Digitalizando El Pasado: Nuestro barrio La Floresta

Agradecimientos Digitalizando el pasado es una apuesta de construcción de memoria de nuestro territorio, que ha sido posible gracias al compromiso y a la disposición de Eugenia Chica de Puerta, Fabio Casas Arango, Luz Mery Herrera G., María Rocío Montoya M., Myriam Cataño, Ricardo Carvajal y Omar Muñoz Contreras, quienes con sus palabras, historias, fotografías y archivos personales han tejido este cuadernillo.

Este es el resultado de un año de recorrer, entrevistar, investigar y escudriñar todos los recovecos de nuestra comuna.

Agradecemos a quienes nos abrieron sus puertas para hacer posible esta publicación.

La memoria es un juego de interpretaciones, sujetas a quien la cuenta, cualquier opinión personal manifestada en estos escritos, no representa al Sistema de Bibliotecas Públicas de Medellín ni a la Alcaldía de Medellín.

Familia Hernández García - Fotografía facilitada por Celina Isabel Hernandez Garcia (Década de los 50)

Los años 1950, 1960 y 1970 en La Floresta la grande.

Quienes tuvimos la suerte de nacer, crecer y desarrollarnos en el barrio La Floresta,

lo recordamos como uno de los mejores barrios de la ciudad. La niñez, la infancia y la adultez que tuvimos no tienen parangón con barrio alguno. Todos los barrios tuvieron casi el mismo desarrollo, pero quienes nos levantamos en La Floresta, teníamos muchas ventajas sobre los otros barrios, por la excesiva zona verde (mangas) que rodeaba todo el sector, además de las quebradas que atravesaban y atraviesan el sector. Existían grandes fincas de personas pudientes en los sectores del Barrio El Pesebre, del Coco, del sector del Ferrini, de la calle Colombia arriba, del barrio Niza, del Sacatín, de San Javier La Puerta, de la Loma y San Cristóbal. Por ello hablamos del barrio La Floresta la 3.

grande, cuando no existía la división político – administrativa de la ciudad, hoy fraccionada y divida en Comunas. En ese entonces no existía la Iglesia La Inmaculada, por lo que La Floresta dependía para muchos aspectos del Barrio La América, que abarcaba una gran extensión de tierra, muchos barrios y contaba con cementerio.

Las primeras casas en el sector del barrio La Floresta, fueron construidas en 1943; y poco a poco el sector se fue poblando con personas honorables, honradas y trabajadoras. Las principales fuentes de empleo en aquellas épocas eran el magisterio, el sector textil, la policía y el comercio. A nivel educativo existía la escuela Jorge Ortiz Rodríguez – lugar donde hoy funciona la Biblioteca de La Floresta – , que era la escuela de niños, y la escuela Pichincha, para niñas todavía prestando sus servicios a la comunidad.

Cuando los niños y niñas salíamos de las escuelas, nos dirigíamos a nuestras casas de habitación, realizábamos las tareas, y pedíamos permiso a nuestros padres para salir a jugar. Los juegos dependían de la edad, aunque todos nos recreamos con los siguientes:

Canicas o bolas: los recreos en la escuela eran propicios para jugar a las canicas. Se jugaba entre amigos o en equipo, sobre la tierra o piso con un pequeño hueco en el centro. Para ganar había que embocar la bolita en el hoyo y golpear la bolita del rival. El ganador del partido ganaba una bolita o canica.

Rayuela o golosa: Se marcaba en el piso los cuadrados y los números, y

quedaba lista para empezar a saltar. Ganaba la competencia quien completara el recorrido en menos tiempo. Para hacerlo más difícil se tiraba un tejo o piedrita en algún cuadrado con su número y después ir hasta el cielo y volver sin pisarlo.

Barriletes o cometas: Hoy en la ciudad puede ser algo difícil encontrar

sitios apropiados para disfrutar del viento y salir a remontar las cometas. Las cometas o barriletes tienen muchísimos años, se armaban en casa con distintas formas y colores, usando balso, cañas y papel de globo, con un largo carrete o hilaza para manejarlo. En el municipio de Jericó cada año se celebra la fiesta de la cometas.

Balero o pirinola: consiste en empujar la bola hacia arriba para que al caer, emboque justo sobre el palito. El ganador, en el grupo, era el que lograba embocar más veces el balero en menos intentos.

4.

Barquitos de papel o de madera: se armaban botes chiquitos uti-

lizando madera, cartulina o papel, a los que se les agregaba un poco de peso con plastilina o arcilla, y un mástil con una vela de color; se colocaban todos en línea y se armaba la carrera quebrada abajo.

Carreras de encostalados: muy buen juego en las escuelas. Los parti-

cipantes metían las piernas dentro del costal, y ganaba quien primero cruzara la meta más o menos a los 30 o 40 metros de recorrido.

Zancos: fenomenal juego. Se cogían dos largueros y se les ponía un soporte a

determinada altura, donde cada niño o joven ponía los pies, y cogiendo los zancos con las manos caminaba determinado recorrido.

Trompo: maravilloso juego. Salíamos por las magas a buscar árboles de guaya-

bo, para cortarlo en tronquitos y llevárselos a don Salvador o a Canuto en la América para que nos hiciera los trompos con un buen herrón. Un buen jugador, hacia malabares con el trompo y la pita con que se lanzaba.

Lazo: juego muy divertido. Con un lazo de 3 o 4 metros de largo, cogido de cada punta por un niño, haciendo girar el lazo, para que el participante se metiera a brincar sin tocar el lazo. Se hacían repiques y podían participar varios niños a la vez.

Carritos de rodillos: todos jugábamos con los carritos de rodillos. Los ha-

cíamos en la casa. Primero armábamos el esqueleto del carro, le poníamos las tablas encima y le ajustábamos muy bien las cuatro rodas chines, (que suplían las llantas), para que desplegara la mayor velocidad posible. Continuando con esa tradición, hasta hace poco se hacía la carrera de carritos de madera desde el alto de Santa Elena hasta el barrio Buenos Aires.

Deslizamientos en cartón: cogíamos una caja de cartón y la desbaratábamos para que quedara lineal, le echábamos cera o esperma de vela para que quedara bien lisa, y desde algún montículo medio alto en una manga, nos lanzábamos con el cartón encerado. Repetíamos la operación varias veces.

5.

Saltos con garrocha: salíamos en barra o grupo y nos íbamos por los lados del barrio el pesebre, que en ese entonces no existía, a coger guaduas o bambús de diámetro de 5 a 7 centímetros y con un largo de 3 o 4 metros y quedaba terminada la garrocha. Con ella saltábamos las quebradas, barrancos y zanjones.

El yoyo: los que trajo a la ciudad una firma de gaseosas eran los mejores. To-

dos jugamos al yoyo. Hubo fiebre del yoyo en toda la ciudad, o al menos en toda La Floresta la grande.

