La baronesa del circo atayde

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Jorge E l i ĂŠce r Pa r do

La

baronesa

Circo Atayde

del

NOVELA



Jorge E l i ĂŠce r Pa r do

La

baronesa

Circo Atayde

del

NOVELA


Co863.6 cd 21 ed. A1483397 2015 Pardo Rodríguez, Jorge Eliécer, 1950– La baronesa del circo Atayde / Jorge Eliécer Pardo — Bogotá : Cangrejo Editores, 2015. 288 p. : ­i l. : 17 x 24 cm ISBN: 978-958-8296-59-3 1. Novela histórica colombiana 2. Circos - Novela 3. Acróbatas - Novela 4. Colombia - Vida social y costumbres - Novela I. Tít. CEP-Banco de la República-Biblioteca Luis Ángel Arango

Primera edición: abril de 2015 © Jorge Eliécer Pardo, 2015 © Cangrejo Editores, 2015 Carrera 24 No. 61 D - 42 Bogotá, D.C., Colombia Telefax: (571) 276 6440 - 541 0592 cangrejoedit@cangrejoeditores.com www.cangrejoeditores.com © Ediciones Gato Azul, 2015 edicionesgatoazul@yahoo.com.ar Buenos Aires, Argentina ISBN: 978-958-8296-59-3 Dirección editorial: Leyla Bibiana Cangrejo Aljure Preprensa digital: Cangrejo Editores Ltda. Diseño gráfico e ilustración de portada: Germán I. Bello Vargas Todos los derechos reservados, ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada en sistema recuperable o transmitida en forma alguna o por ningún medio electrónico, mecánico, fotocopia, grabación u otros, sin previo permiso escrito de Cangrejo Editores. Impreso por: Colombo Andina de Impresos S.A. Impreso en Colombia - Printed in Colombia


Su fama era como la sonrisa de la Gioconda que se desprendió de la tela y empezó a andar sola por el mundo. Carlos Perozzo “La O de aserrín”.



A los artistas de la pista y la madera ‌ y, por supuesto, a Elsa, mi ångel protector.



Contenido El Arco del Triunfo de la Plaza de las Hierbas

13

Del fondo de la tierra a las calles de Bogotá

17

Una talla en cedro y una promesa de amor

23

Mil voces, mil muertes

27

Compás y escuadra para un héroe

29

El sueño inconcluso del general Uribe El terremoto

35

El fusilamiento de Russi

41

De cuerpo entero en la cuerda floja del trapecio

47

Saúl entra en la guerra

51

Las fugas

57

La llegada de María Rebeca

61

Reo de guerra

67

La baronesa embarazada La matanza de las bananeras

69

Ese temblorcillo que no distingue el amor de la pasión Cuello de piel de perro y sombrero de fieltro gris Dijo sí, es una promesa

¿De dónde provienes, María Rebeca? En las estrellas y las caras de las vírgenes La última guerra civil

Los condenados se arrodillaron al pie de sus confesores que abrazaron a los penitentes y los cubrieron con el manteo No quería esperarla más

Pidieron para él la pena de muerte ¿De qué huyes María Rebeca? Podemos morirnos antes de odiarnos Un eterno rebelde

La Flor del Trabajo


Confinado en Panamá

75

Un disparo en la boca Nacimiento de Sofía y Matilde

79

Saúl se casa en Panamá e ingresa a la masonería

85

¿Y tu primer hombre, María Rebeca?

91

La mariposa de Mompox

95

Saúl se alista de nuevo

99

La muñeca de la cuerda y la niña de la copa

105

Saúl desempolva el féretro de Russi

111

¿Y tu padre, María Rebeca?

119

La visita

121

El liberalismo es pecado

127

Guerra contra el Perú

131

Tulio Varón La estrategia del zorro

135

El incendio

139

La muerte de Saúl

143

Muñeca gigante

149

La última orden de fusilamiento La Gran Vía

Por las voces supo que ocupaba el centro del lugar

Le nacían alas y garras de búho en sus pies semi perfectos Río de las Tumbas Células masónicas

Creyó que los jazmines y las rosas de mayo lo enloquecerían El ejército de Jesucristo derrotaría a los blasfemos Hijos de un combatiente de guerra y una asesina Un hombre mayor que parece de luz Profanando los despojos mortales Enemigo felón

Lo siguieron mostrando como trofeo La suerte del arte Las manos de la inocencia y la esperanza del porvenir Abriría las puertas de la prisión

La otra fuga de María Rebeca

Salió como demente a la calle a gritar el nombre de su fugitiva y desde las ventanas lo compadecieron aún más

155


El Salto del Tequendama y la Laguna de los Muertos

159

¿Y tus hijos, María Rebeca?

165

Rebeca en el celuloide

167

Laureano y la ix Conferencia Panamericana

171

El amor cura el amor

175

El rumor y la muerte

179

¿A quién esperas María Rebeca?

