellos fueron los descubridores de un Ecuador que durante muchos años había permanecido incógnito a la ciencia y a sus propios habitantes. Gracias a sus trabajos fue que el país empezó a tomar otro cariz, a ser visto de una manera distinta y en definitiva, a entenderse sus secretos. Sus descubrimientos son los que ayudaron a configurar todos esos valores que de un tiempo a esta parte han venido instituyendo la excepcionalidad del Ecuador. Tal como lo hemos venido remarcando, buena parte del prestigio que fue ganando el explorador provino de su esfuerzo por aproximar la naturaleza a las academias. Él era ante todo un hombre sobrado de curiosidad, ansioso por saber más y por expandir las fronteras del conocimiento. Todo lo miraba, todo lo inspeccionaba, nada le resultaba indiferente y su repertorio de preguntas que traía a cuestas era inmenso. Este nuevo agente de la ciencia era el que se atrevía en todos los sentidos. No solo era el que tenía la audacia de poner en su sitio a las viejas vacas sagradas, sino que tenía el arrojo de penetrar en territorios inhóspitos y desconocidos. Su lugar de trabajo eran esos espacios 26


en blanco que los mapas identificaban con ese letrero de terra incognita. Pero también el explorador era el que se enfrentaba a lo otro y el que primero intentaba procesar realidades completamente inéditas y a primera vista sin pies ni cabeza. En el Ecuador, tanto el espíritu explorador como el espíritu de curiosidad que le era inherente, prendió muy tarde, aunque desde luego hubo excepciones que permiten matizar esta aseveración. Un análisis en profundidad de la obra de los Jesuitas muestra que la orden fue pionera en los estudios de campo. Pese a las deficiencias que pueden achacárseles, ellos ya mostraron un decidido empeño por salir al aire libre. En buena medida esta predisposición les venía impuesta por las propias circunstancias: después de todo ellos se vieron en la tesitura de vivir largas temporadas en las periferias salvajes del planeta. En realidad la selva era propiamente su gabinete de trabajo. Incluso en los casos de Juan de Velasco y de Mario Cicala, que no pisaron ni de lejos las misiones, es muy claro el deseo de “estar ahí”, el de ser testigos y el de formularse preguntas inéditas. Ellos fueron los primeros en percatarse de la necesidad de forjar una imagen lo más exacta y detallada del país. De otro lado, también fueron los pioneros en generar una dinámica acumuladora de datos que ya prefiguraba la modernidad. Ahí está el caso del misionero Saltos que levantó una colección de iconos de animales de la Amazonía y el de Pedro Guerrero, alias Gallinazo, que organizó un herbario con más de 4.000 especies. Su colección llevaba el título de Observaciones de los simples que se hallan en Guayaquil. Lamentablemente todos estos trabajos se han perdido o por lo menos eso es lo que creemos. Velasco formó parte de un gran ejército de jesuitas que se propuso desmitificar la imagen de lo americano que circulaba en Europa. Su experiencia exploradora y su familiaridad con la naturaleza del Nuevo Mundo le llevó a poner de manifiesto y a refutar con contundencia los a priori y prejuicios de los viejos filósofos antiamericanos.17 El otro gran antecedente fue Pedro Vicente Maldonado. El riobambeño fue sin lugar a dudas un prototipo del nuevo tipo de hombre marcado por la impronta de la ilustración, de la curiosidad y que se atrevió a explorar. La forma de ser de Maldonado, sin lugar a dudas, marcó una diferencia con sus pares de las elites quiteñas. Su proeza de navegar a lo largo del Amazonas y de plantarse en el mismísimo París lo dicen todo. Desde luego aquí también hay que hacer mención a los geodésicos cuyos trabajos se llevaron a cabo íntegramente al aire libre. Es a ellos a quienes propiamente hay que atribuir el mérito de haber introducido en el Ecuador la moderna cultura exploratoria. Tanto la Compañía francesa como la española incursionaron por las montañas no holladas y acamparon en los páramos serranos. El botánico Jossieu de la expedición francesa, penetró en las ahora extintas selvas de Uritosinga en la provincia de Loja, un lugar en ese tiempo completa17 Sobre este punto puede leerse ese clásico sobre el tema: Antonello Gerbi, La disputa del Nuevo Mundo. Historia de una polémica 1750-1900,Fondo de Cultura Económica, México D.F, 1982. Para el caso concreto del Ecuador, véase: Carlos Andrés Roig, Humanismo en la segunda mitad del siglo XVIII, Banco Central del Ecuador, Quito,1984.