Hula hula: magnífica circunferencia de plástico, que nos poníamos alrededor de la cadera para hacerla girar, sin que se nos cayera. Casi siempre ganaban las niñas, que para algunos juegos o deportes eran y son más hábiles que los niños.

Vara de premios: ansiado juego en el día del niño en las escuelas, en el mes de octubre. Se enterraba una guadua de 15 o 20 metros de altura, se engrasaba con manteca de cerdo, y en lo alto de la vara se amarraba un premio. Para poder ganar, había que limpiarle la grasa a la vara con un trapo, y subir hasta el punto final y agarrar el premio.

Aparte de los anteriores juegos y/o diversiones teníamos los niños y jóvenes de esas épocas, otros entretenimientos como eran: • Escondidijo.

• Gallina ciega.

• Las rondas; Que pase el Rey, la Rueda del Ángel y Esconde el anillo.

• Pelota electrizada o envenenada.

• Candelita.

• Chucha.

• Estatua.

• El teléfono roto.

• Catapis.

6.

• Chumbimbas al arroyuelo.

• Saltar al burro.

• Quien queda sin silla.

• Cubo de Rubik, aparecido en 1974.

Todos los anteriores juegos, pasa tiempos o diversiones marcaron el desarrollo de quienes habitamos en los lejanos 50, 60 y 70 el barrio La Floresta.

Complementábamos los anteriores juegos, con la práctica de algunos deportes como fútbol, basquetbol, pin pon, bate, montar en bicicleta, patines de metal de cuatro ruedas cada uno, carreras de atletismo. Y todos esos deportes que nos hacían sudar y hasta pelear, los practicábamos sin reglas. No teníamos entrenadores, ni cartillas con las reglas o normas de los deportes. Sólo en algunas escuelas y colegios, nos guiaban en los deportes en las clases de educación física. El escenario donde jugábamos eran las mangas, las calles, o en espacios dentro de las escuelas o colegios. También hubo prácticas del juego de Ajedrez, impulsado desde algunos colegios.

Hubo unos jóvenes que se dedicaron con más ahínco a la práctica de algunos deportes, y por sus virtudes lograron llegar a ser deportistas profesionales tanto en fútbol, ciclismo, patinaje como en beisbol y otras disciplinas. Otros realizaban largas caminatas, y otros dedicados al montañismo. Todas las actividades lúdicas, las combinábamos con el estudio formal en la escuela o en el colegio.

A quienes nos tocó vivir en esa Floresta la grande, crecimos y nos desarrollamos con alegría, con entusiasmo y con vigor. No existía el computador, ni las Tablet, ni las consolas de videojuegos, ni las calculadoras, mucho menos el celular. Nos levantamos recreándonos en mangas, al aire libre, jugando en las quebradas, bañándonos en los charcos que se llamaba La Angostura, y El Pilón, cuando las quebradas La hueso, la Iguaná no estaban tan contaminadas y sucias como hoy.

En dichas mangas hacíamos el sancocho de olla, o llevábamos chorizos para asar junto con las arepas y el chocolate, en paseos que organizábamos entre grupos de amigos o las familias. Cogíamos pomas y guamas de árboles que crecían silvestres en la parte alta de los hoy barrios San Javier, El Coco, Robledo y el estadio. Nos tocó una niñez fenomenal, incambiable, alegre y juguetona. Pero no todo era dicha y placer. En cada familia existía un sicólogo que nos corregía por haber hecho al7.

guna pilatuna: rejo, correa, chancla, regla, o lazo eran los predilectos de nuestros padres, para que “corrigiéramos el camino”.

El tiempo no se detiene, al igual que los avances científicos y tecnológicos. A la niñez y la juventud de hoy, les tocó crecer y desarrollarse con los aparatos creados con tecnologías de punta, sobre todo en comunicaciones. ¡Cómo cambian los tiempos! _

Grandes recuerdos de las navidades.

Capítulo aparte merecen las navidades de aquellos lindos años. Diciembre era el mes más esperado por los niños y jóvenes en los años 50, 60 y 70. Diciembre era sinónimo de alegría, risas, natilla, buñuelos, dulces hechos en casa, tamales, regalos, traídos del niño, paseos, globos, pólvora. Iniciándose el mes de diciembre y dependiendo de la edad que tuviéramos, nos acompañaba el papá o algún mayor, para ir a los montes a buscar y luego cortar “palos” o árboles de guayabo, carboneros, o pinos apropiados para llevarlos a casa y hacer los famosos árboles de navidad. Al pino y al carbonero, se les quitaba la corteza, se les untaba engrudo hecho en casa y se les pegaba algodón industrial o de segunda, para que quedara forrado el árbol. Se dejaba secar de un día para otro, y continuaba la fiesta poniéndole las bolas de colores y los adornos al árbol. Quedaba hecho el árbol, y continuaba la alegría para hacer a todo timbal el pesebre, que por regla general cada casa, hacía el suyo, normalmente en la sala. Se utilizaba papel encerado, cascadas de agua hechas con papel celofán, las vaquitas, ovejitas, burritos, aves y figuras se compraban en las cacharrerías que existían en el famoso sector de Guayaquil. La casita donde nacería el niño, era una obra de arte, con techito, palmeras, paja y con un caminito hecho en aserrín por donde llegarían los Reyes Magos. Se hacía la novena de navidad donde se había construido el pesebre, se cantaban villancicos y se les repartía a los niños dulces, buñuelos y natilla.

El día de las velitas era toda una fiesta. Todas las familias y sus hijos prendían las velitas o colocaban las velas dentro de los faroles. Y como se elevaban tantos globos, otro pasatiempo era contarlos. Eran miles. La fecha del 24 era la máxima espera.

Nuestros padres nos daban permiso para ir a los bailes en las casas vecinas, nos tocaba llevarles a las familias vecinas de la cuadra los platos especiales que se hacían, como tamales, perniles, cañones, dulces de papaya con coco, arequipes, hojuelas,

8.

tortas. Los platos los disfrutaba la familia, y se compartía con los vecinos. Sobraban las atenciones, y los detalles. Hacer la natilla era otra fiesta. Se utilizaba una paila grande, y con vecinos a bordo, todos teníamos que revolver para que no se pegara, a pesar del humo que salía por estar la leña prendida y que siempre perseguía a quien revolvía. Se le adicionaba coco rallado, canela y hasta anís. Terminada la natilla empezaba la jornada para hacer los buñuelos y el arequipe. Había comida para todos, incluyendo a los vecinos, así no hubiesen participado ni aportado en la elaboración de las viandas. A todo se le hacía fiesta en diciembre. Los traídos del niño eran muy esperados, y para que no molestáramos tanto en la calle, nuestros papás nos hacían acostar temprano, “para que el niño Jesús lo encuentre dormido y le pueda dar el regalo”.

Fueron esas navidades inolvidables, y estuvieron matizadas por muy buena música decembrina, que bailábamos sin parar. Hoy, las navidades aquellas existen solo en nuestras mentes; porque lo de hoy, es otro cuento. Muchas tradiciones se han perdido, aunque algunas familias todavía conservan esas costumbres.