187

La caída de Laureano

189

Comienzo de la dictadura

195

Capuccino y cerveza en el Café Windsor

199

Ayudante écuyère

207

Perpetuas gotas amarillas, azules y rojas

Desde la claraboya baja la horca invisible Ahora se llamaba Sofía Álvarez Demasiado orgulloso para lamentarse

Para él la leucemia y la enfermedad del amor eran lo mismo ¡Pueblo, a las armas! ¡A la carga! Espectro desquiciado, fuego fatuo

Clavó su mirada de intensos ojos verdes sobre todos Amasaba pandeyucas

Un godo con charreteras

Mi perro fiel, único guardián en la viudez

Declaración infame Muerte de los estudiantes

211

Cartas clandestinas bajo las puertas

215

Adiós muchachos compañeros de mi vida

225

Tchaikovsky y el caballo blanco

235

Como sé que sufres te perdono

241

Otras voces que hablan en este libro

245

Las calles vestidas de luto Mandatario de asfalto Palabras de seda Torrente azul

Corazones partidos

En El quinteto de la frágil Memoria


Familia Aguirre - Bernal


El Arco del Triunfo de la Plaza de las Hierbas

Ese temblorcillo que no distingue el amor de la pasión

Por la ventana vio su rostro desvanecer en hilos de lluvia. Supo que estaba muriendo. Las gotas sobre el asfalto traían escenas que escogía en su evocación final. Distinguió a su padre Saúl, blanco, azul, gris, en el patio de atrás de la casa. Sintió su mano fuerte conduciéndolo por las bóvedas de la iglesia subterránea de las salinas de Zipaquirá hacia la Virgen del Rosario de Guasá, de sal y agua, terracota policromada que Daniel Rodríguez, su amigo, extrajo y convirtió en imagen milagrosa y patrona de los mineros, pobladores de la ciudad de blancos, como la llamaron los españoles. En atardeceres opacos como ese, le enseñó, entre el olor a cedro macho, palo de rosa, comino, nogal, viruta y tapón, lecciones de vida y rebeldía, logros que a nadie importaban, que construyeron en los avatares de la subsistencia. Bajo el cerezo aprendió carpintería, el manejo del formón y el cepillo, la garlopa y la lija. Le gustaba que le contara de guerras y generales envalentonados, conspiraciones y derrotas, del abogado Russi y sus cartas de amor y la caja mortuoria donde se introdujo antes de su muerte; de Panamá, de las logias y la masonería; de la naciente revolución bolchevique, de los libros sagrados y mundanos, del compromiso como hombre en la tierra. —¡Cuéntame otra vez lo del general José María Melo! Miró en el portarretrato con borde de bronce la fotografía sepia de María Rebeca Pérez. Sonrió al saber que conoció el amor de una mujer y la aventura de tantas. Ella lo condujo por los laberintos de la ensoñación y lo hizo vibrar con los enigmas de la sensualidad y los despojos de la traición y el abandono. Hermosa como ninguna, madre de sus hijas. En esa tarde lechosa de su muerte, no tenía por qué desear nada distinto a que Rebeca, La Baronesa del Circo Atayde, estuviera viva y feliz; se dio cuenta de la farsa porque prefirió 13


Jorge Eliécer Pardo

que apareciera en la puerta de la habitación para recibir su último beso. La conoció fuera de la pista del circo, en una sombrerería del centro de Bogotá, abajo del enfermo de piedra, como llamaban al Capitolio Nacional que duraría 78 años en construcción. Él se calaba un borsalino y ella una pava de ala ancha, de pelo de vicuña. Posaron ante el espejo de media luna que giraba en un soporte de madera y rieron luciendo los estilos. Carlos Arturo Aguirre aprobó el pequeño que enmarcaba la cara de líneas perfectas de Rebeca. —Se ve hermosa —le dijo con voz musitada, casi al oído para que el dependiente no se enterara que la cortejaba. —¿Le parece? Duplicada en los otros espejos él percibió debajo de su traje ese temblorcillo que no diferencia el amor de la pasión. —¿Podría regalarle ese bello sombrero? Ella, acostumbrada a los halagos, lo observó despacio, midió sus intenciones y lo encontró elemental como los hombres que se acercaron con deseos de enamorarla. Bajo, flaco y desgarbado, entre su vestido negro, le entregó una sonrisa, dispuesto a recibir la negativa. María Rebeca no contestó de inmediato, volvió al espejo como recuperando el perdido camino ilusorio y, desde la imagen falsa, preguntó si encarnaba la profecía que se autocumple. Él no entendió. Le detalló los dientes parejos y armoniosos, el mentón partido, la piel recién rasurada y el olor lejano a colonia que se confundía con el del paño que se ha secado de la lluvia. Cuando se midió las boinas y escondió el poco pelo dentro de la vasca, Carlos Arturo creyó que era una aparición. Miró hacia los planos cromados y ella seguía ahí, en todos, repitiendo los ángulos que exaltaban sus límites. Después calculó que nació estrenando el siglo xx y que estaba dispuesta a juntarse con él si esperaba que ella terminara dos giras con el Circo Atayde, el grupo trashumante de artistas de la carpa, que venía de Argentina. No le permitió, en las citas que tuvieron después del regalo de la pava de grandes alas, que preguntara sobre su familia y pasado porque solo le interesaba vivir el ahora y escoger bien al padre de sus descendientes. Dijo sí a todo a pesar de vanagloriarse de su oficio y dinero. Ante ella las palabras se volvían almíbar y había que hacer lo que ordenara con tono firme de segunda voz de coro. 14


