Delicioso suplicio de escribir antropología

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El delicioso suplicio de escribir antropología

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Carlos García Mora


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El delicioso suplicio de escribir antropologĂ­a

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El delicioso suplicio de escribir antropología

Carlos García Mora

Dirección de Etnohistoria Instituto Nacional de Antropología e Historia

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TSIMÁRHU

Estudio de etnólogos


6 • García Mora, Carlos: El delicioso suplicio de escribir antropología, 1ª ed. electrónica, México, Tsimárhu Estudio de Etnólogos, 2016, ii-58 pp. con fts. en pdf (Sendas, 3).

Corrección de estilo Magdalena García Mora Fotografías Carlos García Mora Ilustración de portada: Deliberación de Mario Sánchez Nevado Tomada de Aégis Strife http://aegis-strife.net/portfolio/deliberation/

1ª ed.: 2004. Incluido como artículo en el libro Alarifes, amanuenses y evangelistas. Tradiciones, personajes, comunidades y narrativas de la ciencia en México, coord. Mechthild Rutsch y Mette Marie Wacher, pról. José Luis Vera, México, Instituto Nacional de Antropología e Historia-Universidad Iberoamericana, 2004, pp. 93-113 fts. (Col. Científica/Serie Antropología, 467) isbn 968-03-0050-1 1ª ed. revisada en libro de bolsillo: 2016 1ª ed. revisada en versión electrónica: 2016

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El delicioso suplicio de escribir antropología by Carlos García Mora is licensed under a Creative Commons ReconocimientoNoComercial-SinObraDerivada 4.0 Internacional License. Puede hallar permisos más allá de los concedidos con esta licencia en http://carlosgarciamoraetnologo.blogspot.mx


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A Carmen, poeta, antropรณloga y amiga de siempre

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No he querido hacerlo. Me he resistido durante veinte años. Veinte años de oír: “tienes que hacerlo…, tienes que hacerlo”. De oírlo de mí mismo. Pero no de ese yo que lo entiende y lo padece y lo rechaza. No; del otro, del subterráneo, de ese que fermenta en mí con un extraño hervor. Josefina Vicens

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Acotación

En la Cuenca de México, un grupo de conjeturadores académicos, con el kilométrico apelativo de Seminario de Historia, Filosofía y Sociología de la Antropolo-gía Mexicana, suele tener sus cábalas las tardes de cada último viernes de mes. De niño, recuerdo que a los católicos —en el ámbito parroquial de Coyoacán donde crecí— se nos había inculcado la práctica devocional de comulgar en el templo de san Juan Bautista cada primer viernes de mes. Ya viejo, resultó que sustituí aquello por dichas cábalas, sólo que ya no el primer viernes sino el último, como era de suponerse, pues éstas ocurren entre pecadores. Allí se me indujo, indirectamente debo decir, a pergeñar un escrito para ser leído en cierto encuentro ocurrido hace 5 años, donde otros contertulios leerían el suyo propio. De eso devino este librito antropológico de bolsillo, el cual alberga ahora una versión revisada de aquellas letras, en un principio incluidas en el libro Alarifes, amanuenses y evangelistas, coordinado por las estimadas amas Mechthild Rutsch y Mette Marie Wacher. Eso sí, dicho sea de paso, aquí sustituí las fotografías originales porque así me pareció conveniente.

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prendida sobre su mesa de trabajo, pasada la medianoche, con su gabán serrano embrocado y hojeando un grueso manuscrito, se repite: “No pude, es inútil… la culpa fue mía por pretender lo irrealizable”, se dice el antropólogo —parafraseando a José Emilio Pacheco— en la soledad de la habitación a media luz. Lleva semanas, incluso meses y, suele suceder, años de lucha con su material. Pretendió levantar una catedral, no debió hacerlo, era demasiado para él, mucho más allá de sus capacidades, fue un error. Abatido, puede darse por derrotado y, finalmente, abandonar su manuscrito en algún cajón donde puede permanecer… hasta su muerte. Otro, no se permite la derrota, sabe que puede hacerlo, persevera y, finalmente, lo logra. Algunos ejercen una autocrítica implacable y llegan a asesinar su manuscrito despedazándolo por sus imperfecciones. Cercano a esa posición, un colega convencido de que si no se resuelven antes una serie de problemas científicos, es imposible emprender la obra que tiene en mente y, en ocasiones, se le va la vida en ello sin terminarla nunca. Otro más, se queda entre determinaciones extremas: percibe que, lo que sí logró escribir en el papel, está diciendo algo y además contiene datos y algunas ideas… Después de todo, piensa, es un libro posible, más humilde, no una catedral, pero si una querida pequeña capilla en un rincón solitario del barrio de su infancia. on una lámpara

s Los antropólogos son una suerte de escritores, muchas veces atormentados por tener que serlo. Ellos escriben obras científicas y en ocasiones sólo técnicas, pero enfrentan las dificultades de cualquiera que se ve en el predicamento de escribir por razones


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profesionales. Asimismo, deben lidiar con el desdoblamiento de la antropología que crece, a la vez, entre las disciplinas científicas y las humanidades sobrellevando una oposición interna entre una y otra vocación. Dilema que suelen reflejar en sus artículos y libros donde renuncian a esa parte de su aprendizaje conformado por sus percepciones, las cuales suelen considerar inadmisibles en un texto académico. Algunos toman esa actitud porque tratan de apegarse sólo a hechos ciertos y comprobados, por ello evitan que se contamine su trabajo si introducen consideraciones extrañas al método científico y a la investigación propiamente dicha. Al hacerlo, desperdician algunos de  sus recursos, como adelante veremos.

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La materia prima del antropólogo ——————————

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diferencia del escritor,

quien trabaja sobre todo con su imaginación y sus recuerdos, los antropólogos tienen como materia prima la información y los datos que se allegan sobre la realidad humana pasada y presente, recogidos con frecuencia en diarios de campo, libretas de apuntes, encuestas, fotografías, grabaciones y otros recursos. Asimismo, disponen del análisis y la interpretación que hacen de todo ello. Sólo que, no siempre logran comprender cabalmente su tema de estudio estando en el campo, en el archivo, en la biblioteca o en el laboratorio donde obtienen ese material, sino que, a veces, éste cobra sentido después y lejos de esos lugares, en sitios imprevistos y en momentos inesperados como al estarse bañando, al ver una película, al leer una novela, al contemplar una pintura, al escuchar un concierto, al asistir a una representación teatral, al conversarlo con una colega, al viajar en el tren metropolitano, al tomar un café, al mirar a una persona camino a su casa… o al revisar largamente sus notas en silencio. A causa de eso, hay quienes cargan libretas de bolsillo, otros llevan diario de trabajo, otros tienen cuadernos en su buró para apuntar sus ideas y ocurrencias durante la noche; las servilletas suelen ser víctimas de sus apremios para apuntar cualquier tipo de cosas. Hubo quien —otrora— llegó a usar los pequeños boletos que se daban para comprobar el pago del viaje en los camiones urbanos del Distrito Federal... según cuentan los cronistas. 15 Otros, mejor usan hojas de papel fabricadas para escribir. Todos intentan de alguna manera retener el material que se encuentra cuando se busca y también cuando menos se lo espera o cuando, de pronto, una idea atraviesa su mente. Así, tratan de evitar su pérdida irremediable cuando no se registra, ya que la memoria suele ser traicionera.