9.

Quiosco Los Alcázares - Fotografía facilitada por Fabiola Betancur de E. (1956)

Lugares de reunión en el Barrio La Floresta, años 1950, 60 y 70 Cuando fuimos creciendo y empezábamos a ser “mayorcitos”, nos reuníamos los de la barra, que éramos amigos y amigas, para intercambiar opiniones sobre las tareas del colegio, sobre la música de moda, (las baladas de los años 60: Palito Ortega, Leo Dan, César Costa, Leonardo Favio, Sandro, Paul Anka, Elvis Presley, Los Beatles, Oscar Golden, Harold, Vicky, Isadora, Claudia de Colombia, Nicola di Bari, Raphael, Ana y Jaime, Beto Fernán, Los Yetis, Ana y Jaime, Camilo Sesto, Enrique Guzmán), sobre los textos y libros de estudio. Para poder pasar un rato agradable, nos reuníamos 10.

en las heladerías del barrio, unas más conocidas y frecuentadas que otras, pero nos marcaron para iniciarnos en el amor, en la amistad, en el compañerismo. Aparte de charlar, y tomarnos un tinto, una gaseosa, o un trago, había ya adolescentes que visitaban con asiduidad las heladerías, ya que también eran lugar para los enamorados.

Fueron famosas y las recordamos con nostalgia:

Noches de luna: ubicada en La América, cerca de la Carrera 92, del teatro Santander, y de la Foto Lía. Era amplia, con zonas verdes, con olor a jardín, rodeado de variedad de plantas, entre ellas las enredaderas, curazao morado, orquídeas, palmas, rosas de colores rojo y amarillo; con sus mesas pequeñas, sus cuatro taburetes, y sus mesas cubiertas con para soles en la zona al aire libre. Allí tocaban en vivo duetos, tríos, se pasaba un rato muy ameno en compañía de la novia, amigos o amigas. Ponían muy bonitos boleros de la época. Sonaba Lucho Gatica con su tema Amémonos, los boleros de La Sonora Matancera en las voces de Bienvenido Granda y Daniel Sanos, Panchito, y temas de Lucho Bermúdez. El lugar lo frecuentaban grupos de jóvenes, de damas que lo visitaban por el ambiente que allí se respiraba.

La Americana:

fue otra heladería, ubicada cerca al parque del barrio La Floresta, muy acogedora y con gran atención, donde ponían una música maravillosa y donde se tejieron cantidad de noviazgos y matrimonios.

Candilejas:

formidable estadero ubicado donde hoy funciona el Liceo Santa Rosa de Lima. Era muy señorial, y se presentaban orquestas los fines de semana.

El Raudal, La Suiza, La Brasilia: ubicadas sobre la calle San Juan, eran heladerías de obligada visita.

El Quiosco y Zardas: en el barrio Los Alcázares marcaron toda una bella

época para los visitantes. Grandes romances nacieron en esas fuentes de soda y lindas conversaciones.

11.

El Oasis, El Timón y El Popular y dónde Terra: fueron

sitios muy visitados por los amantes del fútbol, de los tangos y de la hípica. En El Timón se sellaban los formularios de las apuestas para el toto gol, y para el 5 y 6. Y de remate unos buenos tragos con tangos en esos lugares.

Casa Sierra: sobre la 80, era una fuente de soda más estilizada, donde se consumía licor y se escuchaba muy buena música.

Hoy, de esos sitios no queda nada. Solo recuerdos lindos de nuestra juventud.

12.

Transporte de La Floresta - Fotografía facilitada por Gabriela Rojas Álvarez (1970)

De la mula al tranvía: El transporte en La América Por: Ricardo Carvajal

El 17 de febrero de 1952 se presentaban en el hotel Nutibara de Medellín, el maes-

tro Lucho Bermúdez y Matilde Díaz, acontecimiento que nadie quería perderse a pesar del alto costo de la entrada. Mi padre había invitado al baile a varias de sus cuñadas sin imaginarse que justo ese día mi madre traería una hija al mundo. Esa noche mientras él las esperaba para la fiesta, ellas acudieron donde mi madre para que les prestara unos guantes, prenda muy usual en esas ocasiones. Mi madre no asistió obviamente por su avanzado estado de embarazo y porque no era amiga de las fiestas. Al entregarles los guantes les dijo: “díganle a mi esposo que yo estoy muy indispuesta y creo que el bebé nacerá hoy, así que él verá si se va a bailar”.

13.

Sus hermanas que no querían perderse la fiesta “por nada del mundo” decidieron no decirle nada a mi padre para no dañar la fiesta y porque consideraron que mi madre exageraba, así que se fueron, dejándola sola con sus dolores de parto.

Guillermo, el hermano de mi padre que vivía con ellos en la casa de los Alcázares, trabajaba de citador en un juzgado y se movilizaba en una bicicleta que era el medio de transporte más idóneo para realizar tal oficio. Al llegar a casa después de su jornada y ver a mi madre en trabajo de parto, tomó su bicicleta y se fue a buscar al Doctor Marcos Gaviria “para que ayudara a mi madre. “Marquitos” como le decían, tenía su consultorio en la América, frente al colegio de la Presentación y desde allí salieron juntos en la bicicleta rumbo a los Alcázares donde al llegar ya mi madre le había cortado el ombligo a la recién nacida, ayudada por una vecina, unas pequeñas tijeras y la luz de una vela, ya que no había luz eléctrica en el barrio. Mientras lo hacía, recordaba que años atrás ella colocaba unos clavos grandes en los rieles del tranvía para que éste al pasar con sus pesadas ruedas de acero les achatara la punta y los convirtiera en destornilladores de pala a los que sólo les faltaba colocarles un mango de madera.

El tranvía había salido de circulación un año antes y el servicio de transporte público era muy escaso, pues apenas comenzaban a circular unos pocos buses, unas camionetas y algunos taxis para ir a los barrios que además contaban con pocas calles.

Hasta los entierros se hacían a pie. Solo en los entierros de los ricos, los acompañantes y el mismo difunto podían “darse el lujo” de ir en carro porque en los entierros de los pobres tanto el difunto como los dolientes iban a pie, lo cual resultaba muy duro para los habitantes del sector quienes debían llevar a sus difuntos en andas hasta la iglesia de Robledo para luego regresar a sepultarlos en el cementerio que quedaba justo donde hoy está el conjunto residencial Cerros del Escorial en el barrio Calasanz.

Como era necesario cruzar el puente colgante de Robledo con el muerto al hombro lo cual resultaba muy peligroso, la gente bajaba el ataúd y esperaban a que llegara Gabriel Maya, un hombre corpulento y capaz de pasar el féretro por entre las piedras de la quebrada Iguaná. Gabriel levantaba el ataúd en un ángulo de 45 grados como si fuera una silleta y le pasaba una cincha gruesa de cabuya por la parte de abajo, luego colocaba sus espaldas contra la parte inferior del féretro y se pasaba la cincha por su frente. Finalmente se incorporaba, levantando el ataúd que quedaba de esta forma reposando sobre sus espaldas, pero colgando de su frente como lo hacían los silleteros o nuestros antepasados para cargar a sus amos en la época de la colonia.