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mente remoto. Posteriormente la exploración dará un giro más de tuerca con la presencia de científicos tales como Francisco José de Caldas, Anastasio Guzmán, Humboldt, Bompland y Jean B. de Boussingault. Todo este elenco de exploradores llevó a cabo una revolución metodológica radical en las formas de estudiar y de entender la naturaleza. Conforme avanzaba el siglo XIX, la afluencia de exploradores se fue incrementado de manera creciente. Ahí están esas figuras que hicieron época como Jameson, Sodiro, Reiss, Stübel, Wolf, Dressel, Meyer, Wagner y muchos otros que resultaría largo de enumerar.18 Durante buena parte de este siglo y pese al poderoso influjo que ejercieron estos científicos, las aficiones exploratorias no prendieron bien entre los ecuatorianos. Las elites, por lo general, vivían en un mundo muy en miniatura, en una domesticidad y en un encierro que les impedía ver el espectáculo de la naturaleza. Si algo mostraba esta interioridad tan exacerbada, esto era un sentido de la curiosidad muy atrofiado. Fue este déficit de interés por conocer lo desconocido lo que dificultó mucho la aparición de exploradores y de físicos. Sorprende ver la cortedad de miras de personas con algún tipo de formación académica, como los abogados o los médicos, no llegaron a valorar suficientemente bien la importancia de las ciencias y del estudio de la naturaleza. De hecho los esfuerzos de Rocafuerte y de García Moreno por establecer facultades de ciencias y profesiones prácticas se hizo en buena medida recortando las pretensiones del poderoso gremio de abogados. Detrás de la fundación de la Escuela Politécnica hubo fuertes debates sobre su verdadera utilidad. Fueron tales las reticencias que la Iglesia tuvo que intervenir en apoyo de la instalación del instituto. Pero según nuestra forma de ver las cosas hay otra razón de fondo que explica esta falta de interés hacia el espectáculo de la naturaleza. Todo indica que ello hay que atribuirlo al peso específico que todavía en el siglo XIX seguía teniendo la cultura contrarreformista. Hay que tener presente que el ethos barroco privilegió la vivencia de los espacios más íntimos de uno mismo antes que las exterioridades del mundo. Muy ignacianamente consideraron que lo urgente no era la exploración del bosque tropical sino las interioridades y recovecos del corazón. ¡Pocas bromas: la salvación del alma iba en ello! Solo a mediados del siglo XIX es que se empieza a notar el deseo de romper con una cotidianidad agobiante y de proyectarse hacia un exterior que prometía grandes satisfacciones para el espíritu. La aparición de este nuevo espíritu es el que permitió que en el Ecuador aparecieran exploradores y nuevas sensibilidades hacia la naturaleza. Entre otros que dieron la espalda al barroco y que resolvieron proyectarse al exterior se hallan figuras tales como Villavicencio, Aguirre, García Moreno, Martínez, Cordero Crespo o el famoso general Proaño. Sin embargo, de todos ellos únicamente Nicolás Martínez y Carlos Aguirre tuvieron una formación académica que los acreditaba formalmente como científicos. Los otros en el fondo no pasaron de ser unos diletantes, incluido el propio García Moreno 18 Un listado de botánicos que visitaron el Ecuador desde 1736 a 1935 puede verse en: Ludwig Diels, Contribuciones al conocimiento de la vegetación y de la flora del Ecuador, Imprenta de la Universidad Central del Ecuador, Quito, 1938, pp. 102-125.

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Excursión al Tungurahua Año: (1930-1940). Autor: NN. Archivo: Biblioteca Municipal de Guayaquil

que apenas sí cursó unas cuantas asignaturas de Química en París. Con el General Proaño la cosa era distinta: si bien no podía alegar un bagaje científico, sí en cambio podía presumir de un curriculum de hombre intrépido y de explorador hecho a sí mismo. Gracias a su instinto de geógrafo se pudo aclarar la confusión hidrográfica existente en el Sur oriente ecuatoriano. Hacia el último cuarto del siglo XIX aparecieran los primeros andinistas propiamente dichos. Finalmente en los albores del siglo XX, una renovada camada de exploradores irrumpirá en el Ecuador. Entre sus integrantes están figuras como las de Luis Tufiño y Telmo Paz y Miño. Uno y otro llevaron a cabo expediciones muy importantes: el primero exploró los páramos del Sangay y la zona de Macas, mientras que el segundo hizo la primera aproximación al volcán Reventador. Pero no nos engañemos, la iniciativa exploradora y la capacidad de maravillarse ante los grandes espectáculos de la naturaleza siguió siendo hasta muy tarde cosa de extranjeros. Hans Meyer, hacia comienzos del siglo XX advirtió como todavía eran muy contados los ecuatorianos que se habían «atrevido a hollar los cerros nevados».19 19 “Nunca ha subido un ecuatoriano, por su propio impulso, a un cerro nevado y para esto, como nosotros lo queríamos efectuar allí, demostraban muy poca comprensión y real interés”. Meyer, En los altos, p. 40.

