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Ilustraciones de:

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Sandokรกn El Tigre de Malasia Ilustraciones de:

Alberto Pez



Contenido Emilio Salgari

Primera Parte 1. 2. 3. 4. 5. 6. 7. 8. 9. 10. 11. 12. 13. 14. 15. 16.

Los Tigres de Mompracem Bravura y generosidad El crucero Tigres y Leopardos La Perla de Labuán Lord James Guillonk Cura y amor La caza del Tigre La traición A la caza del pirata Giro-Batol La canoa de Giro-Batol Camino a Mompracem Amor y embriaguez El suboficial inglés La expedición contra Labuán

Segunda Parte 1. 2. 3. 4. 5. 6. 7. 8. 9.

La cita nocturna Dos piratas en una chimenea El fantasma de los casacas rojas A través de los bosques El asalto de la pantera El prisionero Yáñez en la casa de lord Guillonk La mujer del Tigre En Mompracem

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Sandokán: el Tigre de Malasia

Emilio Salgari

Emilio Salgari, (Verona, 1862 - Turín, 1911) nace en una familia de pequeños comerciantes. Desde muy joven quiso ser marino. Estudió en el Real Instituto Técnico Naval de Venecia, sin que alcanzara a obtener el título de capitán de gran cabotaje. Su experiencia como hombre de mar parece estar limitada a unos pocos viajes de entrenamiento en un navío escuela, y a uno como pasajero cuya travesía por el Adriático fue de tres meses, atracando en el puerto de Brindisi. No hay evidencia alguna de que realizase otros viajes, aunque el autor lo refiere en su autobiografía, afirmando que muchos de los personajes de sus obras están inspirados en las personas que conoció en su vida en el mar. Salgari se autodenominó «capitán» y llegó a firmar así algunas de sus obras. En 1882 Salgari regresó a Verona, donde organizó una biblioteca ambulante y se dedicó al periodismo. La primera producción literaria de este escritor y periodista italiano la conforman relatos breves, pequeñas composiciones líricas, y memorias. Se inició en la novela con I selvaggi della Papuasia (1883), publicada por entregas en el periódico milanés La Valigia. En el mismo año se lanza en el periódico

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veronés La Nuova Arena su primera novela Tay-See, publicada luego con el título La rosa del Dong-Giang. En octubre de ese año comenzó a publicarse El Tigre de la Malasia, primera versión de la novela inaugural del ciclo de Sandokán, que se editaría posteriormente bajo el título Los tigres de Mompracem. La primera novela en publicarse de forma independiente fue La favorita del Mahdi, en 1887. Debido al gran éxito de sus obras, logró un puesto como redactor fijo en La Nuova Arena, puesto que desempeñó por 10 años. En esa época circuló un artículo del periodista Giuseppe Biasioli, en el cual se refirió al escritor como «mozo». El término ofendió tanto a Salgari que lo desafió a duelo. El resultado: Biasioli tuvo que ser hospitalizado y Salgari permaneció en la cárcel por seis meses. 8

En 1889 su padre se suicida, siendo éste el primero de una cadena de suicidios familiares. En enero de 1892 contrajo matrimonio con la actriz de teatro Ida Peruzzi, el amor de su vida, con quien tuvo 4 hijos. En 1892 el escritor trasladó su residencia a Turín, donde trabajó para la editorial Speirani, especializada en novelas juveniles. En 1898 el editor Donath convenció a Salgari para que se mudase a Génova. Allí conoció al más destacado ilustrador de su obra, Giuseppe «Pipein» Gamba. En 1900 regresó a Turín. La economía familiar se fue haciendo cada vez más complicada, a pesar del trabajo incansable de Salgari para mantener a su familia dignamente. En 1907 cesó su contrato con Donath y pasó a trabajar para la editorial Bemporad, para la cual escribiría, hasta su muerte en 1911, un total de diecinueve novelas. Su éxito entre el público juvenil fue creciendo, llegando algunas de sus novelas a alcanzar tiradas de 100,000 ejemplares. Sin embargo, su desequilibrio emocional y la locura de su esposa, quien tuvo que ser