Así, con paso lento iba pasando de piedra en piedra hasta cruzar la quebrada. La 14.

operación debía repetirse al regresar de la misa. Después de dejar al muerto en el cementerio, los hombres exhaustos se dirigían a una fondita llamada “La Última Lágrima” situada en la que hoy es la carrera 80 con calle 53, donde se emborrachaban y dejaban no sólo sus últimas lágrimas sino sus últimos centavos.

Sólo los más pudientes tenían la fortuna de poseer carro particular. Uno de esos carros perteneció al Dr. Morales que era tan bajito que no se veía cuando conducía su carro, por lo que la gente llamaba a su carro “el auto fantasma”.

Después de la Constitución de Rionegro, en Medellín hubo varias iniciativas sobre transporte público pero tal vez la más avanzada fue la de construir de un tranvía que pudiera movilizar la creciente población de la ciudad. En efecto: “El primer tranvía en Medellín se inauguró en enero de 1887 y era una serie de coches tirados por mulas. Su recorrido era desde la Plazuela de la Veracruz hasta el lugar que actualmente es el Jardín Botánico de la ciudad. Posteriormente, dicho sistema se amplió por la Avenida Bolívar y por Ayacucho, hasta llegar a la iglesia del barrio Buenos Aires.

En el año 1921 se inició la operación del Tranvía eléctrico y, además se extendió su cobertura hacia otros sitios de la ciudad y de la región, como el barrio La América y el vecino municipio de Rionegro. En 1922, el tranvía tenía al servicio de la ciudad 12 coches que movilizaban 9.150 personas al día; tres años más tarde, el sistema ya contaba con 22 km de rutas, a las que se fueron sumando las que se construyeron en los barrios Manrique, Robledo, Belén y Envigado en el sur del Valle de Aburrá, con lo cual el sistema alcanzó a tener 36 Km y atender una población de 120 mil habitantes. Con la masificación de los buses a gasolina en las ciudades colombianas, y el incremento de los vehículos particulares en Medellín, las operaciones del Tranvía empezaron a disminuir a partir de 1945 y ya para 1951, solo prestaba servicio la ruta de Aranjuez, que cerró ese mismo año”. - Tomado de WIKIPEDIA.

El tranvía que cubría la ruta de La América salía de la Plaza de Cisneros y subía por la calle San Juan hasta el teatro Santander en la carrera 88. Tanto el coche que subía como el que bajaba, se deslizaban por el mismo riel, que a la altura del Café Atlenal, se bifurcaba para que los dos vagones pudieran cruzarse sin tocarse.

El tranvía constaba de un vagón conectado al cableado eléctrico mediante una especie de varilla llamada trole, sin la cual no podía rodar. Cuando esta se desprendía, el maquinista se bajaba y la ensartaba de nuevo al cable de la electricidad. El maqui15.

nista era una persona respetada por todos no solo por la labor importantísima que realizaba, sino porque además la ciudad los dotaba de unos uniformes que los hacía parecer como unos generales de la república.

Cuando el tranvía llegaba a su destino, el maquinista desenganchaba la varilla conductora de la electricidad y la pasaba para el otro extremo donde nuevamente la enganchaba. Seguidamente movía los espaldares de las sillas para el lado opuesto de tal manera que los pasajeros siempre quedaran mirando para el frente a pesar de que el coche realmente iba en sentido contrario. Lo mismo hacía con la registradora.

Después de esperar a que los pasajeros pagaran los cinco centavos del pasaje y abordaran, emprendía la marcha de regreso a la plaza de Cisneros. Cuenta la señora Eugenia Chica que su madre cuando quería “bajar a Medellín” con ella que era muy niña, le entregaba un cuaderno para que se subiera gratis al tranvía, ya que los estudiantes no pagaban pasaje. En realidad, el viaje en el tranvía era todo un acontecimiento especial que solo se daba como un regalo de cumpleaños o como un premio por ganar el año escolar.

La calle San Juan, por donde circulaba el tranvía de occidente, se fue convirtiendo en la más importante vía para ir al occidente de la ciudad al punto que los comerciantes e industriales de la época se fueron ubicando en ella.

La Placita de La América también fue tomando una fuerza inusitada. Allí se ubicaron comerciantes como Colís Morales, Los Cárdenas, Olimpo, Ricardo Morales y la carnicería de Horacio Correa. También estaba la Funeraria Flórez, de Toño Flórez. Los médicos, Benicio Echeverri, Guillermo Álvarez, el Dr. Morales, Marcos Gaviria “Marquitos” y el Dr. Yepes también despachaban desde allí. Y hasta el peluquero Juancho Sierra y la Mona Velásquez que sobaba a los “descompuestos”, peinaba a las quinceañeras, ponía inyecciones y rezaba a los desvalidos, tenían asiento en la Placita de La América.

En la Placita y justo al frente de donde hoy está la iglesia de La América, estuvo la primera capilla que luego fue convertida en un teatro donde se presentaban películas de cine mudo. Cuenta Doña Eugenia Chica, una de las fuentes de este relato, que su padre la llevó por primera vez allí a ver la película “Capitán Blood”, protagonizada por Errol Flyinn y Olivia de Havilland.

16.

Más adelante se construyó el teatro Santander a la altura de la carrera 88 sobre San Juan. Allí se podía ver cine mexicano y películas de vaqueros. A la salida de cine, los jóvenes intercambiaban revistas y recortes de rollos de películas que curiosamente llamábamos “vistas”. En la misma calle San Juan fueron construidos posteriormente los teatros Tropicana (Cr. 70), Rivoli (Cr.73); América (Cr.78) y más adelante el Odeón, Capri (Cr.80) y San Javier al costado de la iglesia actual. Todos desaparecieron con la llegada del teatro en casa, las películas piratas y las salas de cine en centros comerciales.

Uno de los principales medios de transporte público en aquella época fueron los “Buses Municipales” que como su nombre lo indica, pertenecían al municipio y hacían un gran recorrido por los principales barrios de la ciudad por tan sólo cinco centavos.

Eran unos buses ñatos del año 1938, iguales a los buses del Colegio Calasanz, pero pintados de gris y con una franja azul oscuro. Estaban dotados de una registradora o torniquete para el control de los pasajeros, aunque muchas veces la gente le pedía al conductor que le dejara pasar el niño por debajo de la registradora para ganarse el pasaje. Las señoras de La América, muy devotas de San Cayetano, patrono del pan y del trabajo, tomaban el bus que las llevaba hasta la iglesia del santo en el barrio Aranjuez para rezar, depositar la limosna para el templo y comprar los diminutos pero milagrosos bizcochitos de San Nicolás que vendían allí y que, según ellas, blindaría a sus esposos contra el desempleo y en sus hogares no faltaría el pan.