La baronesa del Circo Atayde

—Yo te espero, el tiempo que necesites —la tuteó por primera vez. Fue cuando le dio el beso inocente y, la respiración apurada debajo del esternón, amplió la cavidad donde, decía a sus hijas Sofía y Matilde, debía estar la brújula del amor. Si no se les llena este pedacito, y señalaba su tetilla izquierda, no deben creer que están enamoradas. Ellas, desde entonces esperaban, al conocer un posible amor, la señal en el pecho. —Nuestra luna de miel no podrá ser en El Titanic… se hundió —susurró a manera de broma María Rebeca, muy cerca al beso. Él sintió el aire tibio de esas palabras hormigueando las mejillas, los hoyos de la nariz, y respondió para completar el momento: —¡Qué lástima! Te prometo un vuelo en avión. No comentó dónde dormía. Carlos Arturo recorrió hoteles, almacenes, cafés, billares, lotes baldíos, averiguando por la carpa. No la encontró. Rebeca cumplió la segunda cita en la puerta del Gran Salón Olimpia para ver La revancha, anunciada como la mejor película que se ha proyectado en Suramérica. Amaba el cinematógrafo y soñaba con aparecer en el plano engañoso. —Es como los espejos. —Sí, como los espejos de la sombrerería, donde te descubrí. —¿Sabes leer? —interrogó ella sin rodeos. —Mi padre me enseñó… no te pregunto lo mismo porque sabiendo cómo eres, hablarás otros idiomas, parlamentos gitanos o dichos marineros. Carlos Arturo compró localidades donde los títulos podían leerse al derecho. Gastó cuarenta centavos, no pasaría la vergüenza de saber si Rebeca traía espejo para acomodarse en la parte trasera del telón. En medio de los comentarios de los concurrentes el enamorado indagó cuándo se separarían. Aún no, enfatizó sin mirarlo, embelesada en las escenas del cine mudo. Los besos de la pareja de la película no eran censurados por la iglesia porque no incitaban a la lujuria. —¿Tienes algún conocido, amigo de los hermanos Di Doménico? Me dicen que quieren hacer cine como empresa y sería una gran oportunidad. —¿Di Doménico? Al soltar la pregunta se dio cuenta de que lo miró con lástima. —No, pero averiguaré. La invitó al restaurante de doña Margarita de Arenas a tomar onces. —¿Onces a esta hora? 15


Jorge Eliécer Pardo

Le explicó la costumbre bogotana: cuando los feligreses salían de los templos, los mendigos pedían para unas onces, refiriéndose a las once letras de la palabra aguardiente. Subieron en el tranvía eléctrico hasta el barrio Chapinero. Mientras saboreaban el chocolate santafereño, deditos de queso, pandeyucas, hojaldres, panderos, mantecadas y almojábanas, se entregaron episodios de los dos. Los identificó la lectura de las novelas prohibidas de José María Vargas Vila, el amor por el arte, el apoyo a las ideas liberales después del asesinato del general Rafael Uribe Uribe, al que llamaban Cónsul del desprestigio, muerto frente a las escalinatas del Capitolio Nacional, por dos hachazos en el cráneo. Él dijo que aspiraba ser escultor, inventar artilugios con la madera y hacer juguetes para niños. —¿Tallador artístico? —Como mi padre… Rebeca evitó la historia. Carlos Arturo tenía preparadas las anécdotas cuando Saúl decoró con su formón los primeros carruajes que rodaron en Bogotá por la Calle de la Carrera, o Calle Real del Comercio, Avenida de la República, Camino de la Sal, Camino a Tunja, que se conocería como Carrera Séptima. En la tercera cita pasaron por debajo del Arco del Triunfo de la Plaza de las Hierbas, detuvieron las respiraciones, como lo hacían cuando entraban por primera vez a una iglesia o recorrían un puente, y pidieron dos deseos secretos. Años después volvieron a recorrer los pasos antes del abandono y la nostalgia llenó el corazón de Carlos Arturo porque no existían las terrazas, las barandas, los árboles y las fuentes de bronce sino un trazado de caminos y, al centro, la estatua de un prócer: el general Francisco de Paula Santander. —Nuestra Plaza de las Hierbas o de San Francisco, ahora se llama Parque Santander; para nosotros seguirá existiendo el Arco del Triunfo y la banca donde me confirmaste que vivirías conmigo. Rebeca no lo escuchó, como tantas veces, embelesada en el agua de la fuente que sonaba como los ríos que cruzó en los carromatos de la compañía mexicana de los hermanos Atayde. En el círculo de arena, pequeño refugio de su placenta artística de carpas del mundo, vidas y montajes, advirtió que sus pies tocaban tierra.

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