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internada en el psiquiátrico de Collegno, cerca de Turín, le condujeron al suicidio. Después de un intento fallido en 1909, finalmente se quitó la vida, el 25 de abril de 1911. Dejó escritas tres cartas, dirigidas respectivamente a sus hijos, a sus editores y a los directores de los periódicos de Turín. A lo largo de su prolífica carrera como escritor, Salgari escribió, según su biógrafo Felice Pozzo, ochenta y cuatro novelas, y un número de relatos cortos imposible de determinar. La mayor parte son novelas de aventuras ambientadas en lugares exóticos, aunque cultivó también la ciencia ficción, en su novela Las maravillas del 2000 (1907). Algunas de las novelas de Salgari están relacionadas entre sí, protagonizadas por los mismos personajes, constituyendo extensos ciclos narrativos, como Piratas de Malasia, el de Piratas de las Antillas y el de Piratas de las Bermudas. El ciclo Piratas de Malasia, el más extenso de Salgari con once novelas, tiene como protagonista al pirata Sandokán, llamado «el Tigre de la Malasia», un príncipe de Borneo desposeído de su trono por el colonialismo británico (en la misma época en que la narrativa de aventuras británica enaltece su política colonialista, Salgari hace protagonista de sus novelas a un resistente anticolonialista. Los británicos —y sobre todo el llamado «rajá blanco» de Sarawak, en Borneo, James Brooke, personaje que existió realmente— son los principales enemigos del héroe, quien cuenta con el apoyo de otros personajes, como su amigo fraterno, el portugués Yáñez, o Sambigliong). El ciclo mezcla dos líneas narrativas: la protagonizada por Sandokán y Yáñez, y otra, que comienza en la India, protagonizada por el indio Tremal-Naik y el mahrato Kammamuri (Los misterios de la jungla negra) en su lucha contra los malvados thugs, adoradores de la diosa Kali. Ambas líneas confluyen en la novela Los piratas

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de Malasia, convirtiéndose Tremal-Naik y Kammamuri en grandes amigos y seguidores incondicionales de Sandokán y Yáñez. El principal personaje femenino de la serie es la amada de Sandokán, la inglesa Lady Mariana Guillonk, llamada la «Perla de Labuán». Conforman este ciclo: 1. Los misterios de la jungla negra (I misteri della jungla nera, 1895) 2. Los tigres de la Malasia (1896; también conocida como Los tigres de Mompracem) 3. Sandokán, el Tigre de Malasia (también conocida como Los piratas de la Malasia, 1900) 4. Los dos tigres (Le due tigri, 1904; también traducida como Los dos rivales) 10

5. El rey del mar (Il re del mare, 1906) 6. A la conquista de un imperio (Alla conquista di un impero, 1907) 7. La venganza de Sandokán (Sandokan alla riscossa, 1907) 8. La reconquista de Mompracem (La riconquista del Mompracem, 1908) 9. El falso brahmán (Il bramino dell›Assam, 1911) 10. La caída de un imperio (La caduta di un impero, 1911) 11. El desquite de Yáñez (La rivincita di Yanez, 1913)


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A los ciclos Piratas de las Antillas y Piratas de las Bermudas pertenecen: 1. El Corsario Negro (Il Corsaro Nero, 1898) 2. La reina de los caribes (La regina dei Caraibi, 1901) 3. La hija del Corsario Negro (La figlia del Corsaro Nero, 1905) 4. El hijo del Corsario Rojo (Il figlio del Corsaro Rosso, 1908) 5. Los últimos filibusteros (Gli ultimi filibustieri, 1908. También traducida como Los últimos piratas)

Otros títulos del autor: 1. El capitán Tormenta (Capitan Tempesta, 1905) 2. El león de Damasco (Il leone di Damasco, 1910) 3. La favorita del Mahdi (La favorita del Mahdi, 1887)

*Referencias tomadas de Biografías y Vidas. Y de la Web.