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El análisis de los hechos sobre cierto tema —en cierta época y región— se apoya en averiguaciones sobre problemas científicos realizadas por el propio antropólogo. Después de todo, así como los hilos de la actualidad y de la historia tejen complejas tramas, las cuales sólo con mucha dedicación y largo esfuerzo es posible desenredar, de ese mismo modo el trabajo intelectual del investigador va tejiendo —con sus experiencias— visiones del presente y el pasado. Él siempre está ocupado relacionando un dato con otro, comparando una impresión con otra, asociando un hecho con otro, sean o no parte de su estudio. Tal es el motivo para llevar apuntes todo el tiempo. Una tarea que algunos evaden es el siguiente e importante paso: el procesamiento del material obtenido en una investigación. Dicho de manera escueta, esto a veces se reduce a la decisión de hacer o no “fichas de trabajo” en las cuales desglosar y clasificar la información obtenida para poder estudiarla. También suele vaciarse la información en tablas, gráficas y similares. Hoy en día, suele descargarse la información en la computadora para procesarla con algún programa informático. Tareas muy laboriosas todas ellas. Para quienes se apegan a los modos del oficio, sólo es posible emprender la redacción de un artículo, una tesis o un libro, si se dispone antes de un fichero con fichas clasificadas, en las cuales se hayan vaciado los datos e ideas contenidos en grabaciones, diarios de campo, libretas de apuntes, fotocopias de documentos y artículos, mapas, fotografías, encuestas, libros, tablas, gráficas y demás material conseguido con dificultad pero con disciplina. Una vez clasificada esta materia prima en un orden adecuado al propósito del trabajo, el investigador procede a su estudio paciente durante largas sesiones, en la cuales se sumerge profundo en su problema y recrea y reconstruye en su mente el pasado y el presente, interioriza sus personajes de manera semejante a como lo haría un actor. En ocasiones, estas fichas ya contienen reflexiones preliminares de esos materiales, las cuales vuelven a pensarse una y otra vez. Las hipótesis y las conclusiones más o menos aca16 badas suelen ordenarse y estudiarse para con ello componer el primer esquema de un trabajo. Así, dicho análisis va permitiendo imaginar la estructura de la obra. Un conocido etnólogo alemán pensaba y redactaba con tal cuidado las reflexiones que escribía en sus fichas que, llegado el momento de escribir un artículo, sólo las ordenaba y las pegaba


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Libreta de campo de los antropólogos Catalina Rodríguez Lazcano y el autor

con cinta una tras otra añadiendo las frases o artículos necesarios para asociarlas. Quienes así lo hacen, preescriben de hecho sobre fichas lo que sale de su pensamiento en constante maduración. Algunos recuerdan todo sin necesidad de apuntar nada; se trata de investigadores memoriosos, célebres por su retención fotográfica y su capacidad para ir procesando la información en su mente. De manera que conciben un libro tras pensar mucho en 17 lo que fueron reteniendo durante toda su investigación y, llegado el momento de ponerlo en el papel, se sientan a escribir lo que aprendieron y lograron ordenar en su pensamiento sin usar ficheros. Tal fue el caso del sacerdote y antropólogo Agustín García Alcaraz, quien para escribir su libro Tinujei acerca del pueblo trique, se fue a encerrar a una celda de un convento de Oaxaca, sin


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más bagaje que su memoria. Otros sí tienen a la vista su material pero sin desmenuzarlo en fichas clasificadas, sino procesándolo en el momento de redactar; como algunos historiadores, quienes escriben teniendo a la vista los documentos pertinentes y guiándose por las ideas que se han ido haciendo de un asunto durante sus jornadas en el archivo. Estas y otras maneras tienen sus ventajas y sus desventajas, el investigador elige la que mejor le acomoda aprovechando las primeras y procurando solucionar las segundas. Inútil tratar de establecer un “deber ser”, porque nada tiene que hacerse siempre igual, tanto porque cada estudioso prefiere emprender su labor de la manera que mejor lo siente, como porque también depende del contenido de su libro. Tal contenido tiene sus propias exigencias que hay que atender.

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Archivo Paul Kirchhof, Centro inah Puebla

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Facsímil de una hoja con apuntes de Paul Kirchhoff acerca del modo asiático de producción, quizás de los años sesenta del siglo xx 19


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De la recopilación a la redacción ——————————

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sido en varios sentidos una determinación que va más allá del hecho de hacerse de un oficio. El novato procura aprender a tomar muestras sanguíneas de rancheros criollos, a exhumar restos arqueológicos de un antiguo caserío maya, a grabar relatos en las lenguas de los pueblos americanos, a entrevistarse con habitantes de las comarcas estudiadas, a escuchar músicas populares, a observar danzas y fiestas rurales y a realizar otros variados y sorprendentes quehaceres cuando emprende exploraciones de campo en diversas regiones. Asimismo, se capacita para trabajar en laboratorios, archivos, bibliotecas, fonotecas, ceramotecas y otros depósitos. Como en cualquier otra profesión, al tomar la decisión de hacerse antropólogo, se requiere poner en práctica ciertas labores específicas de la profesión, lo cual —con frecuencia— se asume como una forma de vivir la vida. De hecho, hay quienes se dedican a ello para disfrutar de una aventura tras otra durante el resto de su existencia. ¿Cómo negarlo? El antropólogo vive experiencias intensas, como aquel que, habiendo dedicado su vida a estudiar la cultura de los pobladores del Nayarit, se topa en sus andanzas con una cueva preñada de una ofrenda huichol cargada de una gran densidad simbólica, por lo que, al verla, lo embarga una fascinación profunda. Sin embargo, en antropología, tras vivir experiencias diversas, la andanza continúa luego en el gabinete donde otra excitante 21 tarea permite hacer allí algunos descubrimientos e integrar la experiencia completa. Para su infortunio, algunos que emprendieron con gran entusiasmo la primera parte de dicha aventura, luego han muerto sin escribir un sólo libro donde hayan expresado algo de lo que aprendieron en sus años de incansable trabajo. Dejan tras de sí un archivo lleno de notas —a veces indescifrables— y acerse antropólogo ha


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materiales de todo tipo, que sólo ellos pudieron usar plenamente para escribir esa gran obra que se esperó siempre de su pluma. Como el personaje de la novela El libro vacío de Josefina Vicens, hay quienes viven pensando en ese libro que les pide ser escrito, pero se quedan rumiándolo sin iniciar la escritura, posponiendo el día para empezar, mientras el tiempo corre inmisericorde. Repasan sus múltiples experiencias en una región objeto de sus afanes; la gente con la que han hablado, los documentos, las fotografías y los mapas guardados en sus gavetas pletóricas de diverso material acumulado. Al final, como aquel protagonista de la novela, la vida se les acaba y su libro queda vacío, sin nada. Sólo fue una idea en su cabeza, entre tanto vivieron obsesionados pensando en esa primera frase que iniciaría todo; pero nunca lo hicieron, porque en ninguna ocasión encontraron tal frase, la cual sólo fue el pretexto para posponer al infinito la tarea que no pudieron enfrentar. Si al menos hubieran dejado bosquejos de lo que la información acumulada sugería… Así, el correr de la vida desmorona los libros posibles de algunos antropólogos que jamás se sentaron a escribirlos. Dicho esto a sabiendas que se toca una fibra íntima, un asunto que duele y que a veces se convierte en un conflicto existencial de cierta gravedad. No por nada es paradójico que uno de esos antropólogos, quien dejó tras de sí un archivo y ningún  libro, haya dicho alguna vez que, tras el primer gran rito de paso que es la primera experiencia de campo, el segundo peldaño para todo estudiante de antropología consiste en convertir su diario en un artículo. En efecto, el estudiante empieza a convertirse en antropólogo no  sólo cuando sale por primera vez al campo sino cuando, después de hacerlo, escribe su  primer artículo con el material obtenido. Razón por la cual el acto de sentarse frente a la hoja en blanco sobre el escritorio es para los antropólogos placer y tormento a la vez: un instante decisivo durante el cual toda su investigación vuelve a correr como una película ante sus ojos. Si el placer preva22 lece, el suplicio de vencerse a sí mismos para afrontar la tarea de convertir la experiencia y los ficheros en un estudio analítico, puede convertirse en un satisfactorio logro personal. Pero si los obstáculos ganan, vanos fueron sus afanes que serán incapaces de compartir con los demás. Los trabajos de campo, laboratorio, archivo y biblioteca terminan siendo vivencias desperdiciadas para