Era común ver a los muchachos en vacaciones del colegio tomando el bus Municipal que prácticamente les daba la vuelta por toda la ciudad, para luego de tres horas dejarlos de nuevo en el barrio. Era toda una aventura turística, aunque algunas veces el mareo y el vómito daban al traste con el paseo.

Los taxis eran artículo de lujo y en la ciudad existían unas pocas empresas, una de las cuales estaba ubicada justo en el sitio que hoy ocupa el CAI de policía de Los Alcázares, a una cuadra de la estación Santa Lucía del Metro. Se llamaba Tax La Campana y la oficina era una caseta de hojalata de escasos 2 metros cuadrados donde sólo había lugar para el despachador y un teléfono negro de disco en el que se recibían las escasas llamadas de los vecinos solicitando el servicio. En cinco minutos estaba pitando al frente de su casa un flamante Ford 54, que por treinta centavos aproximadamente lo llevaba hasta el destino solicitado.

17.

Por aquellos años aún era posible ver las familias transportándose en coches de bestia, los cuales después de cargar materiales de construcción durante toda la semana, eran engalanados el domingo para que la gente pudiera sentarse y asistir a los oficios de la iglesia. En los barrios populares era común ver llegar a los asistentes a las fiestas de matrimonio y primera comunión, montados en coches de bestia.

A falta de un medio masivo de transporte los señores Arango a quienes llamaban “los loteros”, montaron una pequeña empresa de camionetas donde por tres centavos la gente podía desplazarse hasta la plaza de Cisneros. Tenían capacidad para diez pasajeros y su ruta era muy limitada por lo que los pasajeros debían desplazarse desde su casa hasta la avenida por donde pasaban. En invierno todo el sector quedaba convertido en un barrial por donde no podían transitar los carros así que para ir a misa a La América o para tomar las camionetas, la gente llevaba los zapatos buenos en una bolsa y se ponía los viejos para cruzar los pantanos. Una vez en la iglesia o en el paradero de las camionetas se cambiaban los zapatos y dejaban los viejos en un rinconcito para recogerlos al regreso y ponérselos de nuevo.

Con la llegada de las empresas privadas de buses se comenzaron a superar los problemas de los habitantes de Medellín, sobre todo para los estudiantes y los trabajadores que ahora podían trasladarse a un bajo costo. Durante el gobierno de Carlos Lleras Restrepo (1966-1970) se crearon unas tiqueteras que se entregaban a los estudiantes para que pudieran viajar más barato aún, pues el pasaje costaba cuarenta y cinco centavos, pero cada tiquete representaba un subsidio de quince, así que el pasaje quedaba en treinta centavos.

Hoy después de sesenta y cinco años de haber desaparecido el tranvía, la clase política paisa reconoce que fue un error cerrarlo y nuevamente retoman la idea, pero modernizándolo e integrándolo al sistema Metro que recorre la ciudad. Al levantar el pavimento para el nuevo tranvía se han encontrado restos de rieles de aquel que marcó la pauta de lo que debía ser la solución del transporte público en la ciudad y que nunca debió desaparecer.

18.

Primera transmision de tv en Colombia . Fuente: www.eltiempo.com (13 de junio de 1954)

La televisión en nuestro barrio Por: Ricardo Carvajal

Antes de la llegada de la televisión a Medellín, las opciones para ver cine se reducían a

dos: la primera era acudir a uno de los pocos teatros de la ciudad donde después de pagar la boleta que costaba 10 centavos, debías someterte a toda clase de incomodidades comenzando por la silletería, que en algunos casos como el del Teatro Santander, solo eran unas bancas de madera donde se acomodaba la gente igual que en las iglesias, es decir 7 por banca. La gritería de los asistentes haciéndole barra al personaje de sus preferencias impedía que el sonido, de por si malo, fuera audible. A eso debía sumarse la incomodidad generada por los fumadores que eran casi todos y que casi siempre arroja19.

ban las colillas al aire o a las cabezas de los demás. Con frecuencia se quemaba parte del rollo de la película por lo cual el operador debía remendarlo en forma apresurada mientras soportaba toda clase de insultos y la silbatina de los espectadores. En semana se presentaban funciones de vespertina y noche, mientras que los fines de semana se presentaba además la función matinal, con películas especiales para niños.

La otra opción para ver cine estaba representada por el cine callejero o barrial que era impulsado principalmente por la Biblioteca Publica Piloto, que contaba con un camión tipo furgón, dotado de estanterías para almacenar los libros que eran prestados a la gente de los barrios y que además tenía instalado un proyector de cine. Desde ese camión-biblioteca se promocionaban las películas que, en un día y hora previamente establecidos, se proyectaban sobre uno de los paredones del barrio, cuyo frente debía dar a un parque de buen tamaño para albergar a todas las personas. Generalmente se presentaban películas del viejo oeste americano en las que se daba cuenta de las batallas entre los indígenas y los blancos. En todas, sin excepción, los aborígenes eran mostrados como los malos mientras que los invasores blancos eran mostrados como los buenos. Todos sabemos que la historia de Norteamérica esta manchada con la sangre de millones de indígenas que murieron a manos de los colonizadores, quienes a sangre y fuego los despojaron de sus tierras y de su riqueza. Sin embargo, ese gran descubrimiento de la humanidad que es el cine fue utilizado para hacerles a los pueblos un gran lavado de cerebro, pues la historia se nos mostró al revés. Era tanto el radicalismo que nos habían sembrado a los niños por medio del cine, que acudíamos a esas películas cargados con grandes cantidades de barro que nosotros mismos extraíamos de las quebradas para lanzarlas contra la “pantalla” en forma de pequeñas pelotitas, cada vez que aparecían los indios como si quisiéramos ayudar a exterminarlos. Por el contrario, cuando aparecían los blancos, todos aplaudíamos felices de ver como acababan con los indios. Terminada la película, se apagaba el proyector y el carro de la biblioteca se marchaba, pero la pared del vecino quedaba impregnada con esa furia de barro desatada por los niños que ingenuamente se habían puesto del lado de los agresores. Y el dueño de la casa sobre la cual se proyectaba la película debía hacer milagros para quitar el barro y blanquear la improvisada pantalla.

En 1953 el General Gustavo Rojas Pinilla instaura una dictadura en nuestro país y para apaciguar los ánimos, comienza a tomar medidas de corte populista. La llegada de la televisión en 1954 formó parte de ese paquete con el cual se pretendió mostrar la cara bondadosa del nuevo gobierno. Los primeros televisores estaban montados sobre un 20.

pesado mueble de madera en forma de cubo y en su interior podían observarse una gran cantidad de tubos de vidrio y de metal que en forma milagrosa nos permitían ver las imágenes en la pantalla. El elevado costo de los televisores ($350 frente a un salario mínimo de $110) negaba el acceso al mágico aparato en casi todos los hogares. Además, el gobierno sólo había importado en forma improvisada cuatrocientos aparatos, así que sólo los más pudientes tuvieron acceso a él y como todos los niños querían ver televisión, en las casas que lo tenían, cobraban la entrada a cinco centavos. Si en dicha casa además contaban con una nevera, entonces la dueña montaba venta de cremas para redondear el negocio, que era bien productivo, aunque a cambio debía soportar el ruido y los olores generados en su sala, sobre todo cuando las cremas eran de leche en polvo.