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er a Parte m i r P



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Los Tigres de Mompracem

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n la noche del 20 de diciembre de 1849, un violentísimo huracán soplaba sobre Mompracem. Esta isla, de siniestra fama, situada en el mar de Malasia, a algunos cientos de millas de la costa occidental de Borneo, era cueva de temibles piratas. Se hubiera dicho que por el cielo corrían caballos desbocados, empujados por un viento irresistible. Negras masas de nubes dejaban caer, de pronto, furiosos chaparrones sobre los matorrales tupidos de la isla. Mientras, el mar, embravecido, levantaba sus olas amenazantes, cuyo mugido se confundía con las detonaciones breves y secas, pero interminables de los truenos. Ninguna luz se vislumbraba en las cabañas alineadas al fondo, alrededor de la bahía, ni en las fortificaciones que defendían la isla; tampoco en las embarcaciones ancladas más allá de la escollera. Pero si alguien, viniendo de levante hubiera alzado los ojos, habría descubierto en la cima de una altísima roca, cortada a pico sobre el mar, dos puntos luminosos: dos ventanas intensamente alumbradas. ¿Quién podría velar a esa hora y con semejante tempestad en la isla de los piratas sanguinarios? En medio de un laberinto de trincheras volteadas, terraplenes caídos, gaviotas despanzurradas, armas rotas y huesos humanos,

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se alzaba una cabaña sólida y amplia, sobre cuyo techo flameaba una gran bandera roja, con una cabeza de tigre pintada en el paño. Dentro de esa casa hay una habitación iluminada: las paredes están cubiertas con pesadas telas rojas, terciopelos y brocados de gran precio, aunque ajados, estropeados y manchados, lo mismo que los tapices de Persia que cubren el piso. En el centro, una mesa de ébano, incrustada de madreperla y plata, desaparece casi bajo los frascos y vasos del más puro cristal. En los rincones y en los estantes, estropeados en parte, se apoyan vasos repletos de brazaletes de oro, pendientes, anillos, medallas, preciosos ornamentos sagrados, cincelados o recamados de perlas de Ceilán, esmeraldas, rubíes y diamantes que destellan como soles, al reflejo de una lámpara dorada que pende del techo. Contra una de las paredes hay un diván turco estropeado, frente a él un armónium de ébano con el teclado roto, y luego, en indescriptible desorden, alfombras, espléndidos ropajes, pinturas sin duda de grandes maestros, lámparas tiradas, frascos rotos o volcados, vasos destrozados, carabinas indias damasquinadas, trombones de España, segures, cimitarras, espadas, puñales y pistolas. En esa habitación tan extrañamente amueblada, un hombre está sentado sobre una poltrona regia; es alto, esbelto, de fuerte musculatura, facciones enérgicas y varoniles, de extraña belleza a pesar de su aspecto temible. Sobre sus hombros caen largos cabellos, y una negrísima barba le enmarca el rostro ligeramente bronceado. La frente es amplia, con estupendas cejas arqueadas audazmente, la boca pequeña y entreabierta muestra dientes afilados como los de una fiera y brillantes como perlas; por último, el fulgor de sus ojos negros fascina, quema, desafía cualquier otra mirada. Hace tiempo que está inmóvil con la mirada fija en la lámpara y las manos nerviosamente contraídas sobre una rica


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cimitarra; ésta cuelga de una faja de seda roja, que ajusta su casaca de terciopelo azul con franjas de oro. Un trueno formidable, al conmover la cabaña hasta sus cimientos, acaba de arrancarlo a su inmovilidad. Con imperioso gesto de cabeza ha echado hacia atrás sus cabellos y ajustado el turbante, en el que brilla un espléndido diamante grueso como una nuez; luego, de un brinco, se levanta lanzando a su alrededor una mirada sombría y amenazadora. —Es medianoche —murmura—; medianoche y aún no ha vuelto. Después de vaciar lentamente un vaso lleno de líquido color ámbar, abre la puerta, y caminando con paso firme por entre las trincheras que defienden la casa, llega hasta el borde de la enorme roca, a cuyos pies ruge, furioso, el mar. Allí permanece unos minutos, con los brazos cruzados sobre el pecho, tan firme como la roca en que se apoya, aspirando con voluptuosidad las tormentosas ráfagas, y escudriñando con la mirada el proceloso mar. Después, lentamente, vuelve a su refugio y se detiene delante del armónium. —¡Qué contraste! —exclama—. ¡Afuera el huracán y yo aquí! ¿Quién de los dos es más tremendo? Recorre el teclado con los dedos, arrancándole rapidísimos sonidos extraños, salvajes, que suaviza poco a poco hasta apagarlos bajo el ruido de los truenos y el soplar del viento. De pronto se vuelve hacia la puerta entreabierta y escucha, tenso; por último, sale rápidamente a mirar, casi colgado del borde de la roca. Un relámpago le muestra una pequeña barca, que con las velas arriadas entra en la bahía a confundirse entre las naves ancladas. El hombre se lleva a los labios un silbato de oro y lanza tres notas estridentes, a las cuales responde un agudo silbido. —¡Es él! —murmura con viva emoción—. ¡Era hora! Cinco minutos después, un ser humano envuelto en una amplia capa empapada, llega a la puerta de la cabaña.