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Ofrenda huichol visitada por el antropólogo Jesús Jaúregui en las inmediaciones de una playa nayarita (2009)

la antropología que crece con estudios escritos, aún después de muertos sus autores, más que con investigadores ricos en experiencias pero ayunos de escritura. Como la música que no es nada si no se toca, la antropología es lo que es porque se lee, por más que también prolifera en las labores promotoras, documentales, bibliotecológicas, fotográficas, museológicas, fonográficas, difusoras y docentes, como en la conversación y en la tradición oral. Es cierto que la antropolo-gía no sólo vive en la escritura, pero  nunca sería lo que ha 23 llegado a ser si los antecesores hubieran evitado poner sobre papel sus hallazgos e interpretaciones. ¿Alguien puede imaginarse cómo instruir a los estudiantes si se careciera de ese patrimonio constituido con los libros y artículos que pueblan las bibliotecas? Sólo imagínese lo poco que se sabría del pasado y el presente de México si los antropólogos físicos, los lingüistas, los arqueólogos,


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los etnólogos, los etnohistoriadores y los antropólogos sociales se hubieran abstenido de informar por escrito lo que encontraron, estudiaron y reflexionaron en sus viajes, excavaciones, análisis de laboratorio, revisiones de documentos, lecturas de crónicas y demás labores.

s Es verdad, hay que decirlo, un libro “se cocina a fuego lento”. Como ocurre con los novelistas, a veces suelen requerirse años antes de darle forma a una obra en la mente. En algunos casos, el momento llega cuando el autor es muy joven. Las obras clásicas de la llamada época de oro de la antropología mexicana fueron escritas por antropólogos noveles que miraban diferente, desde otros ángulos y, por ello, afrontaron retos pioneros. En otros, ese momento ocurre ya veterano, cuando se está en poder de todas las capacidades y la experiencia acumulada como para comprometerse sin renunciar a poner en juego la ingente cantidad de trabajo disciplinado y la enorme tensión que supone llevar a cabo ese último gran esfuerzo. Muy bien ilustró esto último el director francés Jacques Rivette en su magnífica película La belle noiseuse (1991). En ésta, el personaje principal, un pintor viejo pero fuerte y lúcido, vislumbra la oportunidad —antes de llegar a la ancianidad— para llevar a cabo la pintura que había ido concebiendo durante años como la cumbre de su trabajo. Lino Canedo, historiador franciscano, meticuloso revisor de archivos y reconstructor de la historia de la orden franciscana en América, decía que a él le habían llevado 40 años de trabajo sus averiguaciones, sin terminar de entender del todo dicha historia. A diferencia de un antropólogo, decía, que la indagaba un año y ya creía comprenderlo todo y con eso escribía su libro. Valga lo que valiere, ambas opciones son posibles y en algo contribuyen siempre.

s 24 La existencia de antropólogos ágrafos, al mismo tiempo que de aquellos con habilidad literaria, habla de un asunto que pocas veces se toca y menos se ex-pone a la luz pública: ese momento en que ellos se enfrentan a sus apuntes, ficheros, recuerdos e ideas,


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con el reto de analizarlos y hacerlos hablar. ¿Qué sucede ante esa, a veces bendita y otras maldita, hoja en blanco que a unos estimula y  a otros paraliza?, ¿Por qué es tan difícil escribir?, ¿Qué pasa cuando llega la hora de hacerlo: es en verdad tan terrible?, ¿Por qué puede ser traumático ese momento? Acaso la psicología del acto creativo tenga algunas respuestas, pero aquí me interesa la superación de ese momento crítico lograda con ingenio para usar con el raciocinio la observación objetiva, junto con la percepción subjetiva haciendo uso de recursos literarios que permitan enfrentar los bloqueos de nuestra creatividad.

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La composición de los libros ——————————

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muchas maneras. Cada antropóloga y cada antropólogo tienen la suya propia, a veces llena de mañas personales. Los manuales dirigidos a estudiantes de ciencias sociales intentan encauzarlos en una rutina que pueda garantizarles el dominio del oficio, con el rigor necesario para la realización de la etapa final de toda investigación: la redacción de sus resultados. Todos sabemos que los manuales ayudan de buena fe a iniciar al novato en las artes del gabinete pero, finalmente, sólo son una guía para encaminarlos a la escritura de sus experiencias. A la larga y tras mucha práctica, cada quien se acomoda como mejor le salen las cosas. Los problemas prácticos en la escritura de la antropología son muchos y varían los modos como se resuelven los dilemas que involucran. Uno es la decisión sobre el asunto que se abordará, el cual suele ser diferente al enunciado en el proyecto original de la investigación, pues por lo regular ésta se encamina por derroteros inesperados que, con frecuencia, llevan al hallazgo del problema oculto tras el tema inicial. No por nada, al descubrirse el título de una obra puede decirse que se ha escrito una parte esencial de la misma. Exagerando y en sentido figurado pero con algo de verdad, suele decirse que, al idear el título de un libro, se tiene la mitad de éste y ya sólo queda… escribirlo. Tal vez porque al hallar el enunciado se obtiene más que un simple rótulo: se sintetiza 27 la problemática que se desea exponer, la tesis que sobre ella se planteará, el enfoque que se adoptará y, en fin, el espíritu del libro. En algunas ocasiones, el título se le ocurre al antropólogo antes de iniciar la escritura, otras veces va naciendo durante ésta o sólo lo decide hasta que ha terminado y ya le sea posible ver el resultado final. e escribe de


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Como sea, una vez decidida la cuestión que se desmenuzará —con o sin título que lo sintetice—, el antropólogo suele preguntarse si conviene o no hacer un guion. La prudencia lo aconseja, pues aunque hay quienes escriben sin uno, un libro antropológico se apoya mucho de éste para conseguir una estructura adecuada. Por lo demás, los guiones se arreglan tanto durante la redacción que son reformados o de plano rehechos varias veces. Con frecuencia, el guion de redacción es insuficiente para planear una obra, en cuyo caso es necesario diseñarla con la ayuda de algunas gráficas, dibujos o líneas que permitan imaginar el hilo argumental, ordenar las partes constitutivas, el momento en que cada una aparecerá, el ritmo que se les imprimirá y el modo como lo harán. La estructura misma ya dice algo porque está destinada a desglosar con cierta lógica un tema y a exponer un conjunto de ideas que se desea explicar al lector. Lo que se pone en juego es la capacidad del antropólogo para integrar un todo coherente. De ahí que el índice del volumen muestre de una sola ojeada, por así decirlo, la cosmovisión del autor. Cuando él se dispone a redactar, si tiene la mayoría de las respuestas de las preguntas que se hizo al iniciar su investigación, la siguiente cuestión es: ¿Cuál es la manera más eficaz para exponerlas? La literatura muestra múltiples posibilidades para hacerlo de modo conveniente, conforme al contenido de las propias respuestas obtenidas: hacer una historia lineal en sucesión cronológica, ensamblar varios tiempos simultáneos, usar del suspenso antes de revelar el enigma inicial, hacer un relato que vuelva al principio, articular varios hilos argumentales, poner al autor mismo como protagonista o, por el contrario, poner como la voz relatora a un personaje vivo o fallecido del pueblo o región estudiada, empezar por el final o, en fin, recurrir a una construcción inesperada. En la elección de la forma que se le dará al libro radica muchas veces la suerte de la redacción; por lo tanto, amerita toda la atención necesaria y el tiempo suficiente para pensarlo con detenimiento. 28 En ocasiones, hay que escribir de cierta forma sólo “porque sí”, porque de esa manera lo intuimos por más que no sepamos a ciencia cierta por qué. Ya habrá tiempo luego para comprender qué nos llevó a decir las cosas de esa manera, con seguridad guiados por alguna percepción del subconsciente. Al proceder así y en ciertas circunstancias, puede suceder que atinemos justo en