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En este punto, sin embargo, conviene hacer una distinción más que pertinente: no todos los que se atrevían a penetrar en la wilderness americana eran merecedores del título de exploradores. Los científicos advirtieron a sus colegas a fin de evitar a los impostores que se hacían pasar como testigos autorizados. Este distingo nos obliga a situar, por un lado, a los naturalistas rigurosos y con formación y, por otro, a todos esos viajeros frívolos que solo buscaban renombre y popularidad pero que estaban totalmente hueros de método y sus informes no eran fiables. Ya Boussingault alertó a la comunidad científica y denunció a esos aventureros que visitaban el Chimborazo en calidad de meros turistas pero que no hacían ningún aporte al saber. Tampoco había que confundirlos con los viajeros al estilo Le Tour du Monde cuyas crónicas trataban temas muy variados mientras que lo científico era un asunto residual.20 Sus autores cumplían la misión de satisfacer el ansía de aventura, de exotismo y de evasión de una burguesía europea que acusaba un punto de aburrimiento y que buscaba una válvula de escape a su estado de híper civilización. Esto llevó a los cronistas a enfatizar lo extraordinario, lo que se salía de la norma, mas no lo que en sí mismo era relevante para la ciencia. La exageración era muy útil para cautivar a un público que no demandaba rigurosidad y a la vez un recurso fácil para hacer del libro de viajes un best seller. Asimismo un elemento consustancial a este tipo de literatura fue el componente autobiográfico. La aventura narrada tiene como hilo conductor una experiencia íntima y personal. Trotamundos como André, Charton, Holinsky, Kingston o Whymper respondían en mayor o menor medida a este perfil. Al alpinista inglés, hay que verlo más bien como un hacedor de proezas que conllevaban un cierto halo de heroísmo, un valor muy en boga en esa época. Buena parte de sus empresas exploradoras estaban mediatizadas por el deseo de romper records y por acrecentar esa áurea de super star del alpinismo que cultivó con indudable éxito. Pese a que fue provisto de instrumentos de precisión y que recopiló información para hacerla circular por las redes, hay que confesar que la condición de naturalista era un traje que le venía un poco grande. Él estaba más cerca de lo que ahora conocemos como un deportista de elite que de un explorador sistemático. Comparativamente con otros viajeros, sus contribuciones en este campo fueron bastante modestas. Nada que ver con la ciencia de esos otros geólogos-andinistas que a partir de 1870 hicieron época en el Ecuador. Hans Meyer fue duro con Whymper al tacharlo de poco riguroso en sus observaciones. Para rematarlo y haciendo uso del sarcasmo lo llamó «deportista» y «mejor andinista que científico».21 Cosas más o menos parecidas se dijeron de Jules Rèmy y de su compañero de aventuras, el inglés Brenchley. Sobre ellos, y no sin razón, pesó la acusación de haberse inventado la conquista de la cumbre del Chimborazo. Esta pretensión que tenía mucho de estafa y que consta en uno de los relatos anexos, fue más que suficiente para desacreditarlos como científicos y exploradores. Lo apócrifo del relato y las falsedades que contenía atentaban 20 Hay actualmente una edición moderna que recopila los relatos de viaje sobre el Ecuador que aparecieron en esta publicación. Gómez Rendón (Edit.) El Ecuador en las páginas de Le Tour du Monde. 21 Meyer, En los Altos Andes del Ecuador, pp. 139-140.

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contra un principio de la ciencia que exigía una actitud ética y en definitiva, la determinación de no hacer trampas.22 Sin moral no había verdad.

6. Redes científicas En este punto es importante destacar como estos tres botánicos no actuaron en solitario sino que por el contrario formaron parte de algunas de las más potentes redes científicas de la época, el círculo de Kew, entre otros. Desde el siglo XVIII la posibilidad de que un explorador perteneciera a uno de estos espacios de sociabilidad era fundamental. Aparte de que estas instancias eran las que financiaban sus proyectos, su importancia radicaba en que ahí se validaba y se legitimaba el saber científico. Muchas veces el éxito de un explorador no dependía tanto de sus buenas ideas o de sus descubrimientos, sino de la capacidad que tenía de transmitirlas y de hacer que la información circulara por las redes. Hay que tener presente que ya en esa época el conocimiento implicaba comunicación. De este modo, pues, no formar parte de uno de estos círculos era como no ser nadie. En términos coloquiales diríamos que era ser un outsider. Estas instancias eran las que hacían posible que el cúmulo de datos obtenidos en sitios lejanos terminara su periplo en los laboratorios metropolitanos. Dentro de este marco, los exploradores cumplían la función de ser un nexo de unión entre la naturaleza y las academias; entre las periferias desconocidas y los centros científicos. Para entender bien la función del explorador, hay que tener presente que la ciencia funcionaba como un equipo coordinado en el que cada uno de los miembros representaban un eslabón más de una cadena y que contribuían con su grano de arena para la construcción del gran edificio del saber. Dentro de la red se procesaban los datos aportados, se rectificaban los resultados provisionales hasta dar con un producto más elaborado. A personajes como estos, las potencias europeas y la propia Unión Americana los tenía distribuidos por todo el mundo a fin de recopilar información útil. Pero si lo miramos desde otra óptica, los exploradores fueron las avanzadillas de esas dinámicas expansivas que desde el siglo XVIII vinieron llevando a cabo las grandes potencias europeas sobre el planeta. ¿Los grandes espacios abiertos que contemplaban estos singulares personajes, acaso no eran un símil del imperio? Jameson estuvo vinculado al círculo de Kew con la venia del célebre botánico británico George Bentham. En los archivos de este jardín londinense reposan unas cuantas cartas, informes de viajes y papers que dan buena cuenta de esta relación. Una parte de este material apareció publicado en el famoso Hooker´s London Journal of Botany, una publi22 Sobre este asunto, véase el comentario que hizo Meyer. Meyer, En los altos, p, 134. Dudas parecidas mostro Stübel respecto de las supuestas ascensiones al Chimborazo de Humboldt y de Boussingault. Su comentario no tiene desperdicio. “Puesto que estos ascensos tienen tan poca visibilidad, es tanto más risible que hombres cultos no se avergüencen de contar tales inexactitudes”. Stüttgen, “Sobre la vida y obra de Alphons Stübel y Wilheim Reiss”, en: Tras las huellas, p. 28.