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—¡Yáñez! —exclamó el hombre del turbante, abrazándolo. —¡Sandokán! —casi gritó el recién llegado, con marcado acento extranjero—. ¡Qué noche infernal, hermano mío! —¡Ven! Atravesaron rápidamente las trincheras y entraron a la estancia iluminada, cerrando la puerta. Sandokán llenó dos vasos y ofreció uno al extranjero, ya desembarazado de su capa y de la carabina que llevaba en bandolera. —Bebe, mí buen Yáñez —le dijo con acento afectuoso. —¡A tu salud, Sandokán! Vaciaron los vasos y se sentaron a la mesa. El recién llegado era un hombre de treinta y tres o treinta y cuatro años; por lo tanto, algo mayor que su compañero. De talla mediana, muy robusto y rasgos regulares, piel bien blanca y ojos grises astutos, sus labios burlones y finos denotaban una férrea voluntad. A simple vista se advertía que era un europeo, de raza meridional. —¿Y bien Yáñez? —inquirió Sandokán, con cierta emoción—. ¿Has visto a la muchacha de los cabellos de oro? —No, pero sé todo lo que querías saber. —¿Estuviste en Labuán? —Sí; comprenderás qué difícil le es desembarcar a gente como nosotros, en esas costas custodiadas por cruceros ingleses. —Háblame de esa muchacha. ¿Quién es? —Es una criatura de extraordinaria belleza, tanto que puede embrujar al pirata más formidable. Me dijeron que tiene los cabellos rubios como oro, los ojos más azules que el mar y que es blanca como el alabastro. Sé que Alamba, el feroz pirata, la vio pasear una tarde por los bosques de la isla y quedó tan impresionado por su belleza, que para contemplarla mejor detuvo su nave, a riesgo de hacerse masacrar por los acorazados ingleses. —¿A quién pertenece? —Unos dicen que es hija de un colono, otros de un lord y algunos que es pariente, nada menos, que del gobernador de Labuán.


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—Extraña criatura —musitó Sandokán, con la cabeza entre las manos. —¿Por qué? —le interrogó Yáñez. El pirata no contestó, se levantó presa de violenta agitación y volvió a dejar correr sus dedos sobre el teclado, mientras Yáñez se limitaba a sonreír, y descolgando de un clavo un viejo bandolín, se puso a tocar, diciendo: —¡Está bien! ¡Hagamos un poco de música! Apenas había comenzado a tocar un aire portugués, cuando Sandokán pegaba tan tremendo puñetazo sobre la mesa, que pareció partirla. Estaba cambiado, no era el mismo hombre, en su frente se dibujaban agresivas arrugas, sus ojos echaban llamas, los dientes rechinaban, todo él temblaba de cólera. Ese era el formidable jefe de los piratas de Mompracem, el que llevaba diez años ensangrentando las costas de Malasia, el de las terribles batallas. Su extraordinaria audacia y el indómito coraje le habían valido el sobrenombre de Tigre de Malasia. —¡Yáñez! —exclamó con deshumanizado tono de voz—. ¿Qué hacen los ingleses en Labuán? —Se fortifican —respondió con sorna el europeo. —¿No estarán tramando algo contra mí? —Creo que sí. —¡Que se atrevan a levantar un dedo contra mi Mompracem! ¡Diles que intenten desafiar a los piratas en su guarida! ¡El Tigre no dejará uno solo con vida y se beberá su sangre! ¡Dime todo cuanto hablan de mí! —Dicen que hay que terminar con un pirata de tu audacia. —Me odian, ¿verdad? —Tanto, que no les importaría perder todas sus naves con tal de apresarte. —¿Es posible? —¿No lo crees? Hermano mío, hace muchos años que los vienes humillando. Todas las costas conservan huellas de tus correrías, todos los pueblos y ciudades han sido asaltados y saqueados por ti, todos los fuertes holandeses, españoles e ingleses