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el meollo. Con todo, tal vez esto ocurre pocas veces, pues por lo regular resulta bien tomar decisiones reflexionadas y derivadas de un estudio cuidadoso del ordenamiento que mejor responda al propósito de la obra.

s Entre las opciones del antropólogo decidido a tomar la pluma, se cuenta la de escribir un ensayo previo, a modo de preparación, para luego emprender la escritura del libro. Sólo que se corre cierto riesgo. El género del ensayo, aún el calificado de científico, tiene la ventaja de dar cabida a ideas sobre un tema —sustentadas o no— de una manera que el antropólogo no se atrevería a publicar de manera formal. Con todo, como le da la libertad de exponer pensamientos que sería incapaz de poner en un libro, aprovecha para darlos a conocer como testimonio de lo que le sugirieron los datos en su imaginación. De ahí que ese ensayo pueda resultar mejor que el libro posterior, debido al cúmulo de hipótesis, inferencias, orientaciones, impresiones e ideas novedosas que puede albergar, pero que luego son podadas en la futura obra debido a los muchos y heterogéneos escrúpulos del investigador. Como sea, de ninguna manera el ensayo desplaza al libro. Éste es como una sinfonía que, si está bien lograda, constituye una visión global e integral de su autor sobre una materia. El ensayo es como una canción que sintetiza el meollo de la misma. Sinfonía y canción, libro y ensayo se complementan. Mejor se hace si se practica la escritura de ambos.

s En ocasiones, puede suceder que, como ya adelantamos, se emprenda una obra ambiciosa y se descubra que, habiéndose propuesto construir —hablando en sentido metafórico— una ermita, se esté en realidad levantando una basílica, lo cual puede sobrepasar los 29 ánimos y las capacidades del constructor. En esos casos, debe reconocerse con honestidad que, a veces, hay que renunciar cuando tras algunos intentos es imposible culminar el trabajo. Es triste hacerlo, pero el ensayo puede recuperar en algo las ideas del autor. El antropólogo cree que sabe, se asume como un conocedor, por el solo hecho de haber hecho largas estancias en la región


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de estudio, la biblioteca, el archivo, la bodega y la fonoteca. Sin embargo, una cosa es sentirse tocado por la realidad pasada o presente y otra ser capaz de describirla y explicarla en un texto. Un abismo se abre entre lo uno y lo otro. Tomar conciencia de ello puede producir la sensación de que tal vez seamos incapaces de lograrlo. Una impresión que a veces embarga a los pintores también, como Antonio López García recreado en la película El sol del membrillo (1992) del director español Víctor Erice, quien lo muestra durante su proceso creativo: luego de mirar largamente un membrillero durante muchos días, logra atrapar la esencia de la imagen en su mente y pone todos sus recursos y experiencia para pintarla en el lienzo. Tras intentarlo varias veces en jornadas extenuantes, se percata de que, a veces, hay que desistir. Opta entonces por dejar como testimonio el dibujo a lápiz sobre papel Árbol de membrillo (1990). Al fin y al cabo, como Antonio López sostuvo: una obra nuestra nunca se acaba, sólo llegamos al límite de nuestras posibilidades. No obstante, hay que cuidarse de tomar esto como excusa para no hacer nunca un mural que exprese a plenitud toda la ambición y creatividad del antropólogo. Por lo demás, siempre es posible transformar un fracaso en un éxito, en la medida en que, como en el ajedrez, lo primero permite darse cuenta de las oportunidades desaprovechadas y las jugadas que causaron la derrota. Los errores cometidos logran ser identificados para evitarlos en la planeación de otro escrito. No por nada una buena equivocación ayuda a pensar en mejores maneras de hacer las cosas.

s Por alguna razón, poco se platica entre los y las colegas acerca de lo que cada uno hace o piensa respecto del fichero y el guión de redacción, pues les puede parecer que sonaría a confesión de la cual avergonzarse. En cambio, suele platicarse con más vivacidad sobre la manera física como cada quien escribe. Los hay que lo 30 hacen con lápiz sobre hojas usadas por una cara, otros con bolígrafo sobre papel “revolución”, otros con pluma fuente en hojas blancas, unos en una máquina de escribir y otros sobre la pantalla de una computadora. Quizá la mayoría escribe sentado, pero hay quienes lo hacen acostados o en alguna extraña posición. Muchos necesitan consumir café, otros escriben fumando o consumen


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caramelos y otros más se olvidan de comer. Unos escriben más frescos al amanecer, otros sólo pueden hacerlo de noche. Cada quien tiene su modo. Unos prefieren música de fondo, otros dicen que eso altera las emociones afectando el raciocinio, por lo que sostienen que el silencio absoluto es indispensable. En cambio, hay quienes pueden escribir en medio del barullo o de plano lo necesitan. Otros escriben en su cuarto de trabajo que desearían sólo y silencioso, pero donde entran y salen personas para tratarle todo tipo de asuntos, a veces banales, tal y como se quejaba sor Juana Inés de la Cruz, a quien la atormentaban sus compañeras en el convento: […] estar yo leyendo y antojárseles en la celda vecina tocar y cantar; estar yo estudiando, y pelear dos criadas y venirme a constituir juez de su pendencia; estar yo escribiendo y venir una amiga a visitarme haciéndome muy mala obra […] y esto es continuamente, porque como los ratos que destino a mi estudio son los que sobran de lo regular de la comunidad, esos mismos les sobran a las otras para venirme a estorbar […]1

No falta quien redacte desde su mente dictando a una secretaria o a una grabadora. Si bien para algunos esto es un recurso para flojos, tiene la ventaja de rescatar lo que se habla sobre un tema, pues suele explayarse mejor un investigador cuando lo hace a viva voz, que cuando debe exponerlo por escrito. Aunque el recurso de redactar usando una grabadora sólo es útil para quienes no se paralizan cuando se enfrentan a ella. De hecho, con frecuencia se describe y explica las cosas platicándolas de modo espontáneo con expresivo entusiasmo y claridad; pero tras correr al papel para escribir lo que con tanta lucidez se explicó a un colega, el cerebro se pone en blanco. Además, por escrito es imposible usar gestos, lenguaje corporal y modulaciones vocales, con las cuales algunos se expresan mejor. En este caso, el reto consiste en lograr escribir de tal manera que 31 logre transmitirse al lector el entusiasmo, los énfasis, el asombro y las demás expresiones que acompañan las ideas. Respecto de los de aparatos electrónicos de hoy en día, la computadora ha resultado a muchos un instrumento formidable para la escritura. Desventajas aparte, hay que reconocer las facilidades que proporciona; baste mencionar sólo la capacidad para


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facilitar enormemente la supresión de errores, mejorar la redacción y agregar o eliminar palabras, frases o párrafos, en comparación con el uso de líquidos y papeles correctores de antes. Ahora es posible corregir el borrador una cantidad incomparable de veces, muchas más que en el pasado. Con todo, dada la tensión nerviosa y el cansancio que produce trabajar con una computadora, seguirá siendo algunas veces más delicioso escribir a mano. La silenciosa comunicación con el noble papel a través de un lápiz o una pluma fuente en el escritorio es más agradable, aun cuando tarde o temprano un manuscrito debe pasarse a la computadora. En verdad, la antropología siempre estará en la cabeza del antropólogo, nunca en su máquina procesadora. He hablado de hojas en blanco, de fichas, de plumas, de lápices y de manuscritos, pero doy por entendido que, hoy en día, es ya una forma metafórica de decir las cosas, dados los citados recursos electrónicos de los que dispone el antropólogo. Desde afuera, un observador podría pensar que éste se ha convertido en un usuario de la computadora, la cámara fotográfica digital, la minigrabadora, el geolocalizador, el dron y las otras asombrosas invenciones a la mano. Nada de lo cual libra al antropólogo de su compromiso de escribir, si bien lo facilita enormemente. Aquí se ha querido mostrar la faceta artesanal del trabajo del antropólogo, pues así abordamos el tema con más tranquilidad, sin los apremios con los que los recursos electrónicos nos abruman y nos aceleran robándonos la paz necesaria para reflexionar. Retornando a la vieja usanza. Infaltables ayudantes resultan los diccionarios de cabecera y los adicionales requeridos por los antropólogos, quienes nos enfrentamos a todo tipo de temas. Por supuesto, requerimos diccionarios del español de España, de México y de otros países; otros de mexicanismos, nahuatlismos, mayismos, purepechismos, etc.; y del español rural y hasta del “chingolés”. Sin duda, es preciso tener a la mano diccionarios de sinónimos, antónimos, ideas afines, dudas del idioma español y similares. Manuales de ortografía y redacción. Ni que decir de 32 los diccionarios de otras lenguas, tanto americanas como europeas sobre todo, pero hay quienes necesitan de otros continentes. Asimismo requerimos a veces de diccionarios especializados en todo tipo de campos: geografía, botánica, antropología general, lingüística, arqueología, arquitectura, filosofía, cine, milicia, tipografía, etc. Todos ellos además de los diccionarios enciclopédicos,