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El Cayambe Año: 1903. Autor: Hans Meyer. Archivo Institut für Länderkunde, Leipzig

cación especializada en editar los informes de los exploradores de la época. Pero Jameson también trabajó con otras instituciones a quienes continuamente enviaba ejemplares de plantas e incluso colecciones enteras. De hecho el atender pedidos del extranjero se convirtió en una de sus fuentes de ingresos con los que completaba su magro salario de profesor de química y botánica en la Universidad de Quito. Muy importante fue su colaboración con los famosos botánicos Teodor Hartweg y Guillermo Mitten. Este último publicó en 1869 una colección de musgos ecuatorianos que Jameson, a instancias suyas, había recolectado años antes.23 En paralelo a esto, nuestro botánico se desempeñó también como una especie de guía de los exploradores extranjeros que llegaban al país y querían ir al grano y evitar así a los molestos y poco entendidos intermediarios locales. Muchos de estos naturalistas ya venían prevenidos y con cartas de recomendación. Jameson se encargaba de guiarlos por las selvas y por las montañas así como de ponerles al tanto de las extrañas costumbres ecuatorianas. En estas tareas también involucró a sus hijos varones que con el tiempo llegaron a ser expertos conocedores de la geografía ecuatoriana. Precisamente uno de ellos fue el que guió a Jules Rèmy al cráter de Pichincha. 23 La colección de Mitten fue publicada por el Journal of the Linnean Society, Botany, Vol. 12.

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Sodiro no escapó a la regla y asimismo mantuvo contacto con unos cuantos centros científicos de Europa. Al igual que el británico también colaboró con jardines botánicos y con especialistas en la materia enviándoles colecciones enteras de plantas que previamente habían sido recolectadas y clasificadas por él. En el Ecuador fue uno de los fundadores de la que en justicia debe considerarse como la primera red científica ecuatoriana: la Escuela Politécnica Nacional. Durante muchos años llevó a cabo trabajos con colegas suyos pero de otras disciplinas. Teodoro Wolf, por ejemplo, contó con su asesoría para escribir un capítulo entero de su Geografía y geología del Ecuador. También colaboró con Reiss y Stübel, con los cuales mantuvo largas conversaciones científicas que asimismo sirvieron para apuntalar sus trabajos sobre los Andes. Pero aparte de esto mantuvo contactos con los más notables botánicos de la época.24 Rèmy siguió la misma línea y formó parte de reconocidos centros de investigación franceses que le subvencionaron todos sus viajes.

7. Otros mundos y otras dimensiones Un aspecto interesante de la acción de viajar y de explorar zonas remotas es que ello tuvo el significado de interactuar con lugares que parecían sujetos a otra legalidad. Lo cierto es que más allá de ciertos límites se tenía la sensación de que empezaba un mundo inabarcable y unos territorios que jamás antes habían sido experimentados. La lejanía, al tiempo que alimentaba la fantasía y distorsionaba la realidad, daba forma a la otredad. Como los antiguos, los exploradores modernos hicieron las veces de intermediarios entre uno y otro mundo. A semejanza de un Marco Polo, de un Colón, de un Acosta o de un Fernández de Oviedo, describían con pasión el cúmulo de maravillas que habían sido vistas en los territorios recién descubiertos. Todas estas sensaciones y sentimientos que producía este paso quedaron muy bien plasmados en los diarios y escritos de los exploradores. De sobra conocida es esa famosa confidencia de Humboldt a su hermano Wilheim en donde le comentaba sus primeras impresiones americanas: «[me siento como si estuviera] completamente separado del mundo... como en la Luna».25 Algo parecido le pasó a Hans Meyer cien años más tarde cuando, a cuatro mil y pico metros de altura, contemplaba extasiado los páramos del Chimborazo. Según confesión propia, la sensación que producía el paisaje era la de estar viendo «dos mundos completamente contradictorios.»26 Uno de los efectos que tuvo el pensar los territorios salvajes como mundos paralelos fue esa propensión a deducir que allí ocurrían fenómenos extraños. En estos parajes parecía como que la realidad y la fantasía se solapaban y se confundían. Así, pues, en un momento dado era difícil distinguir bien qué era qué. Es más, la confrontación con las “otredades” creaba la sensación de que ahí cualquier capricho de la naturaleza era posible. La selva tropical en 24 Meyer, En los altos Andes, p. 419. 25 Alexander von Humboldt, Cartas americanas, Biblioteca Ayacucho, Caracas, 1980, p. 98. 26 Meyer, En los altos Andes, p. 161.