En mi casa obviamente no había televisión por lo que debíamos pagar la entrada en la única casa que tenía. Como la imagen era deficiente, la televisión se miraba con las luces apagadas y las cortinas cerradas. Los niños nos sentábamos a tientas en el piso y los adultos se sentaban detrás en los muebles de la sala que era donde permanecía el televisor. Mi hermana mayor ahorraba el dinero que le daban para comprar el refrigerio en la escuela y el fin de semana pagaba la entrada donde el vecino para ver televisión sentadita en el piso donde, no solo debía soportar la dureza y el frío de la baldosa, sino que debía soportar al dueño de casa que se sentaba detrás de las niñas y con sus pies descalzos les tocaba sus nalguitas, cosa que incomodaba a las niñas quienes huyendo de la molestia se iban corriendo hacia adelante hasta quedar pegadas de la pantalla. Una noche mi madre le preguntó cómo le había parecido la película y mi hermana le respondió: muy buena pero ese señor me estuvo pateando todo el rato. Mi madre que no era ninguna boba nos prohibió volver a esa casa, pero ante nuestra tristeza, optó por vender un lote que tenía en San Antonio de Prado y comprar nuestro primer televisor. Dicho lote lo había pagado ahorrando cincuenta centavos semanales los cuales recogía arañándole unas cuantas monedas al presupuesto del mercado que afortunadamente era generoso y el cual pagaba mi padre por adelantado en la Proveeduría del Departamento donde tenía derecho a mercar por ser empleado de la Fábrica de Licores de Antioquia.

Mi madre siempre tan generosa decidió que en mi casa no se cobraría la entrada para ver televisión así que literalmente fuimos invadidos por todos los niños del barrio que desde temprano hacían fila para entrar. A la incomodidad de los niños se agregaba el gasto ya que en muchas ocasiones ella preparaba una olla de Moresco o manchatripas como le decíamos, y galletas o sanduches para que los niños aguantaran la jornada. Pero al cabo de un tiempo tuvimos que limitar la entrada porque nuestra 21.

vida privada estaba prácticamente desapareciendo. La disculpa de que teníamos que rezar el rosario fue definitiva para recuperar la calma en nuestra casa.

Al igual que en el cine, en la televisión se pasaban las mismas películas en las que los blancos despojaban y mataban a los indios, pero igual nosotros con una mente ya colonizada, aplaudíamos la “valentía” y el “coraje” de los blancos mientras que chiflábamos a los aborígenes por su “salvajismo” y “cobardía”.

A las seis de la tarde se prendía el aparato y aparecía en la pantalla un diminuto punto blanco que iba creciendo a medida que los tubos interiores se iban calentando y al cabo de unos minutos, “milagrosamente” aparecía el escudo de Colombia en blanco y negro ya que como en el cine, aún no se había descubierto el color.

La programación comenzaba con el himno nacional y luego se escuchaba una voz que iba leyendo en orden, la hora y el nombre de los programas que serían presentados de ahí a las doce de la noche, hora en que se terminaba la emisión. Al apagar el aparato nuevamente aparecía el puntico blanco que tardaba unos minutos en desaparecer, pero era tanta la “goma” de ver televisión que los muchachos no queríamos perdernos ni esa parte.

Solo existía un canal por el cual se emitían enlatados americanos y programación nacional en vivo, dentro de la cual había un noticiero, algunos programas de concurso y una telenovela donde los actores trabajaban en vivo, y si se equivocaban, pues así salía el programa al aire. Los comerciales también eran en vivo y casi siempre los hacían los mismos actores o los animadores como Gloria Valencia de Castaño o Pacheco que salían a mostrarnos las delicias de los Productos Nestlé o Ponqué Ramo con lo cual nos alborotaban el hambre que se manifestaba con esa agonía en el estómago vacío que luego fue produciendo la Gastritis, esa enfermedad nacional en cuyo tratamiento a base de Mylanta, el Instituto de Seguro Social (ISS) se gastaba buena parte del presupuesto.

Y es que los niños por no perderse programas como Lassie, Rin Tin Tin, Opalon Cassidy o las aventuras de Tarzán, entraban a ver televisión desde que se prendía el puntico hasta que volvía a apagarse, quedándose muchas veces sin comida, pero al llegar a casa los recibía la mamá con una buena dosis de correazos como para que se fueran a dormir “llenitos”.

22.

Capilla de La América y Cine Teatro América . Fotógrafo: Melitón Rodríguez Márquez Fuente: Biblioteca Pública Piloto (1910)

Los teatros en nuestro barrio El cine Mexicano tuvo su época de oro, en las décadas de los años 1940 y 1950. El cine Mexicano se regó como pólvora por todos los países latinoamericanos. Y también la música mexicana nos invadió muy positivamente. En vista de que el cine movía grandes cantidades de dinero, y los artistas eran de primer nivel, empresarios de la ciudad se dieron a la tarea de la construcción de salas para ver o proyectar películas. Se construyeron muchos teatros en la ciudad, y todos vivían colmados de niños, jóvenes y adultos mayores. El cine se volvió moda, y la industria alrededor del cine también.

Los teatros ubicados en los barrios fueron sensacionales, pues asistíamos en barra y aprovechábamos para cambiar “vistas” que no teníamos con otras personas. Las “vistas” eran negativos con figuras estelares del cine y las veíamos con un “Pasa 23.

vistas”. Había “vistas” muy escasas que cambiábamos por tres o cuatro comunes.

También aprovechábamos antes de ingresar al teatro, para cambiar revistas, de series teatrales que salían en aquellas épocas. Para entrar a cine se hacían dos filas: una para comprar la boleta a 0.20 o 0.30 centavos; y otra fila para entrar. Había luneta y “gallinero”. Cada domingo era una novedad ir a mirar en el cine a “Tarzán”, el más taquillero, a “Cantinflas”, muy querido por todos; a ver películas de vaqueros y de indios y las famosas películas de semana santa, que nos hacían llorar como “El mártir del Calvario” y “Moisés”. Y a Jorge Negrete, Miguel Aceves Mejía, Pedro Infante y Antonio Aguilar, que nos deleitaban con argumentos de poca profundidad.

Ese fue el cine que nos tocó, y que hoy la industria del Betamax, del VHS, del DVD hizo olvidar los teatros y muchos desaparecieron; y otros fueron trasladados a los centros comerciales.

