Foto: Al. Huidobro, www.flickr.com
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camarote de los dos el exasperante ritual de sacar la pastilla azul, colocarla sobre el velador y mirarla indeciso horas y horas, mientras la furiosa consorte prefería pasarse embarrando su rostro con cremas y pintándose las uñas una o otra vez. —La última noche —dijo Conchita— el capitán anunció que a la mañana siguiente desembarcaríamos. Hubo chiflidos de protesta. Todos, o casi todos, habían pasado cinco días felices con sus respectivas noches, menos yo, Javiercito, en lo que a las noches se refiere. Los camareros nos repartieron en la sala de baile esa noche gorritos de papel, cornetitas y matasuegras, y movimos el esqueleto, mi marido y yo, hasta la madrugada. Cuando fuimos al camarote, en la cara de Ubaldo se veía que, ahora o nunca, tenía que enfrentarse a la pastillita color azul. El desfile desembocaba en una plazuela en cuyo fondo se había
instalado una plataforma metálica, adonde treparon las reinas, los organizadores del acto y dos invitados especiales, un alcalde ecuatoriano que estaba de visita y un ex dirigente deportivo prófugo en los Estados Unidos desde hacía muchos años por lo que sabía, pero que entonces nadie parecía reparar en el pasado del sujeto. Mientras se daban las alocuciones respectivas, Conchita concluyó su relato. —Ya tómala de una vez, ordené a Ubaldo, entregándole un vaso con agua que yo misma se lo llevé del lavabo. Se puso la píldora en la lengua y se la pasó con un buen bocado que le hizo agitar la nuez de su garganta de viejo, toda arrugada. ¿Sabía usted Javiercito, que por las arrugas del cuello se puede calcular la edad de una persona? Lo leí en alguna parte. Yo, puesta mi negligée provocativo y las manos sobre la cintura, guardé impaciente el efec-