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concreto fue señalada como uno de esos puntos calientes en donde parecía que las leyes de la física hacían una excepción o bien eran permanentemente violadas. La wilderness era como un espejo cóncavo en donde cada elemento era reflejado al revés. Las florestas evocaban el caos, una naturaleza indisciplinada y opuesto a los territorios ya conocidos y trillados. En fin, el bosque tropical fue relacionado con un lugar en donde la locura se desplegaba a sus anchas. Esto mismo podía decirse respecto de las montañas y de los volcanes. La wilderness en definitiva era un «no lugar», el espacio de la dispersión pura y en donde la fantasía solía encontrar un campo propicio para hacer de las suyas. Por otro lado había ciertos espectáculos impactantes de la naturaleza que permitían ver en vivo y en directo y en toda su crudeza las zonas oscuras del mundo. Nicolás Martínez, por ejemplo, asociaba el estruendo de las avalanchas de nieve con los rugidos de un monstruo, mientras que en las oquedades de los volcanes veía una manifestación del caos. En la wilderness se producían auténticas revelaciones que hacían que el pensamiento se extraviara y la razón cayera en barrena. Resulta curioso comprobar cómo el día en que Martínez se aproximó al filo del cráter de Cotopaxi desapareció momentáneamente el científico disciplinado y calculador, aflorando en su lugar el místico con sus visiones y sentimientos. Las selvas, los abismos, las montañas, los glaciares, los volcanes en erupción, las cataratas, etc., generaban grandes turbulencias en lo más profundo del alma. Cada uno de estos espectáculos eran el detonante de sensaciones contradictorias de placer y de horror al mismo tiempo. No es pues de extrañar la abundancia de oxímoros que produjo la literatura de la época. Tanto los relatos de viajes como los diarios de los exploradores ofrecen ejemplos de escenas de la naturaleza que ponían al descubierto las fuertes tensiones psicológicas a las que se veía sometido el explorador. La selva y la alta montaña, por lo tanto, eran algo más que laboratorios en donde obraban los científicos positivistas, sino también laboratorios en donde el alma tenía su voz. Lo salvaje instaba al hombre a hacer pausas en su trabajo para que hiciera meditaciones graves y profundas acerca de la vida y de las zonas misteriosas que la ciencia no atinaba a explicar. La wilderness daba lugar a un dialogo infinito con el Ser. Sobre todo la grandiosidad de la selva y de la montaña sirvió para reflexionar sobre la pequeñez, la fragilidad y las miserias del hombre. Los volcanes eran un buen ejemplo de esa naturaleza salvaje, violenta, indómita y destructora capaz de infringir derrotas contundentes y humillantes al orgulloso y supuestamente autosuficiente hombre moderno. Ahí sino estaban los vestigios de las antiguas erupciones que mostraban los aspectos más terribles de la historia del planeta. La sensación de extrañeza que provocaban esas «otras geografías» ayudó a convertir lugares tales como Papallacta, Baños o Zuñag en zonas de frontera en donde confluían dos realidades muy distintas la una de la otra.27 El estatuto de estos «puertos» era de por sí ambiguo: por un lado eran obstáculos, muros o separaciones, pero también eran 27 Este tema ha sido muy bien tratado por Marie Louise Prat en su conocido libro Ojos imperiales, FCE, México DF., 2010.

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puntos de contacto o puertas de paso. Aquí la propia autoridad del Estado se volvía difusa y no se diga si el viajero se internaba en lo más profundo de la selva. El traspasar estos bordes implicaba grandes negociaciones con los nativos conocedores del lugar. En la selva el explorador debía reprogramarse y aceptar que las cosas funcionaban de otra manera. Las brújulas dejaban de ser útiles y cedían su lugar al instinto de orientación de los nativos. A partir de este momento, entre los guías y el viajero va a operar un delicado equilibrio, entre las amenazas de uno (muchas veces con pistola en mano) y el conocimiento del camino del otro. En el interior de la selva los tratos nunca eran definitivos, sino que todo el tiempo había que estar reformulándolos. Estas negociaciones van a ser el pan de cada día desde el inicio hasta el fin de la expedición.

8. El descubrimiento del paisaje El relevamiento científico del Ecuador, sin embargo, también acusó otra novedosa vertiente: el descubrimiento del paisaje. En efecto, aparte de la experiencia en este campo, los exploradores sacaron a relucir los valores estéticos del país. Ellos fueron los que de una manera u otra obraron para que se produjera ese cambio de paradigma que permitió dar de baja a la estética del barroco. El peso específico que confirieron a la naturaleza y la voluntad irreprimible de experimentar lo salvaje ayudaron a situarla en el centro de atención de las miradas y hacerla partícipe de la condición de sublime. Pero aquí también hay que hacer alusión a la apología de los sentidos que llevó a cabo la modernidad. El sensire no solo se limitó a ver lo que a la ciencia interesaba, sino también a potenciar esa sensibilidad que permitió apreciar y valorar el paisaje. La epísteme romántica confió en que era posible acceder a la verdad a través de una lógica del conocimiento sensible. Elos fueron los que propiciaron que la mirada se cargara de teoría y que la teoría se convirtiera en espectáculo estético. Gracias a todo esto es que el paisaje logró autonomizarse y pasar a ser en sí mismo un objeto de culto y de reflexión. Sobre todo a raíz de la irrupción de ese tsunami que fue el romanticismo, las construcciones del hombre dejaron de ser relevantes para definir lo bello. Si algo hizo efectivo este movimiento, esto fue la convergencia de dos ópticas: la óptica de la ciencia y la óptica de la estética. «Estas pinturas -decía Stübel- tienen el objeto de completar nuestros trabajos topográficos y geológicos y de facilitar la inteligencia científica de los volcanes, como lo demás hacernos gozar igualmente el ojo artístico. Ojalá que yo hubiera dado al mismo tiempo un nuevo impulso para este ramo de la pintura, porque en ninguna parte del mundo tienen modelos más variados y grandiosos como el Ecuador».28 Dicho de otra forma, con las nuevas tendencias se logró amalgamar naturaleza con cultura; objetividad con subjetividad; y, forma con sentido. Lo cierto es que hasta entonces los hombres de letras carecían de las motivaciones que hubieran permitido apreciarlo y 28 Alphons Stübel, Cartas del Dr. Alfonso Stübel a S.E., el Presidente de la República, Imprenta Nacional, Quito, 1873, p. 29.