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enciclopedias y otras obras de referencia (atlas geográficos y manuales diversos). De verdad, nunca se tiene los suficientes. Pero si alguien pretende tenerlos todos, mejor que desista: visite la sala de libros de referencia en la Biblioteca Nacional de México, donde descubrirá metros y metros de estantes preñados de todo tipo de diccionarios y enciclopedias. Sería imposible guardar esos volúmenes en un domicilio particular sin correr el riesgo de un derrumbe de la construcción por el peso acumulado, amén de que a la mayoría le es difícil disponer de tanto espacio. Ahora que, hoy en día, es posible revisar en la Internet numerosos diccionarios y servicios de consulta. Como sea, una buena colección de diccionarios seleccionados es siempre útil compañía del antropólogo escritor. Sea cual sea la forma como se redacta, cuando se termina el primer borrador —satisfacción aparte— se corrige una y otra vez. Algunos lo hacen leyendo en voz alta, otras en silencio frente a su pantalla de la computadora, otros prefieren corregir sobre un impreso, otros tras dejar descansar el texto por un buen tiempo. Ésta última es una costumbre recomendable, pues luego de trabajar tanto en un manuscrito, llega un momento en que nos es difícil darnos cuenta de errores y equivocaciones a veces elementales, como escribir: “los danzantes subieron arriba” o “los mayordomos entraron adentro del templo”, así como de datos equivocados y contradicciones internas en el contenido. Por añadidura, tras dejar de ver el texto y dedicarse a otros asuntos por unos días o semanas, el antropólogo regresa a éste con ojos diferentes y suele ser capaz de leerlo como si fuera un lector cualquiera y no el autor, lo cual permite hacer una lectura crítica. Ya en este punto es frecuente caer en la cuenta que el título —definido con tanto trabajo— es inadecuado para lo que resultó plasmado en el manuscrito. Un ajuste o un cambio total del enunciado es necesario en ese momento, una vez seguros de cuál es el meollo del libro terminado. El propio autor va entendiendo mejor cuáles son las ideas centrales de su escrito conforme 33 lo va elaborando y corrigiendo. Como se dice que alguna vez sostuvo C. Wright Mills, y con razón: nunca se aprende tanto sobre algo como cuando se escribe sobre ello. Cuando el contenido está bien logrado, la corrección de un borrador es una fase del trabajo muy placentera, pues equivale a pulir una piedra de carbono cristalizado para obtener un


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diamante. Sin embargo, hay quienes no corrigen nunca, terminan de redactar un texto y lo dan por terminado; algunos porque su habilidad con las palabras y su magnífica claridad intelectual es tal que les permite darse ese lujo, algunos otros porque mejor prefieren emprender otra investigación —cuyos resultados a su vez redactarán rápido para deshacerse de ella y dedicarse a otra y así en lo sucesivo— y algunos porque esperan que los editores se encarguen de transformar sus garabatos en una obra digna de un premio. En verdad, el autor es el responsable de su manuscrito y más le vale no contar con que un corrector de estilo logre convertir un mal escrito en uno  bueno. A veces, algunos suelen asumir la escritura como una pesada y fastidiosa obligación. En vez de disfrutarla, la eluden o la terminan lo más pronto posible para cumplir con su obligación laboral, iniciar un nuevo lance, cambiar de aires o desprenderse del compromiso, sin darle suficiente atención a la calidad de su texto. Sobra decir que, cuando eso ocurre, se nota; en cuyo caso, la lectura de tal trabajo puede resultar tan desagradable, como al autor le pareció su escritura. En fin que, al respecto, hay todo tipo de testimonios y anécdotas que suelen resultar tema de sabrosos comentarios entre los colegas, quienes en esto, por fortuna, evitan hacer dogmas. Más bien, ellos suelen intercambiar todo tipo de experiencias, sugerencias, trucos, recetas y mañas para escribir. Dados los numerosos casos de colegas que han producido de manera heterodoxa buenos artículos y mejores libros, de poco serviría hacerles críticas metodológicas por su desapego a la rutina académica para obtener datos, clasificarlos, archivarlos, analizarlos y escribirlos. Sobre todo si se descubre que sólo un porcentaje reducido de antropólogos practica su oficio de manera ortodoxa, mientras la mayoría tiene su propia manera de hacer su trabajo.

s 34 Pasando al cuerpo de la escritura misma, es notable cómo puede aprenderse de quienes a ella se dedican. Al fin y al cabo, en tanto la antropología la practica, le vienen bien sus consejos y experiencia. Por ejemplo, Kundera en El arte de la novela trata sobre lo que en sentido figurado podría llamarse la arquitectura de un


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libro. Por su parte, Günter Grass nos enseña qué tan importante es la primera frase de un escrito, el cual debe contener ya el hilo argumental; y bien lo dice si recordamos a Rulfo, quien inicia de este modo su memorable novela Pedro Páramo: —Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo.2

García Márquez, en su Cien años de soledad: Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que  su padre lo llevó a conocer el hielo.3

Y el clásico y siempre espléndido ejemplo, Cervantes en Don Quijote de La Mancha: En un lugar de La Mancha, de cuyo  nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor.4

En sus Doce cuentos peregrinos, García Márquez es más explícito acerca de la relevancia del primer párrafo que, a su juicio, debe encerrar la estructura, el tono, el estilo, el ritmo, la longitud y hasta el carácter de un personaje. Por su parte, José Emilio Pacheco afirmaba —tal vez siguiendo a Paul Valery— que un texto nunca se termina, sólo se abandona y aún eso solo es temporal, hasta que la muerte lo convierta en acto definitivo. José Emilio seguía corrigiendo siempre incluyendo sus obras publicadas: corregía intermitentemente, una y otra vez, matando imperfecciones. En efecto, un libro no se acaba, se deja cuando no se puede seguir más con él o se considera que ya fue suficiente el esfuerzo que se le ha dedicado… por el 35 momento. También es cierto que en las sucesivas correcciones hay que evitar despojar de espontaneidad al texto si, como dicen los campesinos de la planta de maíz que crece tanto que ya no da mazorca: “se fue de vicio”. Un anciano corrector de pruebas atajó a Josefina Vicens, tras que ella le pidió unas terceras galeras para revisarlas otra vez, después de corregir las primeras y


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las segundas, sin contar las revisiones que ya le había hecho al manuscrito cuando lo había entregado al editor: —Mire, niña, su libro me gusta; no lo siga corrigiendo porque se le va a secar.5