Existió en la América, el “Teatro Santander” conocido por todos los de aquellas calendas. Ya en la calle San Juan estuvieron el “Teatro América” y el “Teatro Rívoli”. Y hasta hace pocos años en la 80 con San Juan, el “Odeón”.

Otros teatros fueron “El Cuba”, “El Buenos Aires”, “El Rialto”, “El Olympia”, “El Alameda”, “El Granada”, “El Roma”, “El María Victoria”, “El Metro Avenida”. En el barrio Belén “El Balkanes”.

Hubo varios teatros que presentaban solo cine triple XXX. Fueron “El Sinfonía”, “El Guadalupe”, y “El México”. Y teatros clásicos del centro de Medellín como “El Lido”, “El Ópera”, “El Cid”y “El Libia”.

Felices días, cuando conocimos por la pantalla grande a las grandes figuras del cine.

24.

Viviendas de interés social del Instituto de Crédito Territorial (“Las casas de Corea”) .

Fotografía facilitada por Fabiola Betancour de E. (1953)

El cementerio de Corea Por: Ricardo Carvajal

En 1950 el Instituto de Crédito Territorial, que era la entidad nacional encargada de construir y financiar la vivienda de interés social en Colombia, emprendió al occidente de Medellín, en la fracción de La América, la construcción de uno de los proyectos más feos de que se tenga noticia: se trataba de cuarenta modestas casas que parecían más unas bóvedas, ya que su techo era una placa de concreto en forma de arco. En su frente sólo se veían los vanos de las ventanas y una escueta puerta de acceso. En realidad el aspecto no era de barrio sino de cementerio gigante por lo que los paisas, siempre tan creativos comenzaron a llamarlo “El Cementerio de Corea”, ya que desde ese mismo año se había iniciado en esa recóndita nación asiática el primer conflicto armado serio de lo que se denominó la guerra fría, ese período de

25.

gran tensión entre las dos grandes potencias que se habían repartido el mundo después de la segunda guerra mundial (URSS y Estados Unidos) pero que nunca llegaron a una confrontación directa entre los dos, sino que en su carrera por apoderarse del mundo, prendían guerras en aquellos países que pretendían dominar. Muchos países quedaron atrapados y divididos política y geográficamente, de tal forma que medio país quedó a merced de los Estados Unidos de América mientras que el otro medio seguía los lineamientos de la URSS. Tal fue el caso de Corea, país que fue dividido por el paralelo 38, quedando los del norte bajo la tutela de los rusos mientras que los del sur pasaron a ser una colonia americana. Las fricciones dentro del mismo país dieron lugar a esta absurda guerra de tres años en que obviamente los únicos perdedores fueron los propios coreanos y aquellos países que decidieron apoyar a uno u otro bando con dinero y con hombres como el caso de Colombia, país en el que sus habitantes ni siquiera sabían dónde quedaba Corea pero cuya clase política, encabezada por el presidente Laureano Gómez, fiel a los designios americanos, decidió embarcarse en esa costosa e inútil aventura, a pesar de que los demás países del área se negaron por considerarlo un conflicto ajeno a sus intereses.

De los 5100 combatientes colombianos que tomaron parte en el conflicto asiático, 111 oficiales y 590 suboficiales participaron en operaciones de guerra y el resto en la vigilancia del armisticio, recibiendo para el efecto el mismo entrenamiento intensivo de los anteriores. El saldo final de la guerra para el Batallón Colombia fue de 639 bajas de combate distribuidas entre 163 muertos en acción, 448 heridos, veintiocho prisioneros que fueron canjeados y cuarenta y siete desaparecidos.

De esa época viene la famosa frase de que “perder también es ganar un poco” pues según la clase política, en dicha guerra el nivel logístico de la actuación militar colombiana fue el más beneficiado: se subsanaron las deficiencias y carencias en términos de evacuación de heridos y muertos, material de guerra y mantenimiento de equipos.”

A los soldados que se embarcaron en la guerra, el gobierno les había prometido que su patriótico esfuerzo sería recompensado con viviendas para sus familias, así como empleo digno además de las condecoraciones y el honor que representaba su heróica participación en la guerra. Años después los sobrevivientes de la guerra seguían deambulando como locos por las calles de Colombia en busca de un empleo que al menos les permitiera el sustento y las fuerzas para sepultar sus recuerdos.

26.

A medida que iban llegando los cadáveres de nuestros muertos en Corea, el nombre de Cementerio de Corea, puesto sarcásticamente por sus moradores al barrio, seguía tomando fuerza, pues según ellos, esas casas solo eran aptas para enterrar muertos.

Muchos de los beneficiados en el sorteo que hizo el ICT, se negaron a recibir las casas adjudicadas, por lo que la entidad decidió comenzar la construcción de una segunda etapa que comprendía cincuenta y seis casas similares pero su techo esta vez era de teja de Eternit. Un año después se entregaba una tercera etapa que en realidad fue la que le dio el nombre al barrio. La señora Blanca Betancur viajó a Bogotá a conseguir la personería para el Centro Cívico Carlos E. Restrepo que ya funcionaba en el barrio.

Al preguntarle el funcionario por el nombre del barrio a ella se le ocurrió llamarlo igual a un barrio que había conocido en la capital: “Los Alcázares”.

Los habitantes de las otras dos etapas (Las bóvedas y las de eternit) comenzaron a llamar su sector como “Los Alcázares Parte Baja”.

Con posterioridad se emprendió la construcción de una cuarta etapa, pero esta vez las casas eran prefabricadas y ensambladas sobre unos cimientos hechos por presidiarios de la ciudad los cuales eran conducidos en patrullas de la policía llamadas “bolas”. Las gentes del barrio se aglomeraban todos los días para ver el espectáculo de unos presos que eran bajados de las patrullas, algunos encadenados, según el grado de peligrosidad. Los policías procedían a quitarles las cadenas para que pudieran trabajar y luego formaban un cordón humano para evitar su fuga. Esto se repitió todos los días hasta terminar la cuarta etapa del barrio Los Alcázares que en total fueron 110 casas.

Entre 1940 y 1950 la población de Medellín pasó de 170.000 a 360.000 lo que significó un incremento superior al 100%. Dicho incremento se dio en gran medida por la violencia liberal conservadora que venía apoderándose de Colombia y cuyo punto más crítico se produjo a raíz del asesinato del líder liberal Jorge Eliécer Gaitán el 9 de abril de 1948. La guerra se dio principalmente en los campos que era donde vivía el 80% de la población, pero generó un desplazamiento hacia las ciudades que no estaban preparadas para recibir tal cantidad de gente.

27.

El resultado lógico fue la improvisación de los planes de vivienda por parte del ICT y la invasión de terrenos por parte de los desplazados. Ese podría ser catalogado como el primer gran desplazamiento producido en Colombia.

En ese marco se inscribe la construcción del Barrio Los Alcázares, cuyo terreno fue cedido por el municipio al ICT con la condición de que el 50% de las viviendas fueran adjudicadas a empleados del municipio, y el otro 50% fuera adjudicada a familias que tuvieran más de tres hijos.