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El Antisana Año: 1904. Autor: A. Martínez.Archivo: Institut für Länderkunde, Leipzig

tenerlo como un referente de sus afectos. Pero desde mediados del siglo XIX las elites ecuatorianas se interesaron vivamente en construir imágenes, ya sea pintadas ya sea narradas en donde se plasmaban unos sentimientos concretos. Uno de los efectos colaterales de la actividad científica del siglo XIX fue la rehabilitación del complejo mundo de la sensibilidad. Una nueva hornada de escritores, de pintores y de naturalistas tomaron a su cargo la función contemplativa que la cultura de la ilustración había despreciado en su afán de dividir y de clasificar. Aquí, desde luego, la figura clave que inspiró esta nueva forma de ver el mundo no fue otra que la de Humboldt. Su emblemática obra, Cuadros de la naturaleza fue en su día una especie de manifiesto fundador de las escuelas paisajistas de pintura que van a hacer su debut en el continente americano. Nuestro viajero hizo una revisión de la mirada científica. Si los ilustrados habían centrado el ojo en la sola individualidad del objeto, Humboldt por el contrario propuso miradas panorámicas, totalizadoras y abarcadoras de los grandes conjuntos geográficos. Esta nueva mirada es la que en definitiva incluyó al paisaje dentro del discurso científico. Por otro lado, Cuadros de la naturaleza fue el que permitió que en Europa se empezaran a reconocer los valores estéticos del Nuevo Mundo. Y no solo esto, también fue el que inició un nuevo ciclo mitológico en torno a la montaña 36


y cuya huella aun es perfectamente detectable. De alguna manera bien puede decirse que Humboldt fue el inventor del Chimborazo y del resto de emblemáticos volcanes. A partir de su viaje al actual Ecuador es que muchos exploradores se dedicaron a buscar con ardor y entusiasmo al Rey de los Andes. Sus comentarios hicieron del coloso andino un objeto de deseo que atrajo como imán a toda una legión de viajeros y exploradores. Humboldt, por otra parte, fue uno de los grandes impulsores del gusto por lo exótico y uno de los rehabilitadores de las zonas tropicales. A él propiamente se le debe la introducción de todo ese cúmulo de conceptos y de sensibilidades que modificaron de raíz las relaciones del hombre con su entorno natural. El viajero prusiano creó y puso en circulación una nueva serie de patrones culturales andinos que en definitiva motivaron el descubrimiento del paisaje, el sentirlo y el convertirlo en un valor en sí mismo. Tanto los científicos de corte romántico como los positivistas operaron un gran cambio conceptual. Ellos implementaron la idea de paisaje bajo una triple vertiente: como categoría de pensamiento; como instrumento de utilidad científica; y, como motivo estético. Desde esta perspectiva el paisaje fue tenido como una rama de la física. Para muestra ahí está el uso que dio Meyer a los cuadros de Reichreiter y el que dieron Stübel y Reiss a los de Troya. Los exploradores, en su calidad de grandes educadores de la mirada, enseñaron a un público determinado a ver más y mejor y por otro le enseñaron a emocionarse. Dicho de otra forma, el romanticismo y, más concretamente Humboldt, despertó el interés científico por los volcanes, por las selvas, por los saltos de agua, etc., pero también mostró que la naturaleza era un espectáculo digno de ser admirado y sentido en lo más profundo de uno mismo. Como bien se ha dicho, los representantes de este movimiento propiciaron el descubrimiento científico y estético de unos paisajes largo tiempo ignorados e, incluso, denigrados. Humboldt y muchos otros exploradores que le siguieron mostraron que América lejos de ser fea y degradada poseía un porte estético de primer orden. Frente a las imágenes que circulaban en Europa de un Nuevo Mundo excesivamente húmedo, pantanoso y hasta caótico antepusieron la sublimidad de sus paisajes. Moritz Wagner, un naturalista que estuvo en Ecuador, reconoció la superioridad de las «vistas panorámicas» de los Andes respecto de las cadenas montañosas de Europa y de Asia menor.29 La Baronesa de Wilson sostuvo, asimismo, que el Ecuador era «la región en donde se encuentran los nevados y volcanes más bellos del universo».30 La fama y el prestigio que dieron los exploradores a las regiones que visitaron fue lo que despertó en un pelotón de pintores y viajeros extranjeros la curiosidad por descubrir la dimensión estética de las zonas tropicales. Ahí están esos nombres propios como fueron Hildebrand, Bellerman o Berg. Para el caso ecuatoriano tenemos a esa gran figura que fue Church, el gran maestro de la Hutson River School y la de su compañero de viaje, el pintor Charles Louis Rèmy Mignot. Sus visiones 29 Moritz Wagner, “Exploración del mozo Pichincha y una ojeada del volcán”, en: Augusto N. Martínez, “Estudios históricos, geológicos y topográficos”, en: AUQ, Quito, Nº 123, p.268. 30 Baronesa Wilson, Una página en América (Apuntes de Guayaquil a Quito), Quito, 1880, p. 21.