Como lo saben todos, de hecho, es mentira que el análisis y la redacción sean etapas separadas de una investigación. Al escribir se siguen atando cabos que han quedado sueltos; y aun cuando se hagan por anticipado elaborados análisis de los datos, se lleva a cabo uno adicional, pues al redactar se reflexiona acerca de lo que se está escribiendo. Todavía al corregir el borrador se afinan ideas, se desechan hipótesis y se piensan otras. La escritura es más que la redacción, es una recreación analítica de los temas de estudio que, después de todo, nunca se terminan de estudiar en realidad. Todo esto siempre y cuando se haya logrado  tomar la pluma para hacerla escribir…

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De la escritura científica a la humanística ——————————

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n literatura, el

escritor da rienda suelta a todo lo que su imaginación pueda darle. El antropólogo debe sujetarse a una disciplina que le exige decir solamente lo que puede demostrar, como si existiera un divorcio entre la descripción imparcial del objeto de estudio y las consideraciones intuitivas del pensamiento propio. De hecho, con frecuencia las intuiciones le sirven de punto de arranque para lo que, con posterioridad, serán sus tesis objetivas. Es posible que, por esa circunstancia, algunos antropólogos incursionen en el mundo de las letras escribiendo novelas, cuentos y poesías, en las cuales desahogan lo que creen inapropiado combinar con letras académicas. Sin embargo, en la escritura de obras antropológicas sucede que se abstienen de hacer uso de su habilidad con las palabras. Hay quienes deslindan su personalidad de escritores de la de antropólogos usando seudónimos para publicar su obra literaria. ¿Se trata acaso de una eterna lucha entre la objetividad a la que están obligados en la antropología y la subjetividad de su vida intelectual?, ¿Por qué algunos se desdoblan en escritores y antropólogos como si fueran personas diferentes? Tal vez porque encuentran que hay cosas que no pueden decir en antropología y por tanto, acuden a la poesía, al cuento, a la novela y al ensayo literario para expresar lo que creen que queda en el tintero: una variedad de vivencias e imaginaciones que parecen impedidas de 37 aparecer en un libro científico. Pero, ¿tiene por fuerza que ser de este modo?, ¿acaso sería posible que un libro antropológico incluir parte sustancial de lo que algunos dejan para la poesía o la novela? El antropólogo y la antropóloga con habilidades literarias y poéticas tienen abierta la posibilidad de integrar escritura


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científica y literaria. La creatividad intelectual puede aceptar este reto articulando, por ejemplo, poemas como epígrafes colocados en un libro de manera tal que contribuyan a la comprensión de un tema señalando, por ejemplo, su meollo filosófico, su trascendencia histórica o su naturaleza humana. Como se sabe, dado que la poesía tiene gran capacidad para captar la esencia subjetiva de las cosas, es un valioso instrumento para hacer descripciones de una manera que sería imposible en términos académicos. O ¿de qué otra si no con la poesía se puede decir mejor que los derroteros de un pueblo, como los de la vida de un individuo, no tienen un destino que alcanzar, ni otro al cual retornar, sino sólo uno donde reemprender una y otra vez su historia?: No es la muerte, no llegará la herrumbre  a nuestro pecho, son las palabras como besos que van llevando el corazón hacia otro puerto adonde no habrá llegada ni regreso.6

El lector puede imaginarse una monografía antropológica armada como una novela. Sin renunciar al rigor científico, los antropólogos con inquietud abierta pueden tener el arrojo suficiente para fundir ciencia y literatura. La antropología mexicana tiene algunos ejemplos conocidos, como es el caso de Juan Pérez Jolote de Ricardo Pozas. Quienes entre los antropólogos carecen del don de la literatura, algunas veces acuden al ensayo —como ha quedado dicho— para sugerir ciertas ideas que no se atreven a sostener porque les es imposible probarlas. Sucede que durante una investigación, los antropólogos van conformando una visión de su problema de estudio que puede ser en sí misma interesante, aun cuando sean incapaces de demostrarla porque carecen de fuentes suficientes, datos contundentes o argumentos convincentes. 38 El temor a ser considerados merolicos, aventureros o simples tomadores de pelo paraliza muchas veces su escritura. Por eso el temor a poner el corazón en ella y la preferencia del cerebro como musa. Tenemos miedo a escribir lo que pensamos porque pueden ser conclusiones personales sin respaldo y nos acosa la duda: ¿se pueden hacer afirmaciones en antropología?, ¿puede


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ésta dar por cierto observaciones de campo?, ¿tiene realmente el antropólogo la certeza de sus conclusiones? A la antropología le fue dada la misión de desentrañar el fenómeno humano. Desde la génesis del cuerpo en evolución hasta la configuración de las agrupaciones humana, sus lenguas, la producción de sus medios de vida, la organización social, la ordenación política, el compotamiento colectivo y la cultura de cada una. Al principio de esa amplia gama de aspectos, cuenta con la ayuda de las llamadas “ciencias duras” —la física, la química, la biología, la medicina, las matemáticas— pero mientras más se corre hacia la esfera de lo cultural, tales ciencias resultan incapaces de explicar por sí mismas fenómenos como las revoluciones sociales, las cosmovisiones, las expresiones culturales o los ciclos religiosos. Algunas de las disciplinas antropológicas, como la antropología física y, en algo, la arqueología y la lingüística, siguen contando en parte con la “dureza” de aquellas ciencias, pero la etnología se ve, en buena medida, huérfana de ese apoyo y debe adentrarse en la esfera de la subjetividad. Hace unos años, una colega pergeñó la feliz idea de llevar a cabo una reunión donde un grupo de antropólogas y antropólogos relatara y analizara una experiencia personal de campo. Yo seleccioné una modesta y breve en un pueblo chinampero de la cuenca de México, la cual se prestaba para ese experimento intelectual y lúdico. Con posterioridad, cuando el texto de ese relato fue sometido a discu-sión en un seminario, lo acompañé del pequeño artículo etnográfico con la información recolectada en dicho lugar. En esa ocasión sucedió que un colega me comentó: —Dices más en tu relato que en el artículo etnográfico. ¿Qué contenía aquel relato que había sido callado en el trabajo académico?, ¿Acaso los an-tropólogos están perdiendo información e ideas pertinentes, al eliminar de manera sistemática —y por alguna razón— aspectos de las vicisitudes durante su trabajo en el campo, el laboratorio, el archivo y la biblioteca? Al conocer la historia de una investigación de manera 39 similar a como algunos la registran en sus diarios de campo o la platican con informalidad en una cafetería o una cantina, pueden percibirse elementos subjetivos que desaparecieron en el artículo o libro donde recogieron sus resultados. Tales componentes pudieron ser anécdotas, impresiones, emociones, reflexiones, ocurrencias, preguntas y sentimientos personales que suelen


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considerarse irrelevantes al redactar antropología formal. Al escribir se hace caso omiso de la biografía propia, la cultura personal y las vivencias experimentadas, las cuales con harta frecuencia suelen ser fuente de inspiración e interpretaciones, porque contienen alguna de las claves para explicar la realidad que estudia el antropólogo. En una ocasión, leía los diálogos de una pastorela que, en el siglo xix, se interpretaba cada mes de diciembre en cierto pueblo de la sierra michoacana. Tomando en consideración otro tipo de representaciones que allí se efectuaban, me percaté de que los purépechas convertían varios lugares del asentamiento en escenarios teatrales durante el transcurso del año. Poco después supe que, aparte de los hombres y las mujeres que desempeñaban papeles, se sacaba del templo y las capillas a las imágenes religiosas para que éstas representaran a su vez, personajes estelares o complementarios. Esto me recordó los “nacimientos” que las familias de la cuenca de México han acostumbrado montar desde el 16 de diciembre de cada año, durante las fiestas decembrinas, sobre una mesa cubierta de heno y musgo convertida en un verdadero escenario teatral en miniatura, donde figuras de barro cocido representan las escenas del nacimiento de Jesús en Belén. Durante mi infancia lo pude ver en casas de familias que conocían bien la tradición y en mía propia. Allí me dí cuenta de que, para empezar, ese pequeño escenario representaba un rancho del campo mexicano, en donde se movían figuras que iban apareciendo como personajes determinados moviéndose poco a poco, conforme avanzaban “las posadas” y con ellas el relato bíblico. Algunas figuras que eran colocadas desde el principio se iban cambiando de sitio; por ejemplo, aquellas que representaban a los pastores con calzón de manta se iban agrupando, primero, en torno a la figura del Diablo y, luego, alrededor de la del niño Jesús, cuando éste era arrullado y acostado el día 24 de diciembre en la noche, poco después de que las figuras de María y José “llegaban” sobre un 40 platón a pedir posada, y eran colocadas junto a un pesebre contando con la actuación de los miembros de la familia y sus allegados que daban voz a la pareja y al posadero mediante cánticos especiales. Con posteridad, las figuras de los Reyes Magos llegaban el 6 de enero, luego de irse acercando día a día como si hubieran hecho un largo viaje. Todavía después, al niño Jesús se le “levantaba” el