Las calles principales eran unos barriales por donde difícilmente se podía caminar en invierno. Cuentan sus habitantes que para ir a misa a la iglesia de La América que era la más cercana, había que llevar los zapatos buenos en una bolsa para no embarrarlos y desplazarse con otros más viejos. Posteriormente en las calles interiores del barrio se fueron fundiendo rieles de concreto ya que no había presupuesto para pavimentarlas. Los buses y carros que fueron llegando también se desplazaban con gran dificultad. La luz eléctrica aún no había llegado para iluminar las bóvedas que en la noche adquirían una apariencia más tenebrosa cada vez que se encendían las caperuzas que la gente compraba para salir de las tinieblas. A esto se sumaba la nube negra generada por el fogón de petróleo donde se preparaban los escasos alimentos llevados por el jefe del hogar que era el único que devengaba salario.

Por iniciativa de algunos pobladores de la tercera etapa, entre ellos la señora Fabiola Betancur y José Pablo Sañudo, se fundó el “Centro Cívico Carlos E. Restrepo” con la finalidad de emprender obras de infraestructura en el barrio, así como adelantar labores de tipo cultural y social.

Se gestionó con el municipio la adjudicación de un terreno para la construcción de la capilla del barrio, pero en la reunión que se realizó para tal fin, la gente que de todas maneras había sido víctima de la violencia que bañaba de sangre los campos, se fue polarizando de tal manera que los unos, los más católicos defendían la construcción de una capilla donde sus habitantes pudieran ir en busca de consuelo, mientras que los más alegres y parranderos plantearon la construcción de una sede social donde pudieran ir a relajarse y tomarse unos tragos después del trabajo, y de esta forma recoger fondos para construir la capilla posteriormente. La mayoría se inclinó por la segunda, que representaba menos esfuerzo y más satisfacción, al menos para los

28.

hombres, porque los presupuestos familiares se vieron fuertemente castigados por el descanso etílico de aquellos.

Los que propugnaban por la construcción de la capilla, encabezados por Doña Sofía Arcila, se dirigieron a la curia para pedir al obispo su ayuda en la consecución de un nuevo lote, lo cual efectivamente se logró al ceder el municipio un lote donde hoy está construida la “Capilla de Santa Rosa de Lima”, la cual como casi todas las de Medellín fue levantada literalmente con el sudor y lágrimas de las señoras del barrio que recogían de casa en casa los ingredientes que luego cocinaban para armar y fritar en improvisados fogones de leña, las más deliciosas y espirituales empanadas que uno pudiera saborear, no solo por el fin que perseguían sino porque carecían en absoluto de carne.

29.

Festival del porro. Fotografía facilitada por Fabio Casas A. (2006)

25 años del Festival del Porro en Medellín Por: Alonso Franco Londoño

El año 1993 marca un hito en el barrio Santa Rosa de Lima, El Coco, pues allí, en un

rincón de la cuidad nace lo que hoy es El Festival del Porro; en plena calle donde en épocas anteriores era el sitio de pasos para los sainetes que bajaban de La Loma para llegar al barrio Robledo, el paso obligado para los habitantes de El Coco, epicentro de rumbas y encuentros familiares, el tránsito de vehículos o mulas que iban a las misas o procesiones de semana Santa a la iglesia de Robledo,... si lugar donde varios líderes se unían para darle vida, color, sabor, ritmo, música y alegría a un fenómeno socio-cultural que vivían los barrios de Medellín: El Porro.

“El primer Festival del Porro es una obra de la Comunidad, dela creatividad cultural juvenil. Es un acto que dotará de experiencia para futuras actividades organizativa, en la cual llamamos a la

30.

participación y colaboración de toda la comunidad. Así para que en el futuro pueda decirse: aquí se unieron los hombres, trajeron sus alas en la mirada y volaron en la risa...” _

El Coco, epicentro de la rumba paisa Con los sabores y el baile gestados desde Enciso, Manrique, La Loma, La Toma, Guayabal y El Coco, en Medellín las rumbas familiares estaban acompañadas de los ritmos interpretados por las orquestas de Lucho Bermúdez, Pacho Galán, Edmundo Arias, Los Corraleros de Majagual, la Sonora Cordobesa, Pedro Laza y Sus Pelayeros, junto con ellas alternaban orquestas paisas como Los Graduados, El Combo de las Estrellas, El Combo Dilido, Los Hispanos... que en las noches y los fines de semanas a paso de porro pasiado gozaban sus habitantes.

Con la marca de un baile gestado en las entrañas de las calles de Medellín, el porro costeño fue transformado en pasos citadinos para darle una característica propia, mezclado con rumba paisa, bote, guaracha y salsa, se le da cuerpo y vida a un ritmo que llegó a la ciudad a través de los ferrocarriles, la radio, el LP y la disquera Discos Fuentes, para quedarse en las barriadas de la ciudad, en los bares, clubes sociales, sitios de rumbas, estaderos, en Guayaquil, hoteles y demás espacios de encuentro de fiestas donde se reunían sus habitantes a gozar.

En este ambiente musical y de rumba el porro, y gracias a los eventos que desde Enciso se gestaban como porro vías, tablados, encuentros de bailadores y fiestas callejeras, en El Coco se gestaba la idea de darle al porro el sitial, el lugar que se merecía, una evento de encuentro para bailadores, investigadores, músicos y amantes de este ritmo; era recoger esa tradición de sus habitantes y colocarlo en un escenario de diálogo entre bailadores.

Acompañados por los grupos de cuerda de Lito Zapata, Gilberto Saraz, los Hermanos Isaza, Julio “Pollo” Álvarez y la orquesta de Fernando Pabón2, los organizadores se dieron a la tarea de crear un sueño: el Festival del Porro de Medellín, una gesta que estuvo acompañada desde la Escuela Popular de Arte EPA, con los maestros Jesús Mejía Ossa “Chucho”, Carlos Tapias, Antonio Tapias y Oscar Vahos. Fue así como se le dio cuerpo a

31.

la fiesta callejera para tomarse el barrio y poner a gozar a sus habitantes a partir del ritmo de porro, gaitas y cumbias interpretados por grupos de chirimías, sonidos de LP’s y danzas folclóricas que mostraban los orígenes del porro y los bailes callejeros.

El primer encuentro de la fiesta callejera fue tomada por los habitantes que entre porros, gaitas y cumbias gozaban niños, jóvenes, adultos y adultos mayores; sus inicios con comparsas, juegos, fiestas, goces y rumbas los habitantes le daban vida a un evento que nace de las entrañas de sus pobladores y de su idiosincrasia, era recoger un legado histórico de las familias Álvarez, Vélez, Monsalve, Pabón, Pulgarín, Paniagua2, toda una tradición que desde años anteriores lo hacían acompañados por la banda Paniagua del barrio La Loma.

32.