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gloriosas de los Andes ecuatorianos nos relevan de todo comentario. Pero este gusto por el paisaje también se manifestó a través de la literatura. Poetas y prosistas pintaron con letras y a su manera sus propios cuadros. A partir de mediados del siglo XIX hasta bien entrado el siguiente, el país produjo numerosos textos en donde la naturaleza fue descrita con prolijidad y sentimiento. Tal fue el interés que manifestaron por el paisaje que hasta incluso llegaron a teorizar sobre la forma más adecuada de representarlo con fidelidad, así como también sobre la manera de exponer sus significados. Aquí es precisamente donde se inscribe ese notable ensayo de González Suárez, Hermosura de la naturaleza y sentimiento estético de ella que publicó hacia 1908.31 Este paso dado, fruto de una nueva manera de relacionarse con la naturaleza, tuvo repercusiones muy importantes en el campo político. La descripción y apología de los paisajes alimentó y entró a formar parte del movimiento nacionalista que empezó a configurarse una vez constituida la joven república ecuatoriana. Tanto los científicos como los pintores y los fotógrafos lograron que la naturaleza ecuatoriana se convirtiera en un auténtico patrimonio nacional. De este modo, pues, los exploradores del siglo XIX ayudaron a verificar el tránsito de una época en la cual el paisaje había sido un elemento con escasa o nula valoración, a otra en la que se lo exaltó y hasta se lo convirtió en una auténtica seña de identidad nacional. Desde mediados del siglo XIX las elites ecuatorianas se dedicaron a construir imágenes con la que pretendían formular un relato patrio y nacional. Bien podemos decir que el país fue definiéndose en paralelo a la reivindicación de sus paisajes o, dicho de otra forma, el paisaje fue consustancial a la construcción del mito nacional. Un Ecuador en ciernes demandaba urgentemente un vivero de imágenes. Para muestra basta ver el enorme valor simbólico que se le dio al Chimborazo y al resto de grandes colosos andinos.

9. Rasgos biográficos William Jameson (1796-1873) era escocés y llevó a cabo muchos viajes en su calidad de naturalista. Antes de venir a América estuvo en la isla de Baffin y en Groenlandia, dos lugares totalmente desconocidos para los geógrafos de la época. Arribó al Ecuador en la década de 1820 junto al célebre y malogrado coronel Francis Hall que también era botánico. Primero se estableció en Guayaquil, de 1822 a 1826 y luego fijó su residencia en Quito desde 1826 a 1869. Vivió en el país casi cincuenta años hasta que finalmente emigró con sus hijos varones a la Argentina y ya jamás volvió al Ecuador. Durante un buen tiempo fue profesor de química y botánica en la universidad de Quito. Pero también se desempeñó como director de la ceca de la capital. Como dato curioso hay varias coleccio31 González Suárez, Hermosura de la naturaleza y sentimiento estético de ella, Imp. Sucesores de Rivadeneira, Madrid, 1908.

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nes de monedas que tienen impresas sus iniciales. Por otro lado fue el primer organizador del jardín botánico de Quito que se situó en la Alameda. Recorrió prolijamente buena parte del territorio ecuatoriano en busca de nuevos ejemplares de su rica flora. Hacia el año de 1835 organizó una expedición a la zona de Baños de Tungurahua con el presidente de la república, Vicente Rocafuerte. En Quito se casó y formó una amplia familia. Su vida matrimonial, sin embargo, fue algo tormentosa: su esposa era una alcohólica empedernida y con frecuencia le quemaba esas colecciones de plantas que tan trabajosamente había recolectado. De todas formas Jameson también tenía fama de ser una figura singular y algo estrafalaria que marcaba la diferencia en un Quito de tradiciones inamovibles. Sus rarezas le valieron el mote de «El loco» y se cuentan muchas divertidas anécdotas al respecto. Jameson fue un botánico más clásico y más empeñado en la clasificación taxonómica que otra cosa. Él nunca se empeñó en construir un modelo científico que explicara las características y la gran diversidad de la flora ecuatoriana. A lo mucho e limitó a describir zonas de vida o ecosistemas. El más bien puso su acento en los ejemplares individuales. Jameson, en este sentido, fue más un experto taxonomista que un gran estudioso de la physis del Ecuador. Buena parte de la importancia que tuvo su presencia en el país se debe a que fue el autor de la famosa Synopsis Plantarum aequatorianensis, un catálogo sistemático de las plantas que él había recolectado en el país durante muchos años.32 La obra apareció en dos tomos de formato pequeño y con el patrocinio de su buen amigo, el presidente de la República García Moreno. El proyecto era más ambicioso y hasta con pretensiones de monumentalidad. Jameson llegó a escribir un tercer volumen pero éste lamentablemente quedó inédito.33 Su intención era la de clasificar y describir íntegramente la flora ecuatoriana, pero a la final no pudo ser. El resto de sus publicaciones aparecieron en el anteriormente citado Hooker´s London Journal of Botany mientras que la Excursión en el prestigioso Journal of the Royal Geographic Society. Luis Sodiro (1836-1909) nació en Vincenza, Italia. Fue jesuita y estudió teología, filosofía y botánica en Innsbruck. Llegó al Ecuador formando parte del contingente de profesores de la Escuela Politécnica Nacional. A diferencia de Jameson fue un científico de otro talante y formación. Él ya estaba mucho más inmerso en la atmósfera del positivismo que empezó a dominar en los ambientes académicos. Sodiro no solo mostró ser sistemático sino también el tener una visión de conjunto. Uno de sus grandes logros fue el haber establecido un sistema de la flora ecuatoriana. Sus aportes fueron más allá de clasificar y de ejercer de taxonomista como su predecesor escocés sino que se propuso forjar un modelo científico capaz de explicar las características de los diversos ecosistemas locales. A Luis Sodiro realmente le corresponde el meritorio título de fundador de la moderna botánica ecuatoriana. Siguiendo a Humboldt llevó a cabo el que para su época fue el más completo intento de identificación, clasificación y descripción de las diversas 32 Guillermo Jameson, Sinopsis plantarum Aequatoriensium, 2 vols., Imprenta de Joannis Pauli Sanz, Quito, 1865. 33 El manuscrito original reposa en el British Museum.