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Nacimiento navideño familiar, antes de colocar al Niño en el pesebre, lo cual se hace hasta el día 25 de diciembre

2 de febrero, día de La Candelaria. Así, eran unos “nacimientos” donde los personajes de barro y de carne y hueso aparecían y se movían constantemente representando en varios actos un relato del Nuevo Evangelio, usando varios puntos del pequeño escenario y espacios interiores y exteriores de la vivienda familiar donde todo tenía lugar. 41 Fue posible asociar esos recuerdos con la etnografía de la sierra de Michoacán. Ello me permitió darme cuenta que el casco urbano del pueblo serrano que estudiaba, fungía como escenario para representar en varios episodios una historia bíblica, la cual era reconstruida durante todo el año como parte de la del pueblo purépecha. Los habitantes del poblado, las imágenes religiosas y


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algunos animales domésticos representaban los papeles necesarios para relatar dicha historia. Incluso quienes parecía que sólo observaban, tenían un papel: el personaje de “el pueblo”. El poblado era como un “nacimiento” de tamaño natural que se convertía en Belén, hasta el punto de simularse la estrella que marcaba el lugar donde “nacía” Jesús el 24 de diciembre de cada año, colocando una lumbrera sobre la punta de un largo poste en casa del carguero que hospeda a la imagen del Niño Jesús. En otra época del año, otros sitios del poblado eran convertidos en los lugares donde tenía lugar la pasión de Cristo y otras conmemoraciones. Eso permitía, al contar una y otra vez los capítulos de una historia sagrada, hacerla vivir a todos como propia, como si estuviera ocurriendo de nuevo en su propio poblado renovando mensajes morales, transmitiendo valores comunes y recordando obligaciones colectivas e individuales. Si hubiera ignorado mi propia cultura y mis vivencias personales, pudo haberme pasado desapercibido este sentido en aquellas representaciones teatrales y la asociación integral de todas ellas. En cambio, al considerar mi impresión subjetiva y el conocimiento y experiencia personales pude usarlos como inferencia etnográfica y, a la vez, como recurso literario, al escribir sobre dicho poblado. Parece que es innecesario renunciar a la apreciación subjetiva de la realidad, incluidas las emociones que ella nos produce. Aunque bien está que un principiante se ejercite primero en la observación y el análisis objetivos despojados de especulaciones sin fundamento y sensaciones psicológicas sin razonamiento, para que, una vez adquirida la disciplina antropológica, pueda tratarla con creatividad. De la misma manera que algunos pintores vanguardistas que se iniciaron aprendiendo en una academia, luego dieron rienda suelta a su propia creatividad. Como puede constatarse en el Museo Anahuacalli donde se conservan los dibujos escolares de Diego Rivera, los cuales muestran su juvenil dominio del dibujo clásico, el cual algunos creen que era incapaz de hacer 42 al ver los murales que pintó luego de aprender un oficio, que supo liberar a su propio impulso.

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El libro: una obra total ——————————

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antropología como Dios le da a entender y  nadie puede sostener que la suya sea la manera más eficaz de hacerlo, pero sí que es una de entre las  varias y productivas que se han practicado. Entre ellas está  la que articula razón científica y visión humanística, objetividad y subjetividad, porque recupera las dos formas de conocimiento del antropólogo: la fría observación y las impresiones personales. De todo lo dicho debe evitarse concluir que aquí se propone convertir la obra antropológica en una narración fantástica. De ningún modo se sugiere despojarse del escepticismo y hacer que los prejuicios, las impresiones, los delirios y las ideas religiosas, esotéricas y mágicas de la antropóloga o del antropólogo, pasen a formar parte de sus escritos sin discriminación alguna debilitando la comprensión científica sobre el hombre, su sociedad y su cultura. Hacer eso sería charlatanería. Lo que en este fascículo se dice es que, con el debido rigor y seriedad, pueden incorporarse las diferentes formas de adquirir información reconociendo que la subjetividad suele contener elementos útiles de comprensión de la realidad que, sometidos a su debida crítica, pueden considerarse en un estudio cuyos resultados se viertan en un relato científico cargado con las intensas emociones que al antropólogo le producen sus exploraciones. De manera tal que el autor logre transmitir al lector la capacidad de asombro y la conciencia de las implicaciones del fenómeno humano, haciendo 43 uso de recursos literarios cuando ello le ayude a lograr este objetivo, es decir, usados como herramientas para explicar lo que él buscar transmitir. Siempre y cuando el uso de una anécdota, por ejemplo, evada la superficialidad y busque hacer pensar al lector. Esto es, el recurso literario en manos del antropólogo, como en la del escritor, es un instrumento para reflexionar sobre asuntos de ada quien escribe


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fondo. En el entendido que ninguna percepción tiene valor científico sin sus respectivos fundamentos y su debida verificación. El antropólogo procura ser riguroso en sus descripciones y análisis para evitar el fraude intelectual y garantizar que sus artículos y libros sean una ayuda para comprender mejor el pasado y el presente de la humanidad en general y del pueblo al cual pertenece en particular. Ello hace la diferencia entre la fantasía literaria —necesaria para alimentar la imaginación— y la reflexión antropológica —necesaria para la comprensión científica—. Pero asimismo puede buscarse la manera de aprovechar las maneras subjetivas de conocimiento que intervienen en el trabajo de los antropólogos. De ambas fuentes puede nutrirse su escritura. Por eso, el esfuerzo de convertir la experiencia de investigación en antropología escrita puede ser una delicia para el antropólogo, si funde ambas vertientes en un sólo escrito evitando el innecesario desdoblamiento de sus facetas científicas y humanísticas y procurando combinar las formas de conocimiento y las de percepción. Con ese proceder, él puede cumplir su misión social de poner por escrito el análisis de sus datos y el testimonio de lo que aprende observando y sintiendo, pensando y comprendiendo. Al esfuerzo por atrapar y descifrar la realidad telúrica se suma el esfuerzo adicional por lograr exponerla por escrito en una obra que albergue los hallazgos de la investigación. Por ello, un libro antropológico es una obra total que involucra la cosmovisión personal del autor. Un libro comprende todo, dicho metafóricamente, pues abarca un mundo por completo, por pequeño que sea aquel al cual esté dedicado: así sea el cuerpo de un sólo individuo, la manera de hablar de unas cuantas personas, los restos de una pequeña vivienda mesoamericana, la etnografía de una única familia o la vida de un solo informante. Tal como ocurrió con la obra Los hijos de Sánchez de Oscar Lewis. Por esto es importante la concepción global del libro: desde su carátula hasta su colofón y la cuarta de forros. El mensaje o las ideas centrales 44 deben expresarse en la forma como están organizadas y presentadas en conjunto todas y cada una de sus páginas. Por añadidura, el libro antropológico constituye un esfuerzo testimonial, pues consigna la entrega del autor a un fragmento de la humanidad intentando comprenderlo en una región del mundo; el entusiasmo puesto en la tarea; y los momentos durante