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recibieron tus andanadas, y el fondo del mar está colmado de los navíos que hundiste. —Es verdad, pero, ¿quién tiene la culpa? ¿Acaso los hombres blancos no han sido inexorables conmigo? ¿Acaso no me quitaron todo con el pretexto de evitar que mi poderío creciera? ¿No asesinaron a mi madre, a mis hermanos y a mis hermanas, para destruir mi familia? ¿Qué daño les había hecho? No tenían de qué quejarse, y sin embargo me abofetearon; ahora los odio a todos: españoles, holandeses, ingleses o portugueses —tus compatriotas—, los execro y me vengaré; ¡así lo he jurado sobre los cadáveres de mi gente, y mantendré mi juramento! Y aun sin tener piedad de mis enemigos, alguna vez he sido generoso. —No una, sino cientos, miles de veces has sido excesivamente generoso con los débiles —afirmó Yáñez—. Lo pueden decir todas las mujeres que cayeron en tu poder, a las que condujiste, con terrible riesgo de tus barcos, a los puertos del hombre blanco; pueden decirlo las tribus débiles que defendiste contra los atacantes de los prepotentes, los pobres marinos a quienes la tempestad dejó sin barca y que tú cubriste de dádivas, después de salvarlos de las olas, y tantos otros miles de seres que recordarán siempre tu grandeza, Sandokán. Pero ahora, ¿qué pretendes hacer? El Tigre no respondió; se paseaba por la habitación con los brazos cruzados y la cabeza caída sobre el pecho. ¿Qué pensaba ese hombre extraordinario? Aunque lo conocía de mucho tiempo atrás, el portugués Yáñez era incapaz de adivinarlo. —Sandokán, ¿en qué piensas? —inquirió de pronto. El Tigre se detuvo, y le clavó la mirada sin responder. —¿Qué te atormenta? —continuó Yáñez—. Vamos, cualquiera diría que estás sorprendido al saber que los ingleses te odian tanto. Como el pirata permanecía callado, el portugués se levantó, prendió un cigarrillo, y dirigiéndose hacia una puerta oculta bajo los tapices: —Buenas noches, hermano mío —le dijo.

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Al oír esto, Sandokán salió de su ensimismamiento, y deteniéndolo con el ademán, le dijo: —Escucha, Yáñez. —Dime. —Quiero ir a Labuán. —¡Tú!... ¿A Labuán?... —¿Por qué te sorprende? —Porque eres demasiado audaz y cometerás alguna locura en la cueva de tus enemigos más encarnizados. Sandokán le dirigió una mirada que quemaba. —Hermano mío —siguió diciendo Yáñez—, no desafíes tanto a la fortuna. ¡Cuidado! La hambrienta Inglaterra ha puesto sus ojos sobre Mompracem, y cuenta, sin duda, con tu muerte para arrojarse sobre nuestros cachorros y destruirlos. He visto una cañonera en pie de guerra que surcaba el límite de nuestras aguas: era un león esperando su presa. —¡Se encontrará con el Tigre! —aseguró Sandokán, apretando los puños y temblando de pies a cabeza. —De acuerdo, y morirá en la empresa, pero su grito de muerte llegará a la costa de Labuán y movilizará a muchos contra ti. Leones y leones morirán porque tú eres fuerte y tremendo, pero también el Tigre morirá! —¡Yo!... —y Sandokán dio un salto con los brazos contraídos de rabia y las manos como crispadas sobre las armas. Fue sólo un relámpago, se sentó a la mesa, bebió de un trago el contenido de una taza que había quedado llena, y dijo con calma: —Tienes razón, mañana iré a Labuán, adonde me lleva una fuerza irresistible y una voz me susurra que debo ver a la muchacha de los cabellos de oro, que debo... —¡Sandokán!... —Silencio, hermano mío, vamos a dormir.


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