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zonas de vida del país. Su Ojeada general sobre la vegetación ecuatoriana fue en su tiempo un texto central en los anales de la ciencia nacional. En su faceta de botánico sistemático logró recolectar y clasificar en torno a cuatro mil especies. Pero Sodiro también fue un prolífico escritor y entre otras cosas publicó títulos tales como Gramíneas ecuatorianas, Taxonias ecuatorianas, Criptogamas vasculares, Relación sobre la erupción del Cotopaxi,etc. Entre otros méritos suyos está el haber fundado el primer Jardín botánico del Ecuador en el patio de la Politécnica, actuales terrenos del parque de la Alameda. También publicó un estudio sobre la agricultura ecuatoriana en donde hizo agudas observaciones sobre su atraso. Muy a diferencia de Jameson, el italiano propendió a que su trabajo tuviera efectos prácticos directos para la economía ecuatoriana. Sodiro nunca abandonó el país y murió en Quito en el año de 1909. De Jules Rémy (1826-1893) sabemos mucho menos debido sobre todo a que no fue un explorador trascendental para la ciencia ecuatoriana. Su presencia en el país se limitó a la recolección de especies y a inspeccionar los alrededores de los volcanes. El poco peso que tuvo este naturalista se debió mucho a algo que ya dijimos: a su fama de farsante. Por otro lado, sus trabajos, al menos los que ahora publicamos, carecían de la rigurosidad que exigían las más importantes academias de la época. El relato de sus excursiones al Pichincha y al Rey de los Andes oscilan entre el informe científico y el relato de viajes. En ellos se nota un fuerte componente autobiográfico que lo hacía derivar a la narración de una aventura para entretener a diletantes. De todas formas hay que reconocerle el mérito de haber clasificado unos cuantos centenares de especies que recolectó en sus múltiples viajes de exploración. Tanto él como su compañero de viajes, el inglés Lucius Brenchley solo hicieron una visita relativamente corta al país, la misma que apenas duró un año. En su periplo por el Ecuador hizo excursiones a las principales cumbres de la sierra centro norte. Su más sonada exploración la hizo al Pichincha y cuyo relato publicamos ahora. También visitó el Perú, Chile y los Estados Unidos. En realidad en donde llevó a cabo las más importantes exploraciones botánicas fue en Hawái. Por lo menos una buena parte de sus herbarios se hallan actualmente depositados en la Universidad de Harvard y en Francia.

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El Quilindaña Año: 1902. Autor: Paul Grosser. Archivo: Institut für Länderkunde, Leipzig

NOTA FINAL A LA EDICIÓN Traducir los diarios de Jameson ha sido un reto para un historiador y para una lingüista no acostumbrados a estas tareas. Sin embargo ha sido muy placentero descubrir el Ecuador a través de los ojos de un escocés que amó tanto la geografía y la botánica aventurándose en los Andes y por las inhóspitas selvas tropicales. Hemos tratado de respetar el estilo y la forma de escritura, un tanto arcaica a veces, adoptando términos, expresiones e incluso interpretando sus modismos. Lo único que hay que lamentar es que una «segunda parte» de las Botanical notes no haya sido posible incluirla en este recopilación. Por alguna razón que desconocemos nunca llegó a ser publicada, tal como prometía el editor del Hookers Journal con un to be continued de rigor.

Fernando Hidalgo Nistri Irene Paz Durini 41


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Fernando Hidalgo Nistri, nacido en Quito. Licenciado en derecho y doctor en Historia de América por la Universidad de Sevilla. Investigador en archivos históricos de Ecuador y Europa. Ha escrito sobre la historia de los antiguos paisajes forestales del Ecuador y también una historia del pensamiento conservador. Ha publicado Los antiguos paisajes forestales del Ecuador; Descripción y fuentes históricas de los antiguos bosques del Ecuador; Compendio de la rebelión de América. Cartas de Pedro Pérez Muñoz; La República del Sagrado Corazón de Jesús: Religión, escatología y ethos conservador en Ecuador. Tiene además artículos publicados en revistas especializadas. En 2013 ganó el Premio Tobar Guarderas otorgado por el Municipio de Quito a la mejor obra en la sección humanidades.

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