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la investigación que lo conmovieron y la manera como ésta lo transformó a él, a su manera de pensar y a sus emociones. El libro del antropólogo es fruto de la pasión por su trabajo, testimonio de la misma. El éxito o el fracaso de esta empresa está en la propia mesa del antropólogo, quien siempre sabe cuando ha logrado lo que se propuso conforme a sus propias expectativas. Cuando un libro antropológico está bien logrado, enseña a entender al lector su tema con la mirada de un antropólogo que pudo aprender algo y tuvo la habilidad de transmitírselo. Una vez publicado, lo que ocurra después con la obra es incierto. Ni la buena crítica ni la fama pueden ser las metas del autor. Escribir antropología con ese propósito es inútil cuando puede hacerse con fines nobles. Mejor propósito es el de transmitir el conocimiento logrado y contribuir a la comprensión de los fenómenos estudiados. El solo hecho de obtener una visión global de una aldea de pescadores mayas en la antigüedad mesoamericana, una hacienda agroganadera decimonónica y su región de influencia, todo el estado de Chihuahua o un minúsculo rancho mazahua en el siglo xxi, es un logro tan grande que, por sí mismo, llena el corazón de una estudiosa o de un estudioso que haya dedicado su vida a la antropología con una vocación científica y un compromiso social. En estas circunstancias, la mesa del antropólogo puede ser, más que la sepultura de sus ambiciones, la forja donde todo confluye para revivir el pasado y el presente: el escenario donde cristaliza su empeño en comprender el sentido que las cosas tienen para las mujeres y los hombres, sus sociedades y sus culturas. Es verdad que esa mesa es, por muchas causas, lugar de tormento, pero también es el de sus realizaciones, la trinchera donde tiene lugar ese delicioso suplicio de escribir antropología.

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Agradecimiento ——————————

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El autor agradece la iniciativa que dio lugar al encuentro donde se presentó la versión prima de este escrito, organizado por el Seminario de Filosofía, Historia y Sociología de la Antropología Mexicana, coordinado por Mechthild Rutsch en la Dirección de Etnología y Antropología Social del Instituto Nacional de Antropología e Historia. Asimismo, las sugerencias de Rosa Brambila y Rafael Guevara Fefer, las revisiones de Catalina Rodríguez Lazcano y del anónimo dictaminador de la publicación original, y la corrección de estilo de Magdalena García Mora.

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Notas ——————————

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Cruz (1980: 104-5). Rulfo (1971: 7). 3 García Márquez (1971: 9). 4 Cervantes Saavedra (1991, ii: 309). 5 Toledo y Gonzáles Dueñas (2011: 26). 6 Frag. de Morales Valderrama (1997: 32). 1 2

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Referencias documentales, bibliográficas y fílmicas ——————————

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Anónimo a: “Antonio López García”. Wikipedia. La enciclopedia libre, portal en la Internet. https://es.wikipedia.org/wiki/Antonio_L%C3%B3pez_Garc%C3%ADa,

Anónimo b: “El sol del membrillo”. Wikipedia. La enciclopedia libre, portal en la Internet. https://es.wikipedia.org/wiki/El_sol_del_membrillo

Archivo de Catalina Rodríguez Lazcano y Carlos García Mora: Notas de campo. Recorrido Sierra marzo 1973. Charapan 1 abril/mayo 1973, 1 libreta manuscrita, 68 ff. Biblioteca del Centro INAH Puebla: “Asiatishe Produktionsweise” de Paul Kirchhoff. Archivo Paul Kirchhoff, s. f., 4 hs. manuscritas. Cervantes Saavedra, Miguel de: Obras completas, t. ii, recop., est. prel., preámbulos y nts. Ángel Valbuena Prat, México, Aguilar, 1991, 1 184 pp. (Col. Grandes Clásicos). Cruz, Juana Inés de la: “Respuesta de la poetisa a la muy ilustre sor Filotea de la Cruz”. Obras escogidas, present. Margarita López Portillo, México, Asociación Nacional de Libreros, 1980, pp. 104-5. Erice, Víctor: El sol del membrillo, fotografía Javier Aguirresarobe y Ángel Luis Fernández, guión Víctor Erice y Antonio López García, España, María Moreno P. C.Igeldo Zine Produkzioak-Euskal Media, 1992, 1 película. García Alcaraz, Agustín: Tinujei. Los triquis de Copala, México, Secretaría de Recursos Hidráulicos, 51 116 pp., cds., mps., fts. Comisión del Río Balsas, 1973, García Márquez, Gabriel: Cien años de Soledad, 27 ª ed., Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1971, 352 pp. (Col. Grandes novelas). Doce cuentos peregrinos, México, Editorial Diana, 246 pp., 1992. 9681323084.

isbn

:


52 • García Mora, Carlos : “Iztapalapa, tradicionalismo y modernización”. Boletín de la Escuela de Ciencias Antropológicas de la Universidad de Yucatán, Mérida, año 2, marzo-abril de 1975, núm. 11, pp. 11-27. “El delicioso suplicio de escribir antropología”. Alarifes, amanuenses y evangelistas. Tradiciones, personajes, comunidades y narrativas de la ciencia en México, coord. Mechthild Rutsch y Mette Marie Wacher, pról. José Luis Vera, México, Instituto Nacional de Antropología e Historia-Universidad Iberoamericana, 2004, pp. 93-113 fts. (Col. Científica/Serie Antropología, 467). isbn 968-03-0050-1. Kundera, Milan: El arte de la novela, trad. Fernando de Valenzuela y María Victoria Villaverde, present. en solapa Aurelio Asiain, 1ª reimp., México, Editorial Vuelta, 1989, 154 pp. (La reflexión) [1ª ed. en francés: 1986]. Lewis, Óscar: Los hijos de Sánchez: autobiografía de una familia mexicana, México, Fondo de Cultura Económica, 1964, xxxiv-531 pp. Morales Valderrama, Carmen: “Ningún puerto”. Ningún puerto. Poemas de primavera y desembarcos, Mérida-México, ed. de autor, 1997, p. 32. Pozas, Ricardo: Juan Pérez Jolote. Biografía de un tzotzil, [grabs. Alberto Beltrán], ed. fács., México, Fondo de Cultura Económica, 1984, 120 pp. ils. (Lecturas mexicanas, 43) isbn 968-16-1649-9 [1ª ed.: 1952)]. Rivette, Jacques: La belle noiseuse, guión Pascal Bonitzer, Christine Laurent y Jacques Rivette, protagonistas Michel Piccoli, Jane Birkin y Emmanuelle Béart, Francia, Pierre Grise Productions, 1991, 1 película. Rulfo, Juan: Pedro Páramo, 11ª reimp., México, Fondo de Cultura Económica, 1971, 130 pp. (Colección popular, 58). Toledo, Alejandro y Daniel González Dueñas: “Josefina Vicens habla de El libro vacío”. La colmena, julio-septiembre de 2011, núm. 71, pp. 25-33. Vicens, Josefina: El libro vacío. Los años falsos, México, Universidad Nacional Autónoma de México, Coordinación de Difusión Cultural, Dirección de Literatura-Instituto 52 208 pp. (Textos de humanidades). de Cultura del Estado de Tabasco, 1987,

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Índice ——————————

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Acotación..............................................................................11 [Entrada].............................................................................13

La materia prima del antropólogo.................................15 De la recopilación a la redacción..................................21 La composición de los libros.........................................27 De la escritura científica a la humanística....................37 El libro: una obra total................................................43 Agradecimiento......................................................................47 Notas....................................................................................49 Referencias documentales, bibliográficas y fílmicas...................51

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La versión electrónica del libro de bolsillo El delicioso suplicio de escribir antropología de Carlos García Mora se terminó de editar el sábado17 de noviembre de 2016, en el estudio del autor en las inmediaciones del pueblo de San Agustín de las Cuevas (Tlalpan) en la Cuenca